PERMISO

Siempre que hago algo pienso en mi hermano y, siempre que pienso en mi hermano, me doy cuenta de que él lo habría hecho mejor que yo.

Y así llevo ya veintitrés años.

No se puede decir del todo que esto me amargue, no, sólo me da una cierta lucidez.

Ahora, por ejemplo, estoy en el tren corail número 1458 proveniente de Nancy. Estoy de permiso, el primero desde hace tres meses.

Bueno, para empezar, hago la mili como un simple pringado mientras que mi hermano la hizo como oficial de reserva, comía siempre en la mesa de los mandos y volvía a casa todos los fines de semana. Dejemos esto de lado.

Volvamos al tren. Cuando llego a mi asiento (que había reservado en el sentido de la marcha) me encuentro a una maruja sentada ahí con todos sus chismes de bordar sobre las rodillas. No me atrevo a decirle nada. Me siento delante de ella después de colocar mi enorme petate en el portaequipajes. En el compartimento también hay una chica bastante mona leyendo una novela sobre las hormigas. Tiene un grano en el borde del labio. Lástima, porque aparte de eso está potable.

He ido a comprarme un bocata en el vagón restaurante.

Y esto es lo que hubiese ocurrido de haber estado ahí mi hermano: le habría dedicado una gran sonrisa encantadora a la maruja enseñándole el billete, perdone, tal vez me equivoque yo, pero me parece que… Y la tía habría pedido perdón mil veces metiendo todos sus hilos en su bolso y se habría levantado precipitadamente.

Y en cuanto al bocata, le habría montado un numerito al camarero diciéndole que, por veintiocho francos, podrían haber puesto una loncha de jamón un poco más gruesa, y el camarero, con su ridículo chaleco negro le habría cambiado el bocata inmediatamente. Lo sé, ya le he visto en acción.

Y en cuanto a la chica, es aún más vicioso. La habría mirado de manera que ella se habría dado cuenta enseguida de que le interesaba.

Pero habría sabido al mismo tiempo exactamente que él se había fijado en su pequeño furúnculo. Y entonces, a ella le habría costado concentrarse en sus hormigas y no habría ido demasiado en plan creída, por si acaso.

Eso, si hubiese tenido intención de interesarse por ella.

Porque, de todas formas, los oficiales viajan en primera, y en primera, no está tan claro que las chicas tengan granos.

Yo me he quedado sin saber si la pijita era sensible a mis botas y a mi cabeza rapada porque me he dormido casi todo el viaje. Esta mañana nos han vuelto a despertar a las cuatro para hacer una chorrada de maniobras.

Marc, mi hermano, hizo la mili cuando terminó sus tres años de academia preparatoria y antes de empezar la escuela superior de ingeniería. Tenía veinte años.

Yo la hago después de mi diploma técnico de dos años y antes de ponerme a buscar un curro en el campo de la electrónica. Tengo veintitrés.

Por cierto, mañana es mi cumpleaños. Mi madre ha insistido para que vuelva a casa. No me gustan mucho los cumpleaños, ya empezamos a ser mayorcitos. Pero, bueno, lo hago por ella.

Vive sola desde que mi padre se largó con la vecina el día en que hacían diecinueve años de matrimonio. Simbólicamente, se puede decir que fue bastante fuerte.

Me cuesta entender por qué no ha vuelto a salir con nadie. Hubiera podido, y todavía podría incluso pero…, no sé. Marc y yo hablamos de ello sólo una vez y estábamos de acuerdo, creemos que ahora le da miedo. Ya no quiere arriesgarse a que la vuelvan a abandonar. Durante un tiempo le dimos la vara para que se apuntara a un chisme de esos de encuentros, pero nunca quiso.

Desde entonces, acogió en casa a dos perros y a un gato, así que, claro…, con un zoo así, es una misión imposible encontrar un tío que valga la pena.

Vivimos en Essone, cerca de Corbeil, en un chalecito en la nacional 7. No está mal, es un sitio tranquilo.

Mi hermano no dice nunca chalé, dice casa. Le parece que la palabra chalé queda paleta.

Mi hermano no superará nunca el no haber nacido en París.

París. No habla nunca de otra cosa. Yo creo que el día más bonito de su vida fue cuando se compró su primer abono de transporte de cinco zonas. Para mí, París o Corbeil, tanto da.

Una de las pocas cosas que recuerdo del colegio es la teoría de un gran filósofo de la Antigüedad que decía que lo importante no es el lugar en el que uno se encuentra, sino el estado de espíritu en el que está.

Me acuerdo de que le escribía eso a uno de sus colegas que tenía morriña y quería viajar. El otro le decía más o menos que no valía la pena, puesto que iba a cargar con él todo su mogollón de movidas. El día en que el profe nos contó eso, mi vida cambió.

Es una de las razones por las cuales he elegido un oficio manual.

Prefiero que sean mis manos las que piensen. Es más fácil.

En la mili te encuentras con un buen puñado de estúpidos. Vivo con unos tíos que antes no habría podido ni imaginarme. Duermo con ellos, me aseo con ellos, como con ellos, e incluso a veces hago el ganso con ellos, juego a las cartas con ellos y, sin embargo, todo en ellos me revuelve las tripas. No es cuestión de que yo sea un esnob o no, es sencillamente que esos tíos no tienen nada. No estoy hablando de sensibilidad, no, eso es como un insulto, hablo de tener un peso.

Sé que no me explico bien, pero yo me entiendo, si coges a uno de estos tíos y lo pones en una balanza, por supuesto, sabrás su peso, pero en realidad no pesa nada…

No hay nada en ellos que pueda considerarse materia. Como fantasmas, puedes pasar el brazo a través de su cuerpo y sólo tocas un vacío ruidoso. Ellos te dirán que si pasas el brazo a través de su cuerpo, sobre todo te juegas una hostia. Buaj.

Al principio tenía insomnio por culpa de todos esos gestos y de esas palabras increíbles que dicen, pero ahora ya me he acostumbrado. Dicen que el ejército cambia a los hombres; a mí, personalmente, el ejército me ha hecho aún más pesimista que antes.

Ni de coña puedo creer en Dios o en un Ente Superior porque no es posible haber creado a propósito lo que veo todos los días en el cuartel de Nancy-Bellefond.

Tiene gracia, me doy cuenta de que le doy al tarro mucho más cuando voy en el tren de largo recorrido o en el cercanías… Así que, con todo, el ejército tiene algo de bueno al final.

Cuando llego a la estación del Este siempre espero secretamente que haya alguien esperándome. Es una chorrada. Por mucho que sepa que mi madre está currando todavía a estas horas y que Marc no es el tipo de persona que se cruce toda la periferia para llevarme el petate, siempre tengo esa esperanza idiota.

Una vez más, no ha fallado, antes de bajar las escaleras mecánicas para coger el metro, he echado una última mirada a mi alrededor por si había alguien… y cada vez, en las escaleras mecánicas, el petate me parece más pesado.

Quisiera que alguien me esperara en alguna parte… Tampoco es nada del otro mundo.

Bueno, venga, ya es hora de volver a casa y de darme de leches con Marc, porque estoy empezando a comerme ya demasiado el tarro y se me van a fundir los plomos. Mientras espero voy a fumarme un cigarro en el andén. Está prohibido, ya lo sé, pero que vengan a darme la vara que les saco mi carné militar.

¡Yo trabajo para la paz, caballero! Yo me he levantado a las cuatro de la madrugada por la patria, señora.

Ni un alma en la estación de Corbeil… eso ya me jode más. A lo mejor se les ha olvidado que llegaba esta noche…

Me voy andando. Estoy demasiado hasta el gorro del transporte colectivo. De lo que estoy hasta el gorro es de todas las cosas colectivas, creo.

Me cruzo con tíos del barrio que iban conmigo a clase. No tienen muchas ganas de estrecharme la mano, porque claro, un militroncho, mal rollo.

Me paro en el bar que hay en la esquina de mi calle. Si me hubiese tirado menos tiempo en ese bar es probable que no corriera el riesgo de tener que apuntarme al paro dentro de seis meses. Hasta hace poco me pasaba más tiempo detrás del pinball que en clase… Esperaba hasta las cinco y, cuando aparecía la gente, a los que se habían tragado el rollo de los profes todo el día les revendía las partidas gratis que había ganado. Para ellos era un buen negocio: les costaba la mitad y tenían la oportunidad de grabar sus iniciales en el cuadro de honor.

Todo el mundo encantado y yo me compraba mis primeros paquetes de cigarrillos. Juro que entonces me creía el rey. El rey de los gilipollas, eso es lo que era.

El dueño del bar me dice:

—¿Qué hay?… ¿Sigues en el ejército?

—Pues sí.

—¡Eso está bien!

—Sí.

—Ven a verme un día después de cerrar para que charlemos un poco… También hay que decir que yo estaba en la Legión, y eso era otra historia… No nos habrían dejado salir por cualquier chorrada, eso te lo digo ya.

Y venga a hablar el borracho este de sus recuerdos de cuando la guerra.

La Legión…

Estoy cansado. Estoy hasta el gorro de este petate que se me clava en el hombro y el bulevar no se acaba nunca. Cuando llego a mi casa la verja está cerrada.

Joder, esto ya es el colmo. Me entran como ganas de llorar.

Llevo de pie desde las cuatro de la mañana, acabo de cruzar la mitad del país en unos vagones apestosos y ahora digo yo que ya sería hora de darme un respiro, ¿no?

Los perros me estaban esperando. Entre Bozo que aúlla de alegría a muerte y Micmac que pega saltos de tres metros…, vaya fiesta. ¡Esto sí que es un recibimiento!

Tiro la bolsa por encima de la verja y trepo por el muro como cuando nos escapábamos con los vespinos por ahí. Mis dos perros se me abalanzan encima y, por primera vez desde hace semanas, me siento mejor. Así que, al final sí que hay seres vivos que me quieren y me esperan en este pequeño planeta. Venid aquí, preciosos. Hola, bonito, hola, bonito, hola…

La casa está a oscuras.

Dejo el petate a mis pies sobre el felpudo, lo abro y me pongo a buscar las llaves que están al fondo del todo debajo de kilos y kilos de calcetines sucios.

Los perros van delante de mí y voy a encender la luz del pasillo… No hay luz.

Joderrr. Joderrr.

En ese momento, oigo al cabrón de Marc que dice:

—Eh, podrías mostrarte más educado delante de tus invitados.

Todavía está oscuro. Le contesto:

—¿Pero qué chorradas dices?…

—Desde luego, eres incorregible, soldado raso limpialetrinas. Se acabaron las palabrotas, hemos dicho. Aquí no estamos en el cuartel de Villapaletos de Abajo, así que modera tu lenguaje o no enciendo la luz.

Y la enciende.

Lo que faltaba. Todos mis colegas y la familia en el salón con una copa en la mano cantando Cumpleaños feliz bajo las guirnaldas.

Mi madre me dice:

—Pero deja la bolsa, hijo.

Y me trae una copa.

Es la primera vez que me hacen una cosa así. No debo de tener muy buena pinta con mi careto alucinado.

Voy a estrecharle la mano a todos y a dar un beso a mi abuela y a mis tías.

Cuando llego adonde está Marc, amago que le doy una hostia, pero está con una chica. La coge por la cintura. Y yo, nada más mirarla, ya sé que estoy enamorado de ella.

Le doy un puñetazo en el hombro y señalándola con la barbilla, le pregunto a mi hermano:

—¿Es mi regalo?

—Ni en tus mejores sueños, capullo —me contesta él.

Sigo mirándola. Siento como una noria en el estómago. Qué dolor tengo y qué guapa es.

—¿No la reconoces?

—No.

—Sí, hombre, es Marie, la amiga de Rebecca…

—¿…?

Ella me dice:

—Estuvimos en las mismas colonias. En Glénans, ¿no te acuerdas?…

—No, lo siento —digo que no con la cabeza y los dejo plantados. Voy a servirme algo de beber.

Joder que si me acuerdo. Todavía tengo pesadillas del cursillo de vela. Mi hermano que era siempre el mejor, el enchufado de los monitores, moreno, musculoso, seguro de sí mismo. Por la noche se leía el libro y, luego, a bordo lo comprendía todo enseguida. Mi hermano que se colocaba en el trapecio y salpicaba gritando por encima de las olas. Mi hermano que no se iba nunca a pique.

Todas esas chicas con sus tetitas que le miraban con ojos de carnero degollado y que sólo pensaban en la fiesta de la última noche.

Todas esas chicas que le habían apuntado su dirección en el brazo con rotulador en el autocar mientras él fingía dormir. Y las que lloraban delante de sus padres al ver que se alejaba hacia nuestro cuatro latas familiar.

Y yo…, yo que me mareaba.

Me acuerdo muy bien de Marie. Una noche, ella le contaba a los demás que había visto a una pareja enrollándose en la playa y que había oído el sonido de la goma de la braga de la chica.

—¿Cómo era el ruido? —le pregunté yo para que le diera corte.

Y ella, mirándome fijamente a los ojos, se coge un pellizco de la braga a través de la tela del vestido, tira de ella, y la suelta.

Clac.

—Así —me responde sin dejar de mirarme.

Yo tenía once años.

Marie.

Joder que si me acuerdo. Clac.

Cuanto más iba avanzando la noche, menos ganas tenía de hablar de la mili. Cuanto menos la miraba, más ganas tenía de tocarla.

Estaba bebiendo demasiado. Mi madre me ha lanzado una mirada de mala leche.

Me he salido al jardín con dos o tres colegas del diploma técnico. Hablábamos de las cintas que pensábamos alquilar y de los coches que jamás podríamos comprarnos. Michael se había puesto un equipo de música cojonudo en su Peugeot 106.

Casi diez mil francos para escuchar tecno…

Me he sentado en el banco de hierro. El que mi madre me pide todos los años que vuelva a pintar. Dice que le recuerda al jardín de las Tullerías.

Me estaba fumando un cigarro mirando las estrellas. No me sé muchas. Así que, en cuanto tengo ocasión, las busco. Conozco cuatro.

Ésta es otra cosa más del libro de Glénans que no he conseguido recordar.

La he visto llegar desde lejos. Me sonreía. Yo le miraba los dientes y la forma de sus pendientes.

Sentándose a mi lado, me dice:

—¿Puedo?

No he contestado nada porque volvía a dolerme la tripa.

—¿De verdad no te acuerdas de mí?

—No, no es verdad.

—¿Te acuerdas?

—Sí.

—¿De qué te acuerdas?

—Me acuerdo de que tenías diez años, que medías uno veintinueve, que pesabas veintiséis kilos y que habías tenido paperas el año anterior, me acuerdo de la revisión médica. Me acuerdo de que vivías en Choisy-le-Roi y entonces me habría costado cuarenta y dos francos ir a verte en tren. Me acuerdo de que tu madre se llamaba Catherine y tu padre Jacques. Me acuerdo de que tenías una tortuga de agua que se llamaba Candy y tu mejor amiga tenía un conejillo de indias que se llamaba Anthony. Me acuerdo de que tenías un bañador verde con estrellas blancas y tu madre te había hecho un albornoz con tu nombre bordado. Me acuerdo de que lloraste una mañana porque no había correo para ti. Me acuerdo de que te pegaste purpurina en las mejillas la noche de la fiesta y que Rebecca y tú hicisteis un espectáculo con la música de Grease

—¡Caray, tío, qué memoria tienes!

Está aún más guapa cuando se ríe. Se echa para atrás. Se pasa las manos por los brazos para calentárselos.

—Toma —le digo quitándome mi jersey gordo.

—Gracias… pero ¿y tú? ¡¿Tendrás frío?!

—No te preocupes por mí.

Me mira de otra manera. Cualquier chica habría comprendido lo que ella ha comprendido en ese momento.

—¿De qué más te acuerdas?

—Me acuerdo de que una noche me dijiste delante del hangar de los Optimists que te parecía que mi hermano era un chulo…

—Sí, es verdad, te dije eso, y tú me contestaste que no era verdad.

—Porque no lo es. Marc hace mogollón de cosas con facilidad, pero no es un chulo. Sencillamente, las hace.

—Siempre has defendido a tu hermano.

—Sí, es mi hermano. Bueno, y tú tampoco le encuentras muchos defectos ahora, ¿no?

Se levanta y me pregunta si se puede quedar con mi jersey.

Yo también le he sonreído. A pesar del mogollón de fango y de miseria en el que me debatía, me sentía feliz como nunca.

Mi madre se ha acercado cuando yo todavía seguía sonriendo como un idiota. Me ha dicho que se iba a dormir a casa de mi abuela, que las chicas tenían que dormir en el primer piso y los chicos en el segundo…

—Vale, mamá, que ya no somos unos crios…

—Y no te olvides de asegurarte de que los perros estén dentro antes de cerrar y…

—Eh, mamá…

—Déjame que me preocupe si quiero, bebéis todos como cosacos y tú, tú pareces estar completamente borracho…

—En este caso no se dice borracho, mamá, se dice «ido». Sabes, estoy ido…

Se ha alejado encogiéndose de hombros.

—Por lo menos ponte algo encima, que te vas a morir de un resfriado.

Me he fumado tres cigarrillos más para darme tiempo para pensar y luego he ido a ver a Marc.

—Eh…

—¿Qué?

—Marie…

—¿Qué?

—¿Me la dejas?

—No.

—Te voy a partir la cara.

—No.

—¿Por qué?

—Porque esta noche has bebido demasiado y necesito conservar mi carita de ángel para ir a currar el lunes.

—¿Por qué?

—Porque presento un trabajo sobre la incidencia de los fluidos en un perímetro dado.

—¿No me digas?

—Sí.

—Lo siento.

—No te preocupes.

—¿Y qué hay de Marie?

—¿Marie? Es para mí.

—No estés tan seguro.

—¿Tú qué sabes?

—Ah… Será el sexto sentido del soldado de artillería.

—Sí, seguro, lo que tú digas.

—Mira, soy un pringao, no puedo intentar nada. Así son las cosas, soy gilipollas, ya lo sé. Así que hay que encontrar una solución por lo menos para esta noche, ¿vale?

—Me lo estoy pensando…

—Pues date prisa, que luego voy a estar demasiado ciego.

—Al futbolín…

—¿Qué?

—Nos la jugamos al futbolín.

—No es muy galante.

—Quedará entre tú y yo, gentleman de los cojones que intenta llevarse las novias de los demás.

—Vale. ¿Pero cuándo?

—Ahora. En el bajo.

—¿¿¡Ahora!??

—Yes, sir.

—Voy para allá, voy a prepararme un buen tazón de café.

—Y otro para mí, anda…

—No hay problema. Mearé dentro y todo.

—Militroncho cretino.

—Vete a practicar. Ve a decirle adiós.

—Muérete.

—No te preocupes, anda, ya la consolaré yo.

—Sí, cuenta con ello.

Nos hemos bebido los cafés hirviendo encima del fregadero. Marc ha bajado el primero. Mientras tanto, he metido las dos manos en el paquete de harina. ¡Pensaba en mi madre cuando nos hacía filetes empanados!

Ahora tenía ganas de mear, hay que ser tonto. Sujetársela con dos escalopes cordon-bleu no es la cosa más práctica del mundo…

Antes de bajar la escalera, la he buscado con la mirada para darme fuerzas porque, yo seré un as del pinball, pero el futbolín es el feudo de mi hermano.

He jugado de pena. La harina, en vez de ayudarme a no sudar, me formaba como unas bolitas blancas en la punta de los dedos.

Además, Marie y los demás han bajado cuando íbamos empatados a seis y, a partir de ese momento, he tirado la toalla. Sentía que se movía a mi espalda y mis manos se resbalaban. Olía su perfume y se me olvidaban los delanteros. Oía el sonido de su voz y encajaba gol tras gol.

Cuando mi hermano ha colocado el marcador a diez a su favor he podido por fin limpiarme las manos en los muslos. Se me han quedado los vaqueros completamente blancos.

Marc me ha mirado con un aire de cabrón que lo siente sinceramente.

Feliz cumpleaños, he pensado yo.

Las chicas han dicho que querían acostarse y nos han pedido que les enseñáramos su habitación. Yo he dicho que iba a dormir en el sofá del salón para terminarme los culos de las botellas tranquilamente y que no viniese ya nadie a molestarme.

Marie me ha mirado. He pensado que si hubiera medido uno veintinueve y pesado veintiséis kilos en ese momento, me la habría podido meter dentro de la cazadora para llevármela a todas partes conmigo.

Y, después, la casa se ha quedado en silencio. Las luces se han apagado una tras otra y ya sólo se oía alguna risa ahogada aquí y allá.

Me imaginaba que Marc y sus colegas estaban haciendo el imbécil llamando a su puerta.

He llamado a los perros y he cerrado la puerta de entrada con llave.

No conseguía dormirme. Por supuesto.

Me estaba fumando un cigarro en la oscuridad. En la habitación no se veía más que un puntito rojo que se movía de vez en cuando. Y luego he oído un ruido. Como si estuvieran arrugando papel. Primero he pensado que alguno de los perros estaba haciendo una travesura. He llamado:

—¿Bozo?… ¿Micmac?…

No ha habido respuesta, y el ruido aumentaba y, además, ras ras, como si despegaran cinta de celo.

Me he incorporado y he alargado el brazo para encender la luz.

Estoy soñando. Marie está desnuda en el centro de la habitación cubriéndose el cuerpo con los papeles de regalo. Tiene papel azul en el pecho izquierdo, plateado en el derecho y lazos enrollados alrededor de los brazos. El papel de estraza que envolvía el casco de moto que me ha regalado mi madre le sirve de taparrabos.

Camina medio desnuda en medio de los envoltorios, entre ceniceros llenos y vasos sucios.

—¿Qué estás haciendo?

—¿No se ve?

—Pues no… la verdad es que no…

—¿No has dicho antes, al llegar, que querías un regalo?

Seguía sonriendo y se ataba un lazo rojo alrededor de la cintura.

Me he levantado de golpe.

—Eh, no te embales —le he dicho.

Y mientras le decía eso, me preguntaba si «no te embales» quería decir: no te tapes la piel así, déjamela, por favor.

O si «no te embales» quería decir: no vayas demasiado rápido, sabes, no sólo todavía me mareo, sino que, además, mañana me vuelvo a marchar de soldado raso a Nancy, así que, como tú comprenderás…