Ciertos pueblos, como el ruso y el español, están tan obsesionados por sí mismos que se erigen en único problema: su desarrollo, en todo punto singular, les obliga replegarse sobre su serie de anomalías, sobre el milagro o insignificancia de su suerte.
Los comienzos literarios de Rusia fueron, en el siglo pasado, una especie de apogeo, de éxito fulgurante que no podía dejar de turbarla: es natural que fuera una sorpresa para sí misma y que exagerase su importancia. Los personajes de Dostoyewski la ponen en el mismo plano que a Dios, puesto que el modo de interrogación aplicado a Este lo aplican también a aquélla: ¿hay que creer en Rusia?, ¿hay que negarla?, ¿existe realmente o no es más que un pretexto? Interrogarse de tal modo es plantear, en términos teológicos, un problema local. Pero, justamente para Dostoyewski, Rusia, lejos de ser un problema local, es un problema universal, del mismo modo que la existencia de Dios. Tal proceso, abusivo y exorbitado, no era posible más que en un país cuya evolución anormal tuviera materia para maravillar o desconcertar a los espíritus. No se imagina fácilmente a un inglés preguntándose si Inglaterra tiene sentido o no, o asignándole, con fuerza, una retórica, una misión: sabe que es inglés y eso le basta. La evolución de su país no comporta ninguna interrogación esencial.
Entre los rusos, el mesianismo deriva de una incertidumbre interior, agravada por el orgullo, por una voluntad de afirmar sus taras, de imponérselas a otros, de descargarse sobre ellos de un exceso sospechoso. La aspiración de «salvar» el mundo es el fenómeno morboso de la juventud de un pueblo.
España se inclina sobre sí misma por razones opuestas. Tuvo también comienzos fulgurantes, pero están muy lejanos. Llegada demasiado pronto, trastornó el mundo y se dejó caer: esta caída se me reveló un día. Fue en Valladolid, en la Casa de Cervantes. Una vieja de apariencia vulgar, contemplaba el retrato de Felipe III; «Un loco», le dije. Ella se volvió hacia mí: «Con él comenzó nuestra decadencia». Yo estaba en el corazón del problema. «¡Nuestra decadencia!». Así que, pensé, la decadencia es, en España, un concepto corriente, nacional, un cliché, una divisa oficial. La nación que, en el siglo XVI, ofrecía al mundo un espectáculo de magnificencia y de locura, hela ahí reducida a codificar su abotargamiento. Si hubieran tenido tiempo, sin duda los últimos romanos no hubieran actuado de otra forma; no pudieron remachar su fin: los bárbaros se cernían ya sobre ellos. Más afortunados, los españoles tuvieron plazo suficiente (¡tres siglos!) para pensar en sus miserias y empaparse de ellas. Charlatanes por desesperación, improvisadores de ilusiones, viven en una especie de acritud cantante, de trágica falta de seriedad, que les salva de la vulgaridad de la felicidad y del éxito. Aunque cambiasen un día sus antiguas manías por otras más modernas, seguirían, empero, marcados por una ausencia tan larga. Incapaces de acoplarse al ritmo de la «civilización», clericoidales o anarquistas, no podrían renunciar a su inactualidad. ¿Cómo van a alcanzar a las otras naciones, como se van a poner al día, si han agotado lo mejor de sí mismos en rumiar sobre la muerte, en embadurnarse con ella, en convertirla en experiencia visceral? Retrocediendo sin cesar hacia lo esencial, se han perdido por exceso de profundidad. La idea de decadencia no les preocuparía tanto si no tradujese en términos de historia su gran debilidad por la nada, su obsesión por el esqueleto. No es nada asombroso que para cada uno de ellos el país sea su problema. Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega, uno advierte que para ellos, España es una paradoja que les atañe íntimamente y que no logran reducir a una fórmula racional. Vuelven siempre sobre ella, fascinados por la atracción de lo insoluble que representa. No pudiendo resolverla por el análisis, meditan sobre Don Quijote, en el que la paradoja es todavía más insoluble, porque es símbolo...
Uno no se imagina a un Valéry o a un Proust meditando sobre Francia para descubrirse a sí mismos: país realizado, sin rupturas graves que soliciten inquietud, país no-trágico, no es un caso: al haber triunfado, al haber cumplido su suerte, ¿cómo podría ser aún «interesante»?
El mérito de España es proponer un tipo de evolución insólita, un destino genial e inacabado. (Se diría que se trata de un Rimbaud encarnado en una colectividad.) Pensad en el frenesí que desplegó en su búsqueda del oro, en su desplome en el anonimato, pensad después en los conquistadores, en su bandidismo y en su piedad, en la forma en la que asociaron el evangelio al crimen, el crucifijo al puñal. En sus buenos momentos, el catolicismo fue sanguinario, como corresponde a toda religión verdaderamente inspirada.
La Conquista y la Inquisición, —fenómenos paralelos surgidos de vicios grandiosos de España—. Mientras fue fuerte, destacó en la matanza, a la que aportó no sólo su gusto por lo aparatoso, sino también lo más íntimo de su sensibilidad. Sólo los pueblos crueles tienen ocasión de aproximarse a las fuentes mismas de la vida a sus palpitaciones, a sus arcanos que calientan: la vida no revela su esencia más que a ojos inyectados en sangre... ¿Cómo creer en las filosofías cuando se sabe de qué miradas pálidas son el reflejo? La costumbre del razonamiento y de la especulación es índice de una insuficiencia vital y de un deterioro de la afectividad. Sólo piensan con método aquellos que, a favor de sus deficiencias, llegan a olvidarse de sí mismos, a no formar cuerpo con sus ideas: la filosofía, privilegio de individuos y de pueblos biológicamente superficiales.
Es casi imposible hablar con un español de otra cosa que de su país, universo cerrado, tema de su lirismo y de sus reflexiones, provincia absoluta, fuera del mundo. Alternativamente exaltado y abatido, lanza miradas deslumbradoras y morosas; el descoyuntamiento es su forma de rigor. Si se concede un futuro, no cree en él realmente. Su descubrimiento: la ilusión sombría, el orgullo de desesperar; su genio: el genio del pesar.
Sea cual fuere su orientación política, el español o el ruso que se interroga sobre su país aborda la única cuestión que cuenta ante sus ojos. Se entiende por qué ni Rusia ni España han producido ningún filósofo de envergadura. Es que el filósofo debe atarearse en las ideas como espectador; antes de asimilarlas de hacerlas suyas, necesita considerarlas desde fuera, disociarse de ellas, pesarlas y, si es preciso, jugar con ellas; después ayudado por la madurez, elabora un sistema con el que nunca se confunde del todo. Es esa superioridad respecto a su propia filosofía lo que admiramos en los griegos. Lo mismo ocurre con todos los que se centran en el problema del conocimiento y hacen de él el problema esencial de su meditación. Tal problema no perturba ni a los rusos ni a los españoles. Inaptos para la contemplación intelectual, mantienen relaciones bastante chocantes con la idea. ¿Qué combaten con ella? Siempre llevan la peor parte; se apodera de ellos, les subyuga les oprime; mártires voluntarios, no piden más que sufrir por ella. Con ellos, estamos lejos del dominio en que el espíritu juega consigo y con las cosas, lejos de toda perplejidad metódica.
La evolución anormal de Rusia y de España les ha llevado, pues, a interrogarse sobre su propio destino. Pero son dos grandes naciones, pese a sus lagunas y sus accidentes de crecimiento. ¡Cuánto más trágico es el problema nacional para los pueblos pequeños! No hay irrupción súbita en ellos, ni decadencia lenta. Sin apoyo en el porvenir ni en el pasado, se apoyan graciosamente sobre sí mismos: de ello resulta una larga meditación estéril. Su evolución no puede ser anormal, porque no evolucionan. ¿Qué les queda? Resignarse a sí mismos, ya que, fuera de ellos, está toda la Historia de la que precisamente están excluidos.
Su nacionalismo, que suele ser tomado a broma es más bien una máscara, gracias a la cual intentan ocultar su propio drama y olvidar en un furor de reivindicaciones, su ineptitud para insertarse en los acontecimientos: mentiras dolorosas, reacción exasperada frente al desprecio que creen merecer, una manera de escamotear la obsesión secreta por sí mismos. En términos más sencillos: un pueblo que es un tormento para sí mismo es un pueblo enfermo. Pero mientras que España sufre por haber salido de la Historia y Rusia por querer a toda costa establecerse en ella, los pueblos pequeños se debaten por no tener ninguna de esas razones para desesperar o impacientarse. Afectados por una tara original, no pueden remediarla por la decepción ni por el sueño. De este modo no tienen otro recurso que estar obsesionados consigo mismos. Obsesión que no está desprovista de belleza, ya que no les lleva a nada y no interesa a nadie.
Hay países que gozan de una especie de bendición, de gracia: todo les sale bien, incluso sus desdichas, incluso sus catástrofes; hay otros que nunca logran tener éxito y cuyos triunfos equivalen a fracasos. Cuando quieren afirmarse y dan un salto hacia adelante, una fatalidad exterior interviene para romper su empuje y para retrotraerles a su punto de partida. Carecen de todas las oportunidades, incluso la del ridículo.
Ser francés es una evidencia: no se sufre ni se alegra uno por ello; se dispone de una certeza que justifica el viejo interrogante: «¿Cómo se puede ser persa?».
La paradoja de ser persa (en este caso, rumano) es un tormento que hay que saber explotar, un defecto del que hay que sacar provecho. Confieso haber mirado en otro tiempo como una vergüenza el pertenecer a una nación vulgar, a una colectividad de vencidos, sobre cuyo origen me cabían pocas esperanzas. Creía, y quizá no me engañaba, que habíamos surgido de la hez de los bárbaros, del desecho de las grandes invasiones, de esas hordas que, incapaces de seguir su marcha hacia el Oeste, se desplomaron a lo largo de los Cárpatos y del Danubio, para acurrucarse ahí, para dormitar, masa de desertores en los confines del Imperio, chusma maquillada con una pizca de latinidad. De tal pasado, tal presente. Y tal porvenir. ¡Dura prueba para mi joven arrogancia! «¿Cómo puede serse rumano?», era una pregunta a la que yo no podía responder más que por una mortificación de cada instante. Como odiaba a los míos, a mi país, a sus campesinos intemporales, encantados con su torpor y se diría que deslumbrantes de embrutecimiento, yo me avergonzaba de ser su descendiente, renegaba de ellos, me rehusaba a su infra-eternidad, a sus certidumbres de larvas petrificadas, a su soñarrera geológica. Era inútil que buscase bajo sus rasgos el azogamiento las muecas de la rebelión: el mono, ay, se moría en ellos. A decir verdad, ¿acaso no propendían más bien a lo mineral? No sabiendo cómo zarandearlos, cómo animarlos, comencé a soñar con su exterminación. Pero no se puede hacer una matanza de piedras. El espectáculo que me ofrecían justificaba y desviaba, alimentaba y desanimaba mi histeria. Y no dejaba de maldecir el accidente que me hizo nacer entre ellos.
Una gran idea les poseía: la de destino; yo la repudiaba con todas mis fuerzas, no veía en ella más que un subterfugio de poltrones una excusa para todas las abdicaciones, una expresión del sentido común y su filosofía fúnebre. Mi país, cuya existencia, visiblemente no venía a cuento, se me aparecía como un resumen de la nada o una materialización de lo inconcebible, como una especie de España sin siglo de oro, sin conquistas ni locuras, y sin un Don Quijote de nuestras amarguras. Formar parte de él, ¡qué lección de humillación y de sarcasmo, qué calamidad, qué lepra!
Yo era demasiado impertinente, demasiado fatuo, para percibir el origen de la gran idea que reinaba en él, su profundidad o las experiencias, el sistema de desastres que suponía. No debía comprenderla hasta mucho más tarde. Cómo se insinuó en mí, es algo que ignoro. Cuando llegué a experimentarla lúcidamente me reconcilié con mi país que, de inmediato, dejó de obsesionarme.
Para dispensarse de actuar, los pueblos oprimidos se entregan al «destino», salvación negativa, al mismo tiempo que medio de interpretar los acontecimientos: su filosofía de la historia de uso casero, visión determinista con base afectiva, metafísica de circunstancias...
Si bien los alemanes son también sensibles al destino, no ven en él, empero, un principio que intervenga desde el exterior, sino un poder que, emanado de su voluntad, acaba por escapar a esta y por volverse contra ellos para destrozarles. Unido a su apetito de demiurgia, el Schicksal supone no tanto un juego de fatalidades en el exterior del mundo como en el interior del yo. Tanto da decir que hasta un cierto punto, depende de ellos.
Para concebir lo exterior a nosotros, omnipotente y soberano, se requiere un muy amplio ciclo de quiebras. Condición que mi país cumple plenamente. Sería indecente que creyese en el esfuerzo, en la utilidad del acto. De este modo, no cree en ellos y, por corrección, se resigna a lo inevitable. Le estoy agradecido por haberme legado, junto con el código de la desesperación, ese saber vivir, esa soltura frente a la Necesidad, así como numerosos callejones sin salida y el arte de plegarme a ellos. Siempre lista para apoyar mis decepciones y revelar a mi indolencia el secreto de conservarlas, me ha prescrito, además, en su celo por hacer de mí un bribón preocupado por las apariencias, los medios para degradarme sin comprometerme demasiado. No sólo le debo mis más hermosos y seguros fracasos, sino también esa aptitud para maquillar mis cobardías y atesorar mis remordimientos. ¡De cuántas otras ventajas no le seré deudor! Sus títulos para mi gratitud son, en verdad, tan múltiples, que sería fastidioso enumerarlos.
Por mucha buena voluntad que hubiera puesto en ello, ¿acaso habría podido, sin él, echar a perder mis días de una manera tan ejemplar? El me ha ayudado, empujado, animado. Fracasar en la vida, esto se olvida a veces demasiado pronto, no es tan fácil: se precisa una larga tradición, un largo entrenamiento, el trabajo de varias generaciones. Una vez realizado ese trabajo, todo va de maravilla. La certidumbre de la Inutilidad os corresponde entonces en herencia: es un bien que tus mayores han adquirido para ti con el sudor de su frente y al precio de innumerables humillaciones. Te aprovechas de ello, suertudo, y lo exhibes. En lo tocante a tus propias humillaciones, siempre te será posible embellecerlas o escamotearlas, afectar un aire de aborto elegante, ser, honrosamente, el último de los hombres. La cortesía, uso de la desdicha, privilegio de los que habiendo nacido perdidos, han comenzado por su fin. Saberse de una laya que nunca ha sido es una amargura en la que interviene cierta dulzura e incluso algún placer.
La exasperación que me embargaba antaño cuando oía a alguien decir, a cualquier propósito: «destino», ahora me parece pueril. Ignoraba entonces que llegaría a hacer otro tanto, que, amparándome yo también tras ese vocablo, referiría a él la buena y mala suerte y todos los detalles de la dicha y la desdicha, que, además, me agarraría a la Fatalidad con el éxtasis de un náufrago y le dirigiría mis primeros pensamientos antes de precipitarme en el horror de cada día. «Desaparecerás en el espacio, oh Rusia mía», exclamó Tiutchef en el pasado siglo. Apliqué su exclamación con mayor propiedad a mi país, constituido de modo diverso para desaparecer, maravillosamente organizado para ser devorado, provisto de todas las cualidades de una víctima ideal y anónima. La costumbre del sufrimiento inacabable y sin razones, la plenitud del desastre: ¿qué aprendizaje en la escuela de las tribus aplastada! El más antiguo historiador rumano comienza así sus crónicas: «No es el hombre quien gobierna los tiempos, sino los tiempos los que gobiernan al hombre». Fórmula desgastada, programa y epitafio de un rincón de Europa. Para captar el tono de la sensibilidad popular en los países del Sudeste, basta con recordar las lamentaciones del coro en la tragedia griega. Por una tradición inconsciente, todo un espacio étnico fue marcado por ella. ¡Rutina del suspiro y del infortunio jeremiadas de pueblos menores ante la bestialidad de los grandes! Guardémonos, empero, de quejarnos excesivamente: ¿acaso no es reconfortante poder oponer a los desórdenes del mundo la coherencia de nuestras miserias y nuestras derrotas? Y ¿acaso no tenemos, frente al diletantismo universal, la consolación de poseer, en materia de dolores, una competencia de despellejados y eruditos?