Ejercitados en un arte de pensar puramente verbal, los sofistas fueron los primeros que se atarearon en reflexionar sobre las palabras, sobre su valor y su propiedad, sobre la función que les correspondía en la dirección del razonamiento: el paso capital hacia el descubrimiento del estilo, concebido como fin en sí mismo, como fin intrínseco, estaba dado. Sólo quedaba ya trasponer esta búsqueda verbal, darle por objeto la armonía de la frase, sustituir el juego de la abstracción por el juego de la expresión. El artista que reflexiona sobre sus medios es, pues, deudor del sofista, le está orgánicamente emparentado. Uno y otro persiguen, en direcciones diferentes, un mismo tipo de actividad. Habiendo dejado de ser naturaleza, viven en función de la palabra. No hay nada de original en ellos: ninguna atadura que los sujete a las fuentes de la experiencia, ninguna ingenuidad ningún «sentimiento». Si el sofista piensa, domina de tal modo su pensamiento que hace con él lo que quiere; como no se ve arrastrado por él, le dirige siguiendo sus caprichos o sus cálculos; respecto a su propio espíritu, se comporta como un estratega; no medita, concibe, según un plan tan abstracto como artificial, operaciones intelectuales, abre brechas en los conceptos muy orgulloso de relevar su fragilidad o de concederle arbitrariamente una solidez y un sentido. De la «realidad» no se preocupa para nada: sabe que depende de los signos que la expresan y de los que importa ser dueño.
El artista va también de la palabra a lo vivido: la expresión constituye la única experiencia original de la que es capaz. La simetría, la disposición, la perfección de las operaciones formales representa su medio natural: allí reside y allí respira. Y como pretende agotar la capacidad de las palabras, tiende, más que a la expresión, a la expresividad. En el universo cerrado en que vive sólo escapa a la esterilidad mediante ese renovamiento continuo que supone un juego donde el matiz adquiere dimensiones de ídolo y la química verbal logra dosificaciones inconcebibles para el arte ingenuo. Una actividad tan deliberada, si bien se sitúa en las antípodas de la experiencia, se aproxima por contrapartida, a los extremos del intelecto. Hace del artista que se entrega a ella un sofista de la literatura.
En la vida del espíritu llega un momento en el que la escritura, erigiéndose en principio autónomo, se convierte en destino. Entonces es cuando el Verbo, tanto en las especulaciones filosóficas como en las producciones literarias, revela su vigor y su nada.
La manera de hacer de un escritor está condicionada fisiológicamente; posee un ritmo propio, constrictivo e irreductible. No se concibe a un San Simón cambiando, por efecto de una metamorfosis querida, la estructura de sus frases; ni tampoco refrenándose y practicando el laconismo. Todo en él exigía que se prodigase en frases enmarañadas, frondosas, móviles. Los imperativos de la sintaxis debían perseguirle como un sufrimiento y una obsesión. Su aliento, la cadencia de su respiración, su jadeo, le imponían ese movimiento fluido y amplio que fuerza la solidez y la barrera de las palabras. Había en él un aspecto de órgano muy diferente a esos acentos de flauta que caracterizan al francés. De ahí provienen esos períodos que, por temor del punto, brotan unos de otros, multiplican los meandros, repugnándoles acabar.
Muy por el contrario, pensad en La Bruyére, en su forma de cortar la frase, de restringirla y detenerla, siempre atento a delimitar sus fronteras: el punto v coma es su obsesión; tiene la puntuación en el fondo del alma. Sus opiniones, incluso sus sentimientos, son salmos. Teme azuzarlos, irritarlos o exasperarlos. Como es corto de aliento, los trazos de su pensamiento son claros; preferiría quedarse corto a ir más allá de su naturaleza. De este modo adopta el genio de una lengua especializada en los suspiros del intelecto, para la cual lo que no es cerebral es sospechoso o nulo. Condenada a la sequedad por su perfección misma, impropia para asimilar y traducir La Ilíada y la Biblia, Shakespeare y Don Quijote, vacía de toda carga afectiva y algo así como exenta de su origen, está cerrada a lo primordial y a lo cósmico, a todo lo que precede o supera al hombre. Pero La Ilíada, la Biblia, Shakespeare y Don Quijote participan de una especie de omnisciencia ingenua que se sitúa a la vez por debajo y por encima del fenómeno humano. Lo sublime, lo horrible, la blasfemia o el grito, el francés sólo los aborda para desnaturalizarlos por medio de la retórica. No está mejor adaptado para el delirio ni para el humor en estado puro: Aquiles y Príamo, David, Lear o Don Quijote se ahogan bajo los rigores de una lengua que les hace parecer simplones, lamentables o monstruosos. Por diferentes que sean unos de otros, viven todavía —éste es su rasgo común— al ras del alma, la cual, para expresarse, exige una lengua fiel a los reflejos, unida al instinto, no desencarnada.
Tras haber frecuentado idiomas cuya plasticidad le proporcionaba la ilusión de un poder sin límites, el extranjero desbocado, enamorado de la improvisación y del desorden, arrastrado hacia el exceso o hacia el equívoco por incapacidad para la claridad, si bien aborda el francés con timidez, no por ello ve menos en él un instrumento de salvación, una ascética y una terapéutica. Al practicarlo, se cura de su pasado, aprende a sacrificar todo un fondo de oscuridad al que estaba apegado, se simplifica, se convierte en otro, desiste de sus extravagancias, se sobrepone a sus antiguas turbaciones, se acomoda más y más al sentido común y a la razón; por lo demás, ¿acaso puede perderse la razón y servirse de un útil que exige su ejercicio, incluso su abuso? ¿Cómo ser loco —o poeta— en tal lengua? Todas sus palabras aparecen en el hecho de la significación que traducen: son palabras lúcidas. Servirse de ellas con fines poéticos equivale a una aventura o un martirio.
«Tan hermoso como si fuera prosa». Donaire francés si los hay. El universo reducido a las articulaciones de la frase, la prosa como única realidad, el vocablo retirado en sí mismo, emancipado del objeto y del mundo: sonoridad en sí misma, cortada del exterior, trágica ipseidad de una lengua acorralada en su propio acabamiento.
Cuando se considera el estilo de nuestro tiempo no puede uno dejar de interrogarse sobre las razones de su corrupción. El artista moderno es un solitario que escribe para sí mismo o para un público sobre el que no tiene ninguna idea precisa. Ligado a una época, se esfuerza por expresar sus rasgos, pero esta época, forzosamente, carece de rostro. Ignora a quién se dirige, no representa a su lector. En el siglo XVII y en el siguiente el escritor tenía ante su vista un círculo restringido del que conocía las exigencias, el grado de sutileza y de acuidad. Limitado en sus posibilidades, no podía apartarse de las reglas, reales pero no formuladas del gusto. La censura de los salones, más severa que la de los críticos de hoy, permite la eclosión de genios perfectos y menores, constreñidos a la elegancia, a la miniatura y a lo acabado.
El gusto se forma merced a la presión que los ociosos ejercen sobre las Letras, se forma sobre todo en las épocas en que la sociedad está lo bastante refinada como para marcar el tono a la literatura. Cuando se piensa que otrora una metáfora claudicante desacreditaba a un escritor, que tal académico perdió su facha por una impropiedad, o que un rasgo de ingenio pronunciado ante una cortesana podía procurar una situación, por ejemplo, una abadía (tal fue el caso de Talleyrand), se mide la distancia que se ha recorrido desde entonces. El terror del gusto ha cesado y, con él, la superstición del estilo. Quejarse sería tan ridículo como ineficaz. Tenemos tras de nosotros una tradición de vulgaridad bastante sólida; el arte debe acomodarse a ella, resignarse o aislarse en la expresión absolutamente subjetiva. Escribir para todo el mundo o para nadie, es cosa que debe decidir cada uno, según su naturaleza. Sea cual sea el partido que tomemos, estamos seguros de no encontrar en nuestro camino ese espantajo que constituía antaño el mal gusto.
El virus de la prosa es desarticulado y arruinado por el estilo poético: una prosa poética es una prosa enferma. Además, pasa de moda en seguida: las metáforas que gustan a una generación, parecen ridículas a la siguiente. Si leemos a un Saint-Evremond, un Montesquieu, un Voltaire, o a un Sthendal, como si fuesen nuestros contemporáneos, es porque no pecaron ni por lirismo ni por exceso de imágenes. Como la prosa tiene algo de sumario judicial, el prosista debe vencer sus primeros movimientos, defenderse contra la tentación de la sinceridad: todas las muestras de mal gusto provienen del «corazón». Es el pueblo quien soporta en nosotros la responsabilidad de nuestros desbordamientos, de nuestros excesos: ¿qué hay de más plebeyo que un sentimiento?
Conjunto de coerciones imperceptibles, sentido de la dosificación y de la proporción, vigilancia ejercida sobre nuestras facultades, discreción, pudor respecto a las palabras, el gusto es lo propio de autores que, nada afectados por la manía de ser «profundos», sacrifican una parte de su fuerza en provecho de una cierta anemia. No se podría, ni qué decir tiene, encontrarlo en nuestra época. Ha pasado para siempre la época en que se podía ser maravillosamente superficial. La decadencia de lo exquisito debía arrastrar la del estilo, el cual, pintoresco, complejo, se rompe bajo el peso de su propia riqueza. ¿De quién ¿s la culpa, si es que hay alguna culpa? Quizá hubiera que imputársela al romanticismo; pero éste mismo no fue más que una consecuencia de un rebajamiento general, un esfuerzo de liberación a expensas de lo exquisito. A decir verdad, el refinamiento del siglo XIII no hubiera podido perpetuarse sin caer en lo tópico, lo relamido o la esclerosis.
Una nación que empieza a descender se disminuye en todos los planos. «Toda degradación individual o nacional, observa Joseph de Maistre, se anuncia de inmediato por una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje». Nuestras deficiencias destiñen sobre nuestra escritura; en lo que respecta a una nación, su instinto, cada vez menos seguro, le arrastra a una incertidumbre equivalente en todos los dominios. Francia, desde hace más de un siglo, abandona su antiguo ideal de perfección. Lo mismo ocurrió con Roma: el eclipse de su poder fue contemporáneo de una degradación del latín que, dócil al servicio de doctrinas o quimeras opuestas a su genio, se convirtió en una herramienta de la que se apoderaron los concilios. ¡La lengua de Tácito, deformada, trivializada, obligada a sufrir divagaciones sobre la eternidad! Las palabras tienen el mismo destino que los imperios.
En la época de los salones, el francés adquirió una sequedad y una transparencia que le permitieron llegar a ser universal. Cuando comenzó a complicarse, a tomarse libertades, su solidez se resintió. Se libera, finalmente, en detrimento de su universalidad y, como Francia, evoluciona hacia las antípodas de su pasado, de su genio. Doble degradación inevitable. En tiempos de Voltaire, cada uno intentaba escribir como todo el mundo; pero todo el mundo escribía perfectamente. Hoy, el escritor quiere tener su estilo propio, individualizarse por medio de la expresión; sólo lo logra a base de deshacer la lengua, violentar las reglas, zapando su estructura, su magnífica monotonía. Sería inútil querer sustraerse a este proceso; se colabora en él pese a uno mismo, y así debe ser, so pena de muerte literaria. Desde el punto en que el francés declina, declarémonos solidarios de su destino, aprovechemos las profundidades que exhibe, así como su encarnizamiento en vencer el pudor de sus límites. Nada más vano que recriminar su bello otoño, sus últimos rayos. Intentamos de alegrarnos, más bien, de vivir en una época en que las palabras, empleadas en cualquier sentido, se emancipan de toda coerción y en la que la significación no constituye ya una exigencia ni una obsesión. No hay duda: asistimos a la espléndida descomposición de una lengua. ¿Su futuro? Quizá conocerá algunos sobresaltos de delicadeza o, lo que es más probable, acabará sirviendo para concilios modernos, peores que los de la antigüedad. Quizá su suerte sea una agonía rápida. Se encamine o no hacia el estado de vestigio, sigue siendo cierto que vemos a más de uno de sus vocablos perder lo que le restaba de vitalidad. ¿Va a huir el ¿genio de la prosa a otros idiomas?
País de palabras, Francia se ha afirmado por los escrúpulos que ha concebido respecto de ellas. Quedan huellas de estos escrúpulos. Una revista, haciendo en 1950 el balance de este medio siglo, citaba el suceso más importante de cada año: final del asunto Dreyfus, visita del Kaiser a Tánger, etc... En 1911, anota simplemente: «Faguet admite el malgré que»[4]. ¿Se ha concedido en alguna otra parte semejante solicitud al Verbo, a su vida cotidiana, a los detalles de su existencia? Francia le ha amado hasta el vicio y a expensas de las cosas. Escéptica sobre nuestras posibilidades de conocer, no lo es sobre las posibilidades de formular nuestras dudas, de suerte que asimila nuestras verdades al modo de traducir nuestra desconfianza respecto a ellas. En toda civilización delicada se opera una disyunción radical entre la realidad y el verbo.
Hablar de decadencia en términos absolutos, no significa nada; referida a una literatura y una lengua, no concierne más que a quien se siente ligado a una y a otra. ¿Que el francés se deteriora? Sólo se alarma de esto quien ve en él un instrumento único e irreemplazable. Tanto se le da que en el futuro se encuentre otro más manejable, menos exigente. Cuando se ama una lengua, es un deshonor sobrevivirla.
Desde hace dos siglos, toda originalidad se ha manifestado por oposición al clasicismo. No hay forma o fórmula nueva que no haya reaccionado contra él. Pulverizar lo adquirido, tal me parece que es la tendencia esencial del espíritu moderno. En cualquier sector de arte, todo estilo se afirma contra el estilo. Sólo minando la idea de razón, de orden, de armonía, tomamos conciencia de nosotros mismos. El romanticismo, para volver de nuevo sobre él, no fue más que un impulso hacia una disolución de las más fecundas. No siendo ya viable el universo clásico, nos es preciso sacudirle e introducir una sugerencia de inacabamiento. La «perfección» ya no nos preocupa: el ritmo de nuestra vida nos hace insensibles a ella. Para producir una obra «perfecta» hay que saber esperar, vivir en el interior de esta obra hasta que ésta llegue a suplantar al universo. Lejos de ser el producto de una tensión, es el fruto de la pasividad, el resultado de energías acumuladas durante largo tiempo. Pero nos derrochamos, somos hombres sin reservas; y, por eso, incapaces de ser estériles, insertos en el automatismo de la creación, maduros para cualquier obra vulgar, para todos los éxitos a medias.
La «razón» no solo se muere en filosofía, sino también en el arte. Demasiado perfectos, los personajes de Racine nos parecen pertenecientes a un mundo apenas concebible. Hasta Fedra parece insinuar: «Contemplad mis hermosos sufrimientos. ¡Os desafío a experimentar otros semejantes!». Ya no sufrimos así; como nuestra lógica ha cambiado de rostro, hemos aprendido a privarnos de las evidencias. De aquí proviene nuestra pasión por lo vano, lo impreciso de nuestros aires y de nuestro escepticismo; nuestras dudas no se definen ya por referencia a nuestras certezas, sino por referencia a otras duras más consistentes, que se trata de volver un poco más flexibles, un poco más frágiles, tal como si nuestro propósito, despreocupado del establecimiento de una verdad, fuese crear una jerarquía de ficciones, una escala de errores. Odiamos los límites de la «verdad» y de todo lo que representa de freno a nuestros caprichos o a nuestra búsqueda de novedades. Ahora bien: el clásico, que seguía su trabajo de profundización en una sola dirección, desconfiaba de lo nuevo, de la originalidad por sí misma.
Queremos espacio a todo precio, aunque el espíritu debiese sacrificar sus leyes, sus viejas exigencias. En las pocas evidencias que debemos, pese a todo, poseer, no creemos realmente: son simples puntos de referencia. Es nuestro sarcasmo lo que da vida a nuestras teorías, tal como a nuestras actitudes. Y este sarcasmo, en la raíz de nuestra vitalidad, explica porqué avanzamos disociados de nuestros propios pasos. Todo clasicismo encuentra sus leyes en sí mismo y se atiene a ellas: vive en un presente sin historia, en tanto que nosotros vivimos en una historia que nos impide tener un presente. De este modo, no sólo nuestro estilo, sino incluso nuestro tiempo está roto. No hemos podido romperle sin romper paralelamente, nuestro pensamiento: en perpetua querella consigo mismas, prestas a abolirse unas a otras, a volar en pedazos, nuestras ideas se desmenuzan como nuestro tiempo.
Si hay una relación entre el ritmo fisiológico y la manera de escribir de un escritor, con mayor razón la hay entre su universo temporal y su estilo. El escritor clásico, ciudadano de un tiempo lineal, delimitado, cuyas fronteras no franqueaba, ¿cómo iba a haber practicado una escritura entrecortada, de contrastes excesivamente marcados? Cuidaba las palabras, vivía en ellas permanentemente. Y estas palabras reflejaban para él el eterno presente, ese tiempo de la perfección, que era el suyo. Pero el escritor moderno, no teniendo ya asentamiento en el tiempo, tenía que hacerse con un estilo convulso, epiléptico. Podemos lamentar que así sea y evaluar con amargura los desastres que comporta el pisoteo de los antiguos ídolos. Pero sigue siendo cierto que nos es imposible apegarnos aún a una escritura «ideal». Nuestra desconfianza respecto a la «frase» alcanza a toda una parte de la literatura: la que jugaba la baza del «encanto» (charme. T.) y empleaba los procedimientos de la seducción. Los escritores que recurren a ello todavía nos desconciertan, como si quisiesen perpetuar un mundo trasnochado.
Toda idolatría del estilo parte de la creencia de que la realidad es todavía más hueca que su figuración verbal, que el acento de una idea vale más que la idea, un pretexto bien tratado más que una convicción, un giro sabiamente realizado más que una irrupción irreflexiva. Expresa una pasión de sofista, de sofista de las Letras. Tras una frase proporcionada, satisfecha de su equilibrio o hinchada por su sonoridad, se oculta demasiado a menudo el malestar de un espíritu incapaz de acceder por la «sensación» a un universo original. ¿Qué de extraño tiene que el estilo sea juntamente una máscara y una confesión?