THE OPEL TOUCH

Tal y como me veis ahora, voy andando por la calle Eugène-Gonon.

Casi .

¿Cómo? ¿En serio no conocéis la calle Eugène-Gonon? A ver, un momento, ¿me estáis tomando el pelo?

Es una calle bordeada de casitas de piedra con jardincitos de césped y marquesinas de hierro forjado. La famosa calle Eugène-Gonon de Melun.

¡Sí, hombre! Melun… Con su cárcel, su queso Brie que debería ser más conocido, y sus accidentes ferroviarios.

Melun.

Zona seis del abono de transporte.

Tomo por la calle Eugène-Gonon varias veces al día.

Cuatro en total.

Voy a la facultad, vuelvo de la facultad, como, voy a la facultad, vuelvo de la facultad.

Al final del día estoy molida.

Claro, no lo parece, pero uno tendría que darse cuenta sin ayuda. Tomar por la calle Eugène-Gonon cuatro veces al día para ir a la facultad de derecho para examinarse durante diez años, para ejercer una profesión que a una no le apetece nada… Años y años de Código Civil, de Derecho Penal, de fotocopias, de artículos, de párrafos y de enciclopedia Dalloz para dar y tomar. Y todo esto, agarraos bien, para una profesión que ya me aburre.

Las cosas como son. Reconoced que tengo razones para estar molida al final del día.

Así que ahora, tal y como os estaba diciendo, voy por el trayecto número tres. He comido y vuelvo con paso decidido a la facultad de derecho de Melun, qué guay. Me enciendo un cigarro. Venga, me digo, es el último.

Me echo a reír bajito. Me habré dicho que es el último unas mil veces este año…

Voy bordeando las casitas de piedra. Villa Marie-Thérèse, Mi Felicidad, Dulce Nido. Es primavera y empiezo a deprimirme de verdad. No en plan a lo bestia: lágrimas de cocodrilo, farmacia, dejar de comer y compañía, no.

Es como este trayecto de la calle Eugène-Gonon cuatro veces al día. Acaba conmigo. Compréndalo quien pueda.

Pues no entiendo qué tendrá que ver la primavera…

Espera. La primavera, los pajaritos peleándose en los capullos de los álamos. Por la noche, los gatos metiendo un jaleo infernal, los patos persiguiendo a las patas por el Sena, y las parejas. No me digas que no ves a las parejas, están por todas partes. Besos interminables con mucha saliva, los tíos todos empalmados, las manos paseándose por aquí y por allá y todos los bancos ocupados. Me pone negra.

Me pone negra. Eso es todo.

¿Te da envidia? ¿Tienes mono?

¿Envidia, yo? ¿Mono? No, hombre, no… estás de coña.

(…)

Pfff, hay que ver las tonterías que dices. Pues no me faltaba más que tener envidia de esos cretinos que le dan la vara a todo el mundo con su deseo. Qué tontería.

(…)

¡Pues claro que me da envidia! ¿Es que no se ve, acaso? ¿Necesitas gafas? No ves que tengo tanta envidia que me va a dar algo, no ves que me falta ammmmmoooooor. ¿Qué pasa, no lo ves? Pues salta a la vista, ¿no?

Parezco un personaje de Bretécher, la humorista gráfica: una chica sentada en un banco con una pancarta colgada al cuello: «Quiero amor», y lágrimas que manan como fuentes de cada lado de sus ojos. Me estoy viendo. Vaya cuadro.

Ah, no, ya no estoy en la calle Eugène-Gonon (tengo cierta dignidad, al fin y al cabo), estoy en Pramod.

No es difícil imaginárselo, Pramod está por todas partes. Gran almacén, mogollón de ropa no muy cara, de calidad mediocre, bueno, digamos pasable, no vaya a ser que me echen.

Es mi curro, mi pasta, mi tabaco, mis cafelitos, mis salidas de marcha, mi lencería fina, mi Guerlain, mis caprichos de maquillaje, mis libros de bolsillo, mi cinecito. Todo, vaya.

Odio currar en Pramod pero ¿qué remedio? ¿Me echo el apestoso Gemey, a cuatro francos ochenta el bote, alquilo pelis en el videoclub de Melun, y apunto la última novela de Jim Harrison en el registro de sugerencias de la biblioteca municipal? No, antes muerta. Mejor currar en Pramod.

Y pensándolo bien, te diré incluso que prefiero aguantar a las tías estas que el olor a fritanga de McDonald’s.

El problema son mis compañeras de trabajo. Me vais a decir, pero hija mía, el problema son siempre las compañeras de trabajo.

Vale, ¿pero vosotras conocéis acaso a Marilyne Mercancie? (No va de coña, es la gerente del Pramod del centro de Melun y se llama Mercancie… Oh, destino.)

No, claro, no la conocéis. Pues es la más, la más… gerente de las gerentes de Pramod de Francia. Bueno, y además, vulgar, pero tan vulgar.

Es que no os lo puedo ni explicar. No se trata tanto de su estilo, aunque… sus raíces negras y el móvil en la cintura acaban conmigo… No, es más bien un problema de corazón.

La vulgaridad del corazón es algo indecible.

Miradla, mirad cómo habla a sus empleadas. Da pena. Pone una mueca de asco, es que le debemos de parecer tan, pero tan tonnnntas. Y yo, peor, porque soy la intelectual. La que hace menos faltas de ortografía que ella, y eso sí que le jode.

«La tienda zerrará del 1 al 15 de agosto.»

Espera, bonita… aquí hay algo que no marcha.

¿A ti nunca te han enseñado que la «z» va sólo delante de las vocales «a», «o» y «u», y la «c», de las restantes vocales, a saber, «i» y «e»? A ver, haz un esfuerzo, bonita: ¿por qué no puedes poner una «z» delante de estas dos últimas vocales? Pues porque para obtener un sonido dental, basta con usar una «c», así pues, la «z» se usa sólo cuando la «c» no puede producir ese sonido, como ocurre cuando precede a las vocales «a», «o» y «u», y sólo en esos casos. ¿Lo entiendes? Muy bien, qué lista es mi niña.

Madre mía, qué cara me pone. Y hala, vuelta a hacer el cartel:

«NO ABRIMOS del 1 al 15 de agosto.» Qué júbilo.

Cuando me habla a mí, no pone cara de asco, pero su trabajo le cuesta.

Pero bueno, que sepáis que, dejando de lado la energía empleada en gestionar a mi gerente, no me defiendo nada mal.

Ponedme delante a cualquier clienta y os la visto de los pies a la cabeza. Sin olvidar los accesorios. ¿Por qué? Porque la miro. Antes de aconsejarle, la miro. Me gusta mucho mirar a la gente. Sobre todo a las mujeres.

Incluso la más fea, siempre tiene algo. Por lo menos el deseo de ser guapa.

«Marianne, no me lo puedo creer, los bodys de verano están todavía en el almacén. Habría que ir pensando en sacarlos…»

Siempre hay que decírselo todo, es increíble…

Ya va, ya va. Lo cual no quita que…

Quiero amor.

Sábado noche, de saturday night fever.

El Milton es el saloon de los vaqueros de Melun; estoy con mis amigas.

Menos mal que están aquí. Son guapas, se ríen a carcajadas y lo aguantan todo muy bien.

Oigo el crujir de los GTI en el parking, el petardeo de las Harleys demasiado pequeñas y el clac de los Zippos. Nos han invitado a un cóctel de bienvenida demasiado dulce, le han debido poner mogollón de granadina para ahorrar champán, además, ya se sabe, a las chicas les gusta la granadina… Me digo, ¿pero qué coño estoy haciendo aquí? Tengo la depre. Me pican los ojos. Menos mal que llevo lentillas, con el humo que hay, todo se explica.

—Hola, Marianne, ¿qué tal? —me pregunta una niña pija que estaba en mi clase en el último curso del instituto.

—¡Hola!… —hala, a darse besos—… estoy bien. Me alegro de verte, cuánto tiempo. ¿Dónde te habías metido?

—¿No te lo han dicho las demás? He estado en USA, tía, no te lo vas a creer, o sea, es que fue divino. En Los Ángeles, una casa, que ni te la imaginas. Con piscina, jacuzzi y unas vistas al mar que alucinas. O sea, un plan fantástico en casa de una gente súper guay, para nada los típicos americanos colgados, ¿sabes? Qué va, tía, súper fuerte.

Sacude sus mechas californianas para dejar patente su inmensa nostalgia.

—¿Y no conociste a George Clooney?

—Pero… ¿por qué me dices eso?

—No, no, por nada. Pensaba que, además, habrías conocido a George Clooney, simplemente.

—Pero tía, de qué vas —concluyó antes de venderle la moto de su contrato de chica au-pair a otras almas más cándidas.

Eh, mirad quién viene… Parece Buffalo Bill.

Un chico demasiado flaco con una nuez prominente y una perilla muy bien cuidada —no pido más— se acerca a mis pechos e intenta entrar en contacto con ellos.

El tío: ¿No nos hemos visto en alguna parte?

Mis pechos: …

El tío: ¡Sí, hombre! Ahora me acuerdo, ¿no estabas en el Garage, en Halloween?

Mis pechos: …

El tío que no tira la toalla: ¿Eres francesa? Do you understand me?

Mis pechos: …

De pronto, Buffalo levanta la cabeza. Andaaaa, ¿has visto?… pero si tengo cara.

Se rasca la perilla en señal de perplejidad total (raca, raca) y parece inmerso en un abismo de reflexión.

—From where are you from?

¡Guau, Buffalo! ¡Pero si tú speak el gran canyon!

—Soy de Melun, plaza de la Gare, número 4, y cuanto antes te enteres, mejor: no me he instalado la emisora en el canalillo.

Raca, raca…

Tengo que salir de aquí, ya no veo nada, joder qué coñazo las lentillas.

Y, además, mira que eres vulgar, hija mía.

Estoy en la puerta del Milton, tengo frío, estoy llorando como una niña, quisiera estar en cualquier otro lugar menos aquí, me pregunto cómo voy a volver a mi casa, miro las estrellas, pero ni siquiera hay. Entonces lloro aún más.

En estos casos, cuando la situación es así de desesperada, lo más inteligente que puedo hacer es… llamar a mi hermana.

Ring rrrrrring rrrrrrriiiiiiiing.

—Diga… (voz pastosa).

—Hola, soy Marianne.

—¿Qué hora es? ¿Dónde estás? (voz molesta).

—Estoy en el Milton, ¿puedes venir a buscarme?

—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa? (voz preocupada).

Repito:

—¿Puedes venir a buscarme?

Señal de faros al fondo del parking.

—Hala, sube —me dice mi hermana.

—¡Pero si has venido con el camisón de la abuela!

—¡Para llegar lo antes posible, por si no te habías dado cuenta!

—¡Has venido al Milton con el camisón transparente de la abuelita! —le digo desternillándome.

—Punto uno, no voy a salir del coche así; punto dos, no es transparente: es semitransparente, ¿no te han enseñado eso en Pramod?

—¿Pero si te quedas sin gasolina? Por no hablar de que seguro que hay antiguos pretendientes tuyos por aquí…

—A ver… ¿dónde? (interesada).

—Mira, ¿ése de ahí no es «sartén Tefal» por casualidad?

—Córrete un poco… ¡Ah, sí! Tienes razón. Qué feo está, Dios mío, está aún más feo que antes. ¿Qué coche tiene ahora?

—Un Opel.

—Ah, ya veo, «The Opel touch», lo pone en el parabrisas de atrás…

Me mira y nos reímos como enanas. Estamos juntas y nos reímos en honor de:

1) los viejos tiempos.

2) «sartén Tefal» (porque, sobre todo, no quería engancharse).

3) su Opel retocado.

4) su volante forrado de borreguito.

5) su chupa de cuero de cremalleras que sólo se pone los fines de semana y la raya impecable de su Levi’s 501 que su mamá consigue apretando la plancha muy fuerte.

Qué bien sienta.

Mi hermana, con su coche pijo, hace crujir los frenos en el aparcamiento del Milton, la gente se vuelve a mirarnos, y ella me dice: «Jojo me va a regañar porque haciendo esto se estropean…»

Se ríe.

Me quito las lentillas y echo el asiento para atrás.

Entramos de puntillas porque Jojo y los niños duermen.

Mi hermana me sirve un gin-tonic sin tónica y me dice:

—¿Qué es lo que no marcha?

Entonces yo se lo cuento. Pero sin estar muy convencida porque mi hermana, como psicóloga, es un desastre.

Le digo que mi corazón es como una gran bolsa vacía, una bolsa sólida, en la que se podría meter todo un bazar y, sin embargo, no hay nada dentro.

Digo una bolsa, no estoy hablando de esas bolsitas birriosas de supermercado que se rompen cada dos por tres, no. Mi bolsa…, o sea, como me la imagino yo… se parecería más bien a esos grandes chismes cuadrados, de rayas blancas y azules que las gruesas Mamas negras llevan sobre la cabeza en el barrio africano de Barbes…

—Joder… pues sí que estamos apañadas —me dice mi hermana sirviéndome otra copa.