Qué tontas son las mujeres que quieren tener un hijo. Qué tontas.
En cuanto saben que están embarazadas abren de par en par las compuertas: amor, amor, y más amor.
Ya no las volverán a cerrar nunca.
Qué tontas.
Ella es como las demás. Cree que está embarazada. Lo supone. Se lo imagina. Todavía no está segura del todo, pero casi.
Espera todavía unos días. Por si acaso.
Sabe que una prueba de farmacia tipo Predíctor cuesta cincuenta y nueve francos. Se acuerda de cuando el primer bebé.
Se dice: «Espero todavía dos días y luego me hago la prueba.»
Por supuesto no espera dos días. «¿Qué son cincuenta y nueve francos cuando, a lo mejor, a lo mejor, estoy embarazada? ¿Qué son cincuenta y nueve francos cuando puedo saberlo en dos minutos?»
Cincuenta y nueve francos para abrir por fin las compuertas porque el amor empieza a desbordarse al otro lado, hierve, se arremolina, y le da un poco de dolor de tripa.
Va corriendo a la farmacia. No a la farmacia de siempre, a una más discreta donde no la conocen. Fingiendo naturalidad pide una prueba de embarazo, pero ya le late el corazón.
Vuelve a casa. Espera. Hace durar el placer. La prueba está ahí, dentro de su bolso sobre el mueble de la entrada, y ella está un poco nerviosa. Pero mantiene la calma. Dobla ropa. Va a la guardería a buscar a su hijo. Charla con las otras madres. Ríe. Está de buen humor.
Prepara la merienda. Unta unas tostadas con mantequilla. Se aplica a la tarea. Chupa la cuchara de mermelada. No puede evitar besar a su hijo. Por todas partes. En el cuello. En los mofletes. En la cabeza.
Él dice: «Para, mamá, que me molestas.»
Lo coloca delante de una caja de Lego y se queda todavía un poco molestándolo.
Baja las escaleras. Intenta ignorar su bolso pero no lo consigue. Se para. Coge la prueba.
Se pone nerviosa con la caja. Arranca el envoltorio con los dientes. Las instrucciones se las leerá después. Hace pis encima del chisme. Le pone el capuchón, como si fuera un bolígrafo. Lo sostiene en la mano, y está calentito.
Lo deja en algún sitio.
Se lee las instrucciones. Hay que esperar cuatro minutos y mirar las ventanitas. Si las dos ventanitas están de color rosa, señora, su orina está llena de H. G. C. (hormona gonadotropina coriónica), si las dos ventanitas están de color rosa, señora, está usted embarazada.
Cuatro minutos, qué largo se hace. Se va a tomar un té mientras tanto.
Pone el cronómetro de cocina para los huevos pasados por agua. Cuatro minutos… Ya está.
No toquetea la prueba. Se quema los labios con el té.
Mira las grietas de la cocina y se pregunta qué preparará de cena.
No espera los cuatro minutos, de todas maneras, no hace falta. Ya se puede ver el resultado. Está embarazada.
Lo sabía.
Tira la prueba al fondo de la papelera. La tapa bien poniendo por encima otras cajas vacías. Ya que, por ahora, es su secreto.
Ya se encuentra mejor.
Inspira hondo, respira. Lo sabía.
Era sólo para estar segura. Ya está, ya se han abierto las compuertas. Ahora ya puede pensar en otra cosa.
Ya nunca más pensará en otra cosa.
Miren a una mujer embarazada: creen que está cruzando la calle, o que está trabajando o incluso que les está hablando. No es verdad. Está pensando en su bebé.
Ella no lo reconocerá, pero no pasa un solo minuto en estos nueve meses en que no piense en su bebé.
De acuerdo, los escucha, pero los oye mal. Asiente con la cabeza, pero en realidad, le trae al fresco.
Se lo imagina. Cinco milímetros: un grano de trigo. Un centímetro: una almejita. Cinco centímetros: esa goma que está sobre su mesa. Veinte centímetros, y cuatro meses y medio: su mano bien abierta.
No hay nada. No se ve nada y, sin embargo, se toca a menudo la tripa.
Pero no es la tripa lo que se toca, es él. Exactamente como cuando acaricia el pelo del mayor. Es lo mismo.
Se lo dijo a su marido. Se había imaginado un montón de maneras posibles para anunciárselo de una forma bonita.
Puestas en escena, tonos de voz, ta-ta-tachán… Y luego, no.
Se lo dijo una noche, a oscuras, cuando sus piernas estaban entrelazadas, pero sólo para dormir. Le dijo: «Estoy embarazada»; y él le dio un beso en la oreja. «Qué bien», contestó.
Se lo dijo también a su otro hijo: «¿Sabes?, mamá tiene un bebé en la tripa. Un hermanito o una hermanita como la mamá de Pierre. Y podrás empujar el cochecito del bebé, como Pierre.»
Él le levantó el jersey y dijo: «¿Dónde está? ¿No está aquí el bebé?»
Rebuscó en su biblioteca hasta dar con Espero un hijo, de Laurence Pernoud. El libro está un poco manoseado, antes ya lo leyeron también su cuñada y una amiga.
Enseguida acude a mirar las fotos que están en el centro.
El capítulo es: «Imágenes de la vida antes del nacimiento», desde «el óvulo rodeado de espermatozoides» hasta «seis meses: se chupa el dedo».
Observa las minúsculas manitas en las que se transparentan las venas, y luego las cejas; en algunas fotos ya se ven las cejas.
Luego se va directamente al capítulo: «¿Cuándo será el parto?» Hay una tabla que te dice la fecha del parto, día más, día menos. («Números negros: fecha del primer día de la regla. Números en color: fecha probable del parto.»)
De modo que esto nos da un bebé para el 29 de noviembre. ¿Qué día es el 29 de noviembre? Levanta la vista y coge el calendario de Correos que está colgado al lado del microondas… 29 de noviembre… san Saturnino.
¡Saturnino, nada menos!, se dice a sí misma sonriendo.
Deja el libro en cualquier lado. Es poco probable que lo vuelva a abrir. Porque lo demás —¿cómo mentarse?, el dolor de espalda, la mascarilla de embarazo, las estrías, las relaciones sexuales, ¿será normal su hijo?, cómo prepararse para el parto, la verdad sobre el dolor, etc.— todo eso le da un poco igual, o más bien, no le interesa. Tiene confianza.
Por las tardes se cae de sueño y toma grandes pepinillos rusos en todas las comidas.
Antes del final del tercer mes toca la primera visita obligatoria al ginecólogo. Para los análisis de sangre, los papeles de la seguridad social, y la declaración de embarazo que hay que mandar al trabajo.
Va a la hora de comer. Está más emocionada de lo que parece.
Vuelve a ver al médico que trajo al mundo a su primer hijo.
Hablan un poquito de esto y de lo otro: ¿Y su marido, y el trabajo?, ¿y sus investigaciones, progresan?, ¿y sus hijos, el colegio?, ¿y ese colegio, cree usted que…?
Al lado de la mesa está el ecógrafo. Se instala. La pantalla está aún apagada pero no puede evitar mirarla.
Antes que nada, le hace escuchar el latido de ese corazón invisible.
El volumen está bastante alto, y resuena en toda la habitación:
Pum-pum-pum-pum-pum-pum.
A la muy tonta ya se le han saltado las lágrimas.
Y luego le enseña el bebé.
Un muñequito de nada que mueve los brazos y las piernas. Diez centímetros y cuarenta y cinco gramos. Se ve muy bien su columna vertebral, se le podrían incluso contar las vértebras.
Tiene que estar boquiabierta, pero no dice nada.
El médico bromea. Dice: «Ah, estaba seguro, ¡hasta las más charlatanas se quedan sin habla!»
Mientras se viste, él prepara una pequeña carpeta con unas fotos que ha sacado la máquina. Después, una vez en el coche, antes de arrancar, mirará largo rato esas fotos, y mientras las aprenda de memoria no se oirá el sonido de su respiración.
Las semanas pasaron volando y su tripa creció. Sus pechos también. Ahora lleva la talla 95. Impensable.
Se fue a una tienda premamá para comprarse ropa de su talla. Hizo una locura. Eligió un vestido muy bonito y bastante caro para la boda de su prima a finales de agosto. Un vestido de lino con botoncitos de nácar de arriba abajo. Se lo pensó mucho porque no está segura de si querrá tener un tercer hijo. Así que, claro, resulta un poco carillo…
Se lo piensa en el probador, se hace un lío con las cuentas. Cuando sale, con el vestido en la mano y la duda pintada en la cara, la vendedora le dice: «¡Pero dése un capricho! De acuerdo, no sirve durante mucho tiempo, pero qué alegría… Además, no se debe contrariar a una mujer embarazada.» Esto último lo dice en tono de broma, pero, con todo… es una buena vendedora.
Piensa en ello cuando sale a la calle con esa gran bolsa poco razonable en la mano. Tiene muchas ganas de hacer pis. Normal.
Además, la boda de su prima es importante para ella porque su hijo hace de paje. Es una tontería, pero le hace muchísima ilusión.
Otro motivo de infinitas vacilaciones es el sexo del bebé.
¿Hay que preguntar o no si es niño o niña?
Es que ya llega el quinto mes con su segunda ecografía, la que lo dice todo.
En el ámbito de su trabajo tiene muchos problemas preocupantes que resolver y tiene que tomar decisiones cada dos por tres. Las toma. Para eso le pagan.
Pero en este caso…, no sabe.
Con el primero, vale, lo había querido saber. Pero ahora le da tan igual que sea un niño o una niña. Pero tan igual.
Venga, pues no lo preguntará.
«¿Está usted segura?», dijo el médico. Ya no sabe. «Mire, yo no le digo nada, y a ver si lo ve usted misma.»
Pasea despacio la sonda por su tripa llena de gel. Unas veces se detiene, toma medidas, comenta, otras pasa rápidamente sonriendo, y por fin dice: «Bien, ya puede levantarse.»
«¿Y bien?», pregunta.
Ella dice que se lo imagina pero que no está segura. «¿Qué es lo que se imagina?» Pues… le ha parecido ver la prueba de que es un niño, ¿no…?
«Ah, no lo sé», responde él con una mueca traviesa. Ella tiene ganas de cogerle por la bata y sacudirlo para que lo diga, pero nada. Sorpresa.
Durante el verano la barriga da mucho calor. Por no hablar de las noches. Se duerme tan mal, no hay ninguna postura cómoda. Pero bueno.
Se acerca el día de la boda. La tensión aumenta en la familia. Ella dice que se encargará de los ramos. Es un trabajo perfecto para un cetáceo de su especie. La instalarán en el centro, los chicos le traerán lo que necesite, y ella lo hará lo mejor posible.
Hasta entonces se recorre las zapaterías buscando «sandalias blancas cerradas». Es que la novia quiere que todos los pajes vayan con el mismo calzado. De lo más práctico, vaya. Es imposible encontrar sandalias blancas a finales de agosto. «Pero señora, si ya estamos preparando la vuelta al cole.» Por fin encuentra unas no muy bonitas y de un número más.
Contempla a su niñito, tan grande, que se mira orgulloso en los espejos de la tienda con su espada de madera enganchada en una de las trabillas de sus bermudas y sus zapatos nuevos. Para él son botas intergalácticas con hebillas láser, no cabe ninguna duda. Ella lo encuentra guapísimo con sus horribles sandalias.
De pronto siente un gran golpe en la tripa. Un golpe desde dentro.
Percibía sacudidas, cosas como de dentro, pero ahora, por primera vez, está bien claro.
—… ¿Señora? ¿Señora?… ¿Quería algo más?…
—No, no, discúlpeme.
—No se preocupe. ¿Quieres un globo, bonito?
Los domingos su marido hace bricolaje. Habilita una habitacioncita en donde antes tenían la lavadora. A menudo, le pide a su hermano que le eche una mano.
Ella compró unas cervezas y se pasó todo el rato regañando al niño para que no los molestara.
A veces, antes de acostarse, hojea revistas de decoración para encontrar ideas. De todas maneras no hay prisa.
No hablan del nombre porque no están del todo de acuerdo y como saben perfectamente que al final decidirá ella… ¿Para qué hablar?
El jueves 20 de agosto tiene que ir a la consulta del sexto mes. Qué rollo.
Desde luego no es el mejor momento, con todos los preparativos de la boda. Sobre todo porque los novios han ido esa misma mañana al mercado central de Rungis y han traído montones de flores. Han requisado las dos bañeras y la piscina de plástico de los niños para la ocasión.
Hacia las dos de la tarde deja las tijeras de podar, se quita el delantal y les dice que el niño está durmiendo en el cuarto amarillo. Si se despierta antes de que ella vuelva, ¿podéis darle la merienda? No, no, no se le olvidará traer el pan, el pegamento Super Glu y un poco de rafia.
Después de ducharse, coloca su gran barriga detrás del volante del coche.
Le da al botón de la radio y se dice que, al final, no está tan mal esta pausa porque tantas mujeres sentadas alrededor de una mesa con las manos ocupadas no producen más que problemas. Problemas grandes y también pequeños.
En la sala de espera hay ya otras dos señoras. En esos casos, de lo que se trata es de intentar adivinar en qué mes están según la forma de su tripa.
Se lee un Paris Match del tiempo de Maricastaña, de cuando Johnny Hallyday estaba todavía con Adeline.
Cuando entra en la consulta, apretón de manos, ¿qué tal se encuentra? Bien, gracias, ¿y usted? Deja el bolso y se sienta. Él teclea su nombre en el ordenador. Ahora ya sabe cuántas semanas lleva de amenorrea y todo lo demás.
Luego se desviste. Él pone el papel protector sobre la camilla mientras ella se pesa y luego le toma la tensión. Le va a hacer una ecografía rápida de control para ver el corazón. Una vez terminada, volverá delante del ordenador para añadir algunas cosas.
Los ginecólogos tienen este truco. Cuando la mujer ha colocado los pies en los estribos hacen un montón de preguntas inesperadas para que olvide, siquiera un instante, esa postura tan impúdica.
A veces sirve de algo; la mayoría de las veces, no.
Entonces, le pregunta si lo nota moverse, ella empieza a responder que antes sí, pero que ahora ya no tanto, no termina la frase porque ve bien que no la está escuchando. Por supuesto, él ya lo sabe. Toquetea todos los botones de su aparato para disimular, pero ya lo sabe.
Coloca el monitor de otra forma, pero sus gestos son bruscos y su rostro ha envejecido de golpe. Ella se incorpora apoyándose sobre los codos y, aunque también lo sabe, pregunta: «¿Qué ocurre?»
Él le dice: «Vaya a vestirse», como si no la hubiera oído y ella vuelve a preguntar: «¿Qué ocurre?» Él le contesta: «Hay un problema, el feto ya no vive.»
Se viste.
Cuando vuelve a sentarse está silenciosa y su rostro no expresa nada. Él teclea un montón de cosas y hace a la vez unas llamadas por teléfono.
Le dice: «Vamos a pasar momentos poco agradables.»
En ese instante no sabe qué pensar de una frase como ésa.
Con «momentos poco agradables» se refería tal vez a los miles de análisis de sangre que habrían de dejarle el brazo magullado, o a la ecografía del día siguiente, a las imágenes en la pantalla y a todas esas medidas para comprender lo que nunca comprendería. A no ser que los «momentos poco agradables» fueran el parto de urgencia en la noche del domingo con un médico de guardia medio contrariado de que lo volvieran a despertar.
Sí, debe de ser eso, los «momentos poco agradables», debe de ser parir sufriendo y sin anestesia porque es demasiado tarde. Que duela tanto que te vomitas encima en vez de empujar como se te ordena. Ver a tu marido impotente y tan torpe acariciándote la mano, y luego sacar, por fin, esa cosa muerta.
O si no, «momentos poco agradables» es estar tumbada al día siguiente en la habitación de una maternidad con la tripa vacía y el sonido de un bebé que llora en la habitación de al lado.
La única cosa que no se explicará es por qué dijo «vamos a pasar momentos poco agradables».
Por ahora sigue completando su archivo y, de pronto, habla de mandar disecar y analizar el feto en París en el centro de qué-sé-yo-qué; pero ella hace tiempo que ya no lo escucha.
Él le dice: «Admiro su sangre fría.» Ella no contesta nada.
Sale por la puertecita de atrás porque no quiere volver a pasar por la sala de espera.
Llorará largo rato dentro del coche, pero si de algo está segura es de que no estropeará la boda. Para los demás su desgracia puede muy bien esperar dos días.
Y el sábado se puso su vestido de lino con los botoncitos de nácar.
Vistió a su hijo y le sacó una foto porque sabe bien que ese aspecto de Pequeño Lord no le durará mucho.
Antes de ir a la iglesia pararon un momento en la clínica para que se tomara, bajo alta vigilancia, una de esas pastillas terribles que expulsan todos los bebés, deseados o no.
Tiró arroz a los novios y paseó por los caminitos de gravilla bien recogida con una copa de champán en la mano.
Frunció el ceño cuando vio a su Pequeño Lord bebiendo Coca-Cola de la botella y se preocupó por los ramos. Intercambió banalidades, puesto que era el lugar y el momento.
Y ésta llegó de repente, venida de no se sabe dónde, una chica joven preciosa que no conocía, de la parte del novio, seguramente.
Con un gesto de total espontaneidad colocó las dos manos bien extendidas sobre su tripa y le dijo: «¿Puedo?… Dicen que da buena suerte…»
¿Qué querías que hiciera? Intentó sonreírle, por supuesto.