Intentaré divagar sobre las pruebas sufridas por un pueblo, sobre su historia que desconcierta a la Historia, sobre su destino que parece depender de una lógica sobrenatural en la que lo inaudito se mezcla con la evidencia, el milagro con la necesidad. Unos le llaman raza, otros nación, otros tribu. Como se rehúsa a toda clasificación, lo que de él puede decirse de preciso, es inexacto; ninguna definición le conviene. Para captarlo mejor, sería preciso recurrir a alguna categoría aparte, pues todo en él es insólito: ¿acaso no es el primero en haber colonizado el cielo y haber situado en él a su dios? Tan impaciente de crear mitos como de destruirlos, se ha creado una religión de la que se reclama y de la que se avergüenza... Pese a su clarividencia, hace gustosamente concesiones a la ilusión: espera, siempre espera demasiado... Conjunción extraña de energía y de análisis, de sed y de sarcasmo. Con tantos enemigos como tiene, otro cualquiera en su lugar se hubiera rendido; pero él, inepto para las dulzuras de la desesperación, pasando por alto su fatiga milenaria, las conclusiones que su suerte le impone, vive en el delirio de la espera, completamente decidido a no sacar una enseñanza de sus humillaciones, ni deducir de ellas una regla de modestia, un principio de anonimato. Prefigura la diáspora universal: su pasado resume nuestro porvenir. Cuanto más vislumbramos los días que se nos aproximan, más nos acercamos a él y más le huimos: todos temblamos de tener que igualarle un día... «Pronto seguiréis mis pasos», parece decirnos, mientras traza, sobre nuestras certidumbres, un signo de interrogación ...
Ser hombre es un drama; ser judío, otro. De este modo, el judío tiene el privilegio de vivir dos veces nuestra condición. Representa la existencia separada por excelencia o, para emplear una expresión con la que los teólogos califican a Dios, lo absolutamente otro. Consciente de su singularidad, piensa en ella sin cesar y no la olvida jamás; de dónde le viene ese aire forzado, crispado; o falsamente seguro de sí, tan frecuente entre los que llevan la carga de un secreto. En lugar de enorgullecerse de sus orígenes, de exhibirlos y proclamarlos, los camufla: pero ¿acaso su suerte, distinta a cualquier otra, no le confiere el derecho de mirar con altanería a la turba humana? Siendo víctima, reacciona a su manera, como un vencido sui generis. Por más de un aspecto, se emparienta con esa serpiente de la que hizo un personaje y un símbolo. No vayamos, sin embargo, a creer que él también tiene la sangre fría: sería ignorar su verdadera naturaleza, sus apasionamientos, su capacidad de amor y de odio, su gusto por la venganza o las excentricidades de su caridad. (Ciertos rabinos hasidicos en nada ceden a los santos cristianos). Excesivo en todo, emancipado de la tiranía del paisaje, de las ingenuidades del arraigamiento, sin ataduras, acósmico, es el hombre que nunca será de aquí, el hombre venido de otra parte, el extranjero en sí, y que no podría sin equívoco hablar en nombre de los indígenas, de todos. Traducir sus sentimientos, convertirse en su intérprete, ¡qué tarea le representaría, si lo pretendiese! No hay muchedumbre que pueda él arrastrar, llevar, sublevar: la trompeta no le corresponde, se le reprocharán sus padres, sus ancestros que reposan lejos, en otros países, en otros continentes. Carente de tumbas que mostrar o que explotar, sin medio de ser el portavoz de ningún cementerio, no representa a nadie sino a sí mismo, nada más que a sí mismo. ¿Que se reclama del último slogan? ¿Que se encuentra en el comienzo de una revolución? Se verá rechazado en el momento mismo en que sus ideas triunfen, en que sus frases tengan fuerza de ley. Si sirve a una causa, no podrá enorgullecerse de ella hasta el final. Llegará un día en que le sea preciso contemplarla como espectador, como decepcionado. Después defenderá otra, con sinsabores no menos patentes. ¿Que cambia de país? Su drama vuelve a comenzar: el éxodo es su asentamiento, su certidumbre, su hogar.
Mejor y peor que nosotros, encarna los extremos a los que aspiramos sin alcanzarlos: es nosotros más allá de nosotros mismos... Como su capacidad de absoluto supera a la nuestra, ofrece, para bien y para mal, la imagen ideal de nuestras capacidades. Su soltura para el desequilibrio, la rutina que ha adquirido en él, le convierte en un desquiciado, experto en psiquiatría como en toda clase de terapéuticas, un teórico de sus propios males: no es como nosotros, anormal por accidente o por esnobismo, sino naturalmente, sin esfuerzo y por tradición: tal es la ventaja de un destino genial a la escala de un pueblo. Ansioso entregado a la acción, enfermo incapaz de guardar cama, se cura mientras avanza. Sus reveses no se parecen a los nuestros; hasta en la desgracia rechaza el conformismo. Su historia es un interminable cisma.
Vejado en nombre del Cordero, indudablemente permanecerá no cristiano mientras el cristianismo se mantenga en el poder. Pero le gusta tanto la paradoja —y los sufrimientos que de ella se derivan— que quizá se convierta a la religión cristiana en el momento en que sea universalmente aborrecida. Entonces se le perseguirá por su nueva fe. Titular de un destino religioso ha sobrevivido a Atenas y a Roma, como sobrevivirá a Occidente y seguirá su carrera, envidiado y odiado por todos los pueblos que nacen y mueren...
Cuando las iglesias hayan sido abandonadas para siempre, los judíos volverán a ellas o edificarán otras, o, lo que es más probable, colocarán la cruz sobre las sinagogas. Entre tanto, acechan el momento en que Jesús sea abandonado: ¿verán entonces en él al verdadero Mesías? Eso se sabrá al final de la Iglesia..., pues, a menos de un embrutecimiento imprevisible, no se dignarán a arrodillarse con los cristianos ni a gesticular con ellos. A Cristo lo hubieran reconocido si no hubiese sido aceptado por las naciones y si no hubiera llegado a ser un bien común, un mesías de exportación. Bajo la dominación romana, fueron los únicos en no admitir en sus templos las estatuas de los emperadores; cuando les forzaron a ello, se sublevaron. Su esperanza mesiánica no fue tanto un sueño de conquistar las otras naciones como de destruir sus dioses por la gloria de Yahvé: teocracia siniestra erguida ante un politeísmo de marchamo escéptico. Como hacían bando aparte en el imperio, se les tachaba de ignominia, pues no se comprendía su exclusivismo, su rechazo a sentarse a la mesa con los extranjeros, a participar en los juegos, en los espectáculos, a mezclarse con los otros y a respetar sus costumbres. No concedían crédito más que a sus propios prejuicios: de ahí la acusación de «misantropía», crimen que les imputaban Cicerón, Séneca, Celso y, con ellos, toda la antigüedad. Ya en el 130 a. de J. C., durante el sitio de Jerusalén por Antíoco, los amigos de éste le aconsejaron «apoderarse de la ciudad por la fuerza, y aniquilar completamente la raza judía: pues, única entre todas las naciones, se rehusaba a tener ninguna relación social con los otros pueblos y los consideraba como enemigos» (Posidonio de Apamea). ¿Les complació el papel de indeseables? ¿Querían desde el principio estar solos en la Tierra? Lo que es cierto es que aparecieron durante largo tiempo como la encarnación misma del fanatismo y que su inclinación por la idea liberal es, más que innata, adquirida. El más intolerante y el más perseguido de los pueblos unió el universalismo al particularismo más estricto. Contradicción de su naturaleza: es inútil intentar resolverla o explicarla.
Desgastado hasta la médula, el cristianismo ha dejado de ser una fuente de asombro y de escándalo, de hacer estallar crisis o de fecundar las inteligencias. Ya no incomoda al espíritu ni le obliga a la menor interrogación; las inquietudes que suscita como sus respuestas y sus soluciones, son blandas, adormecedoras: ningún desgarramiento de futuro ni ningún drama podrían venir de él. Su época ha pasado: ahora ya bostezamos ante la cruz... Intentar salvarla, prolongar su carrera, eso ya ni se nos ocurre; ocasionalmente despierta nuestra... indiferencia. Tras haber ocupado nuestras profundidades, apenas se mantiene ya en nuestra superficie; pronto, destituido, irá a aumentar el número de experiencias fallidas. Contemplad las catedrales: habiendo perdido el impulso que llevaba su masa, convertidas de nuevo en piedra, se empequeñecen y se desploman; incluso su flecha, que antaño apuntaba insolentemente hacia el cielo, sufre la contaminación de la pesantez e imita la modestia de nuestros cansancios.
Cuando, por azar, penetramos en una de ellas, pensamos en la inutilidad de las oraciones que allí se profirieron, en tantas fiebres y locuras derrochadas en vano. Pronto el vacío reinará en ellas. Ya no hay nada gótico en la materia, ni hay nada gótico en nosotros. Si el cristianismo conservaba una apariencia de reputación, se lo debe a los retrasados que, persiguiéndole con un odio retrospectivo, quisieran pulverizar los dos mil años en que, no se sabe por qué manejo, obtuvo la aquiescencia de los espíritus. Como tales retrasados, tales odiadores se hacen más y más raros, y él no se consuela de la pérdida de una popularidad tan larga, mira hacia todos los lados al acecho de un suceso susceptible de volver a traerle al primer plano de la actualidad. Para que llegara a ser «curioso», sería preciso elevarlo a la dignidad de una secta maldita; sólo los judíos podrían encargarse de ella: proyectarían en él la suficiente rareza para renovarlo y rejuvenecer el misterio. Si lo hubiesen adoptado en el momento bueno, hubieran corrido la suerte de tantos otros pueblos de los que la historia apenas conserva el nombre. Fue para evitarse tal suerte por lo que lo rechazaron. Dejando a los gentiles las efímeras ventajas de la salvación, optaron por los inconvenientes duraderos de la perdición. ¿Infidelidad? Es el reproche que, siguiendo a San Pablo, no deja de hacérseles. Reproche ridículo, porque su falta consiste precisamente en una excesivamente grande fidelidad a sí mismos. A su lado, los primeros cristianos parecen oportunistas: seguros de su causa, esperaban alegremente cl martirio. Exponiéndose a él, no hacían por lo demás sino reverenciar las costumbres de una época en la que el gusto por las hemorragias espectaculares hacía fácil lo sublime.
Completamente distinto es el caso de los judíos. Rehusando seguir las ideas de su tiempo, la gran locura que se apoderaba del mundo, escaparon provisionalmente a las persecuciones. Pero ¡a qué precio! Por no haber compartido los sinsabores momentáneos de los nuevos fanáticos, iban después a soportar el peso y el terror de la cruz, pues es para ellos, y no para los cristianos, para quien llegó a ser símbolo de suplicio.
A lo largo de la Edad Media, se hicieron asesinar porque habían crucificado a uno de ellos... Ningún pueblo ha pagado tan caro un gesto inconsiderado, pero explicable y, bien mirado, natural. Por lo menos tal me pareció el día que asistí al espectáculo de la «Pasión» en Oberammergau. En el conflicto entre Jesús y las autoridades es por Jesús, evidentemente, por quien el público, con abundantes lágrimas, toma partido. Esforzándome inútilmente en hacer otro tanto, me sentí solo en la sala. ¿Qué había sucedido? Me encontraba en un proceso en el que los argumentos de la acusación me impresionaban por su justeza. Anás y Caifás encarnaban a mis ojos el sentido común mismo. Empleando procedimientos honrados, prestaban interés al caso que se les sometía. Quizá no pedían más que convertirse. Yo compartía su exasperación ante las respuestas imprecisas del acusado. Irreprochables en todo momento, no usaban ningún subterfugio teológico o jurídico: un interrogatorio perfecto. Su probidad me conquistó: me puse de su lado y aprobé a Judas, no sin despreciar sus remordimientos. Desde ese momento, el desenlace del conflicto mc dejó indiferente. Y cuando dejaba la sala, pensé que el público perpetuaba por medio de sus lágrimas un malentendido dos veces milenario.
Por grávido de consecuencias que haya sido, el rechazo del cristianismo sigue siendo la más estupenda hazaña de los judíos, un no que les honra. Si antes marchaban solos por necesidad ahora lo harán por resolución, como réprobos dotados de un gran cinismo, de la única precaución que han tomado contra su porvenir...
Orgullosos de sus crisis de conciencia, los cristianos, contentos de que otro haya sufrido por ellos, se relajan a la sombra del Calvario. Si a veces se atarean en rehacer las etapas, ¡menudo partido saben sacar de ello! Con aire de aprovechados, se regodean en la iglesia, y, cuando salen, apenas disimulan esa sonrisa que da la certeza obtenida sin fatiga. La gracia —¿no es cierto?— se encuentra de su lado, gracia barata, sospechosa, que les dispensa de todo esfuerzo. Son «salvados» de circo, fanfarrones de la redención, gozadores cosquilleados por la humildad, el pecado, y el infierno. Si atormentan su conciencia, lo hacen para procurarse sensaciones. Y se procuran aún más si atormentan la vuestra. En cuanto descubran algunos escrúpulos, algún desgarramiento o la presencia obsesiva de una falta o de un pecado, ya no os soltarán, os obligarán a exhibir vuestro problema o a gritar vuestra culpabilidad, mientras ellos asisten, sádicos, al espectáculo de vuestra zozobra. Llorad si podéis: eso es lo que esperan, impacientes de emborracharse con vuestras lágrimas, de chapotear, caritativos y feroces, en vuestras humillaciones, de regodearse con vuestros dolores. Todos esos hombres de convicciones están tan ávidos de sensaciones dudosas que las buscan por todas partes y, cuando no las encuentran en el exterior, se precipitan sobre ellos mismos. Lejos de estar obsesionado por la verdad, el cristiano se maravilla de sus «conflictos interiores», de sus vicios y de sus virtudes, de su poder de intoxicación, retoza en torno a la Cruz y, epicúreo de lo horrible, asocia el placer a sentimientos que no lo comportan en absoluto: ¿acaso no ha inventado el orgasmo del remordimiento? Así se gana siempre ...
Aunque elegidos, los judíos no habían de adquirir por esta elección ninguna ventaja: ni paz, ni salvación... Por el contrario, se les impuso como una prueba, como un castigo. Elegidos sin la gracia. De este modo sus oraciones tienen tanto más mérito cuanto que se dirigen a un dios sin excusa.
No es que haya que condenar en masa a los gentiles. Pero, a fin de cuentas, no tienen de qué estar tan orgullosos: forman tranquilamente parte del «género humano»... Esto es precisamente lo que, de Nabucodonosor a Hitler, no se ha querido conceder a los judíos; desdichadamente, estos últimos no tuvieron el valor de glorificarse de ello. Con una arrogancia de dioses, hubieran debido jactarse de sus diferencias, proclamar ante la faz del universo que no tenían semejantes ni querían tener, escupir sobre las razas y los imperios, y, en un ímpetu de autodestrucción, sostener las tesis de sus detractores, dar la razón a quienes les odian... Dejemos los pesares o el delirio. ¿Quién se atreve a tomar por su propia cuenta los argumentos de sus enemigos? Tal orden de grandeza, apenas concebible en una persona, no lo es en absoluto en un pueblo. El instinto de conservación afea tanto a los individuos como a las colectividades.
Si los judíos no tuviesen que afrontar más que el antisemitismo profesional, su drama se vería sensiblemente disminuido. Enfrentados de hecho con la casi totalidad de la humanidad, saben que el antisemitismo no representa un fenómeno de época, sino una constante, y que sus verdugos de ayer empleaban los mismos términos que Tácito... Los habitantes del globo se dividen en dos categorías: los judíos y los no judíos. Si se sopesase los méritos de unos y de otros, sin disputa, serían los primeros los que prevaleciesen; tendrían bastantes títulos para hablar en nombre de la humanidad y considerarse sus representantes. No se decidirán a ello en tanto conserven cierto respeto, cierta debilidad por el resto de los humanos. ¡Vaya idea la de quererse hacer amar! Se atarean en ello sin lograrlo. Tras tantas tentativas infructuosas, ¿no les valdría más rendirse a la evidencia, admitir, finalmente, lo bien fundado de sus decepciones ?
No hay suceso, fechoría o catástrofe de la que sus adversarios no les hayan hecho responsables. Insensato homenaje. Y no es que haya que minimizar su papel; pero, para ser justos, hay que entendérselas únicamente con sus errores verdaderos: el más considerable sigue siendo haber producido un dios cuya fortuna —única en la historia de las religiones— da motivos para quedarse pensativo; nada hay en él que legitimase un éxito parecido: bravucón grosero, lunático, verboso, podía como mucho, responder a las necesidades de una tribu; que un día se convirtiese en objeto de sabias teologías, en patrón de civilizaciones refinadas, eso nadie podía haberlo previsto jamás. Si ellos no nos lo han inflingido, tienen, sin embargo, la responsabilidad de haberlo concebido. Es una mancha en su genio. Podían haberlo hecho mejor. Por vigoroso, por viril que parezca, ese Yahvé (del que el cristianismo nos presenta una versión corregida) no deja de inspirarnos cierta desconfianza. En lugar de agitarse de querer imponerse, hubiera debido ser, en vista de sus funciones, más correcto, más distinguido y, sobre todo, más seguro de sí mismo. Las incertidumbres le corroen: grita, truena, fulmina... ¿Es esto un signo de fuerza? Bajo sus aires de grandeza, vislumbramos a un usurpador que, olfateando el peligro, teme por su reino y aterroriza a sus súbditos. Procedimiento indigno de quien no cesa de invocar la Ley y que exige que se sometan a ella. Si, como sostiene Moses Mendelssohn, el judaísmo no es una religión sino una legislación revelada, se encontrará raro que semejante dios sea su autor y su símbolo, él, que precisamente no tiene nada de legislador. Incapaz del menor esfuerzo de objetividad, imparte justicia como le da la gana, sin que ningún código venga a limitar sus divagaciones y sus fantasías. Es un déspota tan cobarde como agresivo, saturado de complejos, un paciente ideal para el psicoanálisis. Desarma a la metafísica, que no vislumbra en él ninguna huella de ser sustancial que se sustente a sí mismo, superior al mundo y contento del intervalo que le separa de él: payaso que ha heredado el cielo y que perpetúa en él las peores tradiciones de la Tierra, emplea los mayores medios, asombrado de su poder y orgulloso de hacer sentir sus efectos. Sin embargo, sus vehemencias, sus cambios de humor, su desaliño, sus ímpetus espasmódicos acaban por atraernos, va que no por convencernos. Absolutamente nada resignado a su eternidad, interviene en los asuntos terrenos, lo embarulla, siembra en ellos la confusión y el bochinche. Desconcierta, irrita, seduce. Por descentrado que esté, conoce sus encantos y se sirve de ellos a placer. Pero ¿para qué recensionar las taras de un dios cuando se extienden a todo lo largo del Antiguo Testamento, junto al cual el nuevo parece una pobre alegoría enternecedora? La poesía y la aspereza del primero en vano las buscaremos en el segundo, en que todo es amenidad sublime, relato dedicado a las «almas bellas». A los judíos les ha repugnado reconocerse en él: hubiera sido caer en la trampa de la felicidad, desproveerse de su singularidad, optar por un destino «honroso», todas ellas cosas extrañas a su vocación. «Moisés, para mejor dominar a la nación, instituyó nuevos ritos, contrarios a los de todos los otros mortales. En ellos, todo lo que nosotros reverenciamos es befado; en cambio, todo lo que es impuro entre nosotros es allí admitido». (Tácito).
«Todos los otros mortales», este argumento estadístico del que la antigüedad abusó, no podía escapársele a los modernos: ha servido, siempre servirá. Nuestro deber es volverlo en favor de los judíos, emplearlo en la edificación de su gloria. Se ha olvidado demasiado deprisa que ellos fueron los ciudadanos del desierto, que lo llevan todavía en ellos como su espacio íntimo, y lo perpetúan a través de la historia, con gran asombro de esos árboles humanos que son «los otros mortales».
Quizá convendría añadir que ese desierto, lejos de hacer de él solamente su espacio íntimo, lo prolongan físicamente en el ghetto. Quien haya visitado uno (preferentemente en los países del Este), no ha podido dejar de advertir que la vegetación estaba ausente, que nada florecía, que todo estaba seco y desolado: extraño islote, pequeño universo sin raíces, a la medida de sus habitantes, tan alejados de la vida terrena como los ángeles o los fantasmas.
«Los pueblos experimentan contra los judíos, observa uno de sus correligionarios, la misma animosidad que debe sentir la harina contra la levadura que la impide reposar». Reposo, es lo único que pedimos; quizá los judíos lo piden también, pero les está prohibido. Su febrilidad os aguijonea, os azota, os arrastra. Modelos de furor y de amargura, os hacen adquirir el gusto de la rabia, de la epilepsia, de las aberraciones que estimulan, y os recomiendan la desdicha como un excitante.
Si han degenerado, como comúnmente se piensa, uno desearía esa forma de degeneración a todas las naciones viejas... «Cincuenta siglos de neurastenia», dijo Péguy. Sí, pero una neurastenia de temerarios, y no de desfondados, de débiles, de decrépitos. La decadencia, fenómeno inherente a todas las civilizaciones, ellos no la conocen, hasta tal punto es cierto que su carrera, aunque tiene lugar en la historia, no es en absoluto de esencia histórica: su evolución no comporta ni crecimiento ni decrepitud, ni apogeo ni caída; sus raíces se hunden en quién sabe qué tierra; con toda certeza, no en la nuestra. No hay nada de natural, de vegetal en ellos, ninguna «savia» ninguna posibilidad de marchitarse. Hay en su perennidad algo de abstracto, pero no de exangüe, una pizca de lo demoníaco, esto es, de algo irreal y activo juntamente, un halo inquietante y algo así como un nimbo al revés que los individualiza para siempre.
Si escapan de la decadencia, aun con mayor razón escapan de la hartura, llaga de la que ningún pueblo viejo está resguardado, y contra la que toda medicación se revela inoperante: ¿no ha roído ya a más de un imperio, a más de un alma, a más de un organismo? Ellos están milagrosamente indemnes. ¿De qué podrían estar hartos, cuando no han conocido ninguna tregua, ninguno de esos momentos de plenitud, propicios al asco pero nefastos para el deseo, para la voluntad, para la acción? No pudiendo detenerse en ninguna parte, les es forzoso desear, querer, actuar, mantenerse en la ansiedad y la nostalgia. ¿Que se fijan un objetivo? No durará: todo acontecimiento no será para ellos más que una repetición de la Ruina del Templo. ¡Recuerdos y perspectivas de derrumbamiento! El anquilosamiento de una tregua no les amenaza. Mientras que a nosotros nos es penoso perseverar en un estado de avidez, ellos no salen de él nunca, por decirlo así, y experimentan en él una especie de bienestar mórbido, propio de una colectividad en la que el trance es endémico y cuyo misterio depende de la teología y de la pedagogía, sin que, por otra parte, sea elucidado por los esfuerzos combinados de una y otra.
Acorralados en sus profundidades y temiéndolas, intentan apartarse de ellas, eludirlas, agarrándose a las bagatelas de la conversación: hablan, hablan... Pero la cosa más fácil del mundo, que es permanecer en la superficie de uno mismo, jamás la logran. La palabra es para ellos una evasión; la sociabilidad, una autodefensa. No podemos imaginar sin temblar sus silencios, sus monólogos. Nuestras calamidades, los vaivenes de nuestra vida, son para ellos desastres familiares, rutina; su tiempo es crisis superada o crisis futura. Si por religión se entiende la voluntad de la criatura de elevarse por medio de sus malestares, tienen todos ellos, devotos o ateos, un fondo religioso, una piedad, de la que tuvieron buen cuidado de eliminar la dulzura, la complacencia, el recogimiento y todo lo que en ella halaga a los inocentes, los débiles, los puros. Es una piedad sin candor, pues ninguno de ellos es cándido, tal como, en otro plano, ninguno de ellos es tonto. (La tontería, efectivamente, no encuentra cauce en ellos: casi todos son vivos; los que no lo son, unas cuantas raras excepciones, no se limitan a la simple estupidez, van más lejos: son retrasados mentales).
Se comprende que el rezo pasivo, cansino, no sea de su gusto; además, tampoco agrada a su dios que al contrario que el nuestro, soporta mal el hastío. Sólo el sedentario reza en paz, sin apresurarse; los nómadas, los perseguidos, deben actuar deprisa y apresurarse hasta en sus genuflexiones. Es que invocan a un dios que también es nómada, perseguido también, y que les comunica su impaciencia y su apresuramiento.
Cuando uno está próximo a capitular, ¡qué enseñanza y qué correctivo supone su tenacidad! ¡Cuántas veces, mientras yo rumiaba mi perdición, he pensado en su empecinamiento, en su testarudez, en su tan reconfortante como inexplicable apetito de ser! Les soy deudor de numerosos cambios de opinión, de muchos compromisos con la no evidencia de vivir. Y, empero, ¿les he hecho siempre justicia? He distado mucho de ello. Si bien, a los veinte años, los amaba hasta el punto de lamentar no ser uno de ellos, algún tiempo más tarde, no pudiendo perdonarles el haber desempeñado un papel de primer plano en el curso de los tiempos, me puse a detestarlos con la rabia de un amor-odio. El brillo de su omnipresencia me hacía sentir aún más la oscuridad de mi país, abocado, lo sabía, a ser ahogado e incluso a desaparecer; mientras que ellos, lo sabía no menos bien, sobrevivirían a todo, pasase lo que pasase. Por lo demás, en aquella época, yo no tenía más que una conmiseración libresca por sus sufrimientos pasados y no podía adivinar los que les esperaban. Más adelante, pensando en sus tribulaciones y en la firmeza con que las soportaron, debía captar el valor de su ejemplo y sacar de él algunas razones para combatir mi tentación de abandonarlo todo. Pero cualquiera que fuesen, en diversos momentos de mi vida, mis sentimientos hacia ellos, en un punto nunca he variado: me refiero a mi apego al Antiguo Testamento, el culto que siempre he profesado a su libro, providencia de mis desenfrenos o de mis amarguras. Gracias a él comulgué con ellos, con lo mejor de sus aflicciones; también, gracias a él y a los consuelos que de él saqué, muchas de mis noches, por inclementes que fuesen, me parecieron tolerables. Esto no pude olvidarlo ni siquiera cuando me parecieron merecer su oprobio. Y es el recuerdo de ésas noches en las que, por los agudos rasgos de ingenio de Job y de Salomón, estuvieron tan a menudo presentes, el que legitima las hipérboles de mi gratitud. ¡Que otro les haga la ofensa de tener respecto a ellos opiniones sensatas! En cuanto a mí toca, no sabría resolverme a ello: medirles con nuestro rasero supone despojarles de sus privilegios, hacer de ellos simples mortales una variedad cualquiera del tipo humano. Felizmente, desafían nuestros criterios, así como las investigaciones del buen sentido. Reflexionando sobre estos domadores del abismo (de su abismo), se vislumbra la ventaja que hay en no perder pie, en no ceder a la voluptuosidad de ser un detritus y, al meditar sobre su rechazo del naufragio, uno hace voto de imitarlos, aun sabiendo que es vano pretenderlo, que a nosotros nos toca hundirnos, responder a la llamada del precipicio. Esto no impide que, al apartarnos, aunque no fuera más que temporalmente, de nuestras veleidades de despeñarnos, nos enseñen a pactar con un mundo vertiginoso, insoportable: son maestros de existir. De todos los que conocieron un largo período de esclavitud, sólo ellos lograron resistir a los sortilegios de la abulia. Son fuera de la ley que almacenan fuerzas. En el momento en que la Revolución les daba un estatuto, poseían disponibilidades biológicas más importantes que las de otras naciones. Cuando, libres al fin, aparecieron, en el siglo XIX, a la luz del día asombraron al mundo: desde la época de los conquistadores, no se había asistido a semejante intrepidez, a semejante sobresalto. Imperialismo curioso, inesperado, fulgurante. Interiorizada durante tanto tiempo, su vitalidad estalló; y a ellos, que parecían tan desvaídos, tan humildes, se les vio presa de una sed de poder, de dominio y de gloria que aterró a la sociedad desencantada en la que comenzaron a afirmarse y a la cual esos viejos indomables iban a difundir nueva sangre. Rapaces y generosos, insinuándose en todas las ramas del comercio y del saber, en toda clase de empresas, no para atesorar, sino, fervientes del todo por el todo, para derrochar, para dilapidar; hambrientos en plena hartura, buscadores de eternidad confinados en lo cotidiano, amarrados al oro y al cielo, y mezclando incesantemente el brillo del uno y del otro —promiscuidad luminosa y estupefaciente, torbellino de abyección y de trascendencia— poseen en sus incompatibilidades su verdadera fortuna. En la época en que vivían de la usura, ¿acaso no profundizaban en secreto la Cábala? Dinero y misterio: obsesiones que han conservado en sus ocupaciones modernas, complejidad inextricable, fuente de poder. ¿Encarnizarse contra ellos, combatirlos? Sólo el insensato se arriesga a ello: sólo él se atreve a afrontar las armas invisibles de las que están dotados.
En la historia contemporánea, inconcebible sin ellos, han introducido una cadencia acelerada, un jadeo de buena ley, un aliento soberbio, del mismo modo que un veneno profético cuya virulencia no ha dejado de desconcertarnos. ¿Quién puede permanecer neutral en su presencia? Acercarse a ellos siempre es provechoso. En la diversidad del paisaje psicológico, cada uno de ellos es un caso. Y si les conocemos bajo ciertos aspectos, todavía tenemos que avanzar mucho trecho por el interior de sus enigmas. Incurables que intimidan a la muerte, que han descubierto el secreto de otra salud, de una salud peligrosa, de una dolencia salutífera, os obsesionan, os atormentan y os obligan a elevaros al nivel de su conciencia, de sus vigilias. Con los Otros, la cosa cambia: a su lado se duerme uno. ¡Qué seguridad, qué paz! De golpe, uno se siente «entre los nuestros», bosteza, se ronca sin temor. Al frecuentarlos, uno se siente dominado por la apatía del terruño. Incluso los más refinados parecen campesinos, palurdos frustrados. Se revuelcan, pobres, en una fatalidad mullida. aunque tuvieran genio, serían unos cualquiera. Les persigue una suerte adversa: su existencia es tan evidente, tan admitida como la de la tierra o el agua. Son elementos adormecidos.
No hay seres menos anónimos. Sin ellos, las ciudades serían irrespirables; mantienen en ellas un estado de fiebre, a falta del cual toda aglomeración se convierte en provincia: una ciudad muerta es una ciudad sin judíos. Eficaces como el fermento y el virus, inspiran un doble sentimiento de fascinación y de malestar. Nuestra reacción respecto a ellos es casi siempre ambigua: ¿qué comportamiento preciso conviene para acoplarnos a ellos, dado que se sitúan juntamente por encima y por debajo de nosotros, a un nivel que nunca es el nuestro? De ello proviene un malentendido trágico, inevitable, del que nadie es culpable. ¡Qué locura por su parte haberse apegado a un dios especial, y qué remordimientos no deben experimentar cuando vuelven sus miradas hacia nuestra insignificancia! Nadie desenredará jamás la madeja inextricable en la que nos vemos envueltos los unos respecto a los otros. ¿Correr a socorrerlos? No tenemos nada que ofrecerles. Y lo que ellos nos ofrecen, nos rebasa. ¿De dónde vienen? ¿Quiénes son? Abordémosles con un máximo de perplejidad: quien toma respecto a ellos una actitud neta, los desconoce, los simplifica y se torna indigno de sus extremismos.
Cosa notable: sólo el judío frustrado se nos parece, es de los «nuestros»: parecería que ha retrocedido hacia nosotros, hacia nuestra humanidad convencional y efímera. ¿Habrá que deducir que el hombre es un judío que no ha llegado a realizarse?
Amargos e insaciables, lúcidos y apasionados, siempre en vanguardia de la soledad, representan el fracaso en marcha. Si no veneran la desesperación cuando todo debería inclinarlos a ello, la razón es que hacen proyectos como quien respira, que padecen la enfermedad del proyecto. En el curso de una jornada, cada uno de ellos concibe un número incalculable de éstos. Contrariamente a las razas enmohecidas, se aferran a lo inminente, se hunden en lo posible: tal es el automatismo de lo nuevo que explica la eficacia de sus divagaciones, tanto como el horror que tienen de toda comodidad intelectual. Sea cual sea el país que habitan, ocupan el punto extremo del espíritu. Reunidos, constituirían un conjunto de excepciones, una suma de capacidades y talentos sin precedentes en ninguna otra nación. ¿Que practican un oficio? Su curiosidad no se limita a él; cada cual posee pasiones o aficiones que le hacen trascenderlo, amplían su saber y le permiten abrazar las profesiones más dispares, de tal suerte que su biografía implica una multitud de personajes unidos por una sola voluntad, que también carece de precedentes. La idea de «perseverar en el ser» fue concebida por su mayor filósofo; tal ser lo han conseguido con arduo esfuerzo. Se comprende su manía del proyecto: al presente que adormece, oponen las virtudes afrodisíacas del mañana. También fue uno de ellos quien hizo del devenir la idea central de su filosofía. No hay contradicción entre las dos ideas, pues el devenir se refiere al ser que proyecta y se proyecta, al ser desintegrado por la esperanza.
Por lo demás, ¿no es vano afirmar que en filosofía son esto o lo otro? Si tienden hacia el racionalismo; es menos por inclinación que por necesidad de reaccionar contra ciertas tradiciones que les excluían y por cuya causa tuvieron que padecer. Su genio, de hecho, se acomoda a cualquier forma de teoría, a cualquier corriente de ideas, del positivismo al misticismo. Poner el acento únicamente sobre su propensión al análisis, es empobrecerlos y hacerles una grave injusticia. Son, en cualquier caso, gente que ha rezado enormemente. Uno lo advierte en sus rostros, más o menos descoloridos por la lectura de los salmos. Y, además, sólo entre ellos se encuentran banqueros pálidos... Algo debe significar eso. Finanzas y De profundis! —incompatibilidad sin precedentes, quizá la clave del misterio de todos ellos.
Combatientes por gusto —es el más guerrero de los pueblos civiles— proceden en los asuntos como estrategas y nunca se confiesan vencidos, aunque lo estén a menudo. Condenados... benditos, cuyo instinto e inteligencia no se neutralizan uno a otro: todo les sirve de tónico, hasta sus taras. Su carrera, con sus errabundos y sus vértigos, ¿cómo va a ser comprendida por una humanidad poltrona? Aunque no tuvieran sobre ésta más que la superioridad de un fracaso inexhaustible, de una manera más lograda de no realizarse, esto bastaría para asegurarles una relativa inmortalidad. Su resorte aguanta bien: se rompe eternamente.
Dialécticos activos, virulentos, aquejados de una neurosis del intelecto (la cual, lejos de entorpecerse en sus empresas, les empuja a ellas, les hace dinámicos, les obliga a vivir bajo presión), están fascinados, pese a su lucidez por la aventura. Nada les hace retroceder. El tacto, vicio terreno, prejuicio de las civilizaciones enraizadas, instinto del protocolo, no es su fuerte: la culpa la tiene su orgullo de desollados, su espíritu agresivo. Su ironía, lejos de ser una diversión a expensas de los otros, una forma de sociabilidad o un capricho, huele a hiel reprimida; es una acidez antigua; envenenada, sus rasgos matan. Participa, no de la risa, que es alivio de tensión sino de la risotada sarcástica, que es crispación y revancha de los humillados. Ahora bien, reconozcámoslo, los judíos son insuperables en la risotada. Para comprenderlos, o adivinarlos, debe uno, como ellos, haber perdido más de una patria, ser, como ellos, ciudadano de todas las ciudades, combatir sin bandera contra todo el mundo saber, siguiendo su ejemplo, abrazar y traicionar todas las causas. Tarea difícil, pues, a su lado, somos, sean cuales fueran nuestros sinsabores, pobres diablos hundidos en la felicidad y la geografía, neófitos del infortunio, chapuceros de todo tipo. Si no tienen el monopolio de la sutileza, es claro al menos que su forma de inteligencia es la más turbadora que cabe, la más antigua; se diría que lo saben todo desde siempre, desde Adán, desde... Dios.
Que no se les acuse de arribistas: ¿cómo van a serlo si han atravesado y marcado tantas civilizaciones? No hay en ellos nada reciente, improvisado: su promoción a la soledad coincide con la aurora de la historia; sus mismos defectos son imputables a la vitalidad de su vejez, a los excesos de su astucia y de acuidad de espíritu, a su excesivamente larga experiencia. Ignoran la comodidad de los límites: si poseen una sabiduría, es la sabiduría del exilio, la que enseña cómo triunfar sobre un sabotaje unánime, cómo creerse elegido cuando se ha perdido todo: sabiduría del desafío. ¡Y, sin embargo, se les tilda de cobardes! Cierto es que no sabrían citar ninguna victoria espectacular: pero ¿acaso su existencia misma no constituye una, ininterrumpida, terrible, sin ninguna oportunidad de acabar jamás?
Negar su coraje es desconocer el valor, la alta calidad de su miedo, que en ellos es un movimiento, no de retracción, sino de expansión, comienzo de ofensiva. Pues este miedo, contrariamente a los asustadizos y a los humildes, ha sido convertido por ellos en virtud, en principio de orgullo y de conquista. No es fláccido como el nuestro, sino erguido y envidiable, hecho de mil espantos transfigurados en actos. Mediante una receta que se han guardado mucho de revelarnos, nuestras fuerzas negativas se transforman en ellos en fuerzas positivas; nuestros alelamientos, en migraciones. Lo que a nosotros nos inmoviliza, a ellos les hace caminar y saltar: no hay barrera que no escale su pánico itinerante. Son nómadas a los que el espacio no basta y que, más allá de los continentes, buscan no se sabe qué patria. ¡Fijaos en la soltura con que recorren las naciones! Fulano, que nació ruso, es ahora alemán, francés, después americano o cualquier otra cosa. Pese a estas metamorfosis, conserva su identidad; tiene carácter, todos ellos lo tienen. ¿Cómo explicar de otro modo su capacidad de comenzar de nuevo, tras los peores contratiempos, una existencia nueva, de volver a enseñorearse de su destino? Es algo prodigioso. Al observarlos, uno queda maravillado y estupefacto. Desde esta vida deben hacer la experiencia del infierno. Tal es el precio de su longevidad.
Cuando comienzan a decaer y se les cree perdidos, se reaniman, se yerguen de nuevo y rehúsan la quietud del fracaso. Expulsados de su hogar, apátridas natos, nunca han estado tentados de abandonar la partida. Pero nosotros, aprendices del exilio, desarraigados recientes, deseosos de alcanzar la esclerosis, la monotonía del despeñamiento, un equilibrio sin horizonte ni promesa, reptamos tras nuestras desdichas; nuestra condición nos supera; ineptos para lo terrible, estamos hechos para arrastrarnos en algunos Balkanes soñados y no para compartir la suerte de una legión de Únicos. Ahítos de inmovilidad, postrados, huraños, ¿cómo, con nuestros deseos somnolientos y nuestras ambiciones dispersas, poseeríamos el tejido del que está hecho el errante? Nuestros antepasados, inclinados sobre la Tierra, apenas se distinguían de ella. Sin ninguna prisa, pues ¿a dónde habían de ir?, su velocidad era la de la carreta: velocidad de la eternidad... Pero entrar en la Historia supone un mínimo de precipitación, de impaciencia y de vivacidad, todas ellas cosas diferentes de la barbarie lenta de los pueblos agrícolas, encorsetados por la Costumbre —esa reglamentación, no de sus derechos, sino de sus tristezas—. Arañando la tierra para poder, a fin de cuentas, mejor reposar en ella, pasando la vida a ras de la tumba, una vida en que la muerte parecía una recompensa y un privilegio, nuestros ancestros nos han legado su sueño inacabable, su desolación muda y un poco embriagadora, su largo suspiro de semi-vivos.
Estamos estuporosos; nuestra maldición actúa sobre nosotros a manera de narcótico: nos atonta; la de los judíos tiene el efecto de un empujón: les impulsa hacia adelante. ¿Se las ingenian para sustraerse a ella? Cuestión delicada, quizá sin respuesta. Lo que es cierto es que su carácter trágico difiere del de los griegos. Un Esquilo trata de la desdicha de un individuo o de una familia. El concepto de maldición nacional como tampoco el de salvación colectiva, no es helénico. El héroe trágico pide rara vez razones a un destino impersonal y ciego: su orgullo consiste en aceptar sus decretos. Por ello, perecerá, él y los suyos. Pero un Job acosa a su Dios, exige que se explique: de ello resulta un ultimátum, de un mal gusto sublime y que sin duda hubiera repelido a un griego, pero que nos afecta y nos conmueve. Esos desbordamientos, esas vociferaciones de un apestado que dicta sus condiciones al cielo, ¿cómo podrían dejarnos insensibles? Cuanto más cercanos estamos a abdicar, más nos zarandean sus aullidos. Job es, indudablemente, de su raza: sus sollozos son una demostración de fuerza, un asalto. «La noche traspasa mis huesos», se lamenta. Su lamento culmina en un grito, y ese grito atraviesa las bóvedas y hace temblar a Dios. En la medida en que, más allá de nuestros silencios y nuestras debilidades, nos atrevemos a clamar por nuestros sinsabores, todos somos retoños del gran leproso, herederos de su desolación y de su rugido. Pero demasiado a menudo nuestras voces callan, aunque él nos revela cómo izarnos hasta sus trémolos, no logra sacudir nuestra inercia. De hecho, él tenía la mejor parte: sabía a quien vilipendiar o implorar, a quien dirigir sus golpes o encaminar sus oraciones. Pero nosotros, ¿contra quien gritaríamos?, ¿contra nuestros semejantes? Eso nos parece risible. Apenas articuladas, nuestras rebeliones expiran en nuestros labios. Pese a los ecos que despierta en nosotros, no tenemos derecho de considerarle como nuestro antepasado: nuestros dolores son demasiado tímidos. Lo mismo ocurre con nuestros espantos. Sin la voluntad ni la audacia de saborear nuestros miedos, ¿cómo haríamos de ellos un aguijón o un placer? A temblar, todo el mundo alcanza; pero saber dirigir su temblor es un arte: todas las rebeliones proceden de él. Quien quiera evitar la resignación debe educar, cuidar sus temores y trasmutarlos en gestos y palabras: lo logrará, tanto mejor, cuanto más cultive el Antiguo Testamento, paraíso del estremecimiento.
Inculcándonos el terror de las intemperancias de lenguaje, el respeto y la obediencia ante todo el cristianismo ha vuelto anémico nuestro miedo. Si hubiera querido hacerse con nosotros para siempre, hubiera debido forzarnos y prometernos una salvación peligrosa. ¿Que puede esperarse de una genuflexión que dura veinte siglos? Ahora Que finalmente estamos en pie, el vértigo nos domina: esclavos emancipados en vano, rebeldes cuyo demonio se avergüenza o se burla de ellos.
Job ha transmitido su energía a los suyos; sedientos de justicia como él, no se doblegan ante la evidencia de un mundo inicuo. Revolucionarios por instinto, la idea de renuncia apenas les roza: su Job, ese Prometeo bíblico, luchó con Dios, ellos lucharán con los hombres. Cuanto más les impregna la fatalidad, más se insurgen contra ella. Amor fati, esa fórmula para aficionados al heroísmo, no conviene a los que tienen demasiado destino para aferrarse, ni siquiera, a la idea de destino... Apegados a la vida hasta el punto de querer reformarla y hacer triunfar en ella lo imposible, el Bien, se abalanza sobre todo sistema propicio a confirmarlos en su ilusión. No hay utopía que no les ciegue y que no excite su fanatismo. No contentos con haber preconizado la idea de progreso, se han apoderado de ella con un fervor sensual y casi impúdico. ¿Contaban, cuando la aceptaron sin reservas, con aprovechar la salvación que promete a la humanidad en general, beneficiándose de una gracia, de una apoteosis universal? No quieren admitir este truismo, a saber: que todos nuestros desastres datan del momento en que hemos comenzado a vislumbrar la posibilidad de algo mejor. Si viven en un callejón sin salida, lo niegan con su entendimiento. Rebeldes contra lo ineluctable, rebeldes contra sus miserias, se sienten más libres en el momento mismo en que lo debería encadenar su espíritu. ¿Qué esperaba Job en su muladar, qué esperan todos ellos? Optimismo de apestados... Si seguimos un viejo tratado de psicología, proporcionarían el más alto porcentaje de suicidios. Si es cierto, esto probaría que para ellos la vida merece el esfuerzo de separase de ella y que están demasiado apegados a ella como para desesperar hasta el final. Su fuerza: antes acabar que habituarse o complacerse en la desesperación. Se afirman en el momento mismo que se destruyen, tanto horror tienen de ceder, de deponer la armas, de confesar sus fatigas. Un tal encarnizamiento debe venirles de lo alto. No logro explicármelo de otro modo. Y si me embarullo en sus contradicciones y me pierdo en sus secretos, al menos comprendo el porqué debían intrigar a los espíritus religiosos, de Pascal a Rozanof.
¿Se ha reflexionado suficientemente sobre las razones por las que estos exilados eliminan de sus pensamientos a la muerte, idea dominante de todo exilio, como si entre ellos y ella no hubiese ningún punto de contacto? No es que les deje indiferentes, pero, a fuerza de borrar el sentimiento de ella, han llegado a tomar a su respecto una actitud deliberadamente superficial. Quizá en tiempos remotos se consagraron demasiados cuidados como para que ahora les preocupe todavía; quizá piensan en ella a causa de su casi imperecibilidad: sólo las civilizaciones efímeras remachan gustosamente la idea de la nada. Sea como fuere, no tienen más que la vida frente a ellos... Y esta vida, que para nosotros, se resume en la fórmula: «Todo es imposible», y cuya última palabra se dirige, para halagarlas, a nuestros desvaríos, a nuestro debilitamiento o a nuestra esterilidad, esta vida despierta en ellos el gusto del obstáculo, el horror de la liberación y de toda forma de quietismo. Estos luchadores hubieran lapidado a Moisés si se hubiese dirigido a ellos en el lenguaje de un Buda, lenguaje del cansancio metafísico, dispensador de aniquilamiento y salvación. No hay paz ni beatitud alguna para quien no sabe cultivar el abandono: el obstáculo, en tanto que supresión de toda nostalgia, es una recompensa de la que no gozan más que los que se resignan a deponer las armas. Este tipo de recompensa repugna a esos batalladores impenitentes, a estos voluntarios de la maldición, a este pueblo del Deseo... ¿Qué clase de aberración ha provocado que se hablase de su gusto por la destrucción? ¿Destructores, ellos? Más bien debería reprochárseles el no serlo bastante. ¡De cuántas de nuestras esperanzas son responsables! Lejos de concebir la demolición en sí misma, si son anarquistas, apunten siempre hacia una obra futura, a una construcción, quizá imposible, pero deseada. Y además sería erróneo minimizar el pacto, único en su género, que han concertado con su dios y del cual todos, ateos o no, guarden el recuerdo y la huella. Este dios, por mucho que nos encarnicemos contra él, no por ello está menos presente, carnal y relativamente eficaz, tal como cuadra a todo dios de una tribu, mientras que el nuestro, más universal, luego más anémico, es, como todo espíritu, lejano e inoperante. La antigua Alianza, de distinta solidez que la nueva, si bien permite a los hijos de Israel avanzar concertadamente con su Padre turbulento, les impide, en cambio, apreciar la belleza intrínseca de la destrucción.
Se sirven de la idea de «progreso» para combatir los efectos disolventes de su lucidez: es su huida calculada, su mitología querida. Incluso ellos, incluso esos espíritus clarividentes, retroceden ante las últimas consecuencias de la duda. No se es verdaderamente escéptico más que si se sitúa uno fuera de su destino o si se renuncia a tenerlo. Ellos están demasiado enviscados en el suyo como para poder hurtarse a él. No hay ningún Indiferente notable entre ellos: ¿acaso no han introducido la interjección en lo religioso? Incluso cuando se permiten el lujo de ser escépticos, su escepticismo es un escepticismo de irritados. Salomón nos evoca la imagen de un Pirrón roído y lírico... Lo mismo vale para el más desengañado de sus antepasados que para todos ellos. ¡Con qué complacencia explayan sus sufrimientos y muestran sus llagas. Esta mascarada de confidencias no es más que una manera de ocultarse. Indiscretos y, sin embargo, impenetrables, se os escapan aun cuando os hayan contado todos sus secretos. De un ser que ha sufrido, es inútil atarearse en detallar, clasificar y explicar sus desgracias: lo que es, su sufrimiento real os rebasa. Cuanto más os acerquéis á él, más inaccesible os parecerá. En lo que respecta a una colectividad golpeada, podéis escrutar a placer sus reacciones, no por ello dejareis de encontraros ante una masa de desconocidos.
Por luminoso que sea su espíritu, un elemento subterráneo reside en él: surgen, irrumpen, esos remotos siempre presentes, siempre alertas, huyendo del peligro y solicitándolo, precipitándose sobre cada sensación con un alocamiento de condenados, como si no tuviesen tiempo que perder y lo terrible les acechase en el umbral mismo de sus placeres. Se agrupan a la felicidad y la aprovechan sin decoro ni escrúpulo: se diría que se apoderan del bien de otro. Demasiado ardientes para ser epicúreos, envenena sus placeres, los devora y gasta una prisa, un furor que les impide sacar de ellos el menor refrigerio: son desasosegados en todos los sentidos de la palabra, del más vulgar al más noble. La obsesión del después les acosa; pero el arte de vivir —privilegio de épocas no proféticas, de la de Alcibíades, de Augusto o del Regente— consiste en la experiencia plena del presente. No hay nada de goethiano en ellos: nunca querrán detener el instante, aun en el caso de que fuera el más bello. Sus profetas, que sin cesar invocan los rayos del Dios, que quieren que sean aniquiladas las ciudades del enemigo, esos profetas saben hablar de cenizas. Es en sus locuras donde San Juan debió inspirarse para escribir el libro más admirablemente oscuro de la antigüedad. Fruto de una mitología de esclavos, el Apocalipsis constituye el ajuste de cuentas mejor camuflado que pueda concebirse. Todo en él es venganza, bilis y fruto malsano. Ezequiel, Isaías, Jeremías, habían preparado bien el terreno... Hábiles en hacer valer sus desórdenes o sus visiones, divagaban con un arte nunca alcanzado tras ellos: su espíritu poderoso e impreciso les ayudaba a ello. La eternidad era para ellos un pretexto de convulsiones, un espasmo; vomitando imprecaciones e himnos, se retorcían bajo el ojo de un dios insaciable de histerias. He aquí una religión en la que las relaciones del hombre y su creador se agotan en una guerra de epítetos, en una tensión que les impide meditar, hacer hincapié sobre sus diferencias y remediarlas, una religión a base de adjetivos, de efectos de lenguaje y en la que el estilo constituye el único trazo de unión entre el cielo y la tierra.
Estos profetas, fanáticos del polvo, poetas del desastre, si es cierto que siempre predecían catástrofes, es porque no podían apegarse a un presente tranquilizador o a un futuro vulgar. So capa de apartar a su pueblo de la idolatría, descargaban su rabia sobre él, le atormentaban y le querían tan desmesurado, tan terrible como ellos. Había, pues, que aguijonearle, hacerlo único por medio de la desgracia, impedirle constituirse y organizarse como una nación mortal... A fuerza de gritos y de amenazas, lograron hacerle adquirir esa especialización en el dolor y ese aire de muchedumbre errante e insomne que irrita a los autóctonos y perturba su ronquido.
Si se me objetase que no son excepcionales por su naturaleza, respondería que lo son por su destino, destino absoluto, destino en estado puro, el cual, confiriéndoles fuerza y desmesura, los eleva por encima de sí mismos y les quita toda facultad de ser nulos. Podría, igualmente, objetárseme que no son los únicos que se definen por su destino, que lo mismo les ocurre a los alemanes. Sin duda; sin embargo, se olvida que el de los alemanes, si acaso tienen uno, es reciente y que se reduce a una tragedia de época; de hecho, a dos fracasos cercanos uno de otro.
Estos dos pueblos, atraídos secretamente el uno hacia el otro, no podían entenderse: ¿cómo los alemanes, esos arribistas de la fatalidad, habrían perdonado a los judíos el tener un destino superior al suyo? Las persecuciones nacen del odio y no del desprecio; pero el odio equivale a un reproche que uno no osa hacerse a sí mismo, a una intolerancia respecto a nuestro ideal encarnado en otro. Cuando se aspira a salir de la propia provincia y a dominar el mundo, se la toma con los que ya no se atienen a ninguna frontera: se les aborrece por su facilidad de desarraigo y su ubicuidad. Los alemanes detestaban en el judío su sueño realizado, la universalidad que ellos no podían alcanzar. También ellos se pretendían elegidos: nada les predestinaba a tal estado. Tras haber intentado forzar la Historia, con la oculta intención de salir de ella y superarla, acabaron por hundirse en ella todavía más. A partir de entonces, perdieron toda ocasión de elevarse alguna vez a un destino metafísico o religioso, debían hundirse en un drama monumental e inútil, sin misterio ni trascendencia y que, dejando indiferentes al teólogo y al filósofo, no interesa más que al historiador. Si hubieran sido más exigentes en la elección de sus ilusiones, nos habrían ofrecido un ejemplo muy otro que el de la más grande, la primera de las naciones fallidas. Quien opta por el tiempo, se abisma en él y entierra ahí su genio. Se es elegido; no se llega a serlo por resolución ni por decreto. Menos aún por medio de persecuciones contra aquellos a quienes se envidia sus complicidades con la eternidad. Ni elegidos, ni condenados, los alemanes se encarnizaron contra los que tenían legítimo derecho para pretender serlo: el momento culminante de su expansión no contará, en tiempos lejanos, más que como un episodio en la epopeya de los judíos ... Digo epopeya y digo bien: ¿acaso no lo es esa serie de prodigios y bravuras, ese heroísmo de una tribu que, en medio de sus miserias, no cesa de amenazar a su Dios con un ultimátum? Epopeya cuyo desenlace no se puede adivinar: ¿tendrá lugar en otra parte?, ¿o tomará la forma de un desastre que escapa a la perspicacia de nuestros terrores?
Una patria es un soporífero para cada instante. Nunca envidiaremos bastante —o compadeceremos— a los judíos por no tener ninguna o tenerlas sólo provisionales, y la primera Israel. Hagan lo que hagan y vayan donde vayan, su misión es velar; así lo quiere su inmemorial estatuto de extranjeros. No existe solución para su suerte. Sólo quedan las componendas con lo Irreparable. Hasta ahora, no han encontrado nada mejor. Esta situación durará hasta el fin de los tiempos. Y a ella deberán la desgracia de no perecer...
En suma: bien apegados a este mundo, no forman realmente parte de él. Hay algo de no terrestre en su paso por la tierra. ¿Fueron en algún tiempo remoto testigos de un espectáculo de beatitud del que conservan nostalgia? ¿Y que es entonces lo que debieron ver, que escapa a nuestras percepciones? Su inclinación hacia la utopía no es más que un recuerdo proyectado en el futuro un vestigio convertido en ideal. Pero es su sino, cuando aspiran al Paraíso, chocar con el Muro de las Lamentaciones.
Elegíacos a su manera, se drogan con pesares, creen en ellos, los transforman en estimulante, en auxilio, en un medio de reconquistar, por el rodeo de la historia, su primigenia, su antigua felicidad. Hacia ella se abalanzan, hacia ella corren. Y tal carrera les presta un aire juntamente espectral y triunfal que nos espanta y nos seduce, poltrones como somos, resignados de antemano a un destino vulgar y por siempre incapaces de creer en el futuro de nuestros pesares.