¿¡Saint-Germain-des-Prés!?… Ya sé lo que me vais a decir: «¡Pues vaya originalidad, hija mía, Françoise Sagan ya lo hizo antes que tú, y muchíííísimo mejor!»
Ya lo sé.
Pero qué queréis que os diga… no creo yo que todo esto me hubiese ocurrido en el bulevar de Clichy, las cosas como son. Así es la vida.
Pero guardaos vuestras opiniones y escuchadme, porque algo me dice que esta historia os va a divertir.
Os encantan las historietas cursis. Que os conmuevan con esas veladas prometedoras, esos hombres que os hacen creer que están solteros y un poco tristes.
Sé que os encanta. Es normal, al fin y al cabo, no se pueden leer las novelitas Harlequin mientras se toma algo en Lipp o en el café literario Les Deux-Magots. Por supuesto que no, no se puede.
Así pues, esta mañana me he cruzado con un hombre en el bulevar Saint-Germain.
Yo subía, y él bajaba. Estábamos en el lado de los pares, el más elegante.
Lo he visto llegar desde lejos. No sé, tal vez sus andares, un poco indolentes, o los picos de su abrigo que ocupaban su propio espacio delante de él… Resumiendo, estaba a veinte metros de él y ya sabía que no se me iba a escapar.
No ha fallado, al llegar a mi altura, lo veo mirarme. Le dedico una sonrisa traviesa, en plan flecha de Cupido, pero más reservada.
Él también me sonríe.
Sigo caminando y sonriendo, pienso en La transeúnte de Baudelaire (¡¡¡con esto y con lo de Sagan de antes, ya os habréis dado cuenta de que tengo lo que se llama referencias literarias!!!). Camino algo más despacio porque intento recordar… Alta, delgada, en majestuoso dolor… luego no sé lo que sigue… después… pasó una mujer: con mano elegante alzaba y mecía lo mismo festón que dobladillo… y al final… ¡Ay, tú a quien hubiese amado! ¡A ti que lo sabías!
A cada vez, acaba conmigo.
Y mientras tanto, maravilla de las maravillas, sigo sintiendo la mirada de mi san Sebastián (esto va por lo de la flecha de antes, ¡eh! ¡Hay que seguir el hilo!) a mi espalda. Me calienta deliciosamente los omóplatos, pero antes muerta que darme la vuelta, estropearía el poema.
Estaba parada en la acera mirando los coches que pasaban para cruzar a la altura de la rue des Saints-Péres.
Precisemos: una parisina que se precie no cruza nunca el bulevar Saint-Germain por el paso de cebra cuando el semáforo está en rojo. Una parisina que se precie mira los coches que pasan y se lanza, sabiendo que se está arriesgando.
Morir por el escaparate de Paule Ka. Delicioso.
Me lanzo por fin cuando una voz me detiene. No os voy a decir «una voz cálida y viril» para haceros felices, porque no era el caso. Una voz sin más.
—Perdone…
Me doy la vuelta. Anda, ¿pero quién está aquí?… Mi capturita de antes.
Mejor decíroslo cuanto antes, a partir de ese momento, Baudelaire se va a la porra.
—Me preguntaba si aceptaría usted cenar conmigo esta noche…
En mi cabeza pienso: «qué romántico…», pero contesto:
—Es un poco rápido, ¿no?
Y él me devuelve la pelota de esta manera, os lo juro:
—Se lo concedo, es rápido. Pero al verla alejarse, me he dicho: no puede ser, me cruzo con una mujer en la calle, le sonrío, ella me sonríe, nos rozamos y vamos a perdernos… No puede ser, de verdad, es demasiado absurdo.
—…
—¿Qué opina? ¿Le parece una tontería lo que le estoy diciendo?
—No, no, en absoluto.
Yo ya empezaba a sentirme un poco mal…
—¿Y bien?… ¿Qué me dice? ¿Aquí, esta noche, después, a las nueve, exactamente aquí?
A ver, hija mía, recupérate, si tienes que cenar con todos los hombres a los que sonríes, estás apañada…
—Déme una sola razón para aceptar su invitación.
—Una sola razón… Dios mío… qué difícil.
Lo miro, divertida.
Y entonces, sin avisarme, me coge la mano:
—Me parece que he encontrado una razón más o menos buena…
Me pasa la mano por su mejilla mal afeitada.
—Una sola razón. Aquí tiene: diga que sí, para que tenga la oportunidad de afeitarme… Sinceramente, me parece que gano mucho cuando estoy afeitado.
Y me devuelve el brazo.
—Sí —digo.
—¡Por fin! Crucemos juntos, se lo ruego, no quisiera perderla ahora.
Esta vez soy yo quien lo mira alejarse en sentido contrario, se debe de estar frotando las mejillas como alguien que ha conseguido un buen negocio…
Estoy segura de que está súper orgulloso de sí mismo. Con razón.
Paso el resto de la tarde un poquito nerviosa, hay que reconocerlo.
La que fue a por lana y volvió esquilada no sabe qué ponerse. Se impone una chaqueta.
Un poco nerviosa como una debutante que sabe que le ha quedado mal el peinado.
Un poco nerviosa como en el umbral de una historia de amor.
Trabajo, contesto al teléfono, mando faxes, termino una maqueta para el diseñador gráfico (a ver, un momento, a la fuerza… Una chica bonita y con desparpajo que manda faxes por Saint-Germain-des-Prés tiene que ser editora a la fuerza…).
Las últimas falanges de mis dedos están heladas y me lo tienen que repetir todo.
Respira, hija mía, respira.
Entre dos luces, el bulevar se ha calmado y los coches han encendido los faros.
Recogen las mesas de las terrazas de los cafés, unas personas se esperan en el atrio de la iglesia, otras hacen cola en el Beauregard para ver la última de Woody Alien.
No es decente que yo llegue primero. No. Llegaré un poco tarde, incluso. Sería mejor hacerme desear un poquito.
Así que voy a tomarme un pequeño reconstituyente que me haga entrar en calor.
No en el café Les Deux-Magots, por la noche es un poco paleto, no hay más que americanas gordas al acecho del espíritu de Simone de Beauvoir. Me voy a la rue Saint-Benoít. El Chiquito me viene de perlas.
Nada más abrir la puerta, ahí está el olor de la cerveza mezclado con el de las colillas, el cling cling del pinball, la dueña hierática con el pelo teñido y una blusa de nailon que deja ver su sujetador de grandes aros, la carrera nocturna de Vincennes como ruido de fondo, unos cuantos albañiles con sus monos manchados que retrasan un poco más la hora de la soledad o de la parienta, y viejos clientes habituales de dedos amarillentos que le dan la vara a todo el mundo con la ley de alquiler del 48. Qué felicidad.
Los de la barra se dan la vuelta de vez en cuando riéndose entre ellos como niños. Mis piernas están en el pasillo y son muy largas. El pasillo es bastante estrecho y mi falda muy corta. Veo sus espaldas encorvadas dando sacudidas.
Me fumo un cigarro escupiendo el humo muy lejos delante de mí. Tengo la mirada perdida. Ahora sé que en la recta final ha ganado Beautiful Day, que estaba a diez contra uno.
Me acuerdo de que tengo Kennedy y yo en el bolso y me pregunto si no sería mejor quedarme aquí.
Unas lentejitas con tocino y chorizo y media jarra de rosado… Qué bien iba a estar yo aquí…
Pero me domino. Estáis ahí, a mi espalda, esperando el amor (¿o menos?, ¿o más?, ¿o no del todo?) conmigo y no os voy a dejar plantados con la dueña del Chiquito. Sería pasarse un poco.
Salgo de ahí con las mejillas sonrosadas y el frío me golpea las piernas.
Ahí está, en la esquina con la rue des Saints-Péres, me espera, me ve, viene hacia mí.
—He tenido miedo. He creído que no vendría. Me he visto reflejado en un escaparate, he admirado mis mejillas bien lisas, y he tenido miedo.
—Lo siento mucho. Estaba esperando el resultado de la carrera nocturna de Vincennes y se me ha hecho tarde.
—¿Quién ha ganado?
—¿Apuesta usted?
—No.
—Ha ganado Beautiful Day.
—Por supuesto, debí haberlo imaginado —dice sonriendo y cogiéndome del brazo.
Hemos caminado en silencio hasta la rue Saint-Jacques. De vez en cuando, me miraba a hurtadillas, examinaba mi perfil, pero yo sé que en ese momento, se estaba preguntando más bien si yo llevaba medias con liguero o sin él.
Paciencia, encanto, paciencia…
—La voy a llevar a un sitio que me gusta mucho.
Ya me imagino el estilo… con camareros relajados, pero obsequiosos que le sonríen con un aire cómplice: «Buenasss nochesss, señor… (así que ésta es la última… pues mira, a mí me gustaba más la morena de la última vez…)… ¿la mesita pequeña del fondo, como de costumbre, señor?… Zalamerías aquí y allá (¿pero dónde encontrará todas estas pibas?)… ¿Me dejan sus abrigos? Muy bieeen.»
Las encuentra en la calle, tarugo.
Pero para nada.
Me ha dejado pasar primero, sujetándome la puerta de una pequeña tasca y un camarero desengañado sólo nos ha preguntado si fumábamos. Nada más.
Ha colgado nuestros abrigos en el perchero y por esa décima de segundo en la que no ha sabido qué hacer al ver la dulzura de mi escote, he sabido que no se arrepentía del pequeño corte que se había hecho debajo de la barbilla, antes, al afeitarse, cuando sus manos lo traicionaban.
Hemos bebido un vino extraordinario en grandes copas. Hemos comido unas cosas bastante delicadas, especialmente pensadas para no estropear el aroma de nuestros néctares.
Una botella de cote de Nuits, Gevrey-Chambertin del 86. Un néctar de los dioses.
El hombre que está sentado frente a mí bebe guiñando los ojos.
Ahora lo conozco mejor.
Lleva un jersey de cuello vuelto gris de cachemira. Un viejo jersey. Tiene coderas y un pequeño enganchón cerca del puño derecho. Su regalo de cumpleaños cuando cumplió los veinte, tal vez… Su madre, turbada por su mueca de decepción, que le dice: «Ya verás cómo luego te alegras de tenerlo…», y le da un beso acariciándole la espalda.
Una americana muy discreta que no parece más que una simple americana de tweed, pero yo con mis ojos de lince sé que es una chaqueta hecha a medida. En Old England las etiquetas son más anchas cuando la mercancía sale directamente de los talleres de las Capucines y he visto la etiqueta cuando se ha agachado para recoger su servilleta.
Esa servilleta que había tirado aposta para aclarar este asunto del liguero, me imagino.
Me habla de muchas cosas pero nunca de él. Siempre le cuesta un poco seguir el hilo de su historia cuando me paso la mano por el cuello. Me dice: «¿Y usted?», y yo tampoco le hablo nunca de mí.
Esperando el postre, mi pie toca su tobillo.
Coloca su mano sobre la mía y la quita de pronto porque llegan los sorbetes.
Dice algo pero sus palabras no hacen ruido y no oigo nada.
Estamos emocionados.
Horror. Su teléfono móvil acaba de sonar.
Todos los ojos del restaurante se posan fijamente sobre él, que lo apaga rápidamente. Acaba desde luego de estropear mucho vino muy bueno. Unos tragos que han pasado mal por gaznates irritados. Algunas personas se han atragantado, algunos dedos se han crispado sobre los mangos de los cuchillos o sobre los pliegues de servilletas almidonadas.
Malditos chismes, siempre tiene que sonar alguno, en cualquier parte, en cualquier momento.
Un patán.
Él está confuso. De repente el jersey de su mamá le da un poco de calor.
Hace signos de cabeza a diestro y siniestro como para expresar su desconcierto. Me mira y se le han hundido ligeramente los hombros.
—Lo siento mucho… —Me vuelve a sonreír, pero parece ya menos belicoso.
Yo le digo:
—No tiene importancia. No estamos en el cine. Un día mataré a alguien. A un hombre o a una mujer que haya contestado al teléfono en el cine en medio de la película. Y cuando lea este suceso, sabrá que he sido yo…
—Lo sabré.
—¿Lee los sucesos?
—No. Pero voy a empezar a hacerlo puesto que tengo probabilidades de encontrarla a usted en ellos.
Los sorbetes estaban, cómo diría yo…, deliciosos.
Tonificado, mi príncipe azul ha venido a sentarse a mi lado en el momento del café.
Tan cerca que es ya una certeza. Son medias con liguero lo que llevo. Ha notado el pequeño enganche arriba en mi muslo.
Sé que en ese preciso momento, ya no sabe ni dónde vive.
Me levanta el pelo y me besa en la nuca, en el huequito que hay detrás.
Me susurra al oído que le encanta el bulevar Saint-Germain, que le encanta el borgoña y los sorbetes de casis.
Le beso el pequeño corte. Con todo el tiempo que llevaba esperando ese momento, me aplico.
Los cafés, la cuenta, la propina, nuestros abrigos, todo eso ya no son más que detalles, detalles, detalles. Detalles que nos estorban.
Nuestras cajas torácicas se disparan.
Me tiende mi abrigo negro y entonces…
Admiro el trabajo del artista, chapeau, muy discreto, apenas visible, muy bien calculado y aún mejor realizado: al colocarlo sobre mis hombros desnudos, que se le ofrecían suaves como la seda, encuentra la décima de segundo necesaria y la inclinación perfecta hacia el bolsillo interior de su chaqueta para echar una ojeada al buzón de mensajes de su móvil.
Vuelvo a la realidad. De golpe.
Será traidor.
Será ingrato.
¡¡¡Pero qué acabas de hacer, desgraciado!!!
¡¿Pero de qué te preocupabas cuando mis hombros estaban tan redondos, tan cálidos y tu mano tan próxima?!
¿Qué asunto te ha parecido más importante que mis senos que se ofrecían a tus ojos?
¿Por qué cosa te dejas importunar cuando yo esperaba tu aliento sobre mi espalda?
¿No podías toquetear tu maldito chisme después, sólo después de haberme hecho el amor?
Me abrocho el abrigo hasta arriba.
En la calle, tengo frío, estoy cansada y mareada.
Le pido que me acompañe hasta la parada de taxis más cercana.
Está angustiado.
Pide auxilio, chaval, medios no te faltan.
Pero no. Permanece estoico.
Como si no pasara nada. En plan acompaño a una buena amiga a coger un taxi, le froto los brazos para que entre en calor y departo sobre la noche en París. Tiene clase casi hasta el final, eso lo reconozco.
Antes de que me suba a un taxi Mercedes negro con matrícula de Val-de-Marne, me dice:
—Pero… nos volveremos a ver, ¿verdad? Ni siquiera sé dónde vive… Déjeme algo, una dirección, un número de teléfono…
Arranca un trozo de papel de su agenda y garabatea unos números.
—Tenga. El primer número es el de mi casa, el segundo, el del móvil, donde puede encontrarme en cualquier momento…
De eso ya me había dado cuenta.
—Sobre todo, no lo dude, en cualquier momento, ¿de acuerdo?… La espero.
Le pido al taxista que me deje al final del bulevar, necesito caminar.
Voy dando patadas a unas latas imaginarias.
Odio los teléfonos móviles, odio a Françoise Sagan, odio a Baudelaire y a todos esos charlatanes.
Odio mi orgullo.