EPÍLOGO

—¡Marguerite! ¿Cuándo comemos?

—Vete a la mierda.

Desde que escribo relatos, mi marido me llama Marguerite[1] dándome una palmadita en el trasero, y cuenta en las cenas que pronto dejará de trabajar gracias a mis derechos de autor…

—¿Yo? No hay problema, cuando ocurra iré a buscar a los niños al colegio en un Jaguar XK8. Lo tengo previsto… Claro, tendré que darle masajes en los hombros de vez en cuando y soportar sus pequeñas crisis de dudas pero bueno… ¿El coupé?… Me lo compraré verde dragón.

Y se pone a delirar y los demás ya no saben bien de qué va la cosa.

Me dicen, con el tono que se emplea para hablar de una enfermedad de transmisión sexual:

—¿Es verdad que escribes?

Y yo me encojo de hombros enseñándole mi copa al anfitrión. Gruño que no, cualquier cosa, casi nada. Y ese exaltado con el que me casé un día de debilidad nos suelta otra:

—Pero a ver, a ver… ¿No os lo ha dicho? Cariñín, ¿no les has contado lo del premio que ganaste en Saint-Quentin? ¡Eh…, que son diez mil francos, caray! ¡Se pasa dos noches con su ordenador que le costó quinientos francos en una venta benéfica y le caen diez mil francos!… ¿Quién da más? Por no hablar de sus otros premios… Eh, cariñito, no vamos a presumir.

Es verdad que en esos momentos me entran ganas de matarlo.

Pero no lo haré.

Primero, porque pesa ochenta y dos kilos (él dice ochenta, por pura coquetería) y luego, porque tiene razón.

Tiene razón, ¿qué va a ser de mí si empiezo a creer demasiado en ello?

¿Dejo mi trabajo? ¿Le digo, por fin, barbaridades a mi compañera Micheline? ¿Me compro una libretita de piel de picha y cojo apuntes para después? ¿Me siento tan sola, tan lejos, tan cerca, tan diferente? ¿Voy a recogerme en la tumba de Chateaubriand? ¿Digo: «No, esta noche no, por favor, tengo la cabeza que me va a estallar»? ¿Me olvido de la hora de ir a la guardería porque tengo un capítulo que terminar?

Y hay que ver en el estado en que se encuentran los niños en la guardería a partir de las cinco y media. Llamas a la puerta y se precipitan todos con el corazón en vilo. El que abre la puerta, claro, está decepcionado al verte porque no has venido a por él, pero pasado el primer segundo de abatimiento (boca torcida, hombros caídos y vuelta a arrastrar el peluche por el suelo), se vuelve hacia tu hijo (que está justo detrás de él) y grita:

—¡¡¡LOUIS, ES TU MAMÁ!!!

Y entonces oyes:

—Pero zi… ya lo zé.

Pero Marguerite ya cansa con todos estos melindres.

Quiere tener las cosas claras. Si se tiene que ir a Combourg, tras los pasos de Chateaubriand, mejor saberlo cuanto antes.

Eligió unos cuentos (dos noches en vela), los imprimió con su cacharro chapucero (¡más de tres horas para sacar ciento treinta y cuatro páginas!), apretó las hojas contra su corazón y las llevó a la tienda de fotocopias que hay cerca de la facultad de derecho. Hizo cola detrás de las estudiantes ruidosas y con tacones (se sintió vieja y paleta, la Marguerite).

La dependienta dijo:

—¿Canutillo blanco o negro?

Y venga a comerse el coco otra vez (¿blanco? Queda un poco ñoño, como de primera comunión, ¿no?… pero negro, queda como muy segura de ti, en plan tesis doctoral, ¿no?… Maldición).

Al final la jovencita se impacienta.

—¿Qué es exactamente?

—Relatos…

—¿Relatos?

—Sí, ya sabe, relatos, de…, de literatura, ¿entiende?… Es para enviarlos a un editor…

—… ¿…? Ya… bueno, pero eso no nos dice el color del canutillo…

—Ponga lo que quiera, me fío de usted (alea jacta est).

—Bueno, en ese caso, se lo pongo en turquesa porque tenemos una promoción: treinta francos en vez de treinta y cinco…

(Un canutillo turquesa sobre la mesa chic de un editor elegante de la orilla izquierda… Glup.)

—De acuerdo, en turquesa entonces (no contraríes al Destino, hija mía).

La otra levanta la tapa de la gran Rank Xerox y te manipula esto como si fueran vulgares fotocopias de Derecho Civil, y venga a menear el paquete de un lado a otro, y venga a doblar las esquinas de las hojas.

La artista sufre en silencio.

Tras guardar el dinero, la dependienta vuelve a coger el cigarro que había dejado sobre la caja y suelta:

—¿De qué hablan los chismes estos?

—De todo.

—Ah.

—…

—…

—Pero sobre todo de amor.

—¿Ah, sí?

Se compra un magnífico sobre de papel de estraza. El más fuerte, el más bonito, el más caro, con las esquinas acolchadas y una solapa rotunda. El Rolls de los sobres.

Se va a Correos, pide sellos de colección, los más bonitos, en los que salen cuadros de arte moderno. Los chupa con amor, los pega con gracia, le hecha un conjuro al sobre, lo bendice, le hace la señal de la cruz y otros hechizos que han de quedar en secreto.

Se acerca a la ranura «París y periferia únicamente», besa su tesoro por última vez, aparta la vista y lo abandona.

Enfrente de Correos hay un bar. Apoya los codos en la barra y pide un Calvados. No le gusta demasiado pero bueno, ahora tiene que trabajarse su estatus de artista maldita. Enciende un cigarro y, a partir de ese minuto, se puede decir que espera.

No le he dicho nada a nadie.

—¿Qué haces con la llave del buzón al cuello?

—Nada.

—¿Qué haces con todos esos folletos de Castorama en la mano?

—Nada.

—¿Qué haces con la saca del cartero?

—¡Que te digo que nada!…

—Oye, pero… Estás enamorada de él, ¡¿o qué?!

No. No he dicho nada. Si contestara «espero la respuesta de un editor», qué vergüenza.

En fin… hay que ver la cantidad de publicidad que se recibe ahora, es increíble, oye.

Y luego el trabajo, y Micheline con sus uñas postizas mal pegadas, y los geranios que hay que meter en casa, y las películas de Walt Disney, el trenecito eléctrico, y la primera visita al pediatra de la temporada, y el perro que pierde pelo, y la novela Eureka Street para medir lo inconmensurable, y el cine, y los amigos de la familia, y otras emociones más (pero casi nada comparado con Eureka Street, la verdad).

Nuestra Marguerite se ha resignado a hibernar.

Tres meses más tarde.

¡ALELUYA!

¡ALELUYA! ¡ALELU-U-U-U-Y-A!

Ha llegado.

La carta.

Qué ligera es.

Me la meto debajo del jersey y llamo a Kiki:

«¡¡¡Kikiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!»

Me voy a leérmela yo sólita, en el silencio y el recogimiento del bosquecillo de al lado que sirve de área canina para todos los perros del barrio. (Nótese que incluso en momentos como éste, permanezco lúcida.)

«Estimada señora blablablá, con gran interés blablablá y por ello blablablá me gustaría concertar una cita con usted blablablá, le ruego se ponga en contacto con mi secretaria blablablá con la esperanza de blablablá estimada señora blablablá…»

Lo saboreo.

Lo saboreo.

Lo saboreo.

Ha llegado la hora de la venganza de Marguerite.

—¿Cariño? ¿Cuándo comemos?

—¿…?… ¿Por qué me dices eso a mí? ¿Qué pasa?

—No, nada, es sólo que ya no voy a tener mucho tiempo para la comida con todas esas cartas de admiradores a las que habrá que contestar, por no hablar de los festivales, los salones, las ferias de libros… Todos esos desplazamientos dentro de Francia y a los departamentos y territorios de ultramar, hay que ver… Dios mío. A propósito, dentro de poco, visita regular a la manicura porque…, durante las sesiones de firma, es importante tener las manos impecables, sabes… Es tremendo cómo fantasea la gente con eso…

—Pero ¿estás delirando, o qué te pasa?

Marguerite deja «caer» la carta del editor elegante de la orilla izquierda sobre la tripa rechoncha de su marido que lee los anuncios de Auto Plus.

—¡Espera, espera! ¡¿Adónde vas?!

—Nada, no tardaré mucho. Es sólo una cosita que tengo que decirle a Micheline. Ponte guapo, te llevo al Aigle Noir esta noche…

—¿¿¿Al Aigle Noir???

—Sí. Ahí es donde Marguerite habría llevado a Yann, supongo…

—¿Quién es Yann?

—Ffffffffffffff, olvídalo… Lo ignoras todo del mundo literario.

Así que me puse en contacto con la secretaria. Un contacto buenísimo creo, porque la chica estuvo más que encantadora.

Tal vez tuviera delante un post-it rosa fosforito que ponía: «Si llama A. G., ¡ser MUY encantadora!», subrayado dos veces.

Tal vez…

Bonitos míos, se deben de creer que les he mandado mis relatos a otros… Temen que se les adelanten. Otro editor aún más elegante situado en una calle aún más chic de la orilla izquierda del Sena con una secretaria aún más encantadora al teléfono con un culo aún más bonito.

Ah, no, sería demasiado injusto para ellos.

¿Te imaginas el desastre si decido publicar mis relatos con otra editorial, y todo porque Menganita no tenía el post-it rosa fosforito delante?

No quiero ni pensarlo.

Se fija la cita para la semana siguiente. (Ya hemos perdido bastante tiempo.)

He pasado las primeras preocupaciones materiales: tomarme una tarde libre (¡Micheline, no estaré aquí mañana!); dejar a los niños, pero no en cualquier parte, sino en un sitio donde estén contentos; avisar a mi amor:

—Mañana me voy a París.

—¿Por qué?

—Para un asunto.

—¿Es una cita galante?

—Como si lo fuera.

—¿Quién es?

—El cartero.

—¡Ah! Tendría que habérmelo imaginado…

… Ahora viene el único problema verdaderamente importante: ¿qué me pongo?

Estilo verdadera futura escritora y sin ninguna elegancia porque la verdadera vida está en otra parte. No me ame por mis grandes pechos, ámeme por mi cerebro.

Estilo verdadera futura ponedora de best-seller y con una permanente porque la verdadera vida está aquí. No me ame por mi talento, ámeme por mis páginas de ecos de sociedad.

Estilo comedora de hombres elegantes de la orilla izquierda y para consumir en el acto porque la verdadera vida está sobre su mesa. No me ame por mi manuscrito, ámeme por mi cerebro.

Eh, Atala, cálmate.

Al final estoy demasiado agobiada, desde luego no es el día de pensar en mi juego de piernas y dejarme una media en la alfombra. Es seguramente el día más importante de mi pequeña existencia, no lo voy a arriesgar todo por un atuendo ciertamente irresistible pero totalmente incómodo.

(¡Pues sí! La mini minifalda es un atuendo incómodo.)

Voy a ir en vaqueros. Ni más, ni menos. Mis viejos 501, diez años de edad, envejecidos en tonel, lavados a la piedra, con sus apliques de cobre y su etiqueta roja en la nalga derecha, el que ha tomado mi forma y mi olor. Mi amigo.

Con todo pienso un momento emocionada en ese hombre elegante y brillante que está manoseando mi porvenir con sus manos finas (¿lo edito?, ¿no lo edito?), ir en vaqueros, me estoy pasando un poco, tengo que reconocerlo.

Ah… cuántas preocupaciones, cuántas preocupaciones.

Bueno, me he decidido. En vaqueros pero con lencería como para desmayarse.

Pero eso, no lo verá, me diréis vosotros… Que no, que no, que a mí no me la dan, no se llega a la Altísima Función de Editor sin tener un don especial para detectar la lencería fina más improbable.

No, esos hombres saben.

Saben si la mujer sentada delante de ellos lleva un chisme de algodón justo a ras del ombligo, o una braguita rosa de gran almacén toda deformada, o una de esas pequeñas locuras que hacen sonrojarse a las mujeres (el precio que pagan) y sonrosarse a los hombres (el precio que tendrán que pagar).

Por supuesto que saben.

Y aquí ya os puedo decir que me he jugado el todo por el todo (abonable en dos cheques); he elegido un conjunto a juego de braguita y sujetador, una cosa alucinante.

Dios mío…

Súper baratija, súper tejido, súper estilo, todo de seda color marfil con encaje de Calais hecho a mano por pequeñas trabajadoras «francesas», si no le importa, suave, bonito, precioso, tierno, inolvidable, el tipo de cosa que se funde en tu boca, no en tu mano.

Destino, heme aquí.

Mirándome en el espejo de la tienda (qué listos son, ponen una iluminación especial que te hace delgada y morena, las mismas luces halógenas que hay encima de los peces muertos en los supermercados de ricos), me he dicho por primera vez desde que Marguerite existe:

«Pues bien, no me arrepiento de todo ese tiempo que pasé comiéndome las uñas, cuando me salía un eczema delante de la pantalla minúscula de mi ordenador. ¡Ah, no! Todo eso, toda esa mano de hierro contra el canguelo y la falta de confianza en mí misma, todas esas costras en mi cabeza y todas esas cosas que perdí u olvidé porque pensaba en Clic-clac, por ejemplo, pues bien, no me arrepiento de ello…»

No puedo decir el precio exacto porque entre lo politically correct, el bridge de mi marido, el seguro del coche, el importe del subsidio mínimo y todo eso, correría el riesgo de escandalizar a alguien, pero que sepáis que es algo pasmoso; y visto lo que pesa, no hablemos del precio del kilo.

En fin, el que algo quiere algo le cuesta, quien quiere peces, se tiene que mojar el trasero y uno no consigue publicar sin poner algo de su parte, ¿no?

Aquí estamos. El distrito seis de París.

El barrio en el que se encuentran tantos escritores como agentes municipales. En el corazón de la vida.

Me agobio.

Me duele la tripa, me duele el hígado, me duelen las piernas, sudo la gota gorda y la braguita de equis francos se me remete por el trasero.

Vaya cuadro.

Me pierdo, no pone en ninguna parte el nombre de la calle, hay galerías de arte africano por doquier y nada se parece más a una máscara africana que otra máscara africana. Empiezo a odiar el arte africano.

Por fin la encuentro.

Me hacen esperar.

Me parece que voy a desmayarme, respiro como nos enseñaron para el parto. Venga… Calma… Calma…

Ponte derecha. Observa. Siempre puede servir de algo. Inspira. Expira.

—¿Se encuentra bien?

—Eh… sí, sí… estoy bien.

—Está reunido, pero ya está terminando, no debería tardar mucho…

—…

—¿Quiere un café?

—No. Gracias. (Oye, Menganita, ¿acaso no ves que tengo ganas de vomitar? Ayúdame, Menganita, una bofetada, un cubo, una palangana, un analgésico, un vaso de Coca-Cola bien fría… algo, te lo suplico.)

Una sonrisa. Me dedica una sonrisa.

En realidad, era curiosidad. Ni más, ni menos.

Quería verme. Quería ver la pinta que tenía. Quería ver cómo era.

Nada más.

No voy a contar la entrevista. En este momento, me estoy curando el eczema con alquitrán casi puro y de verdad no hace falta decir nada más visto el color de la bañera. Así que no cuento nada.

Bueno, venga, un poquito: en un momento dado, el gato (para tener más detalles, ver Lucifer en La Cenicienta) que miraba al ratón que intentaba zafarse de sus garras, el gato que se divertía, «… qué provinciana es, hay que ver…», el gato que se tomaba su tiempo, terminó por soltar:

—Mire, no le voy a ocultar que en su manuscrito hay cosas interesantes y que tiene usted un cierto estilo pero (luego vienen un montón de consideraciones sobre la gente que escribe en general y el duro oficio del editor en particular)… no podemos, en el estado actual de las cosas y por razones que usted comprenderá fácilmente, publicar su manuscrito. En cambio, quiero seguir muy de cerca su trabajo y sepa que le concederé siempre una gran atención. Y eso es todo.

Eso es todo.

Capullo.

Me quedo paralizada. Nunca mejor dicho.

Él se levanta (gestos amplios y soberbios), se dirige hacia mí, hace ademán de estrecharme la mano… Al no ver ninguna reacción por mi parte, hace ademán de tenderme la mano… Al no ver ninguna reacción por mi parte, hace ademán de cogerme la mano… Al no ver ninguna…

—¿Qué ocurre? Vamos…, no se quede tan abatida, sabe usted que es muy poco frecuente que le publiquen a uno su primer manuscrito. Confío en usted, sabe. Siento que haremos grandes cosas juntos. E incluso, no le oculto que cuento con usted.

«Para el carro. No ves que estoy atascada.»

—Mire, lo siento mucho. No sé lo que me pasa, pero no puedo levantarme. Es como si ya no tuviera fuerzas. Es una tontería.

—¿Le ocurre a menudo?

—No. Es la primera vez.

—¿Le duele algo?

—No. Bueno, un poco, pero es otra cosa.

—Intente mover los dedos.

—No lo consigo.

—¿¿¿Está usted segura???

—Pues… sí.

Largo intercambio de miradas, como si estuviéramos jugando a ver quién se ríe primero.

—(nervioso) ¿Lo hace usted aposta o qué?

—(muy nerviosa) ¡¡¡Pues claro que no, hombre!!!

—¿Quiere que llame a un médico?

—No, no, ya se me va a pasar.

—Sí, bueno, pero el problema es que yo tengo otras citas… No puede usted quedarse aquí.

—…

—Vuelva a intentarlo…

—Nada.

—¡Pero qué milonga es ésta!

—No sé… ¿qué quiere que le diga?… A lo mejor es un ataque de artrosis, o algo debido a una emoción demasiado fuerte.

—Si le digo: «Está bien, de acuerdo, le publico el manuscrito…», ¿se levanta usted?

—Pues por supuesto que no. ¿Por quién me toma? ¿Acaso parezco tan estúpida?

—No, pero quiero decir, ¿si se lo publico de verdad?…

—Para empezar no le creería… Oiga, un momento, que yo no estoy aquí pidiéndole limosna, estoy paralizada, ¿puede usted comprender la diferencia?

—(frotándose la cara con sus manos finas) A mí tenía que pasarme esto… Dios mío…

—…

—(consultando su reloj) Mire, por el momento, voy a cambiarla de lugar, porque es que de verdad necesito mi despacho…

Y hete aquí que me empuja al pasillo como si estuviera en una silla de ruedas sólo que no estoy en una silla de ruedas y que esto él lo debe de notar y cómo… Me acurruco bien.

«Sufre, amigo mío. Sufre.»

—¿Ahora sí quiere usted un café?

—Sí, me tomaría uno con gusto. Es usted muy amable.

—¿Está usted segura de que no quiere que llame a un médico?

—No, no. Gracias. Como ha venido, se irá.

—Está usted demasiado tensa.

—Lo sé.

Menganita nunca tuvo ningún post-it rosa pegado al teléfono. Fue encantadora conmigo la otra vez porque es una chica encantadora.

Por lo menos no lo he perdido todo hoy.

Es verdad. No se tiene tan a menudo la ocasión de mirar durante varias horas a una chica como ella.

Me gusta su voz.

De vez en cuando, me hacía pequeños gestos para que me sintiera menos sola.

Y después se callaron los ordenadores, se conectaron los contestadores, se apagaron las lámparas y se vaciaron los lugares.

Los veía a todos marcharse unos detrás de otros y todos creían que estaba ahí porque tenía una cita. Ya, ya, una cita.

Por fin, Barba Azul salió de su antro de hacer llorar a los escritorzuelos.

—¡¡¡Todavía sigue aquí!!!

—…

—¿Pero qué voy a hacer con usted?

—No lo sé.

—Pues yo sí lo sé. ¡Voy a llamar al SAMU o a los bomberos y la van a evacuar inmediatamente! ¡No tendrá usted intención de quedarse aquí a dormir, ¿no?!

—No, no llame a nadie, por favor… Ya se va a desatascar, lo presiento…

—Sí, claro, pero tengo que cerrar. Puede usted entenderlo, ¿no?

—Bájeme a la calle.

Te puedes imaginar que no fue él el que me bajó. Llamó a dos chicos de los recados que había por ahí. Dos chicos grandes y guapos, lacayos tatuados para mi silla de porteadores.

Cogieron cada uno un reposabrazos y me dejaron con suavidad al pie del edificio. Qué encantos.

Mi ex futuro editor, ese hombre delicado que cuenta conmigo para un futuro me saludó con mucha ceremonia.

Se alejó volviéndose varias veces y sacudiendo la cabeza como para despertarse de un mal sueño, o sea, no, de verdad, no se lo creía.

Por lo menos, tendrá algo que contar durante la cena.

Qué contenta se va a poner su mujer. Esta noche no le va a dar la tabarra con la crisis de la edición.

Por primera vez en todo el día, me encontraba bien.

Miraba a los camareros del restaurante de enfrente afanándose alrededor de sus manteles a cuadros, tenían mucho estilo (como mis relatos, pensé riendo), sobre todo uno, al que yo miraba con atención.

Exactamente el tipo de camarero francés chulo que descompone el sistema hormonal de las americanas gordas calzadas con Reebok.

Me he fumado un cigarro maravillosamente bueno expulsando lentamente el humo y observando a la gente que pasaba.

Era la felicidad casi completa (exceptuando algunos detalles como la presencia de un mendigo a mi derecha que apestaba a pis de perro).

¿Cuánto tiempo he permanecido ahí, contemplando mi desastre?

No lo sé.

El restaurante estaba hasta la bandera y se veían parejas sentadas en la terraza riendo y bebiendo copas de rosado.

No podía evitar pensar:

… «En otra vida, quizá, mi editor me habría llevado a almorzar ahí “porque es más cómodo”, me habría hecho reír a mí también y habría propuesto un vino mucho mejor que ese Côteaux de Provence… Me habría urgido a terminar esa novela “sorprendentemente madura para una joven de su edad…” y luego me habría tomado del brazo para acompañarme hacia una parada de taxis. Habría coqueteado un poco conmigo…»

… En otra vida seguramente.

Sí, pues… no es por nada, Marguerite, pero me está esperando un montón de ropa que planchar…

Me levanté de un salto estirándome el vaquero y me dirigí hacia una mujer joven y espléndida sentada en el zócalo de una estatua de Auguste Comte.

Miradla.

Bella, sensual, de raza, con unas piernas irreprochables y unos tobillos muy finos, la nariz respingona, la frente abombada, con aire belicoso y orgulloso.

Vestida de lazos y tatuajes.

Los labios y las uñas pintados de negro.

Una chica increíble.

Lanzaba regularmente miradas hastiadas a la calle adyacente. Me parece que su novio se retrasaba.

Le tendí mi manuscrito.

—Tenga —le dije—, un regalo. Para que el tiempo no se le haga tan largo.

Creo que me dio las gracias, pero no estoy segura porque, ¡no era francesa!… Afligida por ese pequeño detalle, estuve a punto de recuperar mi magnífico don y luego… para qué, me dije, y al alejarme, estaba más bien contenta, incluso.

Mi manuscrito se encontraba ahora entre las manos de la chica más bella del mundo.

Eso me consolaba.

Un poco.