Los hay que van de afirmación en afirmación: su vida es una serie de síes... Aplaudiendo a lo real o a lo que les parece tal, consienten en todo y no tienen ningún empacho en decirlo. No hay anomalía que no expliquen o no coloquen entre las cosas «que pasan». Cuanto más se dejan contaminar por la filosofía, más, en el espectáculo de la vida y la muerte, son un público complaciente.
Para otros, acostumbrados a la negación, afirmar exige no solamente una voluntad de obnubilación, sino un esfuerzo contra sí mismo, un sacrificio: ¡cuánto les cuesta el menor sí! ¡Qué apostasía! Saben que un si no viene nunca solo, que implica otro, toda una serie: ¿Cómo se van a arriesgar a él a la ligera? Esto no impide que la seguridad del no les irrite. Así nace en ellos la necesidad y la curiosidad de afirmar cualquier cosa.
Negar: no hay nada como eso para emancipar el espíritu. Pero la negación no es fecunda más que el tiempo en que nos esforzamos en conquistarla y apropiárnosla; una vez adquirida, nos aprisiona; una cadena como otra cualquiera. Esclavitud por esclavitud, más vale orientarse hacia la del ser, aunque sea al precio de cierto desgarramiento: no se trata, ni más ni menos, que de sustraerse al contagio de la nada, al confort de un vértigo...
Los teólogos lo han advertido desde hace mucho: la esperanza es el fruto de la paciencia. Debería añadirse: y de la modestia. El orgulloso no tiene tiempo de esperar... Sin querer ni poder esperar, fuerza los acontecimientos como fuerza su naturaleza; amargo, corrompido, cuando agota sus rebeliones abdica: para él no hay fórmula intermediaria. Es innegable que es lúcido, pero la lucidez, no lo olvidemos, es lo propio de los que, por incapacidad de amar, se desolidarizan tanto de los otros como de sí mismos.
El gran sí es el sí a la muerte. Puede uno proferirlo de varias maneras ...
Hay fantasmas diurnos que, presas de su ausencia, viven apartadamente, caminan con pasos ahogados a lo largo de las calles sin mirar a nadie. No hay inquietud alguna en sus rostros y en sus gestos. Como el mundo exterior ha dejado de existir para ellos, se pliegan a todas las soledades. Atentos a su distracción, a su desapego, pertenecen a un universo no declarado situado entre el recuerdo de lo inaudito y la inminencia de una certeza. Su sonrisa recuerda mil espantos vencidos, la gracia que triunfa sobre lo terrible; pasan a través de las cosas, atraviesan la materia. ¿Han alcanzado sus propios orígenes, o descubierto en ellos las fuentes de la claridad? Ninguna derrota, ninguna victoria les conmueve. Independientes del sol, se bastan a sí mismos. Están iluminados por la muerte.
No nos es dado identificar el momento en que se opera, a expensas de nuestra sustancia, un trabajo de erosión. Sabemos solamente que resulta un vacío en el que se instala gradualmente la idea de nuestra destrucción. Idea vaga, apenas esbozada: es como si el vacío se pensase a sí mismo. Después, transfiguración sonora, en lo más profundo de nosotros surge un tono que, por su insistencia, puede lo mismo paralizarnos que darnos un impulso. Seremos, pues, cautivos del miedo o de la nostalgia por debajo de la muerte o en pie de igualdad con ella. Será el miedo, si ese tono perpetúa la vida en que aparece; la nostalgia, si la convierte en plenitud. Según nuestra constitución, veremos en la muerte o un déficit o un excedente de ser.
Antes de afectar nuestra percepción de la duración, adquisición tardía, el miedo la toma con nuestra sensación de la extensión, con lo inmediato, con la ilusión de lo sólido: el espacio se adelgaza, se esfuma, se hace aéreo, transparente. El lo reemplaza, se dilata y sustituye a la realidad que lo había provocado, la muerte. Todas nuestras experiencias se encuentran reducidas a un intercambio entre nuestro yo y ese miedo que, erigido en realidad autónoma, nos aísla en un estremecimiento sin objeto, en un temblor gratuito, hasta el punto que nos hace olvidar que vamos a... morir. No amenaza, empero, con suplantar nuestra preocupación esencial más que en la medida en que, no queriendo asimilarle ni agotarle, le perpetuamos en nosotros como una tentación y le situamos en el centro de nuestra soledad. Un paso más y nos convertiremos en viciosos, no de la muerte, sino del miedo a la muerte. Lo mismo sucede con todos los miedos que no hemos conseguido superar: separándose de los motivos que los han producido, se constituyen en realidades independientes, tiránicas. «Vivimos en el miedo, y de este modo no vivimos». Esta frase de Buda quizá quiere decir: en lugar de mantenernos en el estadio en que el miedo se abre sobre el mundo, hacemos de él un fin, un universo cerrado, un sustituto del espacio. Si nos domina, deforma nuestra imagen de las cosas. Quien no sabe ni dominarlo ni explotarlo, cesa a la larga de ser él mismo, pierde su identidad; no es fructuoso más que si uno se precave de él; quien cede a él no volverá a encontrarse jamás e irá respecto a sí mismo de traición en traición, hasta que ahogue la muerte bajo el mismo que ésta le produce.
La seducción de ciertos problemas proviene de su falta de rigor, tanto como de las opiniones discordantes que suscitan: otras tantas dificultades de las que se encapricha el aficionado a lo insoluble.
Para «documentarme» sobre la muerte, no obtengo mayor provecho al consultar un tratado de biología que el catecismo: por lo que me concierne, me es indiferente estar abocado a ella a consecuencia del pecado original o de la deshidratación de mis células. Sin ninguna conexión con nuestro nivel intelectual, está reservada, como todo problema privado, a un saber sin conocimientos. He encontrado numerosos iletrados que hablaban de ella más pertinentemente que tal o cual metafísico; una vez que habían descubierto por experiencia el agente de su destrucción, le consagraban todos sus pensamientos, de tal suerte que la muerte, en lugar de ser para ellos un problema impersonal, era su realidad, su muerte.
Pero incluso entre esos mismos que, iletrados o no, piensan en ella constantemente, la mayoría sólo lo hacen aterrados por la perspectiva de su agonía, sin advertir ni por un momento que, aunque debieran vivir siglos o milenios, las razones de su terror no cambiarían en nada, ya que la agonía no es más que un accidente en el proceso de nuestro aniquilamiento, proceso coextensivo con nuestra duración. La vida, lejos de ser, como pensaba Bichat, el conjunto de las funciones que se resisten a la muerte, es, más bien, el conjunto de las funciones que nos arrastran a ella. Nuestra sustancia disminuye a cada momento; de esta disminución, empero, todos nuestros esfuerzos deberían tender a hacer excitante, un principio de eficacia. Los que no saben sacar beneficios de sus posibilidades de no ser, permanecen extraños a sí mismos: fantoches, objetos provistos de un yo, dormidos en un tiempo neutro, ni duración ni eternidad. Existir es sacar provecho de nuestra parte de irrealidad, es vibrar al contacto con el vacío que está en nosotros. El fantoche, por su parte, permanece insensible al suyo, lo abandona, lo deja decaer...
Regresión germinativa, descenso hacia nuestras raíces, la muerte sólo rompe nuestra identidad para mejor permitirnos acceder a ella y resta restablecerla: no tiene sentido más que si le prestamos todos los atributos de la vida.
Aunque al comienzo, en las primeras percepciones que tenemos de ella, se nos revele dislocación y perdición más tarde, al desvelarnos juntamente la nulidad del tiempo y el precio infinito de cada instante, ejerce sobre nosotros virtudes tonificantes: si bien sólo nos ofrece la imagen de nuestra inanidad, por eso mismo convierte esa inanidad en absoluto, y nos invita a apegarnos a ella. De este modo, rehabilitando nuestro lado «mortal», se instituye en dimensión de todos nuestros instantes, agonía triunfal.
¿De qué sirve fijar nuestros pensamientos sobre una tumba, sea la que fuere, y apostar a nuestra podredumbre? Espiritualmente degradante, lo macabro nos hace desembocar en el desgaste de nuestras glándulas, en la pestilencia y las inmundicias de nuestra disolución. Quien se pretende vivo no lo está más que en la medida en que haya escamoteado o superado la idea de su cadáver. Nada bueno resulta de las meditaciones sobre el hecho material de morir. Si concediese a la carne la libertad de dictarme su «filosofía», de imponerme sus conclusiones, tanto me valdría suprimirme antes de conocerlas. Pues todo lo que la carne me enseña supone mi irremisible abolición: ¿acaso no rechaza la ilusión?; ¿y no viene, como intérprete de nuestras cenizas, a contradecir en todo momento nuestras mentiras, nuestras divagaciones, nuestras esperanzas? Desdeñemos, pues, sus argumentos y asociémosla por la fuerza a la lucha contra sus evidencias.
Para rejuvenecernos por el contacto con la muerte, llega a ocurrirnos el invertir en ella todas nuestras energías, concebir por ella, según el ejemplo de Keats, un apego casi amoroso o constituirla, con Novalis, en el principio que «hace romántica» la vida. Si este último debía llevar la nostalgia hasta la sensualidad, si fue efectivamente un sensual de la muerte, le estaba reservado a otro, a Kleist, sacar de ella una «felicidad» muy íntima. «Ein Strudel von nie geahnter Seligkeit hat mich ergriffen...», escribió antes de matarse. Ni derrota ni abdicación: su fin fue una rabia dichosa, una locura ejemplar y concertada, uno de los raros éxitos de la desesperación. Lo de que Novalis fue el primero en haber experimentado la muerte «como artista», ésta frase de Schlegel me parece aún más exacta para Kleist, equipado como nadie para morir. Inigualado, perfecto, obra maestra de tacto y de buen gusto, su suicidio hace inútiles todos los demás.
Aniquilamiento primaveral, realización más que abismo, la muerte sólo nos da vértigo para mejor elevarnos por encima de nosotros mismos, a idéntico título que el amor, con el cual está emparentada por más de un aspecto: uno y otra, forzando el marco de nuestra existencia hasta el punto de hacerlo estallar, nos desintegran y nos fortifican, nos arruinan por el rodeo de la plenitud. Sus elementos tan irreductibles como inseparables componen un equívoco fundamental. Si, hasta cierto punto, es cierto que el amor nos pierde, ¡a través de qué sensaciones de dilatación y orgullo lo hace! Y si la muerte nos pierde completamente ¡qué estremecimientos la rodean! Sensaciones y estremecimientos por los que trascendemos el hombre que hay en nosotros, y los accidentes del yo.
Como uno y otra no nos definen más que en la medida en que proyectamos en ellos nuestros apetitos y nuestros impulsos, en que colaboramos con todas nuestras fuerzas a su naturaleza equívoca, son necesariamente inaprehensibles, por poco que les miremos como realidades exteriores, ofrecidas al juego del intelecto. Uno se sumerge en el amor como en la muerte, pero no se medita sobre ellos: se les saborea, se es su cómplice, pero no se los sopesa. Del mismo modo, toda experiencia que no se convierte en voluptuosidad es una experiencia fallida. Si nos fuera preciso limitarnos a nuestras sensaciones tal cual son, nos parecerían intolerables, pues son demasiado distintas, demasiado desemejantes a nuestra esencia. La muerte no sería para los hombres su gran experiencia perdida, si supieran asimilarla a su naturaleza o metamorfosearla en voluptuosidad. Pero permanece en ellos a un lado; permanece inmodificada, diferente de lo que ellos son.
Y es otra prueba de su doble realidad, de su carácter equívoco, de la paradoja inherente a la manera en que la experimentemos, que se nos presente juntamente como situación-límite y como dato directo. Corremos hacia ella y, sin embargo, ya estamos en ella. En el momento mismo en que la incorporamos a nuestra vida, no podemos impedirnos situarla en el futuro. Por una inconsecuencia inevitable, la interpretamos como el futuro que destruye el presente, nuestro presente. Si el miedo nos ayudaba a definir nuestro sentimiento del espacio, la muerte nos abre al verdadero sentido de nuestra dimensión temporal, ya que, sin ella, estar en el tiempo no significaría nada para nosotros o, todo lo más, tanto como estar en la eternidad. De este modo, la imagen tradicional de la muerte, pese a todos nuestros esfuerzos para escapar de ella, persiste en obsesionarnos, imagen de la que los enfermos son los principales responsables. En esta materia todo el mundo está de acuerdo en reconocerles cierta competencia; un prejuicio favorable les atribuye el oficio de la «profundidad», aunque la mayoría den muestras de una desconcertante futilidad. ¿Quién no ha conocido, en su contorno, incurables de opereta?
Más que ningún otro, el enfermo debería identificarse con la muerte; sin embargo, se empeña en separarse de ella y arrojarla fuera. Como le es más cómo huirla que constatarla en sí mismo, usa todos los artificios posibles para librarse de ella. De su reacción de defensa hace un procedimiento, léase una doctrina. El vulgo que goza de buena salud está encantado de imitarle y seguirle. ¿Sólo el vulgo? Incluso los místicos se sirven de subterfugios, practican la evasión y una táctica de huida: la muerte no es para ellos más que obstáculo que hay que franquear, una barrera que les separa de Dios, un último paso en la duración. En esta vida, ya les sucede a veces, gracias al éxtasis, ese trampolín, el saltar por encima del tiempo: salto instantáneo que no les procura más que un «acceso» de beatitud. Les es preciso desaparecer de veras para alcanzar el objeto de sus deseos: de tal modo que aman la muerte porque les permite acceder a él y la odian porque tarda en llegar. El alma, si creemos a Teresa de Avila, no aspira más que a su creador, pero «ve al mismo tiempo que le es imposible poseerlo si no muere; y como no le es posible darse la muerte, muere de deseo de morir, hasta el punto que se pone realmente en peligro de muerte». Siempre esa necesidad de hacer de la muerte un accidente o un medio, de reducirla al fallecimiento, en lugar de considerarla como una presencia, siempre esa necesidad de despojarla. Y ya que las religiones no han hecho de ella más que un pretexto o un espantapájaros —un instrumento de propaganda— a los incrédulos corresponde el hacerla justicia y restablecerla en sus derechos.
Cada uno es su sentimiento de la muerte. De ello se sigue que no podrían denunciarse las experiencias de los enfermos o de los místicos como falsas, aunque pueda dudarse de las interpretaciones que dan de ellas. Estamos en un terreno en que ningún criterio es decisorio, en el que las certezas pululan, en el que todo es certeza, porque nuestras verdades coinciden con nuestras sensaciones y nuestros problemas con nuestras actitudes. Por otro lado, ¿a qué «verdad» aspirar, cuando, a cada momento, estamos comprometidos en otra experiencia dela muerte? Nuestro mismo «destino» no es más que el desarrollo, las etapas de esa experiencia primordial y, sin embargo, cambiante, la traducción al tiempo aparente de ese tiempo secreto en el que se elabora la diversidad de nuestras maneras de morir. Para explicar un destino, los biógrafos deberían romper con su procedimiento habitual, dejar de inclinarse sobre el tiempo aparente, sobre el apresuramiento de una persona en deteriorar su propia esencia. Lo mismo sucede con una época: conocer sus instituciones y sus fechas es menos importante que adivinar la experiencia íntima de la que son signos. Batallas, ideologías, heroísmo, santidad, barbarie, otros tantos simulacros de un mundo interior que es el único que debería interesarnos. Cada pueblo se extingue a su manera, cada pueblo dispone ciertas reglas de expirar y se las impone a los suyos: ni siquiera los mejores de entre ellos podrían hacerlas cambiar o sustraerse a ellas. Un Pascal, un Baudelaire, circunscriben la muerte: el uno la reduce a nuestra búsqueda de salvación, el otro a nuestros terrores fisiológicos. Si bien aplasta al hombre, no por esto deja de permanecer para ellos en el interior dc lo humano. Muy por el contrario, los isabelinos o los románticos alemanes hicieron de ella un fenómeno cósmico, un devenir orgiástico, una nada que vivifica; en resumen, una fuerza en la que hay que volver a empaparse y con la cual es importante mantener relaciones directas. Para el francés, lo que importa no es la muerte en sí misma —lapsus de la materia o simple inconveniencia sino nuestro comportamiento frente a nuestros semejantes, la estrategia de los adioses, la contención que nos imponen los cálculos de nuestra vanidad, la actitud, para abreviar; no el debate consigo mismo, sino con los otros: un espectáculo en el que es capital observar los detalles y los móviles. Todo el arte del francés reside en saber morir en público. Saint-Simon no describe la agonía de Louis XIV, de Monsieur[8] o del Regente, sino las escenas de su agonía. Las costumbres de la Corte, el sentido de la ceremonia y del fasto, lo ha heredado todo un pueblo, afecto como es al aparato y preocupado por asociar cierto brillo al último suspiro. En esto el catolicismo le ha sido útil: ¿no sostiene acaso que nuestra forma de morir es esencial para nuestra salvación, que nuestros pecados pueden ser rescatados por una «hermosa muerte»? Dudoso pensamiento, adaptado empero al instinto histriónico de una nación y que, en el pasado mucho más que hoy, se unía a la idea de honor y de dignidad, al estilo del «hombre honrado» («Honnête homme». N. del T.). De lo que se trataba entonces, aparte de Dios, era de salvar la fachada ante la asistencia, ante los mirones elegantes y los confesores mundanos; no perecer, sino oficiar, salvaguardando su reputación ante testigos y de ellos solos esperando la extremaunción... Ni siquiera los libertinos renunciaban a extinguirse convenientemente, hasta tal punto su respeto a la opinión prevalecía sobre lo irreparable, hasta tal punto seguían los usos de una época en la que morir significaba para el hombre renunciar a su soledad, desfilar por última vez, y en la que los franceses eran, entre todos, los grandes especialistas de la agonía.
Es, sin embargo, dudoso, que apoyándonos sobre el lado «histórico» de la experiencia de la muerte, llegásemos a penetrar mejor su carácter original, ya que la historia no es más que un modo inesencial de ser, la forma más eficaz de infidelidad a nosotros mismos, un rechazo metafísico, una masa de acontecimientos que oponemos al único acontecimiento que importa. Todo lo que apunta a actuar sobre el hombre —religiones incluidas— está manchado por un sentimiento grosero de la muerte. Y es para buscar uno verdadero, más puro, para lo que los eremitas se refugiaban en esa negación de la historia que es el desierto, comparado a justo título por ellos con el ángel, pues, según sostenían, uno y otro ignoran el pecado, la caída en el tiempo. El desierto, efectivamente, hace pensar en una duración traducida en la coexistencia: un fluir inmóvil, un devenir cautivado por el espacio. El solitario se retira a él, no tanto por aumentar su soledad y enriquecerse de ausencia, como para hacer subir en sí mismo el tono de la muerte.
Para oír ese tono, nos hace falta aprestar en nosotros un desierto... Si lo logramos, los acordes atraviesan nuestra sangre, nuestras venas se dilatan, nuestros secretos tanto como nuestros recursos aparecen en nuestra superficie en la que el asco y el deseo, el horror y el arrobo se confunden en una fiesta oscura y luminosa. La aurora de la muerte se levanta en nosotros. ¡Trance cósmico, estallido de las esferas, mil voces! Nosotros somos la muerte y todo es la muerte. Nos arrastra, nos lleva, nos arroja al suelo o nos lanza más allá del espacio. Intacta desde siempre las edades no la han desgastado. Cómplices de su apoteosis, sentimos su frescura inmemorial y ese tiempo que no se parece a ningún otro, que le es propio, y que nos hace y nos deshace sin cesar. Mientras nos tenga y nos inmortalice en la agonía, no podremos nunca permitirnos el lujo de morir; y aunque poseamos la ciencia del destino y seamos una enciclopedia de fatalidades, empero nada sabemos, pues es ella quien todo lo sabe en nosotros.
Recuerdo cómo, al salir de la adolescencia, abismado en lo fúnebre, vasallo de un solo pensamiento, entré al servicio de todas las fuerzas que me invalidaban. Mis otros pensamientos no me interesaban: demasiado bien sabía yo a dónde me llevaban, hacia dónde convergían. Desde el punto en que no tenía más que un problema, ¿para qué detenerme en los problemas? Como dejaba de vivir en función de un yo, dejaba a la muerte campo libre para avasallarme; de este modo, yo ya no me pertenecía. Mis terrores, mi mismo nombre, eran llevados por ella y, sustituyendo a mis miradas, me hacía ver en todas las cosas las huellas de su soberanía. En cada transeúnte discernía yo el fiambre, en cada olor, la podredumbre, en cada alegría, la última mueca. Tropezaba en todo lugar con futuros ahorcados, con sus sombras inminentes: el futuro de los otros no comportaba misterio alguno para la que los miraba a través de mis ojos. ¿Estaba yo embrujado? Así me gustaba creer. Además, ¿contra qué reaccionar? La nada era mi hostia: todo en mí y fuera de mí se transubstanciaba en espectro. Irresponsable, en las antípodas de la conciencia acabé por entregarme al anonimato de los elementos, a la embriaguez de la indivisión, completamente decidido a no reasumir de nuevo mi ser ni a convertirme otra vez en un civilizado del caos.
Incapaz de ver en la muerte la expresión positiva de la vacuidad, el agente que despierta a la criatura, la llamada que resuena en la ubicuidad de los sueños, me sabía la nada de memoria y aceptaba mi saber. Incluso ahora, ¿cómo podría yo desconocer la autosugestión de la que surgió el universo? Protesto, empero, contra mi lucidez. Necesito realidad a cualquier precio. Sólo por cobardía experimento sentimientos; quiero, sin embargo, ser cobarde, imponerme un «alma», dejarme devorar por la sed de lo inmediato, zaherir a mis evidencias, encontrarme un mundo cueste lo que cueste. Si no lo encontrase, me contentaría con una brizna de ser, con la ilusión de que algo existe ante mis ojos o en otra parte. Seré el conquistador de un continente de mentiras. Estar engañado o perecer: no hay otra elección. Al igual que ésos que han descubierto la vida dando un rodeo por la muerte, me precipitaré sobre la primera engañifa, sobre todo lo que pueda recordarme la realidad perdida.
Tras la cotidianidad del no ser, ¡qué milagro el del ser! Es lo inaudito, lo que no puede ocurrir, un estado de excepción. Nada hace presa en él, salvo nuestro deseo de alcanzarle, de forzar la entrada, de tomarle por asalto.
Existir es una costumbre que no desespero de adquirir. Imitaré a los otros, a los astutos que lo han logrado, a los tránsfugas de la lucidez, saquearé sus secretos y hasta sus esperanzas, feliz de poder aferrarme con ellos a las indignidades que conducen a la vida. El no me fatiga, él sí me tienta. Habiendo agotado mis reservas de negación, y quizá la negación misma, ¿por que no debería yo salir a la calle a gritar hasta desgañitarme que me encuentro en el umbral de una verdad, de la única válida? Pero cuál pueda ser, eso lo ignoro todavía; no conozco más que la alegría que la precede, la alegría y la locura y el miedo.
Es esta ignorancia —y no el temor al ridículo— lo que me quita el valor del alertar al mundo de observar su espanto ante el espectáculo de mi dicha, de mi sí definitivo, de mi sí sin salida...
Como nuestra vitalidad nos viene de nuestros recursos de insensatez, no tenemos, para oponernos a nuestros espantos y a nuestras dudas, más que las certezas y la terapéutica del delirio. A fuerza de sinrazón, convirtámonos en fuente, en origen, en punto inicial, multipliquemos, por todos los medios, nuestros momentos cosmogónicos. No somos verdaderamente más que cuando irradiamos tiempo, cuando soles amanecen en nosotros y prodigamos sus rayos, los cuales iluminan los instantes... Asistimos entonces a esa volubilidad de las cosas, sorprendidas por haber comenzado a existir, impacientes de explayar su asombro con las metáforas de la luz. Todo se infla y se dilata para adquirir el hábito de lo insólito. Generación de milagros: todo converge hacia nosotros, pues todo parte de nosotros. Pero ¿ciertamente de nosotros, de nuestra sola voluntad? ¿Puede el espíritu concebir un día tan luminoso y ese tiempo súbitamente eternizado? Y ¿quién engendra en nosotros ese espacio que tiembla y esos ecuadores ululantes?
Creer que nos sería posible liberarnos del prejuicio de la agonía nuestra más antigua evidencia, sería equivocarnos sobre nuestra capacidad de divagar. De hecho, tras el favor de algunos accesos, caemos de nuevo en el pánico y el asco, en la tentación de la tristeza o el cadáver, en ese déficit del ser, resultado del sentimiento negativo de la muerte. Por grave que sea nuestra recaída, puede, sin embargo, sernos útil si hacemos de ella una disciplina que nos induzca a reconquistar los privilegios del delirio. Los eremitas de los primeros siglos nos servirán, una vez más, de ejemplo. Nos enseñarán cómo, para alzar nuestro nivel psíquico, debemos mantener un conflicto permanente con nosotros mismos. Con justicia les llamó un Padre de la Iglesia «atletas del desierto». Fueron combatientes de los que difícilmente imaginamos el estado de tensión, el encarnizamiento contra sí mismos, las luchas. Había algunos que segregaban hasta setecientas oraciones por día; tras cada una de ellas, para contarlas, algunos dejaban caer un guijarro... Aritmética demente que me hace admirar en ellos un orgullo sin igual. No eran precisamente alfeñiques, esos obsesos enfrentados con lo que tenían de más querido: sus tentaciones. Viviendo en función de ellas, las exacerbaban para tener algo contra lo que luchar. Sus descripciones del «deseo» comportan tal violencia de tono que nos irritan los sentidos y nos hacen experimentar un estremecimiento que ningún autor libertino logra inspirarnos. Eran especialistas en glorificar «la carne» en sentido inverso. Si les fascinaba hasta tal punto, ¡qué mérito tienen por haber combatido sus atractivos! Fueron titanes, más desenfrenados, más perversos que los de la mitología, pues éstos, para acumular energía, no hubieran podido, en su simplismo, concebir los beneficios del horror a sí mismo. Dado que nuestros sufrimientos naturales, no provocados, son demasiado incompletos, suele sucedernos el aumentarlos, intensificarlos y crearnos otros artificiales. Entregada a sí misma, la carne nos encierra en un horizonte reducido. Por poco que la sometamos a tortura, agudiza nuestras percepciones y ensancha nuestras perspectivas: el espíritu es el resultado de los suplicios que padece o que se inflige a sí misma. Los anacoretas sabían remediar la insuficiencia de sus males... Tras haber combatido el mundo, les era preciso entrar en guerra consigo mismos. ¡Menuda tranquilidad para sus prójimos! ¿Acaso nuestra ferocidad no viene provocada porque nuestros instintos están demasiado atentos al otro? Si nos inclinamos más sobre nosotros mismos, y nos convertimos en el centro y el objeto de nuestras inclinaciones asesinas, la suma total de intolerancias disminuiría. Nunca se podrá calcular el número de horrores que el monacato primitivo ahorró a la humanidad. Si todos esos eremitas hubiesen permanecido en el siglo, ¡cuántos excesos no habrían cometido! Por fortuna para su época, tuvieron la inspiración de ejercer su crueldad contra sí mismos. Si queremos que nuestras costumbres se dulcifiquen, nos hará falta aprender a volver nuestras garras contra nosotros mismos, a aprovechar la técnica del desierto...
¿Por qué, se dirá, ascender a las nubes esa lepra, esas excepciones repulsivas con las que nos ha gratificado la literatura ascética? Se agarra uno a cualquier cosa. Aun execrando los monjes y sus convicciones, no puedo por menos de admirar sus extravagancias, su naturaleza voluntaria, su aspereza. Tanta energía debe tener un secreto: el mismo que el de las religiones. Aunque quizá no valga la pena ocuparse de ellas, sigue siendo cierto que todo lo que vive, todo rudimento de existencia, participa de una esencia religiosa. Precisemos el sentido de la palabra: es religioso todo lo que nos impide hundirnos, toda mentira que nos protege contra nuestras irrespirables certezas. Cuando me arrogo una parte de eternidad y me imagino una permanencia que me implica, pisoteo la evidencia de mi ser frágil y nulo, miento a los otros como a mí mismo. Si actuase de otra manera, desaparecería inmediatamente. Duramos en tanto duran nuestras ficciones. Cuando las ponemos en claro, nuestro capital de mentiras, nuestro fondo religioso se desvanece. Existir equivale a un acto de fe, a una protesta contra la verdad a una plegaria interminable... Desde el punto en que acceden a vivir, el incrédulo y el devoto se parecen en profundidad, ya que uno y otro han tomado la única decisión que marca a un ser. Ideas, doctrinas, simples fachadas, caprichos y accidentes. Si tú no has resuelto matarte, no hay ninguna diferencia entre los otros y tú, formas parte del conjunto dc los vivientes, todos ellos, en cuanto tales, grandes creyentes. ¿Os dignáis respirar? Os acercáis a la santidad, merecéis la canonización...
Si, además, descontento de ti mismo, quieres cambiar de naturaleza, te comprometes doblemente en un acto de fe: quieres dos vidas en una sola. Esto es justamente a lo que aspiraban nuestros ascetas cuando, haciendo de la muerte un modo de no morir, se complacían en las vigilias, en los gritos, en el atletismo nocturno. Imitar su desmesura, superarla incluso, es algo que alcanzaremos cuando hayamos maltratado nuestra razón tanto como ellos la suya. «Me guía alguien que está aún más loco que yo», así habla nuestra sed. Sólo nos salvan las manchas, las opacidades de nuestra clarividencia: si fuese de una trasparencia perfecta, nos despojaría de la insensatez que nos habita y a la que debemos lo mejor de nuestras ilusiones y nuestros conflictos.
Como toda forma de vida traiciona y desnaturaliza a la Vida, el auténtico viviente asume un máximo de incompatibilidades, se encarniza en el placer y en el dolor, adopta los matices de uno y otro, rechaza toda sensación distinta y todo estado sin mezcla. La aridez interior procede del imperio que lo definido ejerce sobre nosotros, del rechazo que dirigimos a la imprecisión, a nuestro caos innato, el cual, renovando nuestros delirios, nos preserva de la esterilidad. Y es contra ese factor benéfico, contra ese caos, contra el que reaccionan todas las filosofías, todas las escuelas. Si no le rodeamos de los mayores cuidados, derrochamos nuestras últimas reservas: las que sostienen y estimulan la muerte en nosotros, y la impiden envejecer...
Tras haber hecho de la muerte una afirmación de la vida, convertido su abismo en una ficción salvadora, agotado nuestros argumentos contra la evidencia, estamos acechados por el marasmo: es la revancha de nuestra bilis, de nuestra naturaleza, de ese demonio del buen sentido que, adormecido durante un tiempo, se despierta para denunciar la ineptitud y el ridículo de nuestra voluntad de ceguera. ¡Todo un pasado de visión sin piedad, de complicidad con nuestra pérdida, de habituamiento al veneno de las verdades, y tantos años contemplando nuestros despojos para destilar de ellos el principio de nuestro saber! Sin embargo, debemos aprender a pensar contra nuestras dudas y contra nuestras certezas, contra nuestros humores omniscientes, debemos, sobre todo, forjándonos otra muerte, una muerte incompatible con nuestra carroña, consentir en lo indemostrable, en la idea de que algo existe...
La nada era sin duda más cómoda. ¡Que molesto es disolverse en el Ser!