Basta para convencerse de que la historia de las ideas no es más que un desfile de vocablos convertidos en otros tantos absolutos destacar los acontecimientos filosóficos más señalados del último siglo.
Conocido es el triunfo de la «ciencia» en la época del positivismo. Quien se reclamaba de ella podía desvariar tranquilo: todo le estaba permitido desde el momento que invocaba el «rigor» o la «experiencia». La Materia y la Energía hicieron poco después su aparición: el prestigio de sus mayúsculas no duró mucho tiempo. La indiscreta, la insinuante Evolución ganaba terreno a sus expensas. Sinónimo científico del «progreso», contrapartida optimista del destino, pretendía eliminar todo misterio y regir las inteligencias: se le tributó un culto comparable al que se le rendía al «pueblo». Aunque tuvo la suerte de sobrevivir a su boga, ya no despierta empero ningún acento lírico: quien la exalta se compromete o está anticuado.
Hacia el comienzo de siglo se tambaleó la confianza en los conceptos. La Intuición, con su cortejo: durée, élan, vie, debía aprovecharse y reinar durante cierto tiempo. Después hizo falta algo nuevo: llegó la vez de la Existencia. Palabra mágica que excitó a especialistas y «dilettantes». Por fin se había encontrado la clave. Y ya no era uno un individuo, se era un Existente.
¿Quién hará un diccionario de los vocablos por épocas, una recensión de las modas filosóficas? La empresa nos diría que un sistema se pasa de moda por su terminología, se desgasta siempre por la forma. A tal pensador, que quizá nos interesase aún, rehusamos leerlo porque nos es imposible soportar el aparato verbal que revisten sus ideas. Los préstamos de la filosofía son nefastos para la literatura. (Pensemos en ciertos fragmentos de Novalis echados a perder por el lenguaje fichteano). Las doctrinas mueren por lo que había asegurado su éxito: por su estilo. Para que revivan, nos es preciso repensarlas en nuestra jerga actual o imaginarlas antes de su elaboración, en su realidad original e informe.
Entre los vocablos importantes, hay uno cuya carrera, particularmente larga, suscita reflexiones melancólicas. He nombrado al Alma. Cuando considera uno su lamentable fin, su estado actual, se queda uno atónito. Había empero comenzado bien. Recuérdese el lugar que el neoplatonismo le concedía: principio cósmico, derivado del mundo inteligible. Todas las doctrinas antiguas marcadas por el misticismo se apoyaban en ella. Menos preocupado de definir su naturaleza que de determinar su uso por el creyente, el cristianismo la redujo a dimensiones humanas. ¡Cuánto debió echar de menos ella la época en que abarcaba la naturaleza y gozaba del privilegio de ser a la vez inmensa realidad y principio explicativo! En el mundo moderno, consiguió volver a ganar poco a poco terreno y consolidar sus posiciones. Creyentes e incrédulos debían tomarla en cuenta, cuidarla y enorgullecerse de ella; aunque no fuera más que para combatirla, se la citaba incluso en lo más recio del materialismo; y los filósofos, tan reticentes respecto a ella, le reservaban, sin embargo, un rinconcito en sus sistemas.
¿Quién se preocupa de ella hoy? Sólo se la menciona por inadvertencia; su puesto está en las canciones: sólo la melodía logra hacerla soportable, lograr que se olvide su vetustez. El discurso ya no la tolera: habiendo revestido demasiados significados y servido para demasiados usos, está deslucida, deteriorada, envilecida. Su patrón, el psicólogo, a fuerza de darle vueltas y más vueltas, tenía que acabar con ella. De este modo, ya no despierta en nuestras conciencias más que esa nostalgia asociada a los logros hermosos pasados para siempre. ¡Y pensar que antaño los sabios la veneraban, la ponían por encima de los dioses y la ofrecían el universo para que dispusiese a su gusto!
Si hubiese dado precisiones sobre la naturaleza de su demonio, hubiera estropeado buena parte de su gloria. Su sabia precaución creó una curiosidad a su respecto tanto entre los antiguos como entre los modernos; permitió, además, a los historiadores de la filosofía gravitar sobre un caso completamente extraño a sus preocupaciones. Caso que evoca otro: el de Pascal. Demonio, abismo, para la filosofía dos taras picantes o dos piruetas... El abismo en cuestión, reconozcámoslo, despista menos. Percibirlo y reclamarse de él, nada más natural de parte de un espíritu en lucha abierta con la razón; pero ¿acaso es natural que el inventor del concepto, el promotor del racionalismo, basase su autoridad en «voces interiores»?
Este tipo de equívoco no deja de ser fecundo para el pensador que aspira a la posteridad. No nos preocupamos en absoluto del racionalista consecuente: le adivinamos y, sabiendo a dónde quiere llegar, le abandonamos a su sistema. Juntamente calculador e inspirado, Sócrates supo dar a sus contradicciones el giro adecuado para que nos sorprendan y desconcierten. ¿Era su demonio un fenómeno puramente psicológico o correspondía, por el contrario, a una realidad profunda? ¿Fue de origen divino o no respondía más que a una exigencia moral? ¿Era cierto que le oía o no se trataba más que de una alucinación? Hegel lo toma por un oráculo completamente subjetivo, sin nada de exterior; Nietzsche, por un artificio de comediante.
¿Cómo creer que durante toda una vida pueda hacerse de hombre-que-oye-voces? Mantener la interpretación de ese papel hubiera sido, incluso para un Sócrates, una hazaña difícil, si no imposible. ¡En el fondo, poco importa que haya sido dominado por su demonio o que se haya servido de él solamente para las necesidades de la causa! Si se lo inventó de cabo a rabo, es porque sin duda se vio obligado a ello, aunque no fuera más que para hacerse impenetrable a los otros. Solitario cercado, su primer deber era escapar a los que le rodeaban, ocultándose tras un misterio real o fingido. ¿Qué medio hay para distinguir un demonio real de un demonio trucado? O un secreto de una apariencia de secreto? ¿Cómo saber si Sócrates divagaba o empleaba su astucia?
Siempre quedará que, si bien su enseñanza puede dejarnos indiferentes, el debate que suscitó respecto a sí mismo nos sigue interesando: ¿acaso no fue el primer pensador que se planteó como un caso?, ¿y no es con él con quien comienza el inextricable problema de la sinceridad?
Cuando el problema de la felicidad suplanta el del conocimiento, la filosofía abandona su dominio propio para entregarse a una actividad sospechosa: se interesa por el hombre... Preguntas que antes no se hubiera dignado abordar la retienen ahora, e intenta responderlas, con el aire más serio del mundo. «¿Cómo no sufrir?», es una de las que la solicitan en primer término. Habiendo entrado en una fase de cansancio, más y más extraña a la inquietud impersonal, a la avidez de conocer, deserta la especulación y, a las verdades que desorientan, opone las que consuelan.
Era este tipo de verdades las que esperaba de Epicuro una Grecia descalabrada y sometida, que acechaba ansiosamente una fórmula de reposo y un remedio contra la ansiedad. El fue para su época lo que el psicoanalista es para la nuestra: ¿acaso no denunciaba él también, a su manera, «el malestar de la cultura»? (En todas las épocas confusas y refinadas, un Freud intenta despejar las almas). Más que con Sócrates, es con Epicuro con quien la filosofía se deslizó hacia la terapéutica. Curar y, sobre todo, curarse, tal era su ambición: aunque quisiera liberar a los hombres del miedo a la muerte y a los dioses, él mismo experimentaba ambos. La ataraxia de la que se vanagloriaba no constituía su experiencia ordinaria: su «sensibilidad» era notoria. En cuanto a su desprecio por las ciencias, desprecio que después se le ha reprochado, sabemos que a menudo es propio de «amores frustrados». Este teórico de la felicidad era un enfermo: vomitaba, según parece, dos veces al día. ¡En medio de qué miserias debía debatirse para haber odiado tanto las «turbaciones del alma»! La poca serenidad que logró adquirir la reservaba, sin duda, para sus discípulos; agradecidos e ingenuos, éstos le crearon una reputación de sabiduría. Como nuestras ilusiones son mucho más débiles que las de sus contemporáneos, vislumbramos sin esfuerzo la otra cara de su Jardín ...
Nunca le reprocharemos bastante haber hecho del cristianismo una religión poco elegante, haber introducido en él las tradiciones más detestables del Antiguo Testamento: la intolerancia, la brutalidad, el provincianismo. ¡Con cuánta indiscreción se mezclaba en cosas que no le concernían, de las que no entendía ni poco ni mucho! Sus consideraciones sobre la virginidad, la abstinencia y el matrimonio son sencillamente asquerosas. Responsables de nuestros prejuicios en religión y en moral, ha fijado las normas de la estupidez y ha multiplicado las restricciones que paralizan aún nuestros instintos.
De los antiguos profetas no ha guardado el lirismo, ni el acento elegíaco y cósmico, pero sí el espíritu sectario y todo lo que en ellos era mal gusto, charlatanería, divagación para uso de los ciudadanos. Las costumbres le interesan en el mayor grado. En cuanto habla de ellas, se le ve vibrar de malignidad. Obsesionado por la ciudad, por la que quiere destruir tanto como por la que quiere edificar, concede menos atención a las relaciones entre el hombre y Dios que a las de los hombres entre sí. Examinad de cerca las famosas Epístolas: no descubriréis en ellas ningún momento de cansancio y de delicadeza, de recogimiento y de distinción; todo en ellas es furor, jadeos, histeria de baja estofa, incomprensión por el conocimiento, por la soledad del conocimiento. Intermediarios por todas partes, lazos de parentesco, un espíritu familiar: Padre, Madre, Hijo, ángeles, santos; ni rastro de intelectualidad, ningún concepto definido, nadie que quiera comprender. Pecados, recompensas, contabilidad de los vicios y de las virtudes. Una religión sin interrogantes: una orgía de antropomorfismo. El Dios que nos propone me hace enrojecer; descalificarlo constituye un deber; al punto en que ha llegado, está perdido de todas formas.
Ni Lao-Tsé ni Buda se reclaman de un Ser identificable; despreciando las maniobras de la fe, nos invitan a meditar y, para que esta meditación no gire en el vacío, fijan un término: el Tao o el Nirvana. Tenían otra idea del hombre.
¿Cómo meditar si hay que referirlo todo a un individuo... supremo? Con salmos, con oraciones, no se busca nada, no se descubre nada. Sólo por pereza se personifica la divinidad o se la implora. Los griegos se despertaron a la filosofía en el momento en que los dioses les parecieron insuficientes; el concepto comienza donde acaba el Olimpo. Pensar es dejar de venerar, es rebelarse contra el misterio y proclamar su quiebra.
Adoptando una doctrina que le era extraña, el converso se figura haber dado un paso hacia sí mismo, mientras que lo único que hace es escamotear sus dificultades. Para escapar a la inseguridad —su sentimiento predominante— se entrega a la primera causa que el azar le ofrece. Una vez en posesión de la «verdad» se vengará en los otros de sus antiguas incertidumbres, de sus antiguos miedos. Tal fue el caso del prototipo de converso San Pablo. Sus aires grandilocuentes disimulaban mal una ansiedad sobre la que se esforzaba en triunfar sin lograrlo.
Como todos los neófitos, creía que por su nueva fe iba a cambiar de naturaleza y vencer sus fluctuaciones de las que se guardaba muy mucho de hablarles a sus corresponsales y auditores. Su juego ya no nos engaña. Numerosos espíritus se dejaron atrapar por él. Era, cierto es, una época en la que se buscaba la «verdad», en la que no se interesaban en los «casos». Si en Atenas nuestro apóstol fue mal acogido, si encontró un medio refractario a sus elucubraciones, es porque allí todavía se discutía, y el escepticismo, lejos de abdicar, seguía defendiendo sus posiciones. Las charlatanerías cristianas no podían allí hacer carrera; debían, como contrapartida, seducir a Corinto, ciudad barriobajera, rebelde a la dialéctica.
La plebe quiere ser machacada a fuerza de invectivas, amenazas y revelaciones, de afirmaciones estentóreas: le gustan los bocazas. San Pablo fue uno de ellos, el más inspirado, el más dotado, el más astuto de la antigüedad. Del ruido que hizo, todavía percibimos los ecos. Sabía subirse a los tabladillos y clamar sus furores. ¿Acaso no introdujo en el mundo grecorromano un tono de feria? Los sabios de su época recomendaban el silencio, la resignación, el abandono, cosas impracticables; más hábil, él vino con recetas engolosinadoras: las que salvan a la canalla y desmoralizan a los delicados. Su revancha sobre Atenas fue completa. Si hubiera triunfado allí, quizá sus odios se hubieran suavizado. Nunca un fracaso tuvo consecuencias más graves. Y si somos paganos mutilados, fulminados, crucificados, paganos pasados por una vulgaridad profunda, inolvidable, una vulgaridad de dos mil años de duración, a este fracaso se lo debemos.
Un Judío no judío, un Judío pervertido un traidor. De ahí la impresión de insinceridad que se desprende de sus llamadas, de sus exhortaciones, de sus violencias. Es sospechoso: parece demasiado convencido. No se sabe por dónde tomarlo, ni cómo definirlo; situado en una encrucijada de la historia, debió sufrir múltiples influencias. Tras haber vacilado entre varios caminos, eligió uno, el bueno. Los de su especie juegan sobre seguro: obsesionados por la posteridad, por el eco que suscitarán sus gestos, si se sacrifican por una causa, lo hacen como víctimas eficaces.
Cuando ya no sé a quien detestar, abro las Epístolas y en seguida me tranquilizo. Tengo a mi hombre. Me pone en trance, me hace temblar. Para odiarle de cerca, como un contemporáneo, doy un salto de veinte siglos y le sigo en sus giras; sus éxitos me descorazonan, los suplicios que se le infligen me llenan de gozo. El frenesí que me comunica, lo vuelvo contra él: no fue así, ¡ay!, como procedió el Imperio.
Una civilización podrida pacta con su mal, ama el virus que la roe, no se respeta a sí misma, deja a un San Pablo ir y venir... Por esto mismo, se confiesa vencida, carcomida, acabada. El olor de la carroña atrae y excita a los apóstoles, sepultureros ávidos y locuaces.
Un mundo de magnificencia y de luz cedió ante la agresividad de esos «enemigos de las Musas», de esos energúmenos que, todavía hoy, nos inspiran un pánico mezclado de aversión. El paganismo les trató con ironía, arma inofensiva, demasiado noble para doblegar a una horda insensible a los matices. El delicado que razona no puede medirse con el beocio que reza. Fijo en las alturas del desprecio y la sonrisa, sucumbirá al primer asalto, pues el dinamismo, privilegio de la hez, viene siempre de abajo.
Los horrores antiguos eran mil veces preferibles a los horrores cristianos. Esos cerebros enfebrecidos, esas almas con remordimientos absurdos y ridículos, esos demoledores alzados contra el sueño de amenidad de una sociedad tardía, empeñados en maltratar las conciencias para transformarlas en «corazones». El más competente de todos ellos se empeñó en esta tarea con una perversidad que, en primer término repelió a los espíritus, pero que, después, debía marcarlos, sacudirlos y asociarlos a su incalificable empresa.
El crepúsculo greco-romano era empero digno de otro enemigo, de otra promesa, de otra religión. ¡Cómo admitir ni la sombra de un progreso cuando se piensa que las fábulas cristianas lograron sin esfuerzo ahogar al estoicismo! Si éste hubiera conseguido propagarse, apoderarse del mundo, el hombre se habría logrado, o casi. La resignación, habiendo llegado a ser obligatoria, nos habría enseñado a soportar nuestras desdichas con dignidad, a hacer callar nuestras voces a afrontar fríamente nuestra nada. ¿Que la poesía habría desaparecido de nuestras costumbres? ¡Al diablo la poesía! A cambio, habríamos adquirido la facultad de soportar nuestros sinsabores sin un murmullo. No acusar a nadie, no condescender ni a la tristeza, ni a la alegría, ni al pesar, reducir nuestras relaciones con el universo a un juego armonioso de derrotas, vivir como condenados serenos, no implorar a la divinidad, sino, más bien, darle un aviso... Esto no podía ser. Desbordado por todas partes, el estoicismo, fiel a sus principios, tuvo la elegancia de morir sin debatirse. Una religión se instaura sobre las ruinas de una sabiduría: los manejos que emplea aquélla no convienen a ésta. Siempre prefirieron los hombres desesperarse de rodillas que de pie. A la salvación aspiran su cobardía y su fatiga, su incapacidad de alzarse al desconsuelo y de extraer de él razones de orgullo. Se deshonra quien muere escoltado por las esperanzas que le han hecho vivir. Que las multitudes y los que las arengan repten hacia el «ideal» y se chapucen en él! Más que algo dado, la soledad es una misión: elevarse hasta ella y asumirla es renunciar al apoyo de esa bajeza que garantiza el éxito de toda empresa, sea la que sea, religiosa o de otra clase. Recapitulad la historia de las ideas, de los gestos, de las actitudes: comprobaréis que el futuro fue siempre cómplice de las turbas. Nadie predica en nombre de Marco Aurelio: como no se dirigía más que a sí mismo, no tuvo ni discípulos ni sectarios; sin embargo, no se deja de edificar templos donde se cita hasta la saciedad ciertas Epístolas. Mientras sigan así las cosas, perseguiré con mi rencor a quien supo tan astutamente interesarnos en sus tormentos
Tener fe no basta; además, hay que sufrirla como una maldición, ver en Dios un enemigo, un verdugo, un monstruo, amarle pese a todo, proyectando en él toda la inhumanidad de que se disponga, de la que se sueñe... La Iglesia ha hecho de él un ser mate, degenerado, amable; Lutero protesta: Dios, sostiene él, no es el «tontaina», ni el «bonachón», ni el «cornudo» que proponen a nuestra veneración, sino un «fuego devorador», un enrabiado «más terrible que el diablo» y que se complace en torturarnos. No es que tenga un respeto tímido por El. A veces, le arma una bronca y le trata de igual a igual: «Si Dios no me protege y no salva mi honor, la vergüenza será para El». Sabe arrodillarse, rebajarse, lo mismo que sabe ser insolente, implorar en un tono de provocación, pasar del suspiro al apóstrofe, rezar polémicamente. A sus ojos, para adorar o para maldecir cualquier término es bueno, incluso los más vulgares. Cuando llama al orden a Dios, da un nuevo sentido a la humildad en el que ha hecho un intercambio entre las miserias del creador y de la criatura. ¡No más piedad ni inquietudes emasculadas! Un mínimo de agresividad eleva la fe: Dios no presta atención a las invocaciones tiernas; quiere ser interpelado, empujado, gusta de que entre El y los suyos haya esos malentendidos que la Iglesia se empeña en allanar. Vigilando el estilo de sus fieles, ella les separa del Cielo, que no reacciona más que ante las imprecaciones, los juramentos, los acentos de las entrañas, las expresiones que desafían la censura de la teología o del buen gusto, que desafían incluso la de la... razón.
Lo que vale esta razón no se le preguntéis a los filósofos, cuyo oficio es cuidarla y defenderla. Para penetrar su secreto, dirigiros a los que la conocieron a sus expensas y en su carne. No es pura casualidad que Lutero la llamase puta. Lo es en su naturaleza v en sus formas. ¿Acaso no vive de simulación, de versatilidad, de impudor? Como no se apega a nada, como no es nada, se entrega a todos y todos pueden reclamarse de ella: los justos y los injustos, los mártires y los tiranos. No hay causa a la que no sirva: pone todo en cl mismo plano, sin reticencias, sin debilidades, sin ninguna predilección; el primer llegado obtiene sus favores. Sólo los ingenuos la proclaman nuestro mayor bien. Lutero la desenmascaró. Cierto es que no a todo el mundo le es dado ser visitado por el Diablo.
Esos espíritus que se arrojan en la tentación, que viven en un plano de intimidad con el maligno y no le huyen más que para encontrarle mejor... «Le llevaba —dice Lutero— colgado de mi cuello» «se ha acostado junto a mí, en mi cama, más a menudo que mi mujer». Acaba incluso por preguntarse «si el diablo no será Dios».
Lejos de ser un puerto seguro, su fe era un naufragio querido, buscado, un peligro que le halagaba y le ascendía ante sus propios ojos. Pura, una religión sería estéril: lo que hay de profundo y de virulento en ella no es lo divino, sino lo demoníaco. Y es volverla anémica y dulzona, degradarla, querer evitarla la sociedad del Diablo. Para creer en la realidad de la salvación es preciso antes creer en la de la caída: todo acto religioso comienza con la percepción del infierno —materia prima de la fe—; —el cielo sólo viene después, a guisa de correctivo y consuelo: un lujo, una superfetación, un accidente exigido por nuestro gusto dé equilibrio y simetría. Sólo el Diablo es necesario. La religión que se pasa sin él se debilita, se desperdiga, se convierte en una piedad difusa, razonadora. Quien busca cueste lo que cueste la salvación, nunca hará una gran carrera religiosa.
El mérito de la Reforma es haber turbado el sueño de las conciencias, haber rechazado los narcóticos de Roma y haber opuesto a la imagen de un Dios bueno y un Satán vulgar la de una divinidad equívoca y un demonio todopoderoso. La idea de Predestinación, como ya sabía Lutero, es una idea inmoral. Razón de más, a su juicio, para apoyarla y promoverla. Su misión era chocar y escandalizar a los espíritus, agravar sus tormentos, acorralarlos a imposibles esperanzas; en una palabra, disminuir el número de los elegidos. Tuvo la honradez de reconocer que en ciertos puntos cedió a las sugestiones del enemigo. Así se explica su audacia de condenar a la mayoría de los creyentes. ¿Quería despistar? Sin duda ninguna. El cinismo de los profetas nos reconcilia con sus doctrinas, e incluso con sus víctimas ...
Pese a su poca habilidad para esperar, da, empero, una figura de liberador: más de un movimiento de emancipación procede en línea recta de él. Es porque no ha proclamado la soberanía absoluta de Dios más que para rebajar mejor cualquier otra forma de autoridad. «Ser príncipe —dijo— y no ser un bandido, es una cosa casi imposible». Las máximas de la sedición son hermosas; más hermosas aún son las de la herejía. Si Europa se define por una sucesión de cismas, si sus glorias se reducen a un desfile de heterodoxias, es a él a quien se lo debe. Antecesor de numerosos innovadores, tuvo, sin embargo, sobre ellos la ventaja de no caer en el optimismo, vicio que deshonra a las revoluciones. Más cerca que nosotros de las fuentes del Pecado, no podía ignorar que liberar al hombre no era forzosamente salvarlo.
Peloteado entre la Edad Media y el Renacimiento, tironeado por convicciones e impulsos contradictorios, este Rabelais de la angustia era más apto que nadie para revigorizar un cristianismo crecientemente debilitado y descolorido. Sólo él sabía arreglárselas para ensombrecerlo. Su piedad era negra. Incluso la de Pascal incluso la de Kierkegaard palidecen al lado de la suya: el uno es demasiado escritor, el otro demasiado filósofo. Pero él, fuerte en su neurastenia campesina, posee el instinto que hace falta para vérselas tanto con las fuerzas del bien como con las del Mal. Familiar, sabrosa, su grosería nunca repele. No hay nada en él de falso, nada del apóstol clásico: ni odio sabio, ni vehemencia estudiada. En la despreocupación de sus terrores apunta una nota de humor: lo que precisamente faltaba a los promotores de la Cruz. ¿Lutero? Un San Pablo humanizado.
Tras haber asumido el insomnio de la savia y de la sangre, el pánico que atraviesa lo animado, ¿no deberíamos acaso volver al torpor y al nulo saber de la más antigua de nuestras soledades? Y mientras nos requiere un mundo anterior a las vigilias, envidiamos la indiferencia, la apoplejía perfecta del mineral, indemne por las tribulaciones que acechan a los vivientes, todos ellos condenados al alma. Segura de sí misma, la piedra no reivindica nada, mientras que el árbol, imploración muda y el animal, llamada desgarradora, se atormentarán sin llegar a la palabra. Eras de silencio y de grito esperan en vano que las liberemos, que las sirvamos de intérpretes; desertores del verbo, no aspiramos más que al reino de lo indiferenciado, a la oscuridad y a la embriaguez de antes del desencadenamiento de la luz, al éxtasis ininterrumpido en el seno de la opacidad originaria de la que, de tarde en tarde, nos ha sido encontrar las huellas en lo más intimo de nosotros mismos o en la periferia de Dios.
No toméis por un vencido a quien se enternece sobre sí mismo: todavía posee bastante energía para defenderse de los peligros que le amenazan. ¡Que se queje, entonces! Es su manera de enmascarar su vitalidad. Se afirma como puede: sus lágrimas encubren a menudo un propósito agresivo.
No toméis tampoco su lirismo o su cinismo por signos de debilidad; lirismo y cinismo emanan de una fuerza latente, de una capacidad de expansión o de rechazo. Según las circunstancias, usa una u otra: está bien armado. Por lo demás, no ignora los consuelos de una existencia sin horizonte, apaciguada, imbuida de sus callejones sin salida, muy orgullosa de culminar en una derrota. Dejadle, pues, a su capricho. Como contrapartida, inclinaos sobre quien ya no puede apiadarse de sí mismo, sobre quien rechaza sus miserias las relega fuera de su naturaleza y fuera de su voz. Habiendo renunciado a los recursos del lamento y del sarcasmo, deja de comunicarse con su vida que erige en objeto. Incluso sus dolores ocurren al margen de su yo, y si los recensiona es para desplazarlos, para hacer de ellos cosas y abandonarlos a la materia. Nadie, ni él mismo, sabe a qué reacciona todavía. Despistados, los sabios se apartan de él; pero quizá despertaría la piedad o la envidia de los locos, si éstos pudieran advertir que él, sin perder la razón, ha ido más lejos que ellos.
Esa intolerancia para con toda solución, para con toda tentativa de cerrar el proceso del conocimiento, esa aversión a lo definitivo, cuando son experimentadas por el creyente, suponen que éste no piensa más que en castigarse por haber cedido a los atractivos de la salvación. Es así como él se inventa el pecado, o se vuelve hacia sus propias «tinieblas» que, demasiado eficaces para ser simplemente inventadas, se apoderan de su fe, la zarandean y hacen de ella un fracaso en la Luz.
No puedo impedirme leer a los pensadores religiosos, repantigarme en sus horrorizados estupores, reposarme en ellos. Asisto encantado a los de Pascal y me maravillo de ver hasta qué punto es nuestro. El romanticismo no ha hecho más que diluir sus temas: Senancour es un Pascal difuso, Chateaubriand un Pascal ronroneante... Entre los motivos de la psicología reciente, pocos hay que no haya rozado o presentido. Pero ha hecho más: llenando la religión de dudas y asimilándola a un estupor deliberado, la ha rehabilitado a los ojos del incrédulo. Ambicioso, contradictorio, indiscreto a su manera, este gacetillero del cielo y del infierno debía sin duda envidiar a los santos, conocer el despecho de no igualarlos y de no poseer para oponérseles más que una fe desgarrada: desgarramiento afortunado, sin el cual hubiera dejado sólo unas cuantas Fioretti[5] sosas o alguna soporífica Introducción a la vida devota.
En el hastío, que le preocupaba un poco más que la gracia, piensa sin cesar, hace de él nuestra sustancia, el «veneno» de nuestro espíritu, el principio que reside «en el fondo del corazón». ¿Se dirá que sólo fingía experimentarlo? Nada sería más falso; podemos jugar a la caridad o a la piedad, rezar por persuasión (lo que hacía él), o juntar las manos y tomar una actitud de circunstancias (que es lo que él recomienda); pero al hastío, ninguna práctica, ninguna tradición, ningún procedimiento nos dispone; ninguna doctrina lo preconiza, ninguna creencia lo absuelve. Es un sentimiento condenado Pascal respondía a sus solicitudes porque lo encontraba en sí mismo, y amaba quizá su «veneno». Está obsesionado por él, como lo está por la «gloria», de la que nos habla con tanta acuidad, que es difícil pensar que no ha sido para él más que un pretexto para denunciar nuestra vanidad. Describe la necesidad que tenemos de ella y la analiza en todos sus detalles; minucia sospechosa y reveladora: bajo la obsesión de la gloria a menudo se ocultan las operaciones del hastío...
Impuro como todo moralista, preocupado por clavarnos a nuestros suplicios, y se diría que a nuestras llagas, nos ha enseñado a odiarnos, a saborear los tormentos del horror a sí mismo; si nuestras conciencias supuran, si somos apestados en éxtasis, fervientes de nuestra podredumbre, la responsabilidad es suya.
Desencarnado y sensual juntamente, cuando se inclina sobre nuestra insignificancia, le sentimos estremecerse de gusto; nuestra nada es su embriaguez; vibrando con todo lo que nos anula, exaltándose con el contraste de lo infinito y lo ínfimo, participa en plan de experto en el espectáculo de nuestra corrupción: ¿acaso no ha abierto camino al arte de extraer de nuestros males la sustancia de nuestros goces?
Dulzura del odio a sí mismo: ¡dulzura del abismo! No compadezcamos a aquel que discernía uno a su lado: extraía sin duda delicias de él, mientras que, para salvar las apariencias, simulaba terror. Incluso los mayores espíritus mienten cuando se trata de sus placeres: uno de ellos es espiar en el abismo. Para reconocerlo sin enrojecer ha habido que esperar al impudor de los tiempos recientes, y a esa curiosidad que todos experimentamos por nuestros propios secretos. De este modo, los sondeos en el «fondo del corazón» debían conducirnos al descubrimiento del Inconsciente, última versión de las «tinieblas» pascalianas.
Hacer una experiencia esencial, emanciparse de las apariencias, no requiere, en absoluto, para llegar a lograrlo, el plantearse grandes problemas; cualquiera puede disertar sobre Dios o pescar un matiz metafísico. Las lecturas, la conversación, la ociosidad, nos proveerán de él. Nada más corriente que el falso inquieto, pues todo se aprende, hasta la inquietud.
Sin embargo, el inquieto verdadero, el inquieto por naturaleza, no por ello existe menos. Le reconoceréis por la manera con que reacciona ante las palabras. ¿Que advierte su carencia? ¿Que su fiasco le hace, en primer término, sufrir, y, luego, exultar? Os encontráis, a no dudar, en presencia de un espíritu liberado o a punto de estarlo. Puesto que son las palabras las que nos atan a las cosas, no sabríamos desligarnos de éstas sin romper antes con aquéllas. Quien toca fondo en ellas, aunque fuera como culminación de todas las sabidurías, permanece en la servidumbre y la ignorancia. Se aproxima, como contrapartida, a la liberación, quien se rebele o se aparte de ellas con horror. Este horror no se aprende ni se transmite: se prepara en lo más profundo de nosotros mismos. Un pobre trastornado que, por la acción de sus trastornos, llegue a experimentarlo, está más cerca del verdadero saber, más «liberado» que un filósofo incapaz de sentirlo. Y es que la filosofía, lejos de eliminar lo inesencial, lo asume y se complace en ello: ¿acaso todos los esfuerzos que despliega no tienden a impedirnos percibir la doble nulidad de la palabra y del mundo?
Por cerca que estemos del paraíso, la ironía viene a apartarnos de él. «Qué majadería —nos dice— vuestras ideas de una felicidad inmemorial o futura. Curaos de vuestras nostalgias, de la obsesión pueril por el comienzo y el fin de los tiempos. De la eternidad, duración muerta, sólo los débiles se preocupan. Dejad hacer al instante, dejadle reabsorber vuestros sueños».
Que volvemos nuestras miradas hacia el saber?; en seguida nos señala ella su inanidad y su ridículo : «¿Para qué degradar las cosas en problemas? Como vuestros conocimientos se anulan unos a otros, el más reciente en nada es preferible al primero. Confinados en lo ya sabido, no tenéis otra materia que la de las palabras: el pensamiento no se adhiere al ser».
Y cuando, maravillados, pensamos en tal monje hindú que, durante nueve años, permaneció sumido en meditación con la cara contra la pared, de inmediato interviene ella para decirnos que ¡tras tantos esfuerzos descubrió la nada, por la que había comenzado! «Ya veis, nos insinúa, hasta qué punto las aventuras del espíritu son cómicas. Apartaos de ellas en provecho de las apariencias. Pero no vayáis a buscar tras ellas algún fondo, algún secreto. Guardaos de hurgar en la ilusión, de atentar contra la única realidad que hay».
Nos acostumbra a practicar este lenguaje no sin comprometer tanto nuestras experiencias metafísicas como los modelos que nos invitaban a intentarlas. Que su humor se haga más grave y nos excluye para siempre de ese futuro fuera del tiempo que es lo absoluto.
En dosis normal, el miedo, indispensable para la acción y el pensamiento, estimula nuestros sentidos y nuestro espíritu; sin él, no hay acto de valor ni siquiera de cobardía... sin él, no hay acto alguno, sencillamente. Pero cuando, desmesurado, nos invade y nos desborda, he aquí que se metamorfosea en principio nocivo, en crueldad. Quien tiembla, sueña con hacer temblar a los otros quien vive en el espanto, acaba en la ferocidad. Tal sucedió con los emperadores romanos. Como presentían como sentían que iban a ser asesinados, se consolaban con las matanzas ... El descubrimiento de la primera conjura despertaba y desencadenaba en ellos al monstruo. Y se refugiaban en la crueldad para olvidar el miedo.
Pero nosotros, simples mortales, que no podemos permitirnos el lujo de ser crueles con otro, es en nosotros en nuestra carne y en nuestro espíritu, donde debemos ejercer y aliviar nuestros terrores. El tirano tiembla en nosotros; le es necesario actuar, descargar su rabia, vengarse; y es en nosotros mismos donde se venga. Así lo requiere la modestia de nuestra condición. En medio de nuestros espantos, más de uno de entre nosotros evoca un Nerón que, a falta de un imperio, no tuviera nada más que su propia conciencia para zaherir y torturar.
Para saber si alguien está acechado o no por la locura, no tenéis más que observar su sonrisa. ¿Sacáis de ella una impresión cercana al malestar? Improvisaos, entonces, como psiquiatras, sin temor.
Es sospechosa la sonrisa que no se adhiere a una persona y que parece venir de otra parte, de otro; viene, efectivamente, de otro, del demente que espera, se prepara y se organiza antes de declararse.
Luz fugitiva emanada por nosotros mismos, nuestra sonrisa dura lo que debe durar, sin prolongarse más allá de la ocasión o del pretexto que la ha suscitado. Como no se demora en nuestro rostro, apenas se la percibe: se aplica a una situación dada, se agota en un momento. La otra, la sospechosa, sobrevive al acontecimiento que la hace nacer, se instala, se perpetúa, no sabe cómo desvanecerse. En un primer momento solicita nuestra atención, nos intriga, después nos molesta, nos turba y nos obsesiona. Es inútil que intentemos hacer abstracción de ella o rechazarla, pues nos mira y nosotros la miramos. No hay medio de eludirla, de defendernos contra su fuerza de insinuación. La impresión de malestar que nos inspiraba se espesa, se profundiza y se transforma en miedo. Pero ella, incapaz de poder concluirse, se expande como separada e independiente de nuestro interlocutor: sonrisa en sí, sonrisa aterradora, máscara que podría cubrir cualquier rostro: el nuestro, por ejemplo.
Algunos testimonios, cierto que raros, nos lo presentan como un santo; otros, más frecuentes, como un fantasma. «Me hacía tan poco la impresión de un ser vivo, escribía Aksakoff al día siguiente de la muerte de Gogol, que yo, que tengo miedo de los cadáveres y no puedo soportar su vista, no experimenté nada semejante ante su cuerpo».
Torturado por un frío que nunca le deja, no deja de repetir: «Estoy tiritando, estoy tiritando». Corre de país en país, consulta médicos, pasa de clínica en clínica: pero del frío interior no se cura en ningún clima. No se le conoce ningún amorío. Sus biógrafos hablan abiertamente de su impotencia. No hay tara que aísle más. El impotente dispone de una fuerza interior que le singulariza, le hace inaccesible y paradójicamente peligroso: da miedo. Animal expulsado de la animalidad, hombre sin raza, vida que el instinto abandona, se realza por todo lo que ha perdido: es la víctima preferida del espíritu. ¿Puede imaginarse una rata impotente? Los roedores cumplen a las mil maravillas el acto en cuestión. No puede decirse otro tanto de los humanos: cuanto más excepcionales son, más se acusa en ellos ese desfallecimiento mayor que les arranca de la cadena de los seres. Todas las actividades les están permitidas, salvo la que nos emparienta con el conjunto de la zoología. La sexualidad nos iguala; mejor: nos priva de misterio... Mucho más que el resto de nuestras necesidades y nuestras empresas ella es la que nos pone en pie de igualdad con el resto de nuestros semejantes: cuanto más la practicamos, más nos hacemos como todo el mundo: es en el curso de una operación reputada bestial cuando probamos nuestra condición de ciudadanos: nada más público que el acto sexual.
La abstinencia voluntaria o forzada colocando al individuo juntamente por encima y por debajo de la especie, hace de él una mezcla de santo y de imbécil que nos intriga y nos aterra. De aquí proviene el odio equívoco que experimentamos hacia el monje, como, por otra parte, al hombre que ha renunciado a la mujer, que ha renunciado a ser como nosotros. Nunca le perdonaremos su soledad: nos humilla tanto como nos asquea; nos provoca. ¡Extraña superioridad de las taras! Gogol confesó un día que si hubiera cedido al amor, éste «le hubiera instantáneamente reducido a polvo». Tal confesión nos conmueve y nos fascina, nos hace pensar en el «secreto» de Kierkegaard, en su «espina en la carne». Empero, el filósofo danés era una naturaleza erótica: la ruptura de su noviazgo, su fracaso amoroso, le atormenta toda su vida y marcó hasta el final sus escritos teológicos. ¿Habrá que comparar entonces Gogol a Swift, ese otro «fulminado»? Sería olvidar que éste tuvo, sino la suerte de amar, al menos la de hacer víctimas. Para situar a Gogol, nos es forzoso imaginar un Swift sin Stella ni Vanessa.
Los seres que viven bajo nuestros ojos en El inspector o en Almas muertas, observa un biógrafo, no son «nada». Y siendo «nada», lo son «todo».
Carece efectivamente, de «sustancia»; de aquí su universalidad. ¿Que otra cosa son Tchitchikvf, Pliouchin, Sobakévitch, Nozdref, Malinof, el héroe de El abrigo o de La nariz, más que nosotros mismos rebajados a nuestra esencia? «Almas nulas», dice Gogol; sin embargo, testimonian una cierta grandeza: la de lo sin relieve. Se diría que es un Shakespeare de lo mezquino, un Shakespeare atareado en observar nuestras manías, nuestras minúsculas obsesiones, la trama de nuestros días. Nadie ha avanzado tanto como Gogol en la percepción de lo cotidiano. A fuerza de realidad, sus personajes se hacen inexistentes y se convierten en símbolos, en los que nos reconocemos enteramente. No decaen: han alcanzado el fondo de la decadencia desde siempre. No puede uno impedirse pensar en Demonios; pero, mientras que los héroes de Dostoyewski se lanzan hacia su límite, los de Gogol retroceden hacia el suyo; los unos parecen responder a una llamada que les supera, los otros no escuchan más que su inconmensurable trivialidad.
En el último período de su vida, Gogol fue presa de remordimientos: sus personajes no eran, pensaba, más que vicio, vulgaridad y basura. Había que pensar en darles virtudes, en arrancarles a su decadencia. De este modo, escribió la segunda parte de Almas muertas; felizmente, la arrojó al fuego. Sus héroes no podían ser «salvados». Se atribuyó su gesto a la locura, cuando en realidad emanaba de un escrúpulo de su conciencia de artista: el escritor prevaleció sobre el profeta. Amamos en él la ferocidad, el desprecio de los hombres, la visión de un mundo condenado: ¿cómo hubiéramos podido soportar una caricatura edificante? Pérdida irreparable, dicen algunos; pérdida salvadora, más bien.
El Gogol final está habitado todavía por una fuerza oscura de la que no sabe cómo servirse; se derrumba en un letargo, atravesado de trecho en trecho por sobresaltos; sobresaltos de un espectro. El humor que le permitía conservar a distancia sus «accesos de angustia» desaparece. Una aventura lamentable comienza. Sus amigos le abandonan. Cometió la locura de publicar los Extractos de mi correspondencia, que fueron, como él mismo reconoce, una «bofetada para el público, una bofetada para mí». Eslavófilos y occidentalistas renegaron de él. Su libro era una apología del poder, de la servidumbre, una divagación reaccionaria. Para su desdicha, se unió a un cierto padre Matveï, impermeable al arte, obtuso, agresivo, que tuvo sobre él un ascendiente de confesor, de torturador. Las cartas que recibía de él las llevaba siempre encima, las leía y las releía; cura de estupidez, de idiotez, al lado de la cual el abêtissez-vous[6] pascaliano, parece una simple ocurrencia chusca. Cuando los dones de un escritor se agotan, la vacante de su inspiración la ocupan las inepcias de un director espiritual. La influencia del padre Matveï sobre Gogol fue más importante que la de Puskin; éste animaba su genio; el otro se dedicaba a apagar los rescoldos que quedaban de él... No contento con predicar, Gogol quería, además, castigarse; su obra confería a la frase, a la mueca, un sentido universal: sus tormentos religiosos debían resentirse por ello.
Algunos podrían pretender que sus miserias eran merecidas, que por ellas expiaba la audacia de haber deformado la figura del hombre. Me parece que la verdad es lo contrario; debía pagar el haber visto atinadamente: en materia de arte, no son nuestros errores lo que expiamos, sino nuestras «verdades», lo que hemos realmente vislumbrado. Sus personajes le perseguían. Los Klestakof, los Tchitchikof, los llevaba, según su propia confesión, siempre consigo: su sub-humanidad le aplastaba. No había salvado a ninguno de ellos; en tanto que artista, no podía. Cuando perdió su genio, quiso salvarse. Sus héroes se lo impidieron. Así, pese a él mismo, debió permanecer fiel a su vacío.
Aquí no es en el Regente[7] en quien pensamos (del que Saint-Simon decía que había «nacido aburrido»), ni en Baudelaire o en el Eclesiastés, ni siquiera en el paro interior del Diablo si viviese en un mundo en que el mal no existiese, sino en una persona que volviese sus oraciones contra sí mismo. En este estadio, el hastío adquiere una especie de dignidad mística. «Toda sensación absoluta, dice Novalis, es religiosa». Con el tiempo, el hastío substituyó en Gogol a la fe y se convirtió para él en sensación absoluta, religión.
Si se me preguntase cuál es el ser a quien más envidio, respondería sin vacilar: aquél que, descansando entre las palabras, vive en ellas ingenuamente, por consentimiento reflejo, sin cuestionarlas ni asimilarlas a signos, como si correspondiesen a la realidad misma o fuesen lo absoluto disperso en lo cotidiano. No tendría, como contrapartida, ningún motivo de envidiar a quien las penetra con clarividencia, discerniendo su fondo, su nada. Para él, ya no hay relaciones espontáneas con lo real; aislado de sus útiles, acorralado a una autonomía peligrosa, alcanza un sí mismo que le espanta. Las palabras le huyen: como no puede alcanzarlas, las persigue con un odio nostálgico y nunca las profiere sin una risotada o un suspiro. Si bien no comulga ya con ellas, no puede, sin embargo, pasarse sin ellas y es precisamente en el momento en que está más alejado cuando se agarra más a ellas.
El malestar que suscita en nosotros el lenguaje no difiere apenas del que nos provoca la realidad; el vacío que vislumbramos en el fondo de las palabras evoca el que captamos en el fondo de las cosas: dos percepciones, dos experiencias en las que se opera la disyunción entre objetos y símbolos, entre la realidad y los signos. En el acto poético, esta disyunción toma el aspecto de una ruptura. Escapando instintivamente a las significaciones convencionales, al universo heredado y a las palabras transmitidas, el poeta, en busca de otro orden, lanza un desafío a la nada de la evidencia, a la óptica como tal. Se dedica a la demiurgia verbal.
Imaginemos un mundo donde la verdad, finalmente descubierta, se impusiera a todos, y, triunfante, aplastase el encanto de lo aproximado y de lo posible. La poesía sería inconcebible en él. Pero como, para fortuna suya, nuestras verdades apenas se distinguen de nuestras ficciones, ella no tiene porqué suscribirlas; se formará, pues, un universo propio, tan cierto, tan falso, como el nuestro. Pero no tan extenso ni tan potente. El número está de nuestro lado: somos legión y nuestras convenciones poseen esa fuerza que sólo la estadística confiere. A estas ventajas se añade otra y no de las menores: la de tener el monopolio de las palabras usadas. La superioridad numérica de nuestras mentiras logrará que siempre prevalezcamos sobre los poetas, y que nunca se cierre el debate entre la ortodoxia del discurso y la herejía del verso.
Por poco que se sufra la tentación del escepticismo, la exasperación experimentada respecto al lenguaje utilitario se atenúa y se convierte a la larga en aceptación: se resigna uno a él y lo admite. Puesto que no hay más sustancia en las cosas que en las palabras, uno se acomoda a su improbabilidad, y, sea por madurez o por cansancio, se renuncia intervenir en la vida del Verbo: ¿para qué prestarle un suplemento de sentido, violentarle o renovarle, cuando ya se ha descubierto su nada? El escepticismo: sonrisa que flota sobre las palabras... Tras haberlas sopesado una tras otra, una vez terminada la operación, no se piensa más en ello. En lo tocante al «estilo», si uno se dedica todavía a él, las únicas responsables son la ociosidad o la impostura.
El poeta, por su parte, juzga de modo diferente: se toma el lenguaje en serio, crea uno a su manera. Todas sus singularidades proceden de su intolerancia por las palabras tal como son. Incapaz de soportar su banalidad y su desgaste, está predestinado a sufrir a causa de ellas y por ellas; y, sin embargo, por ellas intenta salvarse y de su regeneración espera la salvación. Por convulsa que sea su visión de las cosas, nunca es un verdadero negador. Querer revigorizar las palabras, infundirles una nueva vida, supone un fanatismo, una obnubilación fuera de lugar: inventar —poéticamente— es ser un cómplice y un ferviente del Verbo, un falso nihilista: toda demiurgia verbal tiene lugar a expensas de la lucidez...
No hay que pedir a la poesía una respuesta a nuestros interrogantes o alguna revelación esencial. Su «misterio» es como cualquier otro. ¿Por qué apelamos entonces a ella?; ¿por qué, en algunos momentos, nos vemos obligados a recurrir a ella?
Cuando, solos entre las palabras, somos incapaces de comunicarles la menor vibración, y nos parecen tan secas, tan degradadas como nosotros, cuando el silencio del espíritu pesa más que el de los objetos, descendemos hasta un punto en el que el espanto de nuestra inhumanidad hace presa en nosotros. Desarbolados, lejos de nuestras evidencias, conocemos repentinamente ese horror del lenguaje que nos precipita en el mutismo, —momento de vértigo en el que sólo la poesía viene a consolarnos de la pérdida momentánea de nuestras certezas y de nuestras dudas. De este modo, ella es el absoluto de nuestras horas negativas, no de todas, sino sólo de las que derivan de nuestro malestar en el universo verbal. Puesto que el poeta es un monstruo que intenta su salvación, y suple el vacío del universo por el símbolo mismo del vacío (pues ¿acaso la palabra es otra cosa?), ¿por qué no habríamos de seguirle en su excepcional ilusión? Se convierte en nuestro recurso cada vez que desertamos de las ficciones del lenguaje corriente para buscarnos otras, insólitas, ya que no rigurosas. ¿No parece entonces que cualquier otro tipo de irrealidad es preferible al nuestro, y que hay más sustancia en un verso que en todas esas palabras trivializadas por nuestras conversaciones o nuestras plegarias? Que la poesía deba ser accesible o hermética, eficaz o gratuita, ese es un problema secundario. Ejercicio o revelación, qué más da. Sólo le pedimos, por nuestra parte, que nos libere de la presión, de los tormentos del discurso. Si lo logra, constituye, por un momento, nuestra salvación.
Por motivos opuestos, el lenguaje no es provechoso más que al vulgo y al poeta; si bien se gana algo durmiéndose sobre las palabras o combatiendo con ellas, se corre, como contrapartida, cierto riesgo sondeándolas para descubrir su mentira. Quien se atarea en ello, quien se inclina sobre ellas y las analiza acaba por extenuarlas y metamorfosearlas en sombras. Será castigado por ello, puesto que compartirá su suerte. Tomad cualquier vocablo, repetidlo cierto número de veces, examinadlo: se desvanecerá y, como consecuencia, algo se desvanecerá en vosotros. Tomad otros después y continuad la operación. Gradualmente, llegaréis al punto fulgurante de vuestra esterilidad, a las antípodas de la demiurgia verbal.
No se abandona la confianza en las palabras ni se atenta contra su seguridad, sin tener un pie en el abismo. Su nada procede de la nuestra. Al no ser ya capaces de dar cuerpo a nuestro espíritu, es como si nunca nos hubieran servido. ¿Existen, acaso? Concebimos su existencia sin sentirla. ¡Qué soledad, ésa donde las abandonamos y nos abandonan! Somos libres, es cierto; pero echamos de menos su despotismo. Estaban ahí, con las cosas; ahora que desaparecen éstas, se disponen a seguirlas y se adelgazan bajo nuestras miradas. Todo disminuye, todo se reabsorbe. ¿A dónde huir, por dónde escapar a lo ínfimo. La materia se empequeñece, abdica de sus dimensiones, cede el campo... Sin embargo, nuestro miedo se dilata y, ocupando su lugar, hace el papel de universo.
Por cobardía, sustituimos la sensación de nuestra nada por la sensación de la nada. Y es que la nada general apenas nos inquieta: vemos en ella demasiado a menudo una promesa, una ausencia fragmentaria, un callejón sin salida que se abre.
Durante largo tiempo me obstiné en hallar a alguien que lo supiera todo sobre sí mismo y sobre los otros, un sabio-demonio, divinamente clarividente. Cada vez que creía haberlo encontrado, debía, tras un examen, cambiar de opinión: el nuevo elegido tenía todavía alguna mancha, algún punto negro, no sé qué recoveco de inconsciencia o de debilidad que le rebajaba al nivel de los humanos. Percibía yo en él huellas de deseo o de esperanza, o algún residuo de pesar. Su cinismo era manifiestamente incompleto. ¡Qué decepción! Y proseguía siempre mi búsqueda, y siempre mis ídolos del momento pecaban en algún aspecto: el hombre estaba presente en ellos, oculto, maquillado o escamoteado. Acabé por comprender el despotismo de la especie, y por no soñar más que con un no-hombre, con un monstruo que estuviese totalmente convencido de su nada. Era una locura concebirlo: no podía existir, ya que la lucidez absoluta es incompatible con la realidad de los órganos.
El amor propio es cosa fácil: como brota del instinto de conservación, incluso los animales lo conocerían si estuviesen un poquitín pervertidos. Lo que ya es más difícil, y en lo cual sólo sobresale el hombre, es en odiarse a sí mismo. Tras haber causado su expulsión del paraíso, hizo lo que pudo para aumentar la separación que le distancia del mundo, para mantenerse despierto entre los instantes, en el vacío que se intercala entre ellos. La conciencia emerge de él y en él hay que buscar el punto de partida del fenómeno humano. Me odio: soy un hombre; me odio absolutamente: soy absolutamente hombre. Ser consciente es estar dividido uno mismo y odiarse. Este odio zapa nuestras mismas raíces, al mismo tiempo que proporciona savia al Árbol de la Ciencia.
Aquí tenemos al hombre fuera del mundo y alejado de sí mismo. No podríamos clasificarlo entre los vivientes sin abuso, tan superficial es su contacto con la vida; su contacto con la muerte no lo es menos. No habiendo podido encontrar su lugar exacto entre una y otra, ha hecho trampa desde sus primeros pasos: un intruso, un falso vivo, un falso mortal, un impostor. La conciencia, esa forma de no participación en lo que se es, esa facultad de no coincidir con nada, no estaba prevista en la economía de la creación. Lo sabe, pero no tiene ni el coraje de asumirla hasta el límite y de perecer por ella, ni el de repudiarla para salvarse. Extraño a su naturaleza, sólo en medio de sí mismo, desligado de este mundo y del otro, no abraza completamente ninguna realidad: ¿cómo podría hacerlo, dado que no es real más que a medias? Un ser sin existencia.
Cada paso que da en dirección al espíritu equivale a una falta contra la vida. ¡Asombra que no ponga término a la zarabanda de la conciencia, para emparentarse de nuevo con las cosas! Pero del estado de irreflexión (en el que cesaría su sentimiento de culpa) está separado por ese odio de sí mismo del que no quiere ni puede deshacerse. Apartándose de la línea de los seres, de los caminos trillados de la salvación, innova sin descanso para poder mantener su reputación de animal interesante.
La conciencia, fenómeno provisional si los hay, es empujada por él hasta su punto de estallido y se cae en pedazos con ella. Al destruirse, se alzará hasta su esencia y cumplirá su misión: convertirse en su propio enemigo. Si la vida ha falseado a la materia, él ha falseado a la vida. ¿Volverá a repetirse su experiencia? No parece implicar una posteridad: todo deja presagiar que es la última fantasía que la naturaleza se permite.
Por lejos que nuestro pensamiento avance y por muy separado que esté de nuestros intereses, vacila, sin embargo, en designar ciertas cosas por su nombre. ¿Se trata de nuestro último espanto?, pues lo escamotea, nos cuida y nos halaga. De este modo, cuando tras numerosas pruebas, el «destino» se nos revela, él nos invita a verlo como un límite, una realidad más allá de la cual toda búsqueda carecería de objeto. Pero, ¿es verdaderamente un límite una realidad tal como pretende? Mucho lo dudamos, de tan sospechoso como nos parece cuando quiere fijarnos en él e imponérnoslo. Sentimos claramente que no podría ser un término y que a través de él se manifiesta otra fuerza, ésta sí, suprema. Sean cuales fueren los artificios y los esfuerzos de nuestro pensamiento para disimulárnosla, acabamos, sin embargo, por identificarla, incluso para nombrarla. Y lo que parecía acumular todos los títulos de lo real no es ya más que un rostro. ¿Un rostro? Ni siquiera, sólo un disfraz, una simple apariencia de la que esa fuerza se sirve para destruirnos sin tocarnos.
El «destino» no es más que una máscara, como máscara es todo lo que no es la muerte.
No es piedad, es envidia lo que nos inspira el héroe trágico, suertudo, cuyos sufrimientos devoramos, como si fuesen nuestros de derecho y él nos los hubiese sustraído. ¿Por qué no intentar volver a cogérselos? De cualquier forma, estaban destinados a nosotros... Para asegurarnos mejor, los declaramos nuestros, los engrandecemos y les damos proporciones desmesuradas; él, por mucho que se agite o gima ante nosotros, no conseguirá conmovernos, pues no somos sus espectadores, sino sus competidores, sus rivales en el patio de butacas, capaces de soportar sus desdichas mejor que él: tomándolas por nuestra cuenta, las exageramos más allá de sus posibilidades en escena. Provistos de su suerte y corriendo hacia la derrota más rápidamente que él, le dedicamos todo lo más una sonrisa superior, mientras que nos reservamos para nosotros solos, los méritos de la falta o del asesinato, del remordimiento o de la expiación. ¡Qué poca cosa es a nuestro lado y cuán vulgar nos parece su agonía! ¿Acaso no estamos cargados con todos sus dolores, no representamos la víctima que él quería encarnar sin lograrlo? Pero, ¡oh, irrisión!, finalmente ¡es él quien muere!
Mientras estamos encerrados en la literatura, respetamos sus verdades y nos dedicamos a darles cuerpo, a espesar su nada. Condición indudablemente aflictiva. Pero hay algo peor: superar esas verdades sin, empero, abrazar las de la sabiduría. ¿Qué dirección tomar?; ¿en qué sector del espíritu establecerse? Ya no se es literato; se sigue escribiendo, sin embargo, aun despreciando la expresión. Conservar restos de vocación y no tener el coraje de librarse de ellos, es una posición equívoca, léase trágica, que ignora la sabiduría, la cual consiste precisamente en la audacia de extirpar toda vocación, literaria o de otra clase cualquiera. Quien ha tenido la desdicha de pasar por las Letras, guardará siempre el fetichismo del giro o alguna superstición de la que sólo se benefician las palabras. Disponiendo de un don que desdeña o teme, se lanzará sin convicción a empresas u obras necesariamente abortadas, chambón suspendido entre la palabra y el silencio, lamentable aspirante a esa gloria del vacío, negada a quien se expresa o se apega a su nombre. La «verdadera vida» está fuera de la palabra.
Y, sin embargo, la palabra nos obnubila y nos domina: ¿acaso no hemos llegado hasta hacer surgir el universo de ella? y ¿no hemos asimilado nuestros orígenes al parloteo, a las improvisaciones de un dios charlatán? ¡Referir la cosmogonía al discurso, erigir el lenguaje en instrumento de la creación, atribuir nuestros comienzos a una ilusoria antigüedad del Verbo! La literatura, como se advertirá, se remonta muy lejos en el tiempo, ya que, nada carentes de aberraciones, no hemos temido imputarle los primeros sobresaltos de la materia.
Quien ha vislumbrado, en el comienzo de su carrera, las verdades mortales, llega a no poder vivir con ellas: si les permanece fiel, está perdido. Desaprenderlas, renegar de ellas —única modalidad, para el de reajustarse a la vida, de abandonar el camino del Saber, de lo Intolerable—. Siguiendo a la mentira, cualquier mentira promotora de actos, la idolatra y espera de ella su salvación. Cualquier obsesión la seduce, con tal de que ahogue en él al demonio de la curiosidad e inmovilice su espíritu. De este modo, envidia a todos los que, a favor de la plegaria o de cualquier otra manía, han detenido el curso de sus pensamientos, abdicado de las responsabilidades del intelecto, y hallado, en el interior de un templo o de un asilo de alienados, la dicha de estar acabados. ¡Que no daría él también por poder exultar a la sombra de un error, el abrigo de una estupidez! Lo intentará. «Para esquivar mi naufragio jugaré el juego, perseveraré por cabezonería, por capricho, por insolencia. Respirar es una aberración que me fascina. El aire se escapa de mí, el suelo tiembla bajo mis pies. He convocado a todas las palabras y les he ordenado organizarse en una oración; y las palabras han seguido inertes y mudas. Es por eso por lo que grito, por lo que no dejaré de gritar: «¡Cualquier cosa, salvo mis verdades!».
Helo ahí disponiéndose a librarse de ellas, a darlas de lado. Y mientras celebra una ceguera deseada durante tan largo tiempo, el malestar le gana, el coraje le abandona: teme la revancha de su saber, el retorno de su clarividencia, la irrupción de sus certezas, por las que había sufrido tanto. Esto basta para que, perdiendo toda seguridad en sí mismo, el camino de su salvación se le aparezca como un nuevo calvario.
La ingenuidad, el optimismo, la generosidad —suelen encontrarse en los botánicos, los especialistas de ciencias puras o los exploradores, nunca en los políticos, los historiadores o los curas. Los primeros se pasan sin sus semejantes, los segundos hacen de ellos el objeto dc sus actividades o sus investigaciones. Sólo se agria uno en la vecindad del hombre. Los que le dedican sus pensamientos, lo examinan o quieren ayudarle, llegan, tarde o temprano, a despreciarle, a tomarle horror. Psicólogo si los hay, el sacerdote es el ejemplar humano más desengañado, incapaz por oficio de conceder el menor crédito a sus prójimos; de ahí proviene su aire avisado, su astucia, su dulzura fingida y su profundo cinismo. Los que, de entre ellos, en número verdaderamente ínfimo, se deslizaron hacia la santidad, no hubieran podido alcanzarla si hubieran observado de más cerca a sus feligreses: fueron unos despiadados, unos malos sacerdotes, incapaces de vivir como curiosos —y parásitos— del pecado original.
Para curarse de toda ilusión sobre el hombre, habría que poseer la ciencia, la experiencia secular del confesionario. La Iglesia está tan vieja y tan desengañada, que no puede creer en la salvación de nadie, ni complacerse en la intolerancia. Tras habérselas entendido con una inconmensurable muchedumbre de fervientes y sospechosos, debía acabar por penetrarlos y cansarse de ellos, por detestar sus escrúpulos, sus tormentos, sus confesiones. ¡Dos mil años en el secreto de las almas! Es demasiado incluso para ella. Milagrosamente preservada hasta ahora de la tentación del asco, hoy cede a él: las conciencias que tiene a su cargo la importunan y la agotan. Ninguna de nuestras miserias, ninguna de nuestras infamias despierta ya su interés: hemos acabado con su piedad y su curiosidad. Como sabe ya mucho sobre todos nosotros, nos desdeña, nos deja ir a nuestro aire, buscar en otra parte... Ya la abandonan los fanáticos. Pronto será el último refugio del escepticismo.
A partir del Renacimiento, la ciencia se ha empeñado en persuadirnos de que vivimos en una naturaleza indiferente, ni hostil, ni favorable. Ello ha traído como consecuencia una disminución de nuestras reservas de miedo. Considerable peligro, pues este miedo era uno de los datos y una de las condiciones de nuestra existencia y de nuestro equilibrio.
Confiriendo intensidad y vigor a nuestros estados, aguijoneaba nuestra piedad y nuestra ironía, nuestros amores y nuestros odios, resaltaba, sazonaba cada una de nuestras sensaciones. Cuanto más nos aguijoneaba, más éramos acosados de serlo, ávidos de incertidumbres y de peligros, de cualquier ocasión de triunfar o sucumbir. Sin pudor ni miramientos, desplegaba sus talentos de impertinente, su brío que temíamos y mimábamos. Nuestro fervor por él aumentaba en proporción de los estremecimientos que nos procuraba. Nadie soñaba con sustraerse a su imperio. Nos subyugaba, nos gobernaba, en tanto que estábamos felices de verla presidir con tanto aplomo nuestras victorias y nuestras derrotas. Pero incluso él mismo, que parecía al abrigo de las vicisitudes, debía sufrirlas, y de las más crueles. Bajo los golpes del «progreso», impaciente por borrarlo, comenzó, sobre todo en el pasado siglo, a ocultarse, a hacerse tímida y algo así como vergonzosa, a irse, casi a desvanecerse. Nuestro siglo, más lúcido, acabó por alarmarse: ¿cómo, se preguntaba, acudir en su socorro, volver a darle su antiguo estatuto, reintegrarle en sus derechos? La ciencia misma se encargó de ello: se convirtió en amenaza y fuente de espanto. Y esta cantidad de miedo, indispensable para nuestra prosperidad, la tenemos ahora bien segura.
Al habituado, en lo más íntimo de las profundidades, el «misterio» ya no le impone; no habla de él de ninguna manera, ni sabe lo que es: vive en él... La realidad en qué se mueve no comporta otra: no hay zona más abajo ni más allá; está más abajo que todo y más allá de todo. Ahíto de trascendencia, superior a las operaciones del espíritu y a las servidumbres a ellas anejas, descansa sobre su inaplacable falta de curiosidad... Ni la religión ni la metafísica le intrigan: ¿qué le queda por sondear, si se encuentra ya en lo insondable? Está sin duda pleno; pero ignora si sigue viviendo.
Nos afirmamos en la medida en que, tras una realidad dada, perseguimos otra donde, más allá del mismo absoluto, seguimos buscando. ¿Acaso la teología se detiene en Dios? De ningún modo. Quiere remontarse más alto, como la metafísica, sin dejar de hurgar en la esencia, no se digna a fijarse en ella. Una y otra temen anclarse en un principio último, pasan de secreto en secreto, alaban lo inexplicable y abusan de ello desvergonzadamente. ¡El misterio, menudo privilegio! Pero ¡qué maldición creer haberlo alcanzado, imaginar conocerlo y quedarse en él! No más búsqueda ya: ahí está, al alcance de la mano. De la mano de un muerto.
I. A menudo, más acá de todas las cosas, me deslizo hacia el punto de inexistencia de cada objeto. El yo: una etiqueta. Paralelo a mi rostro, me miro en mis miradas. Cada cosa es otra, todo es otro. En algún sitio, un ojo. ¿Quién me observa? Tengo miedo y, sin embargo, soy exterior a mi miedo.
Fuera de los instantes y fuera del sujeto que fui ¿cómo afiliarme al tiempo? La duración se momifica, el devenir ya ha devenido. Ya no hay ninguna parcela de aire en la que respirar, en la que gritar. El aliento ha sido negado, la idea se calla, el espíritu fue. He arrastrado todos los «sí» por el barro y no me adapto mejor al mundo que el anillo al dedo del esqueleto.
II. «Los otros, me decía un pordiosero, encuentran placer en avanzar; yo, en retroceder». ¡Feliz pordiosero! Yo ni siquiera retrocedo; yo permanezco... Y la misma realidad permanece, inmovilizado por mis dudas. Cuantas más alimento respecto a mí, más proyecto sobre las cosas y me vengo en ellas de mis incertidumbres. Que todo se detenga, ya que no puedo concebir ni dar un paso más hacia ningún horizonte imaginable. Una pereza anterior al mundo me ata a este instante... Y cuando, para sacudirla, alerto a mis instintos, caigo en otra pereza, en esa pereza trágica que se llama melancolía.
III. Horror de la carne, de los órganos, de cada célula, horror primordial, químico. Todo en mí se descompone, incluso ese horror. ¿En qué grasa, en qué pestilencia ha venido a alojarse el espíritu! Este cuerpo en el que cada poro elimina los suficientes efluvios como para apestar el espacio no es más que un conglomerado de basuras cruzado por una sangre apenas menos innoble, un tumor que desfigura la geometría del globo. ¡Asco sobrenatural! Nadie se me acerca sin revelarme pese a sí mismo el grado de su putrefacción, el destino lívido que le acecha. Toda sensación es fúnebre, todo placer es sepulcral. ¿Qué meditación, por sombría que fuese, podría elevarse hasta las conclusiones —hasta la pesadilla— de nuestros placeres? Buscad los verdaderos metafísicos entre los libertinos, pues no los encontraréis en otro lado. Es extenuando y martirizando nuestros sentidos como advertimos nuestra nada, el abismo que nuestros abrazos nos velan por un momento. Demasiado puro y demasiado reciente, el espíritu no podría salvar esta vieja carne, cuya corrupción prospera ante nuestros ojos. Al contemplarla, hasta nuestro cinismo retrocede y se desvanece en llantos. Merecemos otros suplicios un espectáculo menos intolerable. Verdaderamente, no hay salvación por nuestros cuerpos ni, por otra parte, tampoco por nuestras almas. Si hiciese el inventario de mis días, no encontraría sin duda ninguno que no bastase por sí solo para colmar varios infiernos.
Se dice en el Apocalipsis que los peores tormentos esperan a aquellos cuya frente no está marcada por el «sello de Dios». Todo el mundo se salvará, menos ellos. Sus sufrimientos se parecerán a los de un hombre picado por un escorpión y buscarán en vano la muerte, esa muerte que, empero está en ellos...
No estar marcado por el «sello de Dios». ¡Qué bien comprendo eso, qué bien comprendo eso!
IV. Pienso en ese emperador de mi agrado, en Tiberio, en su acrimonia y su ferocidad, en su obsesión por las islas, en sus sueños de juventud en Rodas, en su vejez en Capri. Le amo porque el prójimo le parecía inconcebible, le amo porque no amaba a nadie. Descarnado, pustuloso, monstruo helado que sólo el terror calentaba, tenía la pasión del exilio: se diría que figuraba a la cabeza de la lista de proscripciones de la que era autor... Para sentirse vivir, le era preciso experimentar miedo e inspirarlo: si bien teme a todo el mundo, exige, a su vez, que todo el mundo le tema. Ese vaivén entre Capri y los barrios de Roma donde no se atreve a entrar, esa aversión que le causaban los rostros... Sólo como Swift, ese panfletario de otra era, ese panfletario anterior al hombre. Cuando todo me abandona, cuando yo me abandono a mí mismo, pienso en ellos dos, me aferro a sus ascos y a su crueldad, me apoyo en su vértigo. Cuando me abandono a mí mismo, sí, me vuelvo hacia ellos: nada podría separarme entonces de su soledad.
V. Para algunos, la felicidad es una sensación tan insólita que, en cuanto la experimentan, se alarman y se interrogan sobre su nuevo estado; no hay nada semejante en su pasado: es la primera vez que salen de la seguridad de lo peor. Una luz inesperada les hace temblar, como si soles colgasen de sus dedos para iluminar paraísos desmenuzados. Esa felicidad de la que esperaban su liberación, ¿por qué toma ese rostro? ¿Qué hacer? Quizá no les pertenece, quizá ha caído sobre ellos por error. Atónitos y fascinados juntamente, intentan incorporarla a su naturaleza, poseerla, si es posible, para siempre. Están tan mal preparados que, para gozarla, deben anexionarla a sus antiguos terrores.
VI. La fe por sí misma no resuelve nada: uno lleva a ella sus inclinaciones y sus taras; si uno es feliz, vendrá a aumentar la cantidad de dicha que al nacer habéis recibido en suerte; si uno es naturalmente desdichado, no representará para uno más que un aumento de desgarramiento, una deteriorización de su estado: una fe infernal. Excluido para siempre del paraíso, uno experimentará su nostalgia como un tormento más y un suplicio. Si uno reza, las oraciones, en lugar de aliviarlos, agravarán los pesares, los remordimientos y los sufrimientos de uno. Verdaderamente, cada uno encuentra en su fe lo que ha llevado a ella: por ella, el elegido saborea mejor su salvación y el réprobo se hunde más en sus miserias. ¿Cómo pensar que basta creer para triunfar sobre lo insoluble? No hay fe, no hay más que formas múltiples e irreconciliables de fe. De la vuestra, sea la que sea, no esperéis ninguna ayuda: os permitirá tan sólo ser un poco más lo que ya sois desde siempre...
VII. Nuestros placeres no se pierden ni desaparecen; a su modo, nos marcan tanto como nuestros dolores. Tal de entre ellos que nos parecía desvanecido para siempre, nos salvará de una crisis y abogará, sin que lo sepamos, contra tal de nuestras decepciones, contra tal tentación de abdicación y de abandono; creará en nosotros nuevas ligaduras de las que no somos conscientes y reforzará un montón de pequeñas esperanzas que contrapesarán esa tendencia de nuestra memoria a no conservar más que los vestigios de lo atroz y de lo terrible. Pues nuestra memoria es venal: apoya la causa de nuestros dolores, se ha vendido a nuestros dolores.
VIII. Según Casiano, Evagro y San Nilo, no hay demonio más temible que el de la acedía. El monje que sucumbe a ella será su presa hasta el fin de sus días. Pegado a la ventana, mirará hacia el exterior, esperará visitas, no importa cuáles, para charlar, para darse al olvido.
¡Despojarse de todo y descubrir después que uno se había equivocado de camino; hastiarse en la soledad y no poder abandonarla! Por un eremita que ha triunfado, hay mil que han fracasado. A estos vencidos, a esos caídos convencidos de la ineficacia de sus oraciones, se esperaba volver a levantarlos por el canto se les imponía la exultación, la disciplina de la alegría. Víctimas del demonio, ¿cómo habrían de poder elevar sus voces y hacia quién? Alejados por igual de la gracia y del siglo pasaban horas comparando su esterilidad con la del desierto, con la imagen material de su vacío.
Pegado a mi ventana, ¿a qué compararía mi esterilidad sino a la de la ciudad? Sin embargo, el otro desierto, el verdadero, me obsesiona. ¡No poder irme a él y olvidar allí el olor del hombre! Vecino de Dios, olfatearía su desolación y su eternidad con la que sueño en los instantes en que se despierta en mí el recuerdo de una celda lejana. En una vida anterior, ¿qué convento habré abandonado, traicionado? Mis oraciones inacabadas; abandonadas entonces, prosiguen ahora, mientras que en mi cerebro no sé qué cielo se hace y se deshace.
IX. ¡Alí! ¡Alí! Cierto derviche, habiendo renunciado a pactar con las palabras, salvo con ésa, no pronunciaba nunca otra en ninguna circunstancia. Era la única infracción que se permitía a su régimen de silencio.
La oración: una concesión hecha a Dios, frases y toda la complacencia que suponen. Nuestro derviche, inmolándose a lo esencial, sacrifica el lenguaje, símbolo de la apariencia: todo hombre que recurre a él se aparta de lo absoluto, aunque debiera, por otro lado, mortificarse o suscribir las enormidades de la fe. Todo hombre, con mayor razón todo santo. Francisco de Asís fue un discurseador como sus discípulos, como sus rivales. Sólo una cosa importa, sólo una palabra. Si hablamos, es que esa cosa no la hemos encontrado ni la encontraremos.
X. Sólo merece confianza quien se constriñe a perder la partida: si lo logra, habrá matado el monstruo, el monstruo que él era en tanto que se empeñaba en actuar, en triunfar. No progresamos más que en detrimento de nuestra pureza, esa suma de nuestros retrocesos. Sostenidos, atravesados por un impulso hacia la mancilla, nuestros actos nos apartan del paraíso, fortifican nuestra decadencia, nuestra fidelidad al mundo: no hay movimiento hacia adelante que no excite y consolide en nosotros la antigua perversión de existir.
Expulsar a los seres no basta; hay también que expulsar a las cosas, execrarlas y abolirlas una a una. Para recobrar nuestra primera ausencia sigamos en sentido inverso nuestras cosmogonías y ya que nos falta el pudor de morir, aniquilemos al menos todo rastro en nosotros de este mundo y hasta el último recuerdo de lo que fuimos. ¡Que un dios nos conceda la fuerza de apartarnos de todo y de traicionarlo todo, la audacia de una cobardía sin nombre!
Sin medio de abandonar la esfera de sus inclinaciones, el artista se mueve en un sector angosto de la existencia. Lleva anteojeras: su talento es su tara. Aunque tuviese genio, permanecería todavía cautivo de su óptica, de la desdicha que le ha provisto de una visión definida.
¡Qué ventaja no estar dotado para nada, qué libertad! Todo se os ofrece, todo os pertenece; dominando el espacio, pasáis de un objeto a otro, de un mundo a otro. El universo está a vuestros pies, accedéis de golpe a la esencia de la felicidad: exaltación en el punto nulo del ser, vida traspuesta, promovida al estado de aliento, de eternidad que respira y que ningún misterio grava.
Obligado a estar en todas partes esclavo de su ubicuidad, Dios mismo es prisionero. Más libre, más desprendido que El, gozáis de la ausencia cuya extensión exploráis a vuestro gusto: materia destituida, suspiro inaudible, delicia de perder la práctica de la vida y de la muerte.
Todo hombre con algún talento merece nuestra conmiseración: si es pintor, ¿qué logrará sacar aún de los colores? Si poeta, ¿cómo despertará a las palabras fatigadas, dormidas? Y ¿qué decir de las perspectivas de un músico en un mundo en que todas las combinaciones sonoras han sido imaginadas? Profundamente desdichados, están todos ellos incursos en lo inextricable. Debemos rodearles con un suplemento de solicitud, no insultar su zozobra para que olviden el callejón sin salida de su arte, su condición de desheredados.
Sin ir hasta el punto de trompetear nuestra suerte, no podemos, sin embargo, callárnosla. Demos gracias a la Providencia por habernos sustraído al peso, a las fatalidades de un don. Expoliándonos de todo, nos lo ha ofrecido todo por ese mismo gesto. Nuestras luces no nos permiten decidir si nuestro colmado despojo emana de su misericordia o de su negligencia. En cualquier caso, ella nos ha concedido un favor inigualable: ¿acaso no estamos provistos de todos los talentos que nos faltan? No ser nada —recurso infinito, fiesta perpetua.
Sin descansar nunca, el artista debe cultivar sus desórdenes, derrochar sus fuerzas, fabricarse felicidad y desdicha, producir. El sabio, como no se compromete en ninguna obra, se ejerce en la esterilidad, acumula la energía que apenas gasta. Adquiere la verdad en detrimento de lo expresado, de la comunicación, de todo lo que alimenta y justifica el arte, ese obstáculo para lo verdadero, ese vehículo de la mentira. Ahogando sus facultades de invención, gobierna sus actos y sus movimientos, rechaza los servicios del estado de trance y de la fiebre. (No hay sabio genial). Ni la tragedia, avidez de desgarramiento, ni la historia, espacio de esa avidez, retienen su curiosidad: habiendo superado una y otra, se reúne con los elementos, se niega a creer, a copiar a Dios o al Diablo y se entrega a una larga meditación sobre el ángel y el idiota, sobre la excelencia de su torpor, que quisiera alcanzar por medio de la lucidez.
Lo propio del «creador» tras haber abusado de sus recursos, es agotarse: sus fuerzas le abandonan, la intensidad de sus obsesiones mengua. Si bien conserva su vitalidad o su razón, no ocurre lo mismo con su capacidad de vibrar. Su vejez es verdaderamente su fin. El sabio, por el contrario, es al final de sus días cuando se realiza plenamente, cuando triunfa. No se le puede imaginar acabado; este calificativo conviene, a partir de cierto momento, a todo artista. Una obra surge de un apetito de autodestrucción y se edifica en perjuicio de una vida. El sabio no conoce este apetito o bien lo ha vencido. Su mayor ambición: desaparecer sin dejar huellas. Pero hay tanto poder en su voluntad de desaparición, que nos intriga. Difícilmente llegamos a penetrar su secreto: ¿cómo existir sin destruirse a cada instante? Empero, ese secreto se deja vislumbrar cuando nos aproximamos a nosotros mismos, a nuestra última realidad. Las palabras, entonces, habiendo perdido toda utilidad y todo sentido, se nos aparecen entonces como agentes de una vulgaridad inmemorial. Todo cambia, hasta nuestro modo de ver, como si nuestras miradas recogidas sobre sí mismas, dispusieran de un universo distinto del de la materia. De hecho, ese mundo ya no entra en el campo de nuestras percepciones ni es perpetuado por nuestra memoria. Vueltos hacia lo que no soporta la palabra ni quiere condescender a ella, nos repantigamos en una felicidad sin cualidades, en un estremecimiento sin adjetivos. Siesta en Dios ...