Siempre había creído, querido amigo, que, enamorado de su provincia, ejercitaba allí el desapego, el desprecio y el silencio. ¡Cuál no sería mi sorpresa al oírles decir que preparaba un libro! Instantáneamente, vi dibujarse en usted un futuro monstruoso: el autor en que se va a convertir. «Otro que se pierde», pensé. Por pudor, se ha abstenido usted de preguntarme las razones de mi decepción; del mismo modo, yo hubiera sido incapaz de decírselas de viva voz. «Otro que se pierde, otro echado a perder por su talento», me repetía yo incesantemente.
Al penetrar en el infierno literario, va usted a conocer sus artificios y su veneno; sustraído a lo inmediato, caricatura de usted mismo, ya no tendrá más que experiencias formales, indirectas; se desvanecerá usted en la Palabra. Los libros serán el único tema de sus charlas. En cuanto a los literatos, ningún provecho sacará de ellos. De esto sólo se dará cuenta usted demasiado tarde, tras haber perdido sus mejores años en un medio sin espesor ni sustancia. ¿El literato? Un indiscreto que desvaloriza sus miserias, las divulga, las reitera: el impudor —desfile de reticencias— es su regla; se ofrece. Toda forma de talento va acompañada de una cierta desvergüenza. No es distinguido más que el estéril, el que se borra con su secreto, porque desdeña exponerlo: los sentimientos expresados son un sufrimiento para la ironía, una bofetada al humor.
Nada es más fructuoso que conservar su secreto. Os trabaja, os roe, os amenaza. Incluso cuando se dirige a Dios, la confesión es un atentado contra nosotros mismos, contra los resortes de nuestro ser. Los disturbios, las vergüenzas, los espantos, de los que las terapéuticas religiosas o profanas quieren liberarnos, constituyen un patrimonio del que a ningún precio deberíamos dejarnos despojar. Debemos defendernos contra quienes nos curan, y, aunque pereciésemos por ellos deberíamos preservar nuestros males y nuestros pecados. La confesión: violación de las conciencias perpetrada en nombre del cielo. ¡Y esa otra violación que es el análisis psicológico! Laicificada, prostituida, la confesión se instalará pronto en todas las esquinas, exceptuando unos pocos criminales, todo el mundo aspira a tener un alma pública, un alma-anuncio.
Vaciado por su fecundidad, fantasma que ha gastado su sombra, el hombre de letras disminuye con cada palabra que escribe. Sólo su vanidad es inagotable; si fuera psicológica tendría límites, los del yo. Pero es cósmica o demoníaca y le sumerge. Su «obra» le obsesiona, alude a ella sin cesar, como si, sobre nuestro planeta, no hubiese, fuera de él, nada que mereciese atención o curiosidad. ¡Pobre de quien tenga la impudicia o el mal gusto de charlar con él de otra cosa que de sus producciones! Así pues, concebirá usted que un día, a la salida de un almuerzo literario, vislumbré la urgencia de una noche de San Bartolomé[3] de gentes de letras.
Voltaire fue el primer literato que erigió su incompetencia en procedimiento, en método. Antes de él, el escritor, bastante dichoso de estar apartado de los acontecimientos, era más modesto: ejerciendo su oficio en un sector limitado, seguía su camino y se atenía a él. Nada periodístico, se interesaba, a lo sumo, en el aspecto anecdótico de ciertas soledades: su indiscreción era ineficaz.
Con nuestro fanfarrón, las cosas cambian. Ninguno de los temas que intrigaban a su tiempo escapó a su sarcasmo, a su semi-ciencia, a su necesidad de tremolina, a su universal vulgaridad. Todo era impuro en él, salvo su estilo... Profundamente superficial, sin ninguna sensibilidad para lo intrínseco, para el interés que una realidad presenta en sí misma inauguró en las letras el cotilleo ideológico. Su manía de parlotear, de adoctrinar, su sabiduría de portera, debían hacer de él el prototipo, el modelo de literato. Como lo ha dicho todo sobre sí mismo y ha explotado hasta el límite los recursos de su naturaleza ya no nos turba: le leemos y pasamos de largo. Por el contrario, sentimos que un Pascal no lo ha dicho todo sobre sí mismo: incluso cuando nos irrita, nunca es para nosotros un simple autor.
Escribir libros no deja de tener alguna relación con el pecado original. Pues ¿qué es un libro, sino una pérdida de inocencia, un acto de agresión, una repetición de nuestra caída? ¡Publicar sus taras para divertir o exasperar! Una barbaridad para con nuestra intimidad una profanación, una mancilla. Y una tentación. Le hablo con conocimiento de causa. Por lo menos, tengo la excusa de odiar mis actos, de ejecutarlos sin creer en ellos. Usted es más honrado: usted escribirá libros y creerá en ellos, creerá en la realidad de las palabras, en esas ficciones pueriles e indecentes. Desde las profundidades del asco se me aparece como un castigo todo lo que es literatura; intentaré olvidar mi vida por miedo de referirme a ella; o bien, a falta de alcanzar el absoluto del desengaño, me condenaré a una frivolidad morosa. Briznas de instinto, empero, me obligan a agarrarme a las palabras. El silencio es insoportable: ¡qué fuerza hace falta para establecerse en la concisión de lo Indecible! Más fácil es renunciar al pan que a las palabras. Desdichadamente la palabra resbala hacia la palabrería, hacia la literatura. Incluso el pensamiento tiende a ello, siempre listo a expandirse, a inflarse; detenerle por medio de la agudeza, reducirlo a aforismo o a donaire, es oponerse a su expansión, a su movimiento natural, a su ímpetu hacia la disolución, hacia la inflación. De aquí los sistemas, de aquí la filosofía. La obsesión del laconismo paraliza la marcha del espíritu, el cual exige palabras en masa, a falta de reiterar, de desacreditar lo esencial, es que el espíritu es profesor. Y enemigo de los vivos... de espíritu, de esos obsesos de la paradoja, de la definición arbitraria. Por horror de la banalidad, de lo «universalmente válido», se atarean en el lado accidental de las cosas, en las evidencias que no se imponen a nadie. Prefiriendo una formulación aproximada, pero picante a un razonamiento sólido, pero soso, no aspiran a tener razón en nada y se divierten a expensas de las «verdades». Lo real no se sostiene: ¿por qué deberían tomar en serio las teorías que quieren demostrar su solidez? Están paralizados completamente por el temor de aburrir o de aburrirse. Este temor, si lo padecéis, comprometerá todas vuestras empresas. Intentaréis escribir; de inmediato se erguirá ante nosotros la imagen de vuestro lector... Y dejaréis la pluma. La idea que queréis desarrollar os fatigará: ¿para qué examinarla y profundizarla? ¿No podría expresarla una sola fórmula? ¿Cómo, además, exponer lo que uno ya sabe? Si la economía verbal os obsesiona, no podréis leer ni releer ningún libro sin descubrir en él los artificios y las redundancias. Tal autor que no cesáis de frecuentar acabáis por verle hinchar sus frases, acumular páginas, y algo así como desplomarse sobre una idea para aplanarla, para estirarla. Poema, novela, ensayo, drama todo os parecerá demasiado largo. El escritor tal es su función,—dice siempre más de lo que tiene que decir: dilata su pensamiento y lo recubre de palabras. De una obra sólo subsisten dos o tres momentos: relámpagos en un fárrago. ¿Le diré el fondo de mi pensamiento? Toda palabra es una palabra de más. Se trata, sin embargo, de escribir: pues escribamos... engañémonos los unos a los otros.
El hastío degrada el espíritu, lo torna superficial deshilvanado, lo mina desde el interior y lo disloca. Una vez que se haya apoderado de usted, os acompañará en toda ocasión, como me ha acompañado a mí desde lo más remoto que puedo recordar. No conozco momento en que no estuviese allí, a mi lado, en el aire, en mis palabras y en las de los otros, en mi rostro y en todos los rostros. En máscara y sustancia, fachada y realidad. No puedo imaginarme ni vivo ni muerto sin él. Ha hecho de mí un discurseador que se avergüenza de articular, un teórico para chochos y adolescentes, para afeminados, para menopausias metafísicas, un resto de criatura, un fantoche alucinado. Se atarea en roer la pizca de ser que me tocó en suerte, y si me deja algunas briznas es porque le hace falta alguna materia donde actuar... Activa nada, saquea los cerebros y los reduce a un amasijo de conceptos fracturados. No hay idea a la que no impida unirse a otra, a la que no aísle y triture, de tal suerte que la actividad del espíritu se degrada en una serie de momentos discontinuos. Nociones, sentimientos y sensaciones hechas jirones: tal es el efecto de su paso. Haría de un santo un aficionado y de un Hércules un guiñapo. Es un mal que se extiende más allá del espacio; debería usted huirle, sino sólo formará proyectos insensatos, como los que formo yo cuando él me empuja a fondo. Sueño entonces con un pensamiento ácido que se insinuase en las cosas para desorganizarlas, perforarlas, atravesarlas, un libro cuyas sílabas, atacando el papel, suprimiesen la literatura y los lectores, un libro, carnaval y Apocalipsis de las Letras, ultimátum a la pestilencia del Verbo.
Concibo mal su ambición de hacerse un nombre en una época en que el epígono está a la orden del día. Se impone una comparación. Napoleón tuvo, en el plano filosófico y literario, rivales que le igualaron: Hegel por la desmesura de su sistema, Byron por su desarreglo, Goethe por una mediocridad sin precedentes. En nuestros días, buscaríamos inútilmente la contrapartida literaria de los aventureros y tiranos de este siglo. Si, políticamente, hemos dado pruebas de una demencia desconocida hasta nosotros, en el dominio del espíritu pululan los destinos minúsculos; ningún conquistador de la pluma: sólo abortos, histéricos, casos y nada más. No tenemos y me temo que nunca tengamos, la obra de nuestra decadencia, un Don Quijote infernal. Cuanto más se dilatan los tiempos, más se adelgaza la literatura. Y seremos pigmeos cuando nos abismemos en lo inaudito.
Según toda evidencia, no será preciso, para revigorizar nuestras ilusiones estéticas, una áscesis de varios siglos, una prueba de mutismo una era de no-literatura. Por el momento, sólo nos queda corromper todos los géneros, empujarlos hacia extremosidades que los niegan, deshacer lo que estuvo maravillosamente hecho. Si, en esta empresa, ponemos cierto cuidado de perfección, quizá lográsemos crear un nuevo tipo de vandalismo...
Situados fuera del estilo, incapaces de armonizar nuestros desvaríos, ya no nos definimos por relación a Grecia, ha dejado de ser nuestro punto de referencia, nuestra nostalgia o nuestro remordimiento; se ha apagado en nosotros, como también le ocurrió al Renacimiento.
De Hölderlin y Keats a Walter Pater, el siglo XIX sabía luchar contra sus opacidades y oponerles la imagen de una antigüedad mirífica, cura de luz, paraíso. Un paraíso forjado, ni que decir tiene. Lo que importa es que aspiraban a él, aunque no fuera más que para combatir la modernidad y sus muecas. Uno podía, entonces, entregarse a otra época y aferrarse a ella con la violencia del pesar. El pasado aún funcionaba.
Ya no tenemos pasado; o, mejor, ya no hay nada del pasado que sea nuestro; ya no hay país de elección, ni salvación mentirosa, ni refugio en lo transcurrido. ¿Nuestras perspectivas? Imposible elucidarlas: somos bárbaros sin futuro. Dado que la expresión ya no tiene talla para medirse con los acontecimientos, fabricar libros y sentirse orgulloso de ellos constituye un espectáculo de los más lamentables: ¿qué necesidad impulsa a un escritor que ha escrito cincuenta volúmenes a escribir otro más? ¿por qué esa proliferación, ese miedo a ser olvidado, esa coquetería de mala ley? No merecen indulgencia más que el literato necesitado, el esclavo, el forzado de la pluma. De cualquier manera, ya no hay nada más que construir, ni en literatura ni en filosofía. Sólo los que viven de ello, materialmente, se entiende, deberían dedicarse a ellas. Entramos en una época de formas rotas, de creaciones al revés. Cualquiera podrá prosperar en ella. Apenas anticipo. La barbarie está al alcance de todo el mundo: basta con cogerle el gusto. Vamos alegremente a deshacer los siglos.
Lo que será su libro, demasiado lo presiento. Vive usted en provincias: insuficientemente corrompido, con inquietudes puras ignora hasta que punto todo «sentimiento» avieja. El drama interior toca a su fin. ¿Cómo arriesgarse aún a una obra que hable del «alma», de un infinito prehistórico?
Y, luego, está el tono. El vuestro —mucho me lo temo— será del género «noble», «tranquilizador», empapado de sentido común, de mesura o de elegancia. Pero considere usted que un libro debe dirigirse a nuestro incivismo, a nuestras singularidades, a nuestras altas ignominias, y que un escritor «humano», que venere ideas excesivamente aceptables, firma con su puño y letra su certificado de defunción literario.
Examine los espíritus que logran intrigarnos: muy al contrario de optar por la objetividad, defienden posiciones insostenibles. Si están vivos, es gracias a su lado limitado, a la pasión por sus sofismas: las concesiones que han hecho a la «razón» nos decepcionan y nos fastidian. La sabiduría es nefasta para el genio y mortal para el talento. Comprenderás, querido amigo, por qué aprehendo sus complicaciones con el género «noble».
Como para darse un aire positivo, en el que se disimulaba un matiz de superioridad, me ha reprochado usted a menudo lo que llama mi «apetito de destrucción». Sepa usted que yo no destruyo nada: yo anoto, anoto lo inminente, la sed de un mundo que se anula y que sobre la ruina de sus evidencias corre hacia lo insólito y lo inconmensurable, hacia un estilo espasmódico. Conozco una vieja loca que, esperando de un momento para otro el hundimiento de su casa, pasa sus días y sus noches al acecho, circulando por su habitación, espiando los crujidos, se irrita porque el suceso tarda en producirse. En un marco más amplio, el comportamiento de esa vieja es idéntico al nuestro. Contamos con un derrumbe, incluso aunque no pensemos en ello. No siempre será así; incluso se puede prever que el miedo a nosotros mismos, resultado de un miedo más general, constituirá la base de la educación, el principio de las pedagogías futuras. Creo en el porvenir de lo terrible. Usted, mi querido amigo, está tan poco preparado para él que se dispone a entrar en literatura. No tengo potestad para apartarlo de ella; por lo menos me gustaría que lo hiciese sin ilusiones. Modere al autor que se impacienta en usted, haga suyo, ampliándolo, la observación de San Juan Climaco: «Nada procura tantas coronas al monje como el desánimo».
Si, reflexionando bien, he puesto cierta complacencia en destruir, ello fue, contra lo que pueda usted pensar, siempre a mis expensas. Uno no destruye, sino que se destruye uno. Me he odiado en todos los objetos de mis odios, he imaginado milagros de aniquilamiento, he pulverizado mis horas, he experimentado las gangrenas del intelecto. Instrumento o método en un principio, el escepticismo ha acabado por instaurarse en mí, por llegar a ser mi fisiología, el destino de mi cuerpo, mi principio visceral, el mal del que no sé cómo curarme ni cómo perecer. Me inclino —es demasiado cierto— hacia cosas desprovistas de toda oportunidad de triunfar o sobrevivir. Ahora se dará cuenta de por qué me he preocupado siempre de Occidente. Tal cuidado parecía ridículo o gratuito. «Ni siquiera forma usted parte de Occidente», me observaba usted. ¿Qué culpa tengo yo si mi avidez de tristezas no ha encontrado otro objeto? ¿Dónde hallar por otro lado, una voluntad de dimisión tan obstinada? Le envidio la destreza con la que sabe morir. Cuando quiero fortificar mis decepciones vuelvo mi espíritu hacia ese tema de una inagotable riqueza negativa. Y si abro una historia de Francia, Inglaterra, España o Alemania, el contraste entre lo que fueron y lo que son me da, además de vértigo, el orgullo de haber descubierto finalmente los axiomas del crepúsculo.
Lejos de mí el deseo de pervertir sus esperanzas: la vida se encargará de ello. Igual que todo el mundo, irá usted de decepción en decepción. A su edad, tuve la ventaja de tener gente que me desilusionó y me hizo enrojecer de mis ilusiones; ellos me educaron realmente. ¿Acaso, sin ellos, habría tenido el coraje de afrontar o de padecer los años? Imponiéndome sus amarguras, me prepararon para las mías. Provistos de gran ambición, partieron a la conquista de yo no sé qué gloria. El fracaso los esperaba. ¿Delicadeza, lucidez, pereza? No sabría decir qué virtud había transido sus designios. Pertenecían a esa categoría de individuos que puede encontrarse en las capitales, que viven de expedientes, siempre en busca de una colocación que rechazan en cuanto la encuentran. De sus opiniones he sacado más enseñanzas que del resto de mis conocidos. Casi todos llevaban en sí mismos un libro, el libro de su revés; pese a estar tentados por el demonio de la literatura, no cedían, sin embargo, a él, hasta tal punto les subyugaban sus derrotas y tanto llenaban sus vidas. Se les llamaba comúnmente «fracasados». Forman un tipo de hombre aparte que me gustaría describirle a usted, aun a riesgo de simplificarlo. Voluptuoso del fracaso, busca en todo su propia mengua, nunca supera los preliminares de su futuro ni franquea el umbral de ninguna empresa. Rivalizando en abulia con los ángeles, medita sobre el secreto del acto y no toma más que una iniciativa: la del abandono. Su fe, si la tiene, le sirve de pretexto para nuevas capitulaciones, para una degradación vislumbrada y deseada: se desploma en Dios... ¿Que reflexiona sobre el «misterio»? Es para hacer ver a los otros hasta dónde lleva su indignidad. Habita sus convicciones como el gusano el fruto; cae con ellas y sólo se repone para soliviantar contra sí las tristezas que le quedan. Si ahoga sus dones es porque, con todas sus fuerzas, ama su cansancio; avanza hacia su pasado, desanda el camino en nombre de sus talentos.
Le sorprenderá saber que sólo procede así por haber adoptado una postura bastante extraña respecto a sus enemigos. Me explico. Cuando nos hallamos en vena de eficacia, sabemos que nuestros enemigos no pueden impedirse situarnos en el centro de su atención y de su interés. Nos prefieren a sí mismos se toman nuestros asuntos a pecho. A nuestra vez, debemos ocuparnos de ellos, velar por su salud, como por su odio, que es lo único que nos permite alimentar algunas esperanzas sobre nosotros mismos. Nos salvan, nos pertenecen, son nuestros. Respecto a los suyos, el fracasado reacciona de modo diferente. No sabiendo cómo conservarlos, acaba por desinteresarse de ellos y minimizarlos, por no tomarlos en serio. Desapego con graves consecuencias. En vano intentará más tarde lanzarlos de nuevo, despertar en ellos la menor curiosidad por él, suscitar su indiscreción o su rabia; en vano intentará hacerles apiadarse de su estado, mantener o avivar su rencor. Por no tener contra quién afirmarse, se encerrará en su soledad y su esterilidad. Solitud y esterilidad que yo apreciaba tanto en esos vencidos, responsables, se lo repito, de mi educación. Entre otras, me han revelado las tonterías inherentes al culto a la verdad... Nunca olvidaré mi alivio cuando dejé de ocuparme de ella. Dueño de todos los errores, podía al fin explorar un mundo de apariencias, de enigmas ligeros. Ya no había nada que buscar, sino la búsqueda de la nada. ¿La Verdad? Un pasatiempo de adolescentes o un síntoma de senilidad. Empero, por un resto de nostalgia o una necesidad de esclavitud, la busco todavía, inconscientemente, estúpidamente. Un instante de descuido basta para que caiga de nuevo bajo el imperio del más antiguo e irrisorio de los prejuicios.
Me destruyo a mí mismo y así lo quiero; mientras tanto, en ese clima de asma que crean las convicciones, en un mundo de oprimidos, yo respiro; respiro a mi manera. ¿Quién sabe? Quizá un día conozca usted el placer de apuntar a una idea, disparar contra ella, verla yacente, y después volver a empezar este ejercicio con otra, con todas; este deseo de inclinarse sobre un ser, de desviarle de sus antiguos apetitos, de sus antiguos vicios, para imponerle otros nuevos, más nocivos, a fin de que perezca a causa de ellos; encarnizarse contra una época o contra una civilización, precipitarse sobre el tiempo y martirizar sus instantes; volverse después contra uno mismo, torturar vuestros recuerdos y vuestras ambiciones y, corroyendo vuestro propio aliento, tornar pestilente el aire para asfixiarse mejor...; un día quizá conozca usted esta forma de libertad, esta forma de respiración que libera de sí mismo y de todo. Entonces podrá usted dedicarse a cualquier cosa sin adherirse a ello.
Mi propósito era ponerle en guardia contra lo serio, contra ese pecado que nada disculpa. En cambio, quería proponerle la futilidad. Ahora bien —¿para qué engañarnos?—, la futilidad es la cosa más difícil del mundo, quiero decir la futilidad consciente adquirida, voluntaria. En mi presunción, esperaba llegar a ella por la práctica del escepticismo. Este último, empero, se adapta a nuestro carácter, sigue nuestros defectos y nuestras pasiones, léase nuestras locuras; se personaliza. (Hay tantos escepticismos como temperamentos). La duda se engrosa con todo lo que la invalida o la combate; es un mal en el interior de otro mal, una obsesión en la obsesión. Si rezas, sube al nivel de tu oración; vigilará tu delirio, imitándolo; en pleno vértigo, dudaréis vertiginosamente. De este modo, el mismo escepticismo no logra abolir la seriedad; tampoco, ay, la poesía. A medida que envejezco, advierto con mayor claridad que he contado demasiado con ella. La he amado a expensas de mi salud; daba por supuesto que yo sucumbiría a causa de mi culto por ella. ¡Poesía! Esta palabra que, con su sola presencia, me hacía antaño imaginar mil universos, no despierta ahora en mi espíritu más que una visión de ronroneo y nulidad, fétidos misterios y preciosismos. Justo es añadir que he cometido el error de frecuentar a buen número de poetas. Salvo pocas excepciones, eran inútilmente graves, infatuados u odiosos, monstruos también ellos, especialistas, juntamente verdugos y mártires del adjetivo, y de los cuales había yo sobreestimado el diletantismo, la clarividencia, la sensibilidad para el juego intelectual. ¿No será acaso la futilidad más que un «ideal»? Eso es lo que hay que temer, aunque yo nunca me resignaré a ello. En todas las ocasiones en que me sorprendo concediendo importancia a las cosas, recrimino mi cerebro, desconfío de él y le sospecho algún desfallecimiento, alguna depravación. Intento arrancarme de todo, elevarme desarraigándome; para llegar a ser fútiles, debemos cortar nuestras raíces, llegar a ser metafísicamente extranjeros.
A fin de justificar sus ligaduras, y algo así como impaciente por llevar el fardo, sostenía usted un día que a mí me era fácil planear, evolucionar en lo vago, dado que, proviniendo de un país sin historia, nada pesaba sobre mí. Reconozco la ventaja que supone formar parte de un pequeño país, vivir sin trasfondo, con la desenvoltura de un saltimbanqui, de un idiota o de un santo o con el desapego de esa serpiente que, enroscada sobre sí misma, prescinde de alimentos durante años como si fuese un dios de la inanición u ocultase, bajo la dulzura de su atontamiento, algún sol espantoso y repulsivo.
Sin ninguna tradición que me lastre, cultivo la curiosidad de esa desorientación que pronto será patrimonio de todos. Por grado o por fuerza, sufriremos la experiencia de un eclipse histórico, el imperativo de la confusión. Ya nos anulamos en el cúmulo de nuestras divergencias con nosotros mismos. Negándose y renegándose sin cesar, nuestro espíritu ha perdido su centro para dispensarse en actitudes, en metamorfosis tan inútiles como inevitables. De aquí provienen, en nuestra conducta, la indecencia y la movilidad. Nuestra incredulidad, e incluso nuestra fe, están marcadas por ellas.
Tomarlas con Dios, querer destronarle, suplantarle, es una hazaña de mal gusto, el logro de un envidioso que experimenta una satisfacción de su vanidad al enfrentarse con un enemigo único e incierto. Bajo cualquier aspecto que se presente, el ateísmo supone una falta de maneras lo mismo que, por razones contrarias, la apologética, pues ¿acaso no es tanto una indelicadeza como una caridad hipócrita, una impiedad, emperrarse en sostener a Dios, en asegurarle, cueste lo que cueste, su longevidad? El amor o el odio que le profesamos revela menos la calidad de nuestras inquietudes que lo grosero de nuestro cinismo.
De este estado de cosas, sólo en parte somos responsables. De Tertuliano a Kierkegaard, a fuerza de acentuar el absurdo de la fe, se ha creado en el cristianismo toda una corriente subterránea que, al mostrarse a la luz del día, ha desbordado a la Iglesia. ¿Qué creyente, en sus crisis de lucidez, no se considera como un servidor de lo insensato? Dios tenía que resentirse por ello. Hasta el presente, le concedíamos todas nuestras virtudes, no osábamos prestarle nuestros vicios. Humanizado, ahora se nos parece: ninguno de nuestros defectos le es ajeno. Nunca el ensanchamiento de la teología y la voluntad de antropomorfismo fueron llevados tan lejos. Esta modernización del cielo marca su fin. ¿Cómo venerar un Dios evolucionado, puesto al día? Para su desdicha, no le será fácil recuperar su «trascendencia infinita».
«Tenga cuidado —podría usted responderme— con la «falta de maneras». Usted denuncia el ateísmo tan sólo para venerarle mejor».
Demasiado siento en mí los estigmas de mi tiempo: no puedo dejar a Dios en paz; junto con los snobs, me divierto en repetir que ha muerto, como si eso tuviese algún sentido. Por medio de la impertinencia creemos poder resolver nuestras soledades y el fantasma supremo que las habita. En realidad, al aumentar no hacen más que acercarnos a quien merodea en ellas.
Cuando la nada me invade, y siguiendo una fórmula oriental, alcanzo la «vacuidad del vacío», suele sucederme que, aterrado por tal punto extremo, recaigo de nuevo en Dios, aunque no sea más que por el deseo de pisotear mis dudas, de contradecirme y, multiplicando mis Estremecimientos, buscar en ellos un estimulante. La experiencia del vacío es la tentación mística del incrédulo, su posibilidad de oración, su momento de plenitud. En nuestros límites surge un dios o algo que ocupa su lugar.
Estamos lejos de la literatura, pero sólo aparentemente. Todo eso no son más que palabras, pecados del Verbo. Os he recomendado la dignidad del escepticismo y heme aquí rondando en torno a lo Absoluto. ¿Técnica de la contradicción? Recordad más bien la frase de Flaubert: «Soy un místico y no creo en nada». Veo en ella el adagio de nuestro tiempo, de un tiempo infinitamente intenso y sin sustancia. Existe un placer que es nuestro: el del conflicto como tal. Espíritus convulsivos, fanáticos de lo improbable, descoyuntados entre el dogma y la aporía, estamos tan dispuestos a saltar hacia Dios por rabia como seguros de no vegetar en El.
Sólo es contemporáneo el profesional de la herejía, el expulsado por vocación, a la vez vomitado y pánico de las ortodoxias. Antaño uno se definía por los valores que suscribía; hoy, por los que se repudia. Sin los fastos de la negación, el hombre es un pobre y lamentable «creador» incapaz de cumplir su destino de capitalista de la voltereta, de aficionado a la quiebra. ¿La sabiduría? Ninguna época estuvo más libre de ella, es decir, que nunca el hombre fue más él mismo: un ser rebelde a la sabiduría. Traidor a la zoología, animal descarriado, se insurge contra la Naturaleza como el hereje contra la tradición. Este es, pues, hombre en segundo grado. Toda innovación es cosa suya. Su pasión: encontrarse en el origen, en el punto de partida de cualquier cosa. Incluso si es humilde, aspira a hacer sentir a los otros los efectos de su humildad y cree que un sistema religioso, filosófico o político vale la pena de ser roto o renovado: situarse en el centro de una ruptura es su máxima aspiración. Odiando el equilibrio y el abotargamiento de las instituciones, las empuja para precipitar su fin.
El sabio, por su parte, es hostil a lo nuevo. Desengañado, abdica: es su forma de protesta. Orgulloso que se aísla en la norma, se afirma a sí mismo retrocediendo. ¿Hacia qué tiende? A superar o neutralizar sus contradicciones. Si lo logra, prueba que las suyas carecían de vigor, que las había superado antes de afrontarlas. Como le falta el instinto, le es fácil ser dueño de sí, pontificar en la anemia de su serenidad.
Por poco que nos veamos arrastrados por nosotros mismos, advertimos que no está en nuestro poder frenar, entibiar o escamotear nuestras contradicciones. Ellas nos guían, nos estimulan y nos matan. El sabio al elevarse por encima de ellas, se acomoda a ellas, no las sufre no gana nada con morir: es, vivo, un semi-muerto. En otros tiempos era un modelo; para nosotros no es más que un deshecho de la biología, una anomalía sin atractivo.
Difama usted la sabiduría porque no puede llegar a ella, porque le está «prohibida», piensa quizá usted. Creo que es completamente cierto que lo piensa. A lo cual yo os respondería que es demasiado tarde para ser sabio, que, de todas maneras, eso no serviría para nada sin contar que un mismo abismo nos devorará a todos, sabios o locos. Reconozco, por lo demás, que soy el sabio que nunca seré... Toda fórmula de salvación actúa en mí como un veneno: me deshace, aumenta mis dificultades, agrava mis relaciones con los otros, irrita mis heridas y, en lugar de ejercer sobre la economía de mis días una virtud salutífera, desempeña en ella un papel nefasto. Sí, toda sabiduría actúa en mí como un tóxico. Sin duda piensa usted igualmente que yo «voy» demasiado con esta época, que le hago demasiadas concesiones. A decir verdad, ahí os aplaudo y la rechazo en todo lo que puede haber en mí de pasión y de incoherencia. Me da la sensación de un último acto hipostasiado. ¿Hay que deducir de ello que nunca concluirá, que, interminable, perpetuará su inacabamiento? Nada de eso. Adivino lo que sucederá y, para saberlo mejor, me basta con leer y releer la carta de San Jerónimo tras el saqueo de Roma por Alarico. Expresa el asombro y el malestar de quien, desde la periferia de un Imperio, contempla su descomposición y su reblandecimiento. Meditadla: es como nuestro epitafio anticipado. Ignoro si es legítimo hablar del fin del hombre, pero estoy seguro de la caída de todas las ficciones en las que hemos vivido hasta la fecha. Digamos que el historiador desvela al fin su lado nocturno y, para seguir en la vaguedad, que un mundo se destruye. Pues bien: en la hipótesis de que sólo dependiese de mí el que eso no se produjese, yo no haría gesto alguno, no movería ni el dedo meñique. El hombre me atrae y me espanta, lo amo y lo odio, con una vehemencia que me condena a la pasividad. No concibo que nadie pueda molestarse para apartarlo de su fatalidad. ¡Qué ingenuo hay que ser para condenarle o defenderle! Feliz quien a su respecto experimente un sentimiento neto: perecerá salvado.
Para mi vergüenza os confesaré que hubo un tiempo en que yo mismo pertenecía a esa categoría de dichosos. Me tomaba muy a pecho el destino del hombre, aunque de otra manera que ellos. Yo debía tener veinte años, la misma edad de usted. «Humanista» al revés, me imaginaba yo — con mi orgullo todavía intacto— que llegar a convertirse en enemigo del género humano era la más alta dignidad a que podía aspirarse. Deseoso de cubrirme de ignominia, envidiaba a todos los que se exponían a los sarcasmos, a la baba de los otros y que, acumulando vergüenza sobre vergüenza, no se perdían ninguna ocasión de quedarse solos. Así llegué incluso a idealizar a Judas, porque, rehusándose a soportar por más tiempo el anonimato de la fidelidad, quiso singularizarse por la traición. No fue por venalidad, me complacía pensar; fue por ambición por lo que entregó a Jesús. Soñó con igualarle, con equivalerle en el mal; en el bien, frente a tal competencia, no tenía medio de distinguirse. Como el honor de ser crucificado le estaba prohibido supo hacer del árbol de Hakeldama una réplica de la Cruz. Todos mis pensamientos le seguían por el camino de la horca, mientras yo me disponía a vender también a mis ídolos. Envidiaba sus infamias, el valor que tuvo de hacerse execrar. ¡Qué sufrimiento ser un cualquiera, un hombre entre los hombres! Volviéndome hacia los monjes, meditando día y noche sobre su reclusión, me los imaginaba rumiando fechorías y crímenes más o menos abortados. Todo solitario, me decía yo, es sospechoso; un ser puro no se aísla. Para desear la intimidad de una celda hay que tener la conciencia cargada, hay que tener miedo de su conciencia. Deploraba yo que la historia del monacato hubiera sido realizada por espíritus honrados, tan incapaces de concebir la necesidad de resultar odioso para uno mismo como de experimentar esa tristeza que mueve las montañas... Hiena delirante, contaba con hacerme odioso para todas las criaturas, obligarlas a aliarse contra mí, aplastarlas o hacerme aplastar por ellas. Para decirlo en una palabra, yo era ambicioso... Después, al matizarse, mis ilusiones debían perder su virulencia y encaminarse modestamente hacia el asco, el equívoco y el alelamiento.
Al término de estas palabras no puedo impedirme repetir que discierno mal el lugar que quiere usted ocupar en nuestro tiempo; ¿tendrá usted la suficiente flexibilidad o deseo de inconsistencia como para insertarse en él? Vuestro sentido del equilibrio no presagia nada bueno. Tal como es usted ahora, aún le falta mucho camino por andar. Para liquidar su pasado, sus inocencias, precisará usted de una iniciación al vértigo. Cosa fácil para quien comprende que el miedo, injertándose en la materia, le hizo dar ese salto del que somos algo así como el último eco. No hay miedo, sólo hay este miedo que se desenvuelve y se disfraza de instantes..., que está ahí, en nosotros y fuera de nosotros, omnipresente e invisible, misterio de nuestros silencios y de nuestros gritos, de nuestras oraciones y de nuestras blasfemias. Pues bien: es precisamente en el siglo XX donde, floreciente, orgulloso de sus conquistas y de sus éxitos, se aproxima a su apogeo. Ni nuestros frenesíes ni nuestro cinismo esperaban tanto. Y ya nadie se asombrará de que estemos tan lejos de Goethe, del último ciudadano del cosmos del último gran ingenuo. Su «mediocridad» alcanza la de la Naturaleza. Es el menos desarraigado de los espíritus: un amigo de los elementos. Opuestos a todo lo que él fue, es para nosotros una necesidad y casi un deber ser injustos respecto a él, romperle en nosotros, rompernos...
Si no tiene usted la fuerza de desmoralizarse con esta época, de ir tan bajo y tan lejos como ella, no se queje de ser un incomprendido. Sobre todo no se crea un precursor: no habrá luz en este siglo. Si se empeña usted en aportarle alguna innovación, hurgue en sus noches o desespere de su carrera.
En todo caso, no me acuse de haber utilizado con usted un tono perentorio. Mis convicciones son pretextos: ¿con qué derecho se las impondría a usted? No sucede lo mismo con mis fluctuaciones; ésas no las invento, creo en ellas, creo en ellas pese a mí. De este modo, es de buena fe y a mi pesar cómo os he infligido esta lección de perplejidad.