Este hombre y esta mujer están en un automóvil extranjero. Este automóvil costó trescientos veinte mil francos y, curiosamente, fue sobre todo el precio del impuesto de circulación lo que hizo dudar al hombre en el concesionario.
El chiclé derecho funciona mal. Eso le molesta enormemente.
El lunes le pedirá a su secretaria que llame a Salomón. Piensa un momento en los pechos de su secretaria, muy pequeños. Nunca se ha acostado con sus secretarias. Es vulgar, y hoy día te puede hacer perder mucho dinero. De todas maneras ya no engaña a su mujer desde que un día, durante un partido de golf con Antoine Say, se entretuvieron en calcular sus respectivas pensiones alimentarias.
Van camino de su casa de campo. Una granja muy bonita situada cerca de Angers. Unas magníficas proporciones.
Les costó cuatro perras. En cambio, las reformas…
Boiseries en todas las habitaciones, una chimenea desmontada y luego vuelta a montar pieza por pieza de la que se enamoraron en un anticuario inglés. En las ventanas, pesadas telas sostenidas por alzapaños. Una cocina muy moderna, trapos con estampados de cuadritos y encimeras de mármol gris. Tantos cuartos de baño como habitaciones, pocos muebles pero todos de época. En las paredes, marcos demasiado dorados y demasiado anchos para grabados del siglo XIX, esencialmente escenas de caza.
Todo ello queda un poco nuevo rico, pero afortunadamente, no se dan cuenta.
El hombre lleva un atuendo de fin de semana, un pantalón viejo de tweed y un jersey de cuello vuelto de cachemira azul celeste (regalo de su esposa por sus cincuenta años). Sus zapatos son de John Lobb, por nada del mundo cambiaría de proveedor. Por supuesto, sus calcetines son de hilo de Escocia, y le cubren toda la pantorrilla. Por supuesto.
Conduce relativamente rápido. Está pensativo. Cuando llegue, irá a ver a los guardas para hablar con ellos de la propiedad, de la limpieza, de la poda de las hayas, de la caza furtiva… Y lo odia.
Odia sentir que se ríen de él, y eso es lo que hacen esos dos que se ponen a trabajar el viernes por la mañana con desgana porque los dueños llegan esa misma noche y hay que dar la impresión de haber hecho algo.
Debería ponerlos de patitas en la calle, pero ahora no tiene de verdad tiempo de ocuparse de ello.
Está cansado. Sus socios le tocan las pelotas, ya casi no le hace el amor a su mujer, su parabrisas está plagado de mosquitos y el chiclé derecho funciona mal.
La mujer se llama Mathilde. Es hermosa, pero en su rostro se ve toda la renuncia de su vida.
Siempre ha sabido cuándo la engañaba su marido y también sabe que, si ya no lo hace, es sólo por una cuestión de dinero.
Está en el asiento de la muerte y se siente siempre muy melancólica durante esos interminables trayectos de ida y vuelta de los fines de semana.
Piensa que no ha sido nunca amada, que no ha tenido hijos, piensa en el niño de la guardesa que se llama Kevin y que cumplirá tres años en enero… Kevin, qué nombre más horroroso. Ella, si hubiese tenido un hijo, le habría llamado Pierre, como su padre. Recuerda esa escena espantosa cuando había hablado de adopción… Pero piensa también en ese trajecito de chaqueta verde que vio el otro día en el escaparate de Cerruti.
Están escuchando la emisora Fip. Está bien: música clásica que tan grato resulta saber apreciar, músicas de todo el mundo que le hacen a uno sentirse abierto y apuntes de noticias muy breves que apenas dejan tiempo a la miseria de colarse en el habitáculo.
Acaban de pasar el peaje. No han intercambiado una sola palabra y todavía están bastante lejos.