Me he tirado a miles de chicas, y de la mayoría no recuerdo la cara.
No digo esto para hacerme el interesante. En el punto en el que estoy, con toda la pasta que gano y todos esos mamelucos que tengo a mi alrededor, te puedes imaginar que no necesito fardar con el primero que pase.
Lo digo porque es verdad. Tengo treinta y ocho años y he olvidado casi todo en mi vida. Eso se aplica a las chicas y a todo lo demás.
Me ha pasado encontrar de casualidad una revista de ésas con las que te podrías limpiar el culo y verme en una foto abrazado a una piba.
Entonces leo el pie y veo que la chica en cuestión se llama Laetitia o Sonia o qué sé yo, miro la foto una vez más como para decirme: «Ah, sí, claro, Sonia, la morenita de Villa Barclay con sus piercings, la que olía a vainilla…»
Pero no. No es eso lo que recuerdo.
Dentro de mi cabeza repito «Sonia» como un gilipollas y dejo la revista buscando un cigarro.
Tengo treinta y ocho años y me doy perfecta cuenta de que mi vida se está yendo a la mierda. En mi cabeza todo se descascarilla muy despacio. Das un golpecito con la uña y se van a la basura semanas enteras. Te diré más, un día en que estaba oyendo hablar de la guerra del Golfo, me doy la vuelta y digo:
—¿Cuándo fue la guerra del Golfo?
—En el 91 —me contestan, como si necesitara una enciclopedia para tener más detalles… Pero joder, la verdad es que nunca había oído hablar de ello.
La guerra del Golfo a la basura.
No lo vi. No lo oí. Un año entero que ya no me sirve para nada.
En 1991 yo no estaba ahí.
En 1991 seguro que estaba ocupado en buscarme las venas y no vi que había una guerra. Me dirás que te la suda. Te digo lo de la guerra del Golfo porque es un buen ejemplo.
Se me olvida casi todo.
Sonia, perdóname, pero es verdad. Ya no me acuerdo de ti.
Y entonces conocí a Ambre.
Sólo con decir su nombre me siento bien.
Ambre.
La primera vez que la vi fue en el estudio de grabación de la calle Guillaume-Tell. Íbamos de culo desde hacía una semana y todo el mundo nos daba la brasa con chorradas sórdidas de pasta porque llevábamos retraso.
No se puede prever todo. Nunca. No podíamos prever que el ingeniero de mezclas cojonudo al que habíamos hecho venir desde USA por un ojo de la cara para complacer a los peces gordos de la casa discográfica nos la iba a jugar nada más empezar.
—El cansancio y el desfase horario no le han debido ayudar mucho —dijo el médico.
Eran gilipolleces por supuesto, el desfase horario no tenía nada que ver con esto.
Simplemente, el yanqui había tenido el ojo más grande que la tripa, y le está bien empleado. Ahora quedaba como un gilipollas con su contrato «para hacer bailar a las frenchies»…
Era un período de mierda. Llevaba varias semanas sin ver la luz del sol y ya no me atrevía a pasarme las manos por la cara porque sentía que la piel se me iba a resquebrajar o a fisurar, o algo así.
Al final no conseguía siquiera fumar porque me dolía demasiado la garganta.
Fred me daba la coña desde hacía un tiempo con una amiga de su hermana. Una fotógrafa que quería seguirme en una gira. En plan freelance, pero no para vender luego las fotos. Para ella, nada más.
—Oye, Fred, no me des la vara con eso…
—Pero tío, ¿qué más te da que la traiga aquí una noche, eh? ¡¿Qué más te da, joder?!
—No me gustan los fotógrafos, no me gustan los directores artísticos, no me gustan los periodistas, no me gusta que me den la vara y no me gusta que me miren. Puedes entender eso, ¿no?
—Joder, tío, sé un poco más enrollao, sólo una noche, dos minutos. No tendrás ni que hablar con ella, si me apuras, ni siquiera la verás. Hazlo por mí, joder. Se ve que no conoces a mi hermana.
Te decía antes que se me olvidaba todo, pero esto, mira por dónde, no.
Entró por la puertecita de la derecha si te pones mirando a las mesas de mezclas. Parecía estar pidiendo perdón andando de puntillas y llevaba una camiseta blanca con tirantes muy finos. Desde donde estaba yo, detrás del cristal, no le vi enseguida la cara, pero cuando se sentó, vi sus tetitas pequeñas y ya en ese momento, tenía ganas de tocarlas.
Un poco más tarde me sonrió. No como las chicas que me suelen sonreír porque se alegran de ver que las miro.
Me sonrió porque sí, para hacerme feliz. Y nunca se me hizo tan larga una sesión de grabación como la de ese día.
Cuando salí de mi jaula de cristal ella ya no estaba allí. Le dije a Fred:
—¿Es amiga de tu hermana?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Ambre.
—¿Se ha ido?
—Yo qué sé.
—Mierda.
—¿Qué?
—Nada.
Volvió el último día. Paul Ackermann había organizado una juerguecilla en el estudio «para celebrar tu próximo disco de oro», había dicho el imbécil de él. Yo acababa de salir de la ducha, estaba todavía medio desnudo, frotándome la cabeza con una toalla demasiado grande cuando Fred nos presentó.
Me costaba decir la más mínima cosa. Era como si tuviera quince años, y arrastraba la toalla por el suelo.
Ella me volvió a sonreír, igual que la primera vez.
Señalándome un bajo, dijo:
—¿Es su guitarra preferida?
Y yo no sabía si tenía ganas de besarla porque no tenía ni idea de nada, o si era porque me llamaba de usted cuando todo el mundo me tutea dándome palmaditas en la tripa…
Desde el Presidente de la República hasta el último gilipollas, todos me tutean como si hubiésemos comido del mismo plato.
Son las cosas de este mundillo.
—Sí —le contesté yo—, es la que prefiero.
Y buscaba con la mirada algo que ponerme encima.
Charlamos un poquito pero era difícil porque Ackermann había traído a unos periodistas; cómo no, tenía que habérmelo imaginado.
Me preguntó lo de la gira y yo le decía a todo que sí mirándole las tetas sin que me viera. Luego me dijo que adiós y yo buscaba a Fred por todas partes, o a Ackermann, o a quien fuera, para partirle la cara a alguien, porque dentro de mí estaba que me ahogaba.
La gira era de unos diez conciertos y casi todos fuera de Francia. Hicimos dos actuaciones en la Cigale y el resto ya lo confundo todo. Estuvimos en Bélgica, en Alemania, en Canadá y en Suiza, pero no me preguntes en qué orden, porque no sabría decirte.
Cuando estoy de gira me canso. Hago mi música, canto, intento colocarme lo menos posible y duermo en el autocar.
Incluso cuando tenga un ano de oro macizo, seguiré yéndome de gira con mis músicos en un autocar climatizado. El día en que me veas coger un avión sin ellos y chocarles los cinco justo antes de subir al escenario, avísame, porque ese día significará que ya no tengo nada que hacer aquí y que es hora de que me largue con la música a otra parte.
Ambre se vino con nosotros, pero yo no lo supe enseguida.
Sacó sus fotos sin que nos diésemos cuenta. Vivía con las chicas del coro. Se las oía reír a veces en los pasillos de los hoteles cuando Jenny les echaba las cartas. Cuando la veía, levantaba la cabeza e intentaba mantenerme erguido pero nunca fui hacia ella en todas esas semanas.
Ya no puedo mezclar el curro con el sexo, me he hecho viejo.
La última noche era domingo. Estábamos en Belfort porque queríamos terminar a lo grande con un concierto especial por el décimo aniversario del festival Eurockéennes.
Me senté a su lado en la cena de despedida.
Es una noche sagrada que todo el mundo respeta y nos la reservamos para nosotros solos: los de las máquinas, los técnicos, los músicos y todos los que nos han ayudado durante la gira. No es el momento de que vengan a darnos la vara con una actriz que quiere hacer carrera o con unos corresponsales de provincias, entiendes… Ni siquiera a Ackermann se le ocurriría llamar a Fred al móvil para saber de nosotros ni para volver a preguntar lo que hemos ganado con las entradas.
También hay que decir que, por lo general, es bastante malo para nuestra imagen.
Entre tú y yo, nosotros lo llamamos el desmadre a saco, y con eso te lo digo todo.
Desaparecen toneladas de estrés, luego está la satisfacción del trabajo terminado, todas esas bobinas bien guardaditas en sus cajas y mi manager que empieza a sonreír por primera vez desde hace meses; es demasiado de golpe y degenera fácilmente…
Al principio sí que intenté camelarme a Ambre pero cuando comprendí que estaba demasiado ciego para tirármela como es debido, pasé del tema.
Ella hizo como si nada, pero yo sé que entendió la situación perfectamente.
En un momento, cuando estaba en los retretes del restaurante, pronuncié lentamente su nombre delante del espejo que hay encima de los lavabos, pero en vez de respirar bien hondo y lavarme el careto con agua fría para ir a decirle a la cara: «Cuando te miro, me duele la tripa como si estuviera delante de diez mil personas, por favor, acaba con esto y abrázame…», en vez de hacer eso, me di la vuelta y me dejé dos mil francos en género para empezar la noche.
Pasaron unos meses, se editó el disco… No te voy a decir más, es una época que cada vez aguanto peor: cuando ya no consigo estar solo con mis preguntas inútiles y mi música.
Fue otra vez Fred el que me vino a buscar con su Vmax negra para llevarme junto a ella. Quería enseñarnos su trabajo sobre la gira.
Me encontraba bien. Estaba contento de volver a ver a Vickie, a Nath y a Francesca que cantaban en directo conmigo. Todas seguían ahora su camino por otros derroteros. Francesca quería un disco en solitario y, una vez más, le prometí, de rodillas, que le compondría cosas inolvidables.
Su apartamento era minúsculo y nos pisábamos todos unos a otros. Bebíamos una especie de tequila rosa que su vecino de planta se había sacado de la manga. Era un argentino que medía por lo menos dos metros, sonreía todo el rato.
Yo alucinaba con sus tatuajes.
Me levanté. Sabía que estaba en la cocina. Me dijo:
—¿Vienes a ayudarme?
Le dije que no.
Ella me dijo:
—¿Quieres ver mis fotos?
Tenía ganas de decir otra vez que no, pero le dije:
—Sí, me gustaría.
Se fue a su habitación. Cuando volvió, cerró la puerta con llave y tiró al suelo con el brazo todo lo que había encima de la mesa. Metió mogollón de ruido porque había bandejas de aluminio.
Colocó su portafolio bien extendido sobre la mesa, y se sentó enfrente de mí.
Abrí el chisme y no vi más que mis manos.
Cientos de fotos en blanco y negro en las que sólo salían mis manos.
Mis manos sobre las cuerdas de las guitarras, mis manos alrededor del micro, mis manos a ambos lados de mi cuerpo, mis manos acariciando a la multitud, mis manos estrechando otras manos en los camerinos, mis manos sujetando un cigarro, mis manos tocando mi cara, mis manos firmando autógrafos, mis manos febriles, mis manos suplicando, mis manos lanzando besos, y mis manos pinchándose también.
Manos grandes y delgadas con venas como riachuelos.
Ambre jugueteaba con una chapa. Aplastaba unas migas.
—¿Esto es todo? —le dije.
Por primera vez, la miraba a los ojos durante más de un segundo.
—¿Estás decepcionado?
—No lo sé.
—He sacado tus manos porque es lo único en ti que no está descuajaringado.
—¿Tú crees?
Ella asintió con la cabeza y me llegaba el olor de su pelo.
—¿Y mi corazón?
Ella me sonrió y se inclinó por encima de la mesa.
—¿No está descuajaringado tu corazón? —contestó con una pequeña mueca de duda.
Se oían risas y golpes detrás de la puerta. Reconocía la voz de Luis que gritaba: «¡Necesitamos cubitos de hielo!»
Yo dije:
—Habría que verlo…
Daba la impresión de que iban a derribar la puerta con sus chorradas.
Ella puso sus manos sobre las mías y las miró como si las viera por primera vez. Dijo:
—Eso es lo que vamos a hacer.