«No hay de qué», fueron sus palabras. Salvo que toda sospecha por mi parte de que él había manipulado antes el golem quedó barrida por completo. Si Hasán trató entonces de matarme, ¿por qué me libró luego del boadilo?
A menos que lo que me había dicho al principio en Port-au-Prince fuera la más absoluta verdad y que, en efecto, sus servicios hubieran sido requeridos para proteger al vegano. Si era ésta su misión principal y mi muerte sólo algo secundario, podría suponerse que mi salvación había sido cosa indirecta, necesariamente vinculada a la intención primordial de salvar a Myshtigo.
Pero entonces…
¡Qué diablos! Era mejor dejarlo así.
Arrojé una piedra lo más lejos que pude, y luego otra. Los aeromóviles aterrizarían en nuestro campamento al día siguiente y de allí saldríamos hacia Atenas, haciendo sólo una breve escala para dejar a Ramsés y a los otros tres en Nuevo Cairo. Me alegraba irme de Egipto, alejarme de su moho, sus muertos y sus deidades con cuerpo de animal. Estaba harto de aquel lugar.
Desde las instalaciones de radio, Ramsés me hizo señas para indicarme que me llamaban de Port-au-Prince. Era Phil.
—¿Sí? —dije, tomando el micrófono.
—Conrad, soy Phil. Acabo de escribir la oda de Cassandra y me gustaría leértela. Es verdad que no la conocí personalmente, pero me has hablado de ella muchas veces y es como si la hubiera visto con mis ojos, así que creo haber hecho un buen trabajo…
—Por favor, Phil. No es éste el momento ideal para consuelos poéticos. Quizás en otra ocasión…
—No se trata de una oda de las de relleno, te lo aseguro. Ya sé que ésas no te gustan y no te lo reprocho.
Me faltó poco para cortar bruscamente la comunicación. Mi mano casi tocó el interruptor, pero en el último instante se detuvo, desviándose para coger un cigarrillo del paquete de Ramsés.
—Bueno, adelante. Te escucho.
Y la leyó. Para ser franco, no estaba del todo mal. No recuerdo gran cosa de su contenido. Sólo guardo en la memoria el sonido de unas palabras tersas y vigorosas que recorrían medio mundo para llegar a mis oídos, y me recuerdo a mí mismo allí de pie, maltrecho por dentro y por fuera, escuchándolas con resignación. Cantaban las virtudes de la ninfa que despertó los deseos de Poseidón, pero que éste perdió al arrebatársela su hermano Hades. Los elementos eran instados a unirse en luctuosa sinfonía. Y mientras Phil hablaba, mi mente voló en el tiempo hacia aquellos meses dichosos en la desaparecida Kos, y se borró todo lo ocurrido desde entonces. De nuevo nos hallábamos a bordo del «Vanitie», rumbo a nuestro querido islote con su bosque semisagrado, y nos bañábamos juntos para tendernos luego al sol, cogidos de las manos, sin decirnos nada, sintiendo únicamente el crepúsculo que caía sobre nosotros como suave cascada de luz, seca y brillante, dejando que sus tonos rosáceos se extendieran como un manto sobre nuestros desnudos espíritus allí mismo, en aquella playa infinita que rodeaba una y otra vez nuestro pequeño paraíso, y una y otra vez volvía a su punto de partida, a nosotros.
Phil concluyó su lectura y se aclaró la garganta un par de veces, y mi isla se hundió en las profundidades del océano arrastrando consigo aquella íntima parte de mi ser, algo que jamás podría recuperar.
—Gracias, Phil —dije—. Es una composición muy bella.
—Me alegro de que te haya parecido apropiada —contestó, añadiendo después—: Salgo para Atenas esta tarde. Me agradaría unirme allí a tu expedición, si no tienes inconveniente.
—Por supuesto que no —repliqué—. Pero, ¿puedo preguntarte el motivo?
—Tengo deseos de visitar Grecia una vez más. Como tú vas a estar por allá, recordaré un poco mejor los viejos tiempos. Me gustaría echar una última ojeada a algunos de los Antiguos Lugares.
—¡Hablas en tono definitivo!
—Bueno… Creo que los tratamientos S-S han dado ya de sí todo lo que pueden. Tengo la impresión de que se me va acabando la cuerda. Tal vez queden un par de vueltas más, o tal vez no. En todo caso quiero ver Grecia de nuevo, y presiento que ésta será mi última oportunidad.
—Seguro que te equivocas, pero ven cuando quieras. Mañana por la noche, a eso de las ocho, estaremos todos cenando en el «Garden Altar».
—Bien. Allí os veré.
—¿Nada más? Corto.
—Adiós, Conrad.
—Adiós.
Terminé y fui a ducharme, me froté todo el cuerpo con linimento y me cambié de ropa. Aún sentía dolor en varios sitios, pero por lo menos era un alivio estar limpio. Luego fui a buscar al vegano, que acababa de hacer lo mismo que yo. Con mirada torva, le dije:
—Corríjame si me equivoco, pero una de las razones por las que quiso usted ponerme al frente de todo este tinglado es mi alto índice de supervivencia. ¿Cierto?
—Cierto.
—Hasta ahora he hecho lo posible para que ese índice no se quede en mera teoría, y he procurado emplear activamente mis facultades en servicio del bien común.
—¿Es eso lo que hacía cuando se enfrentó usted solo con todo el grupo?
Me dieron ganas de retorcerle el cuello allí mismo y casi se me fue la mano, pero me contuve a tiempo. Aunque no pudo menos de satisfacerme el miedo momentáneo que se reflejó en sus ojos y esbozó una mueca en las comisuras de sus labios. También dio un paso nervioso hacia atrás.
—Olvidaré lo que acaba de decir —continué—. Mi única misión aquí es llevarle a donde usted quiera ir y cuidar de que vuelva entero. Esta mañana me ha creado un pequeño problema ofreciéndose como cebo a un boadilo. Le advierto que no hace falta irse al infierno para encender un cigarrillo. La próxima vez que quiera hacer sus pinitos compruebe primero si el lugar es seguro. —Su mirada vaciló un instante. La apartó de mí—. Si no lo es, vaya con una escolta armada… ya que usted mismo se niega a llevar armas. Eso es todo lo que tengo que decirle. Si no quiere cooperar, hágamelo saber ahora, y yo me iré y le buscaré otro guía. De todos modos, Lorel ya me lo ha sugerido.
—¿Realmente ha dicho eso Lorel?
—Sí.
—Es curioso… Sí, sí, desde luego. Estoy dispuesto a seguir sus instrucciones. Me doy cuenta de que es lo más prudente.
—Magnífico. Dijo usted que quería visitar de nuevo el Valle de las Reinas esta tarde. Ramsés le acompañará. No me siento con ánimos para hacerlo yo. Recuerde que salimos mañana por la mañana a las diez. Esté listo.
Me separé de él, esperando que dijera algo, aunque sólo fuera una palabra.
No dijo nada.
Afortunadamente, tanto para los supervivientes como para las futuras generaciones, Escocia no sufrió demasiado las consecuencias de los Tres Días. Saqué del bloque frigorífico un cubito de hielo y fui al almacén del campamento en busca de una botella de soda. Luego puse a funcionar junto a mi litera el acondicionador de temperatura, abrí un quinto de whisky (de mi fondo particular) y me pasé el resto de la tarde meditando sobre la futilidad de todo lo humano.
Ya de noche, repuesto hasta un punto aceptable de los efectos del alcohol y después de comer un par de cosas que encontré por allí, me armé y salí a tomar un poco de aire fresco.
Al acercarme al extremo este del perímetro protector, oí voces. Me senté en la oscuridad, apoyando la espalda en una roca bastante grande, y traté de escuchar la conversación. Reconocí en seguida los vibrantes decrescendos típicos de Myshtigo, y quise saber lo que decía.
Pero no me fue posible.
Él y su interlocutor estaban demasiado lejos, y las condiciones acústicas del desierto no son precisamente ideales. Me quedé allí, no obstante, con una parte de mí mismo en tensión para ver si captaba algo… Y sucedió lo que otras veces me ha sucedido en casos similares.
Bruscamente me encontré sentado junto a Ellen sobre una manta que habíamos extendido en el suelo, y mi brazo rodeaba sus hombros. Un brazo azul…
Pero se borró con la misma rapidez con que había surgido, al predominar en mí un sentimiento de violenta repulsa hacia aquella identificación con un vegano, aun tratándose, como se trataba, de una de esas realizaciones pseudotelepáticas de deseos a las que estoy acostumbrado. Me volví, pues, a encontrar solo junto a la roca.
Pero mi sensación de soledad se había agudizado tras aquel breve contacto con Ellen, ciertamente más suave que la roca, y por otro lado seguía acuciándome la curiosidad.
Todo ello hizo que retrocediera una vez más, observando…
—… no puede verse desde aquí —me oía decir a mí mismo—. Vega es una estrella de primera magnitud, situada en lo que ustedes llaman Constelación de la Lira.
—¿Y cómo es Taler? —preguntó Ellen.
La respuesta llegó tras una larga pausa.
—A menudo lo más significativo es también lo más difícil de describir. Aunque no es menos cierto que a veces el problema consiste en comunicar algo sin punto alguno de referencia para la persona a quien se comunica, ningún elemento que corresponda con su mundo. Taler no es como este lugar. Allí no existen desiertos. Todo es feraz y habitable. Pero, permítame tomar esta flor que lleva usted en el pelo. Aquí está. Mírela. ¿Qué ve?
—Una flor blanca, muy bonita. Por eso la corté y me la puse ahí.
—Sin embargo, para mí al menos, no es blanca. Y tampoco es bella. Sus ojos perciben la luz en longitudes de onda que oscilan entre unos 4.000 y 7.200 angstroms. Los ojos de un vegano, para empezar, van más allá en el espectro y son sensibles también al ultravioleta, percibiendo ondas luminosas aproximadamente a partir de 3.000 angstroms. Nosotros somos ciegos a lo que ustedes llaman «rojo», pero en esta flor «blanca» yo veo dos colores que no pueden traducirse a su lenguaje. Mi cuerpo posee multitud de características totalmente invisibles para un terráqueo, pero lo bastante semejantes a los de otros miembros de mi familia para que cualquier vegano que me vea por primera vez y reconozca esos Shtigogenes sepa inmediatamente mi procedencia etnológica y geográfica. Algunas de nuestras pinturas resultan excesivamente chillonas en su planeta, o incluso las juzgan ustedes monótonas, con exagerado predominio de un color, de ordinario el azul, pero ello es debido a su propia incapacidad de calar en nuestros matices. En gran parte de nuestra música encontrarían ustedes largos espacios de silencio, espacios que en realidad contienen una melodía. Nuestras ciudades son limpias y su estructura es lógica. Captan la luz del día y la retienen hasta muy avanzada la noche. En ellas impera la calma, se oyen sonidos placenteros. Todo esto significa mucho para mí, pero no sé cómo describírselo a un… humano.
—Pero también hay gente, es decir terráqueos, que viven en esos mundos…
—Es cierto, pero no los ven, ni los oyen, ni los sienten como nosotros. Entre esa gente y la nuestra hay un abismo del que somos bien conscientes, pero que nos es imposible franquear. Por eso no puedo realmente explicarle cómo es Taler. Para usted sería un mundo diferente de lo que es para mí.
—A pesar de todo, me gustaría verlo. Muchísimo. Hasta pienso que podría quedarme a vivir allí.
—No creo que allí fuera usted feliz.
—¿Por qué no?
—Porque los inmigrantes no veganos son inmigrantes no veganos. Aquí no pertenece usted a una casta inferior. Ya sé que no les gusta usar este término, pero expresa bien la realidad. Los miembros del Cuerpo Oficial y sus familias constituyen la casta más alta en este planeta; a continuación vienen las personas acomodadas que no forman parte de la Oficialidad; luego los que trabajan para estas personas, seguidos de los labradores; y finalmente, en el nivel ínfimo, esos desgraciados que viven en los Antiguos Lugares. Aquí ocupa usted el puesto más elevado de la escala social. En Taler estaría en el más bajo.
—¿Por qué ha de ser así? —preguntó ella.
—Porque para usted esto es una flor blanca —dije, devolviéndosela.
Siguió un largo silencio, y una brisa fresca acarició nuestros rostros.
—En todo caso, estoy contenta de que haya venido aquí.
—Es un lugar interesante, se lo aseguro.
—Me alegro de que le guste.
—Ese hombre llamado Conrad, ¿fue de veras su amante?
Me estremecí instintivamente ante lo súbito de la pregunta.
—No es asunto que a usted le concierna —replicó ella—, pero la respuesta es sí.
—Ya me imagino por qué —prosiguió él.
Y me sentí incómodo, algo así como un voyeur o, más sutil todavía, como un voyeur que observa a otro voyeur.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque usted ama lo extraño, lo fuerte, lo exótico; porque nunca se ha sentido dichosa estando donde está y siendo lo que es.
—No es cierto… Bueno, quizá sí. Sí… una vez él me dijo algo parecido. Puede que sea verdad.
En aquel momento me inspiró lástima. E inmediatamente, sin percatarme siquiera de ello y deseando consolarla de algún modo, extendí la mano para tomar la suya. Pero la mano que se movió era de Myshtigo, y éste no había querido moverla. Yo lo quise.
De pronto tuve miedo. Y también él. Yo mismo podía percibirlo.
Hubo como un desdoblamiento de personalidad, como la visión ambigua de un borracho a quien todo parece darle vueltas, al sentir yo que él se sentía ocupado, con la vaga impresión de una presencia extraña en su mente.
Quise entonces huir, y al instante me hallé de nuevo junto a la roca, pero no sin antes ver caerse la flor de las manos de Ellen y oírla exclamar:
—¡No me dejes!
«¡Al diablo con las pseudotelepatías! —pensé—. Algún día dejaré de creer que no son más que eso».
Fui yo quien vio dos colores en aquella flor, colores para los que no tengo palabras…
Regresé al campamento. Lo atravesé y seguí andando. Llegué hasta el otro extremo de la cerca protectora. Me senté otra vez en el suelo y encendí un cigarrillo. La noche era fría, oscura.
Al cabo de dos cigarrillos oí una voz a mis espaldas, pero no me moví.
—«En la Gran Morada y en la Morada del Fuego, en aquel Gran Día en que todos los días y años serán contados, que mi nombre me sea devuelto» —dijo.
—¡Bravo! —respondí con suavidad—. Una cita muy apropiada. Reconozco el Libro de los Muertos cuando lo oigo citar en vano.
—No lo he citado en vano, sino apropiadamente, como tú mismo has dicho.
—¡Bravo otra vez!
—Si «en aquel Gran Día en que todos los días y años serán contados» llegaran a devolverte tu nombre, ¿qué nombre sería?
—No lo harán. Pienso llegar tarde. Y a fin de cuentas, ¿qué importa un nombre?
—Depende de qué nombre sea. Prueba «Karaghiosis».
—¿Por qué no te sientas donde te pueda ver? No me gusta tener gente de pie detrás de mí.
—De acuerdo… Ya está. ¿Qué contestas?
—¿A qué?
—A lo de probar con «Karaghiosis».
—¿Por qué he de hacerlo?
—Porque tiene un significado. Al menos lo tuvo una vez.
—Karaghiosis es un personaje del antiguo teatro griego de sombras, algo así como nuestras marionetas. Una especie de bufón, vulgar y grosero.
—Era griego, y también sutil.
—¡Ya lo creo! Y además cobarde y mugriento.
—Tenía mucho de héroe. Astuto. Algo tosco, pero con sentido del humor. No hubiera vacilado en demoler una pirámide. También era fuerte, cuando se lo proponía.
—¿Dónde está ahora?
—Me gustaría saberlo.
—¿Y por qué me lo preguntas a mí?
—Porque ése es el nombre que te dio Hasán la noche que luchaste contra el golem.
—Ah… Ya veo. Bueno, sólo era una interjección, un término genérico, una manera de llamarme tonto, una especie de mote… Como si yo te llamara a ti «Pelirroja»… Y ahora que pienso en ello, me pregunto cómo te verá Myshtigo. Los veganos son ciegos para el color de tu pelo, ¿no lo sabías?
—No me importa cómo me vean los veganos. Aunque me interesaría saber cómo te ven a ti. Tengo entendido que Myshtigo posee un buen expediente tuyo, muy abultado según parece. Y que en él se te atribuye una edad de varios siglos.
—Una exageración, no hay duda. Pero tú eres la que pareces saber muchas cosas. ¿Es muy grueso tu expediente sobre Myshtigo?
—No demasiado… todavía.
—Tengo la impresión de que le odias como jamás has odiado a nadie. ¿Es cierto?
—Sí.
—¿Por qué?
—Es un vegano.
—¿Y bien?
—Odio a los veganos, eso es todo.
—No, hay algo más.
—Tienes razón. Eres muy fuerte, ¿lo sabes?
—Lo sé.
—De hecho, eres el ser humano más fuerte que conozco. Lo bastante fuerte como para romperle el cuello a un murciélago-araña y luego caer en la bahía del Pireo, nadar hasta la orilla y desayunar tranquilamente.
—Es curioso el ejemplo que has escogido.
—No tan curioso. ¿Lo hiciste?
—¿Por qué lo preguntas?
—Quiero saberlo, necesito saberlo.
—Lo siento.
—«Lo siento» no es respuesta suficiente. Di algo más.
—Ya lo he dicho todo.
—No, no lo has dicho. Necesitamos a Karaghiosis.
—¿Necesitamos? ¿Quiénes?
—La Radpol. Yo.
—Pero, ¿por qué?
—Hasán es casi tan viejo como el Tiempo. Karaghiosis aún lo es más. Hasán le conoció, le recordaba, te llamó «Karaghiosis». Tú eres Karaghiosis, el que antaño mató, el defensor de la Tierra… Y te necesitamos ahora. Mucho. Armagedón ha llegado…, no con estrépito ni con trompetas, sino con un libro de notas. El vegano debe morir. No hay alternativa. Ayúdanos a acabar con él.
—¿Qué pretendéis de mí?
—Deja que Hasán lo destruya.
—No.
—¿Por qué no? ¿Qué representa para ti?
—Nada, de veras. En realidad, me resulta bastante antipático. Pero, ¿qué representa él para ti?
—Nuestro destructor.
—Explícame por qué y cómo, y quizá mi respuesta sea más clara.
—No puedo.
—¿Por qué no puedes?
—Porque no lo sé.
—Entonces, buenas noches. Hemos terminado.
—¡Espera! De veras que no lo sé… Pero la consigna nos ha venido de Taler, del enlace que la Radpol tiene allí. Debe morir. Su libro no es tal libro, ni él es quien dice ser, sino muchas otras cosas. No sé lo que esto significa, pero nuestros agentes nunca han mentido. Tú has vivido en Taler, Bakab y una docena de otros mundos. Eres Karaghiosis. Sabes bien que nuestros agentes no mienten, porque eres Karaghiosis y tú mismo creaste nuestra red de espías. Y ahora oyes sus palabras y no haces caso de ellas. Te digo lo que dicen: que debe morir. Él representa el fin de todo aquello por lo que hemos luchado. Dicen que viene a inspeccionar el terreno, y no hemos de permitírselo. Ya conoces su código. El Dinero contra la Tierra. Nos quieren explotar más todavía. Hasta aquí han especificado nuestros informadores.
—Lo lamento. Me he comprometido a defenderle. Dame una razón mejor y quizá te responda mejor. Además, Hasán trató de matarme.
—Sólo le dijeron que te impidiera actuar, que te incapacitara para que nosotros pudiéramos destruir al vegano.
—No me basta esa razón; no, no me basta. No admito nada. Haced lo que os parezca. Olvidaré lo que me has dicho.
—No. Tienes que ayudarnos. ¿Qué es la vida de un vegano para Karaghiosis?
—No estoy dispuesto a hacerme cómplice de su destrucción sin una causa justa y específica. Hasta ahora no me has dado ningún motivo válido.
—Eso es todo cuanto puedo decir.
—Entonces, buenas noches.
—No. Tú tienes dos perfiles. Visto del lado derecho, eres un semidiós; del izquierdo, un demonio. Uno de los dos nos ayudará, debe ayudarnos. No me importa cuál de los dos.
—No intentéis hacer daño al vegano. Ambos le protegeremos.
Continuamos allí sentados. Ella tomó uno de mis cigarrillos y estuvimos así un rato, fumando.
—Odiarte… —dijo por fin—. Debería ser fácil, pero no lo consigo.
No contesté.
—Te he visto tantas veces, altivo y engreído dentro de tu uniforme, bebiendo el ron como el agua, seguro de ti mismo por algo que no compartes con nadie, arrogante en el despliegue de tu fuerza… Lucharías sin cuartel contra cualquier cosa que se moviera, ¿no es cierto?
—No contra hormigas rojas o abejorros.
—¿Acaso abrigas algún plan maestro que nosotros ignoramos? Dínoslo y te ayudaremos a llevarlo a cabo.
—La idea de que soy Karaghiosis es cosa tuya. Ya te he explicado por qué Hasán me dio ese nombre. Phil conoció Karaghiosis y tú conoces a Phil. ¿Le has oído alguna vez hablar de esto?
—Bien sabes que no. Es tu amigo y no te traicionaría.
—¿Existe algún otro indicio de identidad, aparte de lo que me llamo Hasán?
—No hay ninguna descripción de Karaghiosis que permita identificarlo con exactitud. En eso hiciste un buen trabajo.
—Muy bien. Entonces vete y no me molestes más.
—No me rechaces. ¡Por favor!
—Hasán intentó matarme.
—Sí. Debió de parecerle más fácil matarte que impedir simplemente que no estorbaras. Después de todo, él te conoce mejor que nosotros.
—En ese caso, ¿por qué me ha salvado hoy del boadilo, junto con Myshtigo?
—No lo sé.
—Entonces, ya me has oído. Déjame en paz.
—No. Te lo diré… Las azagayas eran lo único que tenía a mano. Aún no es lo bastante diestro con ellas. Su objetivo no era el boadilo.
—¡Oh!
—Pero tampoco te apuntaba a ti. El animal se movía y retorcía demasiado. Lo que pretendía era matar al vegano. Luego habría dicho que quería salvaros a ambos, que sólo disponía en aquel momento de los dardos y… que todo había sido un terrible accidente. Por desgracia, no hubo tal accidente. Falló.
—¿Por qué no dejó que el propio boadilo hiciera el trabajo?
—Porque tú ya le habías puesto las manos encima. Y temía que aún lograras tu propósito de salvar a Myshtigo. Tus manos le dan miedo.
—Bueno es saberlo. ¿Seguirá intentando lo mismo aunque yo me niegue a cooperar?
—Me temo que sí.
—Es muy lamentable, querida, porque no pienso permitirlo.
—No lograrás detenerle. Ni nosotros tampoco. Aunque seas Karaghiosis, y estés dolido, y aunque sienta por ti una compasión sin límites, ni tú ni yo podremos ya detener a Hasán. Es el Asesino. Jamás ha fracasado.
—Yo tampoco.
—Sí, tú has fallado. Has sido infiel a la Radpol y a la Tierra, a todo cuanto significa algo.
—Mujer, yo sé bien lo que me hago. Allá tú con tus intrigas. Haz lo que te parezca.
—No puedo.
—¿Y eso por qué?
—Si no lo sabes, entonces Karaghiosis es de veras un necio, un bufón, el personaje de un teatro de sombras.
—Un hombre llamado Thomas Carlyle escribió una vez algo sobre héroes y la admiración que despertaban. También él era un necio. Creía en la existencia de tales seres. El heroísmo es sólo cuestión de circunstancias y oportunidad.
—A veces entran en juego unos ideales.
—¿Qué es un ideal? El fantasma de un fantasma, nada más.
—No me digas estas cosas, te lo ruego.
—Debo decírtelas…, son la verdad.
—Mientes, Karaghiosis.
—No, no miento… En todo caso, si lo hago, es por una buena causa, jovencita.
—Tengo edad suficiente para ser abuela de cualquiera, menos de ti. ¡Así que no me llames «jovencita»! ¿Sabes que llevo una peluca?
—Sí.
—¿Sabes que una vez contraje una enfermedad vegana, y que por eso debo llevar peluca?
—No. Lo siento mucho. No lo sabía.
—De joven, hace ya mucho tiempo, trabajé en Vega en un lugar de recreo. Vendía mis encantos. Nunca olvidaré el resuello de aquellos horribles pulmones pegados a mi cuerpo, ni el contacto de su carne cadavérica. Los odio, Karaghiosis, de una manera que sólo alguien como tú puede comprender… Alguien que ha odiado y sabe por sí mismo lo que es odiar de verdad.
—Lo lamento, Diane. Sinceramente, lamento que aún te duela ese recuerdo, pero todavía no estoy dispuesto a actuar. No me apremies.
—Eres Karaghiosis, ¿no es así?
—Sí.
—Entonces ya estoy satisfecha, en cierto modo.
—Pero no te engañes: el vegano vivirá.
—Ya veremos.
—Sí, ya veremos. Buenas noches.
—Buenas noches, Conrad.
Me levanté, dejándola allí, y regresé a mi tienda. Más tarde, avanzada la noche, vino a mí. Oí que algo crujía a la entrada de la tienda, luego sentí removerse las ropas de mi cama, y allí se tendió a mi lado. Y ahora, tras haberlo olvidado casi todo de ella —el rojo de su peluca y la pequeña «v» al revés entre sus ojos, la firmeza de sus mandíbulas, su hablar cortante, sus pequeños gestos característicos, su cuerpo ardiente como el corazón de una estrella, y su extraño concepto del hombre que una vez fui—, ahora sólo esto ha quedado impreso en mi memoria: que acudió a mí cuando la necesitaba, que su cuerpo era cálido, suave, y que vino a mí…
A la mañana siguiente, después de desayunar, quise buscar a Myshtigo, pero él me encontró primero. Yo había ido al río y hablaba con los hombres que debían encargarse del falucho.
—Conrad —me dijo con suavidad—, ¿puedo hablar con usted?
Asentí y señalé hacia una hondonada cercana.
—Marchemos en esa dirección. Ya he terminado aquí.
Caminamos juntos. Al cabo de un minuto, dijo:
—Como usted sin duda sabe, en mi mundo existen varios sistemas de disciplina mental, sistemas que en ocasiones favorecen el despertar de ciertas facultades extrasensoriales…
—Eso me habían dicho —respondí.
—La mayor parte de los veganos, antes o después, pasan por alguna experiencia de ese tipo. Algunos descubren en sí mismos una aptitud o sensibilidad especial. La mayoría no. Pero prácticamente todos nosotros llegamos a poseer un sentido de la presencia de tales fenómenos y sabemos reconocerlos cuando surgen.
—¿Sí?
—Personalmente, no me cuento entre los que poseen dones telepáticos especiales, pero sé que usted tiene esa clase de facultades, puesto que la noche pasada las utilizó conmigo. Lo sentí. Como se trata de algo sumamente raro entre los de su raza, no me lo esperaba y por ello no tomé ninguna precaución al respecto. Por otra parte, escogió usted el momento preciso, lo que le permitió leer en mi mente como en un libro abierto. ¿Qué aprendió de mí? Debo saberlo.
De modo que en todas esas visiones mías había algo extrasensorial. Generalmente se reducían a una serie de percepciones inmediatas del sujeto, con algún que otro atisbo de los pensamientos o sensaciones que acompañaban a sus palabras… Y no siempre podía fiarme de su autenticidad. La pregunta de Myshtigo significaba que desconocía el alcance real de mis dones. Como por otro lado yo sabía que ciertos veganos eran capaces de penetrar hasta lo más hondo de la mente ajena, y aun de leer en su subconsciente, decidí darme importancia para sonsacarle todo lo que pudiera.
—Estoy convencido de que lo que escribe no es un simple libro de viajes —le dije.
No me respondió.
—Desgraciadamente, no soy el único en saberlo —continué—, lo que quizá le haga correr algún peligro.
—¿Por qué? —preguntó con brusquedad.
—Podrían interpretarlo mal —sugerí.
—¿Quiénes? —dijo, haciendo un gesto con la cabeza.
—Lo siento, no puedo decírselo.
—Necesito saberlo.
—Lo siento otra vez. Si desea dejar todo esto, le puedo facilitar el regreso a Port-au-Prince hoy mismo.
—No. Me es imposible. Tengo que seguir adelante. ¿Qué me aconseja usted que haga?
—Cuénteme algo más y quizá pueda sugerirle algo.
—No, sabe usted demasiado… Creo comprender ahora la verdadera razón de que esté aquí Donald Dos Santos —añadió rápidamente—. Él es moderado. La rama activista de la Radpol debe haberse enterado de esto y, como usted dice, lo ha interpretado mal. Dos Santos sabe de qué peligro se trata. Quizá me convenga ir a verle…
—No —le interrumpí—, no creo que deba hacerlo. En realidad no cambiaría las cosas. ¿Qué podría usted decirle?
Tras una pausa, replicó:
—Sí, ya veo por dónde va. También a mí se me ha ocurrido que tal vez no sea tan moderado como me imaginaba… Y en ese caso…
—¿Quiere volverse atrás? —dije.
—No puedo.
—Entonces, amigo azul, no tendrá más remedio que confiar en mí. Empiece por contarme algo más de este viaje de reconocimiento…
—¡Imposible! Ignoro cuánto sabe y cuánto no sabe, pero es obvio que está intentando sonsacarme más información; por eso creo que no debe de saber mucho. Lo que estoy haciendo es todavía confidencial.
—Sólo quiero protegerle —dije—, y por ello trato de averiguar todo lo que puedo.
—Entonces, proteja mi integridad física y déjeme con mis propios pensamientos y motivos. En el futuro mi mente estará herméticamente cerrada para usted, así que no pierda el tiempo en indagaciones.
Saqué una pistola automática y se la tendí.
—Le sugiero que lleve consigo esta arma durante el resto del viaje… para proteger sus motivos.
—Muy bien.
La tomó, y al instante la hizo desaparecer entre los ondulantes pliegues de su camisa.
¡Paf! ¡paf! ¡paf!, sonaba ésta al alejarse el vegano.
¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!, repetían al compás mis pensamientos.
—Estad preparados —dije a los hombres—, pronto nos iremos.
Mientras regresaba al campamento, por otro camino, me puse a analizar mis propios motivos. Un libro, sin más, no iba a ser capaz de hacer o deshacer la Tierra, la Radpol, el Retornismo. Ni siquiera lo había conseguido el de Phil, La llamada de la Tierra. Pero esto de Myshtigo parecía ser algo más que un simple libro. ¿Un estudio? ¿De qué clase? ¿Con qué fines? No lo sabía, pero debía averiguarlo. Porque no podía permitirse que Myshtigo viviera si su trabajo tenía por meta nuestra destrucción… No obstante, tampoco podía yo permitir su muerte si los fines que perseguía eran lícitos o de alguna utilidad. Y podrían serlo.
Por tanto, alguien debía tomarse unas vacaciones hasta que estuviéramos seguros.
Pero me habían tirado de la correa, y no veía razón para resistir a ella. Seguí olfateando.
—Diane —la abordé junto a su vehículo, amparados ambos por la sombra de éste—, dices que represento algo para ti, como lo que soy de verdad, como Karaghiosis.
—Parece lógico, ¿no?
—Entonces escúchame. Creo que puedes equivocarte a propósito del vegano. Digo «puedes». No estoy seguro, pero si lo que afirmas sobre él no es cierto, sería un gran error matarle. Por esta razón, no puedo permitirlo. Demorad la ejecución de vuestros planes, sean los que fueren, hasta que lleguemos a Atenas. Una vez allí, pedid que os aclaren ese mensaje de la Radpol.
Me miró fijamente a los ojos, y por fin respondió:
—De acuerdo.
—¿Qué hay de Hasán?
—Sabe esperar.
—Siempre escoge por sí mismo el momento y el lugar, ¿no es así? Y sólo aguarda la oportunidad de asestar el golpe.
—Debéis decirle que se contenga hasta que sepamos con certeza a qué atenernos.
—Muy bien.
—¿Se lo diréis?
—Se lo diremos.
—Me basta con eso.
Giré sobre mis talones para irme.
—Y si el nuevo mensaje llega —añadió ella—, y dice lo mismo que el anterior… ¿qué?
—Ya veremos —contesté sin volverme.
La dejé allí junto a su «Skimmer», y yo regresé al mío.
Más tarde, cuando el mensaje llegó diciendo lo que yo pensaba que diría, supe que tendría más problemas. Y ello porque había tomado ya mi decisión.
Mucho más lejos y al sureste de donde nos hallábamos, varias zonas de Madagascar aún ensordecían los contadores Geiger con sus quejidos radiactivos, tributo a la inteligencia de uno de los nuestros.
Hasán, de eso estaba seguro, era capaz de atravesar cualquier barrera sin que siquiera parpadeasen sus ojos amarillos, agostados por el sol y hechos a la muerte…
No sería fácil detenerlo.
Lo vi todo. Lejos, allá abajo.
Desolación y muerte, calor, aguas enlodadas, nuevas costas…
Volcanes en Chios, Samos, Ikaria, Naxos…
Halicarnaso devorada por las profundidades…
El extremo occidental de Kos visible otra vez, pero, ¿de qué me servía?
… Muerte, calor, aguas enlodadas.
Nuevas costas…
Para contemplar esta escena, había desviado la ruta de todo el convoy. Myshtigo tomó notas, y también fotos.
Lorel dijo:
—Sigue adelante con la expedición. Los daños materiales no han sido excesivos, pues el Mediterráneo aparece lleno sobre todo de chatarra y basuras. En cuanto a las lesiones humanas, o han sido mortales o ya están siendo atendidas. Así que no te detengas.
Volé a ras de tierra sobre lo que quedaba de Kos…, la parte occidental de la isla. Un paisaje inhóspito y volcánico. Cráteres recientes, todavía humeantes, alternaban con las también recientes franjas de mar que invadían el territorio, cruzándolo en todas direcciones. Astypalaia, la antigua capital, estuvo una vez allí. Tucídides nos cuenta que fue destruida por un terremoto. Me gustaría que hubiera visto éste. Mi ciudad de Kos, al norte de la isla, fue un lugar habitado ya desde el año 366 a. de C. Todo había desaparecido, salvo la humedad y el calor. Ningún superviviente… Y el plátano de Hipócrates, la mezquita de la Logia, el castillo de los Caballeros de Rodas, las fuentes, mi casa, mi mujer…, todo lo habían barrido las aguas o tragado las simas. No lo sé. No sé si esos lugares entrañables corrieron la misma suerte de Teócrito, que tantos años atrás hizo lo posible por inmortalizarlos. Ya no estaban. Se habían ido. Lejos. Inmortales y a la vez muertos para mí. Más al este, algunos picos de aquella cordillera que antes interrumpía la llanura septentrional se asomaban aún entre las aguas. Allí estaba el enorme picacho de Dikaios, o Cristo el Justo, que hasta hacía poco dominaba majestuosamente las aldeas de la vertiente norte. Ahora sólo era un minúsculo islote. Nadie había podido salvarse alcanzando a tiempo su cima.
Debió de ser así, hace muchísimos años, cuando el mar de mi patria, reprimido en sus afanes de expansión por la península de Calcídica, se enfureció e invadió la tierra. Cuando las encrespadas aguas de nuestro mar interior se abrieron impetuosamente paso por las gargantas de Tempe, su frenesí dejó huellas eternas en las faldas mismas del Olimpo, pese a ser la morada de los dioses. Sólo quedaron con vida el señor y la señora Deucalión, flotando junto a los divinos parajes para poder perpetuar el mito entre sus descendientes.
—Ahí vivió usted —dijo Myshtigo.
Asentí con la cabeza.
—Sin embargo, tengo entendido que nació en la aldea de Makrynitsa, en las colinas de Tesalia. ¿No es así?
—Sí.
—¿Pero hizo de esta tierra su hogar?
—Por algún tiempo.
—«Hogar» es un concepto universal —añadió—. Aprecio su actitud.
—Gracias.
Seguí mirando hacia abajo, sintiéndome sucesivamente dolido, enfermo, furioso…, y después nada.
Tras una ausencia, Atenas vuelve a mí con súbita familiaridad, siempre fresca, a menudo renovadora, a veces incitante. En cierta ocasión Phil me leyó las líneas de uno de los últimos grandes poetas griegos, Georgios Seferis, asegurándome que éste aludía a mi amada Grecia al decir: «… Un país que no es ya nuestro país, ni tampoco el vuestro». Y ello por culpa de los veganos. Al hacerle ver que en vida de Seferis no había todavía veganos, Phil me replicó que la poesía es independiente del tiempo y el espacio, y que significa lo que el lector quiere que signifique. Aunque, desde luego, nunca he creído que una licencia literaria sirviera para viajar por el tiempo, tenía otras muchas razones para no estar de acuerdo con el poeta, o al menos con el carácter general de su afirmación.
Grecia es, en verdad, nuestro país. Godos, hunos, búlgaros, servios, francos, turcos, y ahora los veganos, jamás consiguieron arrancarla de nosotros. Su pueblo, como yo mismo, aún vive. Atenas y yo hemos cambiado un poco, es cierto. Pero el suelo griego sigue siendo el suelo griego, y para mí no cambia. Trata de arrebatármelo, quienquiera que seas, y mis cleftas batirán hasta la última de las colinas, como los viejos vengadores ctonios. Tú pasarás, pero las montañas de Grecia quedarán, firmes e inmutables, con su olor a cabra y huesos quemados, con su mezcla de sangre y vino, su dejo de almendras perfumadas, su viento frío por las noches, y cielos tan azules y claros de día como los ojos de un dios. ¡Tócalas, si te atreves!
Por eso mi espíritu se renueva cada vez que vuelvo. Y ahora que soy un hombre con muchos años tras de mí, la Tierra entera me infunde el mismo sentimiento. Por eso también luché, maté, puse bombas y hasta empleé toda clase de subterfugios legales, sin más arma que los libros, para impedir que la Tierra fuese comprada por los veganos, parcela a parcela, al gobierno in absentia, allí en Taler. Éste es el motivo por el que cambié de nombre y me introduje en el seno del Cuerpo Oficial que rige los destinos de nuestro planeta…, y en el Departamento de Artes, Monumentos y Archivos en particular. Desde aquí podía combatir por lo que aún quedaba, en espera de nuevos acontecimientos.
La «vendetta» de la Radpol asustó en su día a los expatriados tanto como a los veganos. No se daban cuenta de que los descendientes de aquellos que habían vivido los sucesos de los Tres Días nunca cederían de buen grado sus mejores zonas costeras para crear en ellas centros veganos de turismo, ni permitirían que sus hijos e hijas trabajasen en tales centros; tampoco estaban dispuestos a guiar a los veganos por entre las ruinas de sus ciudades, indicándoles lo más interesante para que ellos se solazaran. Por esto precisamente, la mayoría de los miembros del Departamento consideraba su trabajo como un servicio extranjero.
Desde aquí lanzamos la llamada del retorno a los jóvenes terrestres de nuestras colonias en Marte y Titán, pero no hubo retorno. La molicie se había apoderado de ellos, carentes ya de voluntad y débiles a fuerza de absorber como sanguijuelas una cultura extraña, que empero tenía sus cimientos en la nuestra. Habían perdido su identidad. Nos abandonaron.
Con todo, ellos eran el Gobierno Terrestre de iure, es decir, legalmente elegido por la mayoría ausente; y quizá lo fueran también de facto, si la situación llegara a normalizarse. Sí, probablemente… Por eso yo esperaba no vivir para verlo.
Durante más de medio siglo nuestras relaciones mutuas se mantuvieron en punto muerto: ni se crearon nuevos centros veganos, ni hubo violencia por parte de la Radpol. Tampoco se habló del Retorno. Pero pronto iban a surgir nuevas complicaciones. Flotaba en el ambiente… En especial si Myshtigo había venido realmente a espiarnos.
Regresé, pues, a Atenas en un día gris, mientras una llovizna fría y monótona caía sobre la ciudad: una Atenas zarandeada y apenas repuesta de los recientes trastornos. Llegué allí con un interrogante en el alma y numerosas cicatrices en el cuerpo, pero renovado por dentro. El Museo Nacional aún permanecía en pie, entre Tossitsa y Vasileos Irakliou; la Acrópolis, en cambio, estaba más derruida de lo que yo podía recordar; el Hotel «Garden Altar» —antiguo Palacio Real—, ubicado en el ángulo noroeste de los Jardines Nacionales, más allá de Síndagma, acusaba los efectos de las sacudidas, pero seguía en pie y abierto a la clientela.
Entramos en él y nos inscribieron en el registro.
Como Comisario de Artes, Monumentos y Archivos, fui objeto de un trato especial, y por ello tuve derecho a «La Suite»: el número 19.
Su aspecto no era exactamente el de la última vez que la ocupé. Estaba limpia y bonitamente decorada.
En la puerta, una pequeña placa de metal anunciaba: Esta suite fue cuartel general de Konstantin Karaghiosis durante la fundación de la Radpol y gran parte de la Rebelión Retornista.
Dentro, en otra placa colocada sobre la armadura de la cama, podía leerse: En esta cama durmió Konstantin Karaghiosis.
Y en la pared frontal de la larga y estrecha cámara delantera, descubrí otra: La mancha que puede verse en esta pared fue causada por una botella de bebida, al arrojarla Konstantin Karaghiosis a través de la habitación para celebrar el éxito de la operación de Madagascar.
Creedlo, si os parece.
Konstantin Karaghiosis se sentó en esta silla, rezaba otra inscripción.
A decir verdad, me dio miedo entrar en el cuarto de baño.
Más tarde, aquella misma noche, mientras me paseaba por las húmedas calles de la ciudad, medio desierta y salpicada de escombros, mis viejos recuerdos se mezclaron con los pensamientos presentes como dos ríos que confluyen. Dejé a los demás durmiendo en sus aposentos, descendí los peldaños de la amplia escalinata exterior, y me detuve a leer una de las inscripciones de la oración fúnebre de Pericles —«La Tierra entera es tumba de grandes hombres»— al lado del monumento al Soldado Desconocido; por un instante contemplé con interés los robustos miembros de aquel guerrero arcaico, tendido allí con todas sus armas sobre el túmulo, todo mármol y bajorrelieves, pero en cierto modo aún caliente, porque la noche sienta bien a Atenas… Luego proseguí mi camino, subiendo por Leoforos Amalias.
La cena había sido excelente: ouzo, giuvetsi, Kokkineli, yaourti, Metaxá, café negro en abundancia, y Phil discutiendo con George sobre la evolución.
—¿No ves la convergencia de vida y mito que se da aquí mismo, en los últimos días de este planeta?
—¿Qué quieres decir? —preguntó George, rebañando un plato de narantzi y ajustándose las gafas para ver mejor.
—Quiero decir que, cuando la humanidad emergió de las tinieblas, trajo consigo todo un arsenal de leyendas, mitos y recuerdos fabulosos. Ahora estamos hundiéndonos de nuevo en esas mismas tinieblas. La Fuerza Vital se hace cada vez más escasa e inestable, y poco a poco volvemos a aquellas formas primitivas que durante tanto tiempo sólo existieron como vagas reminiscencias raciales…
—Tonterías, Phil. ¿Fuerza Vital? ¿A qué siglo perteneces? Hablas como si toda vida no fuera más que una única entidad sensible.
—Lo es.
—Demuéstralo, por favor.
—En tu museo figuran los esqueletos de tres sátiros, y fotografías de ejemplares vivos. Proceden de las montañas de este país. También se han visto aquí centauros… y se habla de flores-vampiros, y de caballos con alas rudimentarias. No hay mar que no esté poblado de serpientes monstruosas. Murciélagos-araña de importación surcan nuestros cielos. Incluso existen declaraciones juradas de personas que han visto a la Bestia Negra de Tesalia, ese monstruo devorador de hombres con huesos y todo… Y así toda clase de leyendas empiezan a tomar vida.
George suspiró impaciente.
—Lo que acabas de decir sólo prueba que en la infinidad del universo existe la posibilidad de que brote cualquier forma o tipo de vida, dados unos factores determinantes y cierta permanencia del entorno adecuado. En los casos que has puesto como ejemplo y que aluden a formas propias de la Tierra, se trata de mutaciones, nuevos seres que han ido surgiendo por todo el mundo junto a los Lugares Calientes. Uno de estos lugares se encuentra precisamente en las montañas de Tesalia. Si de pronto la Bestia Negra echara abajo esa puerta de una embestida y apareciera aquí mismo con un sátiro a caballo sobre sus lomos, ello no alteraría mi opinión, ni probaría la tuya.
En aquel momento yo miraba hacia la entrada, no con la esperanza de ver aparecer la Bestia Negra, sino algún hombrecillo de aspecto anodino que pasara furtivamente por allí, tropezara y siguiera luego su camino, o un camarero que le trajese a Diane alguna bebida con una nota disimulada bajo la servilleta.
Pero nada de esto sucedió.
Cuando caminaba por Leoforos Amalias, pasando junto a la Puerta de Adriano y el Olimpieion, ignoraba cuál sería la consigna. Diane se había puesto en contacto con la Radpol, pero la respuesta tardaba en llegar. Dentro de otras treinta y seis horas volaríamos de Atenas a Lamia, y desde allí continuaríamos nuestra ruta a pie, atravesando bosques de nuevos y extraños árboles con hojas alargadas de color rojo pálido y nervios sanguinolentos, ramas colgantes como parras, branquias en la copa y raíces intrincadas a cuya sombra germina la strige-fleur; luego seguiríamos por planicies borrachas de sol, senderos tortuosos sólo transitados por cabras, escarpados peñascales y barrancos profundos con restos de monasterios. Era una locura, pero nuevamente Myshtigo lo había querido así. Sólo porque yo nací en esta comarca, se sentía a salvo. Traté de advertirle del peligro, hablándole de los animales salvajes que infestaban el lugar, y de los curetes, tribus caníbales que también merodeaban por allí. En vano. Quería emular a Pausanias y recorrerlo todo a pie. ¡Muy bien!, decidí entonces, si la Radpol no lo despachaba, la fauna local se encargaría de hacerlo.
Con todo, para estar seguro, acudí previamente a la oficina de Correos más cercana, solicité y obtuve del Gobierno un permiso oficial de matar en duelo y pagué el correspondiente impuesto. Más vale tener las espaldas bien cubiertas en casos como éste, en especial si uno es un Comisario y todo lo demás…
Si tenía que matar a Hasán, lo mataría legalmente.
Hasta mis oídos llegó el sonido de un bouzouki, procedente de un cafetucho abierto al otro lado de la calle. En parte porque me apetecía, y en parte porque tenía la sensación de que alguien venía siguiéndome, crucé la avenida y entré en el local. Me dirigí hacia una pequeña mesa situada estratégicamente: allí podía sentarme con la espalda pegada a la pared y vigilar al mismo tiempo la puerta. Pedí un café turco y un paquete de cigarrillos, y me puse a escuchar aquellas canciones que hablaban de muertes, exilios, catástrofes y la eterna infidelidad de hombres y mujeres.
Visto por dentro, el local era aún más exiguo de lo que parecía desde la calle. Techo bajo, suelo sucio, ambiente opaco. La cantante era una mujer rechoncha, vestida de amarillo y exageradamente maquillada; sus melodías alternaban con el tintineo de los vasos. Una constante lluvia de polvo contaminaba el aire, ya de por sí poco respirable, y el serrín esparcido por el piso estaba húmedo. Mi mesa se hallaba próxima a uno de los extremos del bar. Había como una docena más de personas desparramadas por el establecimiento: tres chicas de ojos soñolientos se tomaban una copa en la barra junto a un tipo tocado con un fez mugriento, mientras otro, un poco más lejos, roncaba con la cabeza apoyada en un brazo; sentados a una mesa opuesta diagonalmente a la mía, cuatro hombres reían con estrépito; y algunos más, solitarios, escuchaban y miraban distraídos a su alrededor, esperando quizás, o ni siquiera eso, que algo o alguien viniera a romper aquella monotonía.
Pero todo siguió igual. Apuré, pues, mi tercera taza de café, pagué la cuenta al grueso y bigotudo patrón, y salí.
Fuera, la temperatura parecía haber descendido unos cuantos grados. La calle estaba desierta y completamente oscura. Tomé a la derecha por Leoforos Dionisiou Areopagitou, y proseguí mi marcha hasta llegar a la destartalada cerca que corre a todo lo largo de la pendiente sur de la Acrópolis.
Oí pasos a cierta distancia detrás de mí, en la esquina. Me quedé quieto medio minuto, pero todo era silencio y sombras. Encogiéndome de hombros, crucé la entrada y caminé hacia el témenos de Dionisios Eleutherios. Del templo mismo, no quedan más que los cimientos. Pasé de largo y me dirigí al Teatro.
Phil, dialogando con George, había insinuado que la historia se mueve en grandes ciclos, como las agujas de un gigantesco reloj que discurren por los mismos números día tras día.
—La biología histórica demuestra que estás en un error —le dijo George.
—No hay que interpretar mi afirmación literalmente —replicó Phil.
—Entonces debemos ponernos de acuerdo en el lenguaje que hablamos, antes de seguir la conversación.
Myshtigo se rió.
Ellen dio a Dos Santos un golpecito en el brazo y le preguntó algo acerca de los pobres caballos que montaban los picadores. Él se encogió de hombros, sirvió a su compañera otro vaso de Kokkineli y acabó el suyo propio.
—Forma parte de la fiesta —respondió.
Y el mensaje no llegaba. Aquel mensaje…
Continué mi camino entre los destrozos que el tiempo hace de la grandeza. Un pájaro asustado chilló a mi derecha y remontó bruscamente el vuelo, para perderse en la noche. Seguí andando, internándome por las ruinas del viejo Teatro, descendiendo por sus graderíos en la oscuridad…
Las estúpidas placas que decoraban mi suite no divirtieron a Diane tanto como yo pensaba.
—Están bien donde están. ¡Claro que había que ponerlas!
—¡Ja!
—En otros tiempos habrían colocado cabezas de animales muertos por ti. O los escudos de tus enemigos derrotados. Ahora somos gente civilizada. Se hace de esta otra manera.
—¡Ja! —exclamé otra vez, y cambié la conversación—. ¿Hay algo nuevo sobre el vegano?
—No.
—Quieres su cabeza, ¿no?
—Yo no estoy civilizada… Dime, ¿fue Phil siempre tan ridículo como ahora? ¿También en sus años jóvenes?
—No, no lo fue. Y tampoco lo es ahora. Su desgracia está en haber sido un talento a medio camino. Actualmente se le considera el último de los poetas románticos, y se ha agotado. Lleva su misticismo hasta el absurdo porque, como Wordsworth, ha vivido más que su época. Ahora se obstina en tergiversar un glorioso pasado. Como Byron, él también cruzó una vez a nado el Helesponto, pero ahora, y en esto se parece más a Keats, sólo está realmente a gusto en compañía de esas damiselas a quienes puede dar la lata con su filosofía o, en ocasiones, deleitar con alguna antigua anécdota bien contada. Se ha hecho viejo. A veces sus escritos despiden todavía destellos de su fuerza poética de antaño, pero su estilo no se encerraba únicamente en los escritos.
—¿Qué quieres decir?
—Por ejemplo, recuerdo un día nublado en que, de pie en el Teatro de Dionisio, leía un himno compuesto por él y dedicado a Pan. Había un público de doscientas o trescientas personas, y sólo los dioses saben por qué se les había ocurrido ir allí. El caso es que Phil empezó a leer. Su griego no era todavía muy bueno, pero el tono de su voz impresionaba realmente y todos sus gestos parecían imbuidos de algún carisma misterioso. A poco comenzó a lloviznar, pero nadie sé movió. Hacia el final se produjo una repentina tronada, que sonó espantosamente como una risa, y la muchedumbre se estremeció. No me atrevo a decir que fuera así en los días de Tespis, pero muchas de aquellas personas aún miraban atrás, por encima de sus hombros, al abandonar el teatro. Yo también quedé muy impresionado. Luego, pasados ya varios días, volví a leer el poema… ¡No valía nada! Unos cuantos versos manidos y ramplones. Lo importante era la forma en que los leyó. Con su juventud se le fue esa parte de su pujanza creadora, y lo que aún quedaba en él de lo que podría llamarse arte no bastó para hacerle grande, para mantener viva su leyenda personal. Él se resiente de esto, y por ello se consuela con su abstrusa filosofía. Pero, volviendo a tu pregunta, te diré que no siempre fue lo que ahora ves.
—Puede que parte de su filosofía hasta sea verdad.
—¿A qué te refieres?
—A los Grandes Ciclos. La era de las bestias fabulosas está aquí de nuevo, entre nosotros. Y también la de los héroes y semidioses.
—Hasta ahora yo sólo me he topado con las bestias.
—«En esta cama durmió Karaghiosis», dice aquí. Parece confortable.
—Lo es. ¿Quieres probar?
—Sí. ¿Con la placa ahí?
—Sino te importa…
Llegué hasta el proscenio. Los bajorrelieves comenzaban en las gradas y evocaban escenas de la vida de Dionisio. Todo guía y miembro de un grupo de turistas debe, según una ordenanza promulgada por mí, «llevar consigo no menos de tres bengalas de magnesio cuando viaja». Encendí, pues, una de las mías y la eché al suelo. Nadie vería el resplandor desde abajo, porque se lo impedían tanto la inclinación de la colina como el parapeto que la rodeaba.
Mis ojos no se dejaron atraer por el punto brillante de luz, sino por las figuras plateadas que cobraban vida más arriba. Allí estaba Hermes, presentando el divino infante a Zeus, mientras los coribantes ejecutaban sus grotescas danzas pírricas a ambos lados del trono. También estaba Ícaro, a quien Dionisio había enseñado a cultivar la vid, preparándose a sacrificar un macho cabrío mientras su hija ofrecía unos pastelillos al dios (que allí al lado conversaba acerca de ella con un sátiro); y el ebrio Sileno, tratando de sostener los cielos como Atlas, aunque con menos éxito; y todos los demás dioses de las ciudades, que se habían dado cita en este Teatro; e igualmente vi a Hestia, Teseo, Eirene con el cuerno de la abundancia…
—Estás quemando una ofrenda a los dioses —sonó una voz junto a mí.
No me volví. Venía de atrás, a mi derecha, pero no me volví porque reconocí la voz.
—Tal vez —repuse.
—Hace mucho tiempo que no has pisado esta tierra, tu Grecia.
—Así es.
—Quizá porque no ha habido una inmortal Penélope que confiara en el retorno de su kallikanzaros, y le esperara tejiendo, paciente como las montañas.
—¿Te has convertido últimamente en el agorero local?
Percibí a mis espaldas una risa ahogada.
—Guardo las ovejas multípodas en los altos parajes, donde los dedos de Aurora vienen, antes que en ninguna otra parte, a sembrar el cielo de rosas.
—Sí, no hay duda de que eres narrador de fábulas. ¿Por qué no estás ahora en esas altas colinas, corrompiendo a la juventud con tus cantos?
—Por culpa de unos sueños.
—¿De veras?
Me volví y contemplé el viejo rostro a la agonizante luz de la bengala, aquellas arrugas tan negras, como redes de pescadores perdidas en el fondo del mar; su barba tan blanca como la nieve, que el viento empuja desde las cumbres de los montes; y sus ojos azules, haciendo juego con el color del pañuelo anudado a sus sienes. No se apoyaba en su báculo más de lo que un guerrero se apoya en su lanza. Yo sabía que su edad excedía el siglo, y que no conocía los tratamientos S-S.
—Hace poco soñé que me hallaba en medio de un negro y lóbrego templo —me dijo—, y el Gran Hades vino a mi lado, me tomó por la muñeca y me pidió que me fuera con él. Pero yo dije «¡no!», y me desperté. Este sueño me ha preocupado.
—¿Qué comiste aquella noche? ¿Fresas del Lugar Caliente?
—No te rías, por favor. Luego, otra noche, soñé que me encontraba en un país de arena y tinieblas. La fuerza de los antiguos atletas me imbuía, y luché con Anteo, hijo de la Tierra, destruyéndolo. Entonces el Gran Hades se acercó de nuevo a mí y, tomándome del brazo, me dijo: «Ven conmigo ahora». Una vez más me negué, y volví a despertarme. La Tierra temblaba.
—¿Es eso todo?
—No. Más recientemente, y de día, mientras vigilaba mi rebaño a la sombra de un árbol, tuve otro sueño estando despierto. Al igual que Febo, medí mis fuerzas contra el monstruo Pitón y salí medio muerto del combate. En esta ocasión no apareció el Gran Hades, pero al volverme vi allí a Hermes, su lacayo, sonriendo y apuntándome con su caduceo como si se tratara de un rifle. Agité la cabeza y él bajó su vara. Luego la elevó otra vez con un gesto, y miré en la dirección que me indicaba. Ante mí se extendía Atenas… Este lugar, este Teatro, tú mismo… Y aquí estaban sentadas las tres Ancianas. La que reparte a cada uno el hilo de la vida parecía disgustada, porque había arrollado el tuyo en el horizonte y no se veían los extremos. Pero la tejedora lo dividió en dos hebras muy finas. Una de ellas retrocedía cruzando los mares y se perdía nuevamente de vista. La otra se dirigía a las montañas. En la primera montaña, de pie en la cumbre, vi al Hombre Muerto, que tomó tu hilo en sus manos blancas, cadavéricas… Más allá, en la colina próxima, el hilo se posó sobre una roca al rojo vivo. Y al otro lado de la roca, en la tercera montaña, surgió la Bestia Negra, que se abalanzó con fiereza sobre él y lo laceró con sus dientes. A todo lo largo del hilo, vi también a un extraño guerrero que se acercaba de vez en cuando a él con pasos furtivos. Sus ojos despedían un fulgor amarillo, como la hoja desnuda de su espada. Varias veces la levantó amenazadora para cortar la fibra de tu vida. Por eso he bajado a Atenas y he venido a buscarte aquí mismo, en este lugar, para decirte que cruces de nuevo los mares, y advertirte que no subas a las montañas donde te aguarda la muerte. Porque desde el momento mismo en que Hermes alzó su vara, supe que los sueños no iban destinados a mí, sino a ti, padre mío, y supe también que debía venir a tu encuentro y avisarte del peligro. Vete de aquí ahora, cuando aún estás a tiempo. Por favor, padre, vuelve atrás.
Poniéndole la mano en el hombro, lo así con fuerza y respondí:
—Jasón, hijo mío, no regresaré. Asumo toda la responsabilidad de mis actos, para bien o para mal…, incluida mi propia muerte, si así lo ha decidido el destino. Debo ir a las montañas esta vez, allá arriba, junto al Lugar Caliente. Gracias por tu aviso. En nuestra familia siempre se dieron bien los sueños, aunque a menudo han sido engañosos. Yo también suelo soñar: sueños en los que veo por los ojos de otras personas… A veces con claridad, a veces no tan claro. Gracias por tu consejo. Lamento no poder seguirlo.
—Entonces, me volveré con mis rebaños.
—Ven conmigo al hotel. Desde allí podrás volar con nosotros hasta Lamia.
—No. Yo no duermo en grandes edificios, ni vuelo.
—En tal caso, quizá debieras ya ponerte en marcha. Pero me acomodaré a lo que desees. Podemos acampar aquí esta noche. Ya sabes que soy Comisario de este monumento.
—He oído que vuelves a ser importante en las altas esferas del Gobierno. ¿Habrá más matanzas?
—Espero que no.
Encontramos un sitio llano y extendimos su capa para sentarnos.
—¿Cómo interpretas tú los sueños? —le pregunté.
—Tus dones nos llegan con cada estación. Pero, ¿cuándo visitaste esos parajes por última vez?
—Hace unos diecinueve años —contesté.
—Entonces, ¿no sabes nada del Hombre Muerto?
—No.
—Es mayor. Quiero decir, más alto y más corpulento que la mayoría de los hombres, con dientes de animal salvaje y la carne de color blancuzco, como el vientre de un pez. Empezó a dar que hablar hace unos quince años. Sólo sale de noche. Bebe sangre. Ríe con risa de niño cuando vaga por los campos en busca de sangre… De personas o animales, no importa. Muy entrada la noche, se asoma desde fuera a las ventanas de las casas y contempla a los durmientes con sonrisa siniestra. Quema las iglesias y hace que se corte la leche. Malogra los partos por el pánico que provoca en las mujeres preñadas. De día, dicen que duerme en un ataúd, custodiado por los curetes.
—Suena tan terrible como un kallikanzaros.
—Existe realmente, padre. Tiempo atrás, algo causaba la muerte de mis ovejas. Quienquiera que fuese las había devorado en parte y vaciado de casi toda su sangre. Me construí entonces un escondite y lo disimulé con ramas. Aquella noche permanecí al acecho. Tras largas horas de espera, surgió, por fin. El terror me paralizó, y ni siquiera fui capaz de colocar una piedra en mi honda, porque era como lo he descrito: grande, incluso más grande que tú, y robusto, y tenía el color de un cadáver recién desenterrado. Rompió el cuello de una oveja con sus manos y se bebió la sangre que manaba de su garganta. Lloré al verlo, pero no hice nada. Al día siguiente trasladé el rebaño a otro lugar, y ya no se repitió el suceso. Aún utilizo esta historia para asustar a mis biznietos —tus tataranietos— cuando no se portan bien. Pero el Hombre Muerto sigue ahí esperando, en las montañas.
—Bien… Si tú dices que lo viste, debe de ser cierto. Y también sabemos que suceden cosas extrañas en los Lugares Calientes.
—Donde Prometeo derramó en demasía el fuego de la creación.
—No. Donde algún degenerado arrojó una bomba de cobalto, y niños y niñas de ojos claros gritaron «Eloi» al perecer bajo la lluvia radiactiva. ¿Qué me dices de la Bestia Negra?
—También existe, estoy seguro. Aunque nunca la he visto. Dicen que tiene el tamaño de un elefante, pero se mueve con rapidez. Y también se alimenta de carne. Vaga por las llanuras. Tal vez ella y el Hombre Muerto se encuentren algún día y se destruyan mutuamente.
—En general no ocurre así, pero me gusta la idea. ¿Es eso todo lo que sabes de la Bestia Negra?
—Sí. No conozco a nadie que haya podido más que vislumbrarla.
—Bueno, yo me conformaré con menos.
—También he de hablarte de Bortán.
—¿Bortán? Ese nombre me suena.
—Tu perro. De niño solía montarme en sus lomos y golpear sus blindados flancos con mis piernas. Él gruñía y me mordía el pie, pero cariñosamente.
—Mi Bortán lleva muerto tanto tiempo que ni siquiera sería capaz de roer sus propios huesos si llegara a desenterrarlos en una nueva encarnación.
—También yo lo creía así. Pero dos días después de tu partida, cuando nos hiciste la última visita, irrumpió inesperadamente en nuestra cabaña. Al parecer había seguido tu rastro por media Grecia.
—¿Estás seguro de que era Bortán?
—¿Acaso hubo jamás algún otro perro del tamaño de un potro, con blindaje en sus costados y fauces como una trampa para osos?
—No, no lo creo. Quizá por eso se haya extinguido la especie. Los perros necesitan algún tipo de blindaje si han de convivir con los hombres, y por desgracia no lo desarrollaron a tiempo. Si aún vive, Bortán es probablemente el último perro que queda en la Tierra. Él y yo nos criamos juntos, ¿sabes? Hace muchísimo tiempo… Tanto que me duele recordarlo. El día que desapareció, mientras íbamos de caza, pensé que había sufrido un accidente. Lo busqué, y por fin decidí que debía haber muerto. En aquel entonces era ya increíblemente viejo.
—Puede que sólo estuviera herido, y así ha llevado una vida errante… durante años. Pero en aquella ocasión era él, y había seguido tus huellas. Al ver que te habías ido, aulló y reemprendió la búsqueda. Desde entonces no sabemos nada de él. Aunque a veces, por la noche, todavía oigo sus aullidos lastimeros, cuando te llama por las colinas…
—El mentecato debería saber que no hay nada en la Tierra que valga la pena hasta ese punto.
—Los perros fueron seres extraños.
—Sí.
El viento de la noche, húmedo y frío como el paso de los años, azotó mis ojos.
Cansados, se cerraron.
Pletórica de leyendas y preñada de amenazas: así es Grecia. La mayoría de las zonas de continente cercanas a los Lugares Calientes son históricamente peligrosas. Por eso, aun cuando en teoría el Departamento administra la totalidad de la Tierra, de hecho sus actividades tienden a concentrarse en las islas. Los funcionarios destinados a gran parte de los territorios continentales podrían compararse a agentes fiscales de ciertas zonas rurales o montañosas en el siglo veinte. Son buena presa en todas las estaciones. Las islas sufrieron menos daño que el resto del mundo durante los Tres Días, y por esta razón, cuando los taleritas decidieron que podía instalarse una administración en nuestro planeta, las escogieron como lugares más idóneos para servir de cabezas de distrito. Históricamente, los habitantes del continente siempre se opusieron a esta política. Pero en las regiones próximas a los Lugares Calientes los nativos no siempre son del todo humanos. A la natural antipatía histórica viene, pues, a añadirse un género anormal de vida. Por eso digo que Grecia abunda en peligros.
Podíamos haber subido a Volos bordeando la costa, o volado directamente allí; o a cualquier otro sitio, por lo que hace al caso. Pero Myshtigo se empeñó en recorrer el camino a pie desde Lamia, para disfrutar plenamente de los exóticos y legendarios paisajes de la región. Por este motivo dejamos los aeromóviles en Lamia, y desde allí emprendimos la marcha a pie hacia Volos.
Por eso también nos topamos con la leyenda.
En Atenas dije adiós a Jasón, que decidió embarcarse y bordear la costa. Lo prudente.
Phil insistió en darse la caminata, en vez de volar por su cuenta y encontrarse con nosotros más adelante. ¡Buena idea la suya!
La ruta hacia Volos discurre entre espesuras y claros, por lo que respecta a la vegetación. Atraviesa enormes desfiladeros rocosos, algún que otro villorrio de chozas apiñadas, campos de amapolas; vadea riachuelos, serpentea por las montañas, evitándolas unas veces y cruzándolas otras, y se ensancha o estrecha sin causa aparente.
Era todavía temprano. El cielo se asemejaba a un espejo azul, porque la luz del sol parecía venir de todas partes al mismo tiempo. En los puntos de sombra, restos de la humedad nocturna se apreciaban aún en la hierba y en las hojas bajas de los árboles.
En uno de los claros próximos al camino encontramos a nuestro primer semicongénere.
El sitio no carecía de interés. Allá por los Antiguos Días —los muy antiguos— debió de ser alguna especie de santuario. Yo solía frecuentarlo en mi juventud, porque me sentía a gusto en el ambiente de…, supongo que ahora lo llamarían «paz», que allí se respiraba. En alguna ocasión me había ya topado con esas semipersonas, o no-personas, de las que tanto se habla. Más a menudo soñaba, siempre sueños felices… También encontraba trozos de antigua cerámica, cabezas de estatuas o cosas así, que luego vendía en Lamia o Atenas.
No hay sendero alguno que lleve a ese lugar. Es preciso conocerlo de antemano. Yo no les habría guiado hasta allí de no ser porque Phil estaba con nosotros. Sabía su predilección por todo cuanto huele a misterioso, santuarios recónditos, significados esotéricos, visiones fugaces de un pasado remoto, etcétera.
A poco más de medio kilómetro del camino, desviándonos de él y atravesando un pequeño bosque —mezcla orgullosa y desordenada de verde y sombra, piedras milenarias esparcidas al azar—, nos hallamos de pronto ante una brusca pendiente bloqueada en su parte inferior por un espeso muro de maleza. Cruzándolo, aún chocamos con otro muro. Rocoso esta vez. Luego tuvimos que agacharnos y continuar pegados a la roca hasta que, torciendo finalmente a la derecha, descubrimos un claro donde a menudo es bueno hacer una pausa antes de proseguir la marcha.
En seguida vino otro declive, corto y abrupto, a cuyo pie se extendía una porción llana de terreno en forma ovalada, de unos cincuenta metros de largo y veinte de ancho. El extremo más pequeño parecía haber mordido en la pared pedregosa: se trataba de una cueva, generalmente vacía. Por la explanada, distribuidos caprichosamente, al menos en apariencia, se observaban unos cuantos monolitos casi rectangulares y como plantados en la tierra. Vides silvestres formaban una corona a todo lo largo del perímetro. Y en el centro, majestuoso, se erguía un viejo árbol de proporciones colosales, cuyas ramas daban sombra a casi toda la superficie del óvalo, manteniendo el lugar en la penumbra aun en pleno día. Por eso resulta tan difícil dar con él, ya que ni siquiera se distingue desde el claro.
Allí, en medio de la explanada, vimos al sátiro, que en aquel momento se hurgaba despreocupadamente la nariz.
La mano de George se deslizó rápidamente hacia el arma. Lo así por el hombro, fijé mis ojos en los suyos y le hice una seña negativa con la cabeza. Él asintió, aunque con gesto resignado, y retiró la mano del arma.
De mi cinturón saqué entonces la zampoña que me había regalado Jasón. Indiqué a los demás que se agazaparan y permanecieran donde estaban. Me adelanté unos pocos pasos y acerqué la siringa a mis labios.
Las primeras notas fueron de mero ensayo Hacía mucho tiempo que no tocaba mi instrumento favorito.
Los oídos del sátiro se aguzaron, y miró a su alrededor intentando descubrir la procedencia del sonido. Hizo tres movimientos rápidos en tres diferentes direcciones, como una ardilla asustada que no supiera en qué árbol refugiarse.
Luego quedóse allí quieto, trémulo, al iniciar yo una vieja melodía y esparcirla por el aire.
Seguí tocando y recordando…, recordando mi antigua zampoña, las tonadillas infantiles, y tantas cosas amargas, dulces, embriagadoras, que han ido jalonando mi vida. Todo me vino de nuevo a la memoria mientras tocaba para el pequeño ente de velludas patas: la digitación y el control del aire, las escalas, las notas puntiagudas, y todo aquello que sólo la siringa es capaz de expresar. No sé tocar en las ciudades, pero allí, de pronto, volvía a ser yo mismo, a ver rostros entre las hojas y a oír los ruidos de sus pezuñas.
Avancé aún más.
Como en sueños, noté que apoyaba mi espalda en un árbol y todos ellos me rodeaban. Inquietos, cambiaban constantemente de postura, descansando en uno u otro de sus cascos. Y yo tañía para ellos como antes, tiempo atrás, lo hiciera tantas veces, no sabiendo si éstos eran los mismos que antaño me escucharon… Aunque, a decir verdad, tampoco me importaba. Cada vez más numerosos, se arremolinaban a mi alrededor. Y reían mostrando aquellos dientes blancos, blanquísimos; sus ojos danzaban chispeantes, y ellos mismos se movían en círculo pinchando el aire con sus astas, coceando, embistiendo, brincando, pateando gozosos la tierra.
Cesé de tocar, y aparté el instrumento de mis labios.
No eran humanas las inteligencias que me observaban desde aquellos ojuelos salvajes y oscuros, cuando todos se quedaron rígidos como estatuas, de pie, mirándome con fijeza.
De nuevo, lentamente, alcé la siringa. Esta vez toqué la última de mis composiciones. ¡Qué bien la recordaba! Era una especie de lamento, una endecha que me salió del alma la noche en que decidí que Karaghiosis debía dejar de existir.
Me había percatado de la falacia del Retorno. No regresarían, jamás regresarían. La Tierra estaba condenada a morir. Bajé a los Jardines y toqué esta última melodía que había aprendido del viento… O quizá de las estrellas. Al día siguiente, el enorme barco de Karaghiosis se hacía pedazos en la bahía del Pireo.
Se sentaron en la hierba. De vez en cuando, alguno de ellos se frotaba los ojos con gesto esmerado. Todos estaban allí, a mi alrededor, y me escuchaban.
No sé cuánto tiempo estuve tocando. Cuando acabé, dejé a un lado la zampoña y me senté yo también. Al cabo de un rato, uno extendió el brazo y rozó el instrumento con la mano, retirándola en seguida. Luego me miró.
—¡Cogedlo! —dije, pero no parecieron comprenderme.
Tomé entonces la siringa y repetí los últimos compases del canto precedente.
La Tierra se muere, se muere. Pronto estará muerta… Volved a casa, la fiesta ha terminado. Es tarde, tarde, muy tarde…
El mayor de todos ellos sacudió la cabeza.
Marchaos, marchaos, marchaos ahora. Apreciad el silencio. Tras el más ridículo gambito de la vida, apreciad el silencio. ¿Qué esperaron los dioses ganar? ¿Qué esperaron ganar? Nada. Todo fue un juego, sólo un juego. Marchaos, marchaos, marchaos ahora. Es tarde, tarde, muy tarde…
Aún seguían allí sentados, por lo que me levanté, di una fuerte palmada y les grité:
—¡Fuera!
Yo mismo me alejé rápidamente de aquel sitio.
Me reuní con mis compañeros y emprendimos todos juntos el regreso al camino principal.
De Lamia a Volos, incluyendo la desviación que da un rodeo para evitar el Lugar Caliente, hay unos sesenta y cinco kilómetros. El primer día recorrimos tal vez la quinta parte de esa distancia. Aquella noche instalamos el campamento en un claro al borde del camino. Diane vino a mi lado.
—¿Y bien? —me dijo.
—¿«Y bien» qué?
—Acabo de ponerme en contacto con Atenas. Nada. La Radpol no contesta. Quiero tu decisión ahora.
—Pareces muy resuelta. ¿Por qué no podemos esperar un poco más?
—Ya hemos esperado demasiado. Supón que decide dar por terminado el viaje antes de lo previsto… Este lugar es perfecto. Sería tan fácil tener aquí un accidente… Ya sabes lo que va a decir la Radpol: lo mismo que antes. Y significará otra vez lo mismo: matarle.
—Mi respuesta es también la misma que antes: no.
Pestañeó un instante y bajó la cabeza.
—Por favor, considéralo de nuevo.
—No.
—Entonces, hazme este favor —insistió—. Olvídalo. Todo. Lávate las manos de este asunto. Acepta la propuesta de Lorel y consíguenos un nuevo guía. Mañana mismo puedes volar desde aquí.
—No.
—¿Hablas en serio, entonces? Quiero decir…, en lo de proteger a Myshtigo.
—Sí.
—No deseo verte herido, o algo peor.
—Tampoco a mí me encanta la idea. Así que ambos podríamos ahorrarnos muchos dolores de cabeza si les dices que lo dejen.
—No puedo.
—Dos Santos hace lo que tú le mandas.
—¡No es un problema puramente administrativo! ¡Al diablo contigo! ¡Ojalá no te hubiese conocido nunca!
—Lo siento.
—La Tierra está en juego y tú luchas en el bando equivocado.
—A mi juicio eres tú la equivocada.
—¿Qué piensas hacer?
—Puesto que no puedo convenceros, tendré que anularos.
—No te será fácil quitar de en medio al Secretario de la Radpol y a su consorte sin buenos motivos. Somos delicados, políticamente hablando.
—Ya lo sé.
—De modo que no puedes hacer daño a Don, ni creo que me lo hicieses a mí.
—Tienes razón.
—Sólo te queda Hasán.
—De nuevo tienes razón.
—Y Hasán es… Hasán. ¿Qué harás?
—¿Por qué no lo despides ahora mismo y me evitas así algunas preocupaciones?
—No lo haré.
—No confiaba en que lo hicieses.
Levantó otra vez la vista. Tenía los ojos húmedos, pero su cara y su voz permanecían inalteradas.
—Si llegara a ocurrir que eres tú quien está en lo cierto y no nosotros —dijo—, lo sentiría.
—Yo también —respondí—. Y mucho.
Aquella noche dormí con un ojo abierto y a poca distancia de Myshtigo —a la de un tiro de cuchillo, para ser exacto—, pero nada ocurrió ni nadie intentó cosa alguna. La mañana siguiente pasó sin pena ni gloria, así como gran parte de la tarde.
—Myshtigo —le interpelé, aprovechando el primer alto que hicimos para fotografiar un ribazo—. ¿Por qué no regresa a casa? ¿A Taler o a donde sea? Si yo fuera usted, me iría de aquí y dejaría todo esto. Escriba cualquier otro libro. Cuanto más nos alejamos de la civilización, más dificultades tengo para protegerle.
—Ya me dio una automática, ¿no lo recuerda? —dijo por toda respuesta, haciendo ademán de seguir tomando fotografías.
—Muy bien… sólo he querido intentarlo una vez más.
—El animal que está de pie en la rama inferior de aquel árbol, ¿no es una cabra?
—Sí. Les gusta comer los renuevos verdes que brotan en esta época.
—Quiero tomar también una foto de esa escena. El árbol es un olivo, ¿no?
—Sí.
—Bien. Quería saberlo para decidir qué nombre poner a la foto. Cabra comiendo retoños verdes en un olivo, ése será el título.
—Magnífico. Haga todas las fotos que pueda mientras tenga ocasión.
¡Si no fuera tan reservado, tan extraño, tan despreocupado de lo que pudiera pasarle! Le odiaba. No podía entenderle. Cuando hablaba, lo hacía sólo para solicitar información o responder a una pregunta. Y si él tenía que contestar a algo, sus respuestas eran breves, evasivas, insultantes, o las tres cosas a la vez. Además, lo encontraba afectado, presuntuoso, azul e intolerante. En realidad me costaba trabajo creer en aquella historia de Shtigogenes, con su tradición de filosofía, filantropía y periodismo culto. Sencillamente, me caía antipático.
De todas maneras, hablé con Hasán aquella misma noche, después de no haberle quitado ojo (el azul) en todo el día.
Lo hallé sentado junto al fuego, en postura digna de un boceto de Delacroix. No muy lejos estaban Ellen y Dos Santos, también sentados y bebiendo café. Desempolvé mi árabe y me acerqué.
—¡Hola!
—¡Hola!
—Hoy no has tratado de matarle.
—No.
—¿Mañana quizá?
Se encogió de hombros.
—Hasán… Mírame.
Me miró.
—Te alquilaron para matar al hombre azul.
Se encogió de hombros por segunda vez.
—No necesitas negarlo ni admitirlo. Estoy al corriente. No puedo permitir que lo hagas. Devuelve el dinero que te ha pagado Dos Santos y vete. Te puedo conseguir un «Skimmer» mañana por la mañana. Con él irás a donde quieras, a cualquier parte del mundo.
—Estoy bien aquí, Karagee.
—Pronto dejarás de estarlo si algo malo le pasa al azul.
—Yo soy un guardaespaldas, Karagee.
—No, Hasán. Eres el hijo de un camello dispéptico.
—¿Qué quiere decir «dispéptico», Karagee?
—No lo sé traducir al árabe, ni tú entenderías el vocablo griego. Espera, encontraré otro insulto… Eres un cobarde, y un devorador de carroña y una bestia al acecho, porque eres mitad chacal y mitad mono.
—Puede que tengas razón, Karagee. Mi padre ya me dijo que nací para ser desollado vivo y luego descuartizado.
—¿Cómo fue eso?
—Falté al respeto al Diablo.
—¡Oh!
—Sí. A propósito, ¿eran diablos aquellos para quienes tocaste ayer la música? Tenían cuernos, pezuñas…
—No, no eran diablos. Eran hijos de infortunados padres que, al verse contaminados por la Sustancia Caliente, los dejaron abandonados a su suerte en las regiones más asoladas de la Tierra, pensando que allí morirían. Pero sobrevivieron, porque esas regiones yermas son su verdadero hogar.
—¡Ah! Yo esperaba que fuesen diablos. Y aún creo que lo eran, porque uno de ellos me sonrió cuando rezaba para pedirles perdón.
—¿Perdón? ¿De qué?
Su mirada se tornó lejana.
—Mi padre fue un hombre muy bueno y afable, y también religioso —dijo—. Veneraba a Malak Tawûs, a quien los ignorantes siítas —escupió al pronunciar esta palabra— llaman Iblis, o Saitán, o Satán, y siempre presentaba sus respetos a Hallâj y a los demás del Sandjaq. Era conocido por su piedad y sus muchas bondades. Yo le quería, pero de niño tenía un duende dentro de mí. Era ateo. No creía ni en el Diablo. Y era también malo y travieso. Una vez me apoderé de un pollo muerto, lo puse en la punta de un palo y empecé a burlarme de él llamándolo Ángel Pavón, tirándole piedras y arrancándole las plumas. Uno de los otros chicos se asustó y le contó la historia a mi padre. Éste, al oírlo, me vapuleó en plena calle, y fue entonces cuando me dijo que había nacido para ser desollado vivo y descuartizado por blasfemo. Me obligó a ir al Monte Sindjar y pedir allí perdón por mis culpas. Lo hice, pero el duende seguía en mi interior, a pesar de los azotes, y recé sin verdadera fe. Ahora que soy más viejo, el duende ya se ha ido, pero mi padre también, hace muchos años, y no puedo decirle: «Siento haberme burlado del Ángel Pavón». A medida que pasa el tiempo, necesito más de la religión. Espero que el Diablo, en su gran sabiduría y misericordia, comprenda esto y me perdone.
—Hasán, ya veo que es difícil insultarte adecuadamente —le dije—. Pero te lo advierto: el hombre azul no debe sufrir daño alguno.
—Yo no soy más que un humilde guardaespaldas.
—¡Sí! Tu astucia y tu veneno son los de una serpiente. Eres falso y traidor. Y estás corrompido.
—No, Karagee. Gracias, pero no es cierto. Lo que pasa es que tengo a gala el ser siempre fiel a mis compromisos. Eso es todo. Ésa es mi única ley. Y tampoco te sirve de nada insultarme para que te provoque a un duelo, permitiéndote escoger el arma: dagas, sables o tus manos desnudas. No. No me siento ofendido.
—Entonces, ten cuidado. Tu primer movimiento hacia el vegano será el último.
—Si así está escrito, Karagee…
—¡Y llámame Conrad!
Me alejé de allí a zancadas, con la mente agitada por turbios pensamientos.
Al día siguiente, vivos aún todos, levantamos el campamento y continuamos la marcha. Habíamos recorrido unos ocho kilómetros cuando surgió una nueva interrupción.
—¿No habéis oído llorar a un niño? —dijo Phil.
—Tienes razón.
—¿Dónde?
—Por allí, a mano izquierda.
Pasando entre unos arbustos, llegamos al lecho seco de un río y lo seguimos hasta el primer recodo.
El bebé yacía en medio de las rocas, envuelto parcialmente en una sucia mantilla. El sol había enrojecido su cara y sus manos hasta quemarlas, lo que nos hizo suponer que llevaba allí mucho tiempo, como mínimo desde principios del día anterior. En su diminuto y sudoroso rostro se apreciaban numerosas picaduras de insectos.
Me arrodillé y le ajusté el pañal para cubrirlo mejor.
Ellen dio un chillido al abrirse el pañal por delante, dejando a la vista el cuerpo de la criatura.
Una fístula, al parecer natural, deformaba su pecho, y algo se movía dentro.
Peluca Roja gritó, a su vez apartó los ojos con horror y comenzó a llorar.
—¿Qué es esto? —preguntó Myshtigo.
—Uno de los abandonados —respondí—, de los que llevan la marca.
—¡Es espantoso! —exclamó Peluca Roja.
—¿Te refieres a su apariencia, o a que fuera abandonado? —le pregunté.
—¡Las dos cosas!
—Déjamelo —suplicó Ellen.
—No lo toques —dijo George, inclinándose para examinar al niño—. Pedid un «Skimmer». Hay que llevarlo en seguida a un hospital. Aquí no tengo el equipo necesario para operar. Ellen, ayúdame.
Ella estaba ya a su lado, y ambos se pusieron a hurgar en el maletín de George.
—Apunta lo que voy haciendo, y luego prendes la nota en un pañal limpio. Así los médicos de Atenas sabrán a qué atenerse.
Mientras tanto Dos Santos telefoneaba a Lamia solicitando con urgencia uno de nuestros aeromóviles.
Ellen llenaba agujas hipodérmicas para George, desinfectaba heridas, aplicaba ungüentos a las quemaduras, y lo anotaba todo. Inyectaron al niño cantidades ingentes de vitaminas, antibióticos, coagulantes y media docena de otras cosas más. Para entonces yo ya había perdido la cuenta. Luego cubrieron su pecho de gasas, rociaron éstas con un líquido, lo envolvieron todo él en un lienzo limpio y colocaron allí prendida la nota.
—¡Qué cosa tan horrible! —dijo Dos Santos—. ¡Abandonar a una pobre criatura deforme, dejándola morir de esta manera!
—Es cosa corriente por aquí —contesté—, sobre todo en las cercanías de los Lugares Calientes. Grecia siempre ha gozado de una tradición infanticida. Yo mismo fui abandonado en la cima de una colina el día en que nací. Y pasé allí toda la noche.
En aquel momento mi interlocutor encendía un cigarrillo, pero se detuvo y me miró con sorpresa.
—¿Tú? ¿Por qué?
Me eché a reír y dirigí la vista hacia mi pie.
—Es una historia complicada. Llevo una bota especial, porque tengo una pierna más corta que la otra. Al parecer, cuando nací tenía también mucho vello por todo el cuerpo, más de lo normal… Y mis ojos, como puedes apreciar, son dispares. Supongo que, si esto hubiera sido todo, aún podría haber salido bien parado, pero además se me ocurrió nacer en Navidad, y eso acabó de rematar las cosas.
—¿Qué tiene de malo nacer en Navidad?
—Los dioses, según la creencia local, ven en ello un signo de presunción. Por tanto, los niños nacidos en esa fecha no son de estirpe humana. Pertenecen a la raza de los destructores, sembradores de ruinas, seres terroríficos. Se les llama kallikanzaroi. Su figura ideal es la de esos tipejos con cuernos, pezuñas y todo el resto, pero no han de ser así necesariamente. Podían parecerse a mí, por ejemplo; al menos eso pensaron mis padres…, si eran realmente mis padres. Así que me dejaron abandonado en la cumbre de un monte, para devolverme al remitente…
—¿Qué pasó entonces?
—Había en el pueblo un viejo sacerdote ortodoxo. Al enterarse del hecho, fue a verlos. Les dijo que aquello era pecado mortal, y que se dieran prisa en ir a buscar al niño y tenerlo listo para el bautismo al día siguiente.
—¡Ah! ¿Y así es como te salvaron y te bautizaron?
—Bueno, más o menos. —Tomé uno de sus cigarrillos—. Volvieron conmigo, sí, pero insistieron en que no era el mismo niño que ellos habían dejado allí. Si aquél era ya un ser humano dudoso, yo era más dudoso todavía. Y también más feo, decían, lamentándose de haber recibido a cambio otro kallikanzaros. Su verdadero hijo era un sátiro, afirmaban, e imaginaban que algún otro habitante de los Lugares Calientes había engendrado, como ellos, este nuevo ser con cierta apariencia humana y lo había abandonado de la misma manera, cambiándolo por el otro, de hecho. Como nadie me había visto hasta entonces, no pudo comprobarse la veracidad de su historia. En todo caso, el pope no quiso saber nada de esto y les dijo que tendrían que apechugar conmigo. Pero ellos, una vez reconciliados con el hecho, me trataron con cariño. Crecí sano y robusto, y más fuerte que lo normal para mi edad. Eso les agradó.
—¿Y te bautizaron?
—Bueno, a medias.
—¿A medias?
—El pope sufrió un ataque durante la ceremonia. Murió poco después. Como era el único que estaba allí, no sé si la cosa llegó a completarse.
—Con una gota de agua hubiera bastado.
—Supongo que sí. Pero en realidad ignoro lo que pasó.
—Quizá fuera mejor hacerlo de nuevo. Para estar seguro.
—No. Si el Cielo no me quiso recibir entonces, no voy a solicitarlo por segunda vez.
Colocamos una baliza en un claro cercano y esperamos a que llegara el «Skimmer».
Todavía recorrimos aquel día alrededor de una docena de kilómetros. No del todo mal, dado el retraso que llevábamos. El niño había sido ya recogido y enviado directamente a Atenas. Cuando el aparato se posó, pregunté en voz alta si alguien deseaba regresar. Pero ninguno de los presentes se aprovechó de la sugerencia.
Y aquella misma noche ocurrió lo fatal.
Habíamos encendido una hoguera y descansábamos en torno a ella. Era un buen fuego, de grandes llamas que aleteaban reconfortantes, calentando nuestros cuerpos, oliendo a bosque y dejando en el aire una estela de humo… Se estaba a gusto.
Hasán, allí sentado, limpiaba su escopeta. Con el cañón de aluminio y la culata de plástico, el arma resultaba ligera y fácil de manejar.
En un momento dado, mientras el árabe parecía absorto en su trabajo, el cañón quedó en posición horizontal, se ladeó un poco y… apuntó directamente a Myshtigo.
Debo admitir que la operación se efectuó con absoluta maestría. Las manipulaciones venían durando ya más de media hora, y durante todo ese tiempo los movimientos de la escopeta habían sido casi imperceptibles.
Pero al llegar a la posición crítica sonó en mi cerebro la señal de alarma. Emití un gruñido y me planté a su lado en tres rápidas zancadas.
De un manotazo, le arrojé el arma de las manos.
Cayó sobre unas piedras a más de dos metros de distancia, rebotando con estrépito. Me quedó la mano dolorida del golpe.
Hasán se irguió de un salto. Sus dientes rechinaban tras el tupido muro de la barba, chocando unos con otros como el pedernal contra el acero. Sólo faltaban las chispas.
—¡Dilo! —exclamé—. ¡Vamos, di algo! ¡Atrévete! ¡Sabes muy bien lo que ibas a hacer!
Sus manos se crisparon.
—¡Adelante! —añadí—. ¡Golpéame! ¡Tócame siquiera! Así lo que te haga será en defensa propia, ataque provocado. Ni George será capaz de recomponer lo que quede de ti.
—Sólo estaba limpiando la escopeta. Y me la has destrozado.
—Tú no apuntas a nadie por accidente. Ibas a matar a Myshtigo.
—Estás equivocado.
—¡Vamos, pégame! ¿O tienes miedo?
—No tengo nada contra ti.
—Eres un cobarde.
—No, no lo soy.
Al cabo de unos segundos sonrió y dijo:
—¿Acaso te da miedo desafiarme…?
¡De modo que era eso! La única manera.
La iniciativa tenía que ser mía. Había esperado no llegar a este punto. Pensaba que podía hacerle perder la calma, abochornarlo o provocarlo a que me golpeara, o al menos me retara.
Pero supe entonces que mis esfuerzos en este sentido serían vanos.
Mala suerte, sí, pésima.
Estaba seguro de poderle vencer con cualquier tipo de arma que yo escogiera. Pero si se salía con la suya, las cosas podían tomar otro cariz.
Todo el mundo sabe que hay personas que han nacido con una aptitud especial para la música: oyen una pieza por primera vez, y a continuación se sientan al piano o la thelinstra y la interpretan como si tal cosa. O les ponen un nuevo instrumento en las manos, y al cabo de unas pocas horas lo tocan como si hubieran estado haciéndolo durante años. Son buenos, incluso excelentes en este campo, porque poseen el talento específico para ello, la habilidad de coordinar su particular percepción de la música con una serie de acciones nuevas.
Así era Hasán con las armas. Tal vez haya otras personas con sus mismas cualidades, pero no se pasan la vida haciendo sólo eso. Al menos no se ejercitan como él, decenio tras decenio, con toda clase de armas, desde bumerangs hasta cerbatanas. El código de los duelos concedería a Hasán la elección del arma en caso de ser yo quien le provocara, y en esas circunstancias no conozco a nadie que supere su destreza para matar.
Pero era preciso poner término a su furia homicida, y no veía otro modo de hacerlo más que asesinándole, pura y simplemente. Tenía que aceptar sus condiciones.
—Sea —dije—, te reto a un duelo.
Su sonrisa se amplió.
—Te tomo la palabra ante estos testigos. Nombra a tu padrino.
—Phil Graber. Nombra al tuyo.
—El señor Dos Santos.
—Perfecto. Casualmente tengo ya un permiso oficial de desafío y los formularios en regla. Además, he pagado el impuesto de muerte violenta por una persona. Así que no veo razón para esperar. ¿Cuándo, dónde y cómo lo quieres?
—Hace poco hemos pasado junto a un claro bastante apropiado, a cosa de un kilómetro de aquí.
—Lo recuerdo.
—Nos encontraremos allí, mañana al amanecer.
—¡Eh, aguarda! —dije—. ¿Y qué hay de las armas?
Echó mano a su macuto y lo abrió. Sólo pude entrever por un momento su abigarrada panoplia de artefactos cortantes y puntiagudos, objetos de forma ovalada, bombas incendiarias, espirales de alambre y toda suerte de tiras de cuero u otro material.
Extrajo dos utensilios y cerró la bolsa.
Mi corazón dio un brinco.
—La honda de David —anunció.
Las examiné.
—¿A qué distancia?
—Cincuenta metros —respondió.
—Has elegido bien —le dije, dado que hacía más de un siglo que yo no manejaba uno de esos instrumentos—. ¿Puedo coger una para esta noche? Quiero practicar con ella. Si no me la prestas, me la fabricaré yo mismo.
—Puedes llevarte la que te plazca y entrenarte toda la noche.
—Gracias.
Escogí una y la colgué del cinturón. Luego tomé también una de las tres lámparas eléctricas que llevábamos con nosotros.
—Si alguien me necesita estaré allí, en el claro —dije—. No os olvidéis de poner centinelas esta noche. El lugar es peligroso.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Phil.
—No. Gracias, de todos modos. Iré solo. Hasta luego.
—Entonces, buenas noches.
Remonté el camino a pie hasta llegar al claro. Dejé la lámpara en el suelo, en uno de los extremos, de modo que la luz se reflejara en un grupo de pequeños árboles que allí crecían. Luego pasé al lado opuesto.
Recogí algunas piedras, puse una en la honda y la arrojé apuntando a un árbol. Fallé.
Lancé una docena más, pero sólo acerté cuatro veces.
Seguí practicando. Más o menos al cabo de una hora, los proyectiles daban en el blanco con mayor regularidad. Con todo, a cincuenta metros no era probable que pudiese rivalizar con Hasán.
La noche iba transcurriendo lentamente, y yo continuaba con mi ejercicio. Por fin, pasado cierto tiempo, me pareció haber alcanzado el límite de mis posibilidades de tiro. De once intentos, tenían éxito unos seis.
Pero había algo que podía influir en mi favor. Lo descubrí de repente, al disparar una de las piedras y estrellarse ésta contra el tronco de un árbol. Mis tiros partían con una fuerza terrible. Cada vez que acertaba en el blanco, el impacto era decisivo. Había dejado ya varios árboles, de los más pequeños, hechos astillas, y estaba seguro de que Hasán era incapaz de la misma hazaña aun doblando el número de lanzamientos. Si yo lo alcanzaba primero, magnífico; si no, toda la fuerza del mundo sería inútil.
Lo malo era que su tino estaba fuera de duda. Me pregunté hasta qué punto podría yo encajar un primer golpe sin perder la capacidad de respuesta.
Dependería, naturalmente, del sitio en que me acertara.
De pronto, dejé caer la honda y empuñé con rapidez la automática que llevaba en la cintura, al oír crujir una rama a lo lejos, a mi derecha. Allí, ante mis ojos, surgió Hasán.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—He venido a ver cómo va tu entrenamiento —respondió, echando un vistazo a los árboles magullados.
Alcé los hombros, volví a meter la automática en su funda y recogí la honda.
—Al alba conocerás el resultado.
Cruzamos juntos el terreno y recuperé la lámpara. Hasán examinó de cerca uno de los arbolillos, en el que se apreciaban de modo particular los efectos de mi fuerza, pero no dijo nada.
Regresamos al campamento. Todos dormían, menos Dos Santos, que montaba guardia y se paseaba a lo largo del perímetro con un fusil automático. Le hicimos una seña y entramos.
Cada vez que acampábamos, Hasán plantaba invariablemente su «Gauzy», una de esas tiendas de lona finísima, opaca, ligera como la pluma y muy resistente. Pero nunca dormía en ella. Sólo la usaba para guardar sus trastos.
Me senté en un tronco frente al fuego y Hasán se metió en su madriguera. Al cabo de un momento reapareció con su pipa y un bloque de algo duro y resinoso que comenzó a raspar y moler. Luego lo mezcló con un poco de picadura y llenó con todo ello la pipa.
Después de encenderla con un palillo que sacó de la hoguera. Se sentó a fumar a mi lado.
—No quiero matarte, Karagee —dijo.
—Comparto ese sentimiento. Tampoco a mí me hace mucha gracia que me maten.
—Pero debemos luchar mañana.
—Sí.
—Podrías retirar tu desafío.
—Y tú podrías irte de viaje en un «Skimmer».
—No me iré.
—Ni yo retiraré el desafío.
—Lástima —dijo al cabo de un rato—. Lástima que dos como nosotros tengan que pelearse por culpa de ese tipo azul. No vale tu vida, ni la mía.
—Es cierto —contesté—, pero lo que está en juego es algo más que su vida. El futuro de este planeta está relacionado de alguna manera con lo que hace, sea lo que fuere.
—Yo no entiendo de estas cosas, Karagee. Peleo por dinero. No tengo otro oficio.
—Sí, ya lo sé.
El fuego disminuyó. Lo alimenté con algunos troncos más.
—¿Te acuerdas de cuando bombardeamos la Costa de Oro, en Francia? —preguntó.
—Sí.
—Además de los azules, murió mucha gente.
—Es verdad.
—No por ello cambió el futuro del planeta, Karagee. Aquí estamos, muchos años después de aquello, y nada es diferente.
—También lo sé.
—¿Y recuerdas cuando nos escondimos en la ladera de la colina, en aquella cueva desde donde dominábamos la bahía del Pireo? Tú ibas llenándome las cartucheras de granadas y yo las lanzaba a los barcos, y cuando me paraba a descansar, tú los ametrallabas. Teníamos mucha munición. Los convoyes oficiales no tomaron tierra aquel día, ni el siguiente. No lograron ocupar Atenas ni destruir la Radpol. Y charlábamos, los dos días y la noche que permanecimos allí, mientras esperábamos a que llegara el globo de fuego… Y tú me hablaste de los Poderes del Firmamento.
—Ya lo he olvidado…
—Yo no. Me dijiste que hay hombres como nosotros, que viven allá arriba, en las estrellas, mezclados con los hombres azules. Algunos buscan el favor de éstos, y les querrían vender la Tierra para convertirla en museo. Otros, decías, no lo deseaban y preferían dejarla como está ahora, confiando lo que es suyo a la gestión del Gobierno. Entre los azules había también división de opiniones sobre este punto, pues muchos dudaban de que tales proyectos fuesen legales y éticos. Por fin, unos y otros llegaron a un arreglo, y se acordó vender a los azules ciertos territorios libres de contaminación, que pudieran utilizar como centros turísticos y puntos de partida para visitar las zonas restantes del planeta. Pero tú querías que la Tierra perteneciera únicamente a sus legítimos dueños. Decías que, si cedíamos a los azules una sola pulgada de nuestro suelo, no tardarían en ambicionarlo todo. Deseabas que los hombres de las estrellas volvieran y reconstruyeran las ciudades, enterraran los Lugares Calientes, exterminaran a las bestias devoradoras de seres humanos. Mientras nos sentábamos allí, aguardando la llegada del globo de fuego, dijiste que estábamos en guerra, no por algo que pudiéramos ver, oír, sentir o tocar, sino por culpa de los Poderes del Firmamento, que nunca nos habían visto y a quienes nunca veríamos. Ellos habían provocado esto, y por su causa muchos hombres tenían que morir aquí, en la Tierra. Dijiste también que, después de la muerte de esos hombres, tanto de nuestra raza como azules, los Poderes quizá regresaran a la Tierra. Pero jamás regresaron. Sólo quedó la muerte. Aunque a fin de cuentas fueron esos mismos Poderes del Firmamento quienes nos salvaron, pues hubo que consultarles antes de decidir si el globo de fuego debía arder sobre Atenas. Ellos recordaron al Alto Mando una vieja ley, promulgada a raíz de los sucesos de los Tres Días, según la cual nunca en el futuro debería el globo de fuego arder en los cielos de nuestro planeta. Tú pensaste que acabaría por hacerlo, de todas maneras. Pero te equivocaste. No nos lo enviaron. Precisamente por esto les combatimos en el Pireo. También incendié Madagascar por encargo tuyo, Karagee, pero los Poderes nunca bajaron a la Tierra. Y cuando la gente consigue mucho dinero, se va de aquí… y no vuelve jamás del cielo. Nada de lo que hicimos entonces ha cambiado las cosas.
—Gracias a lo que hicimos, las cosas siguen al menos como antes, y no peor —le contesté.
—¿Qué pasará si este hombre azul muere?
—No lo sé. Tal vez empeore la situación. Si lo que pretende es inspeccionar los lugares que recorremos, con vistas a que los transformen en posibles urbanizaciones turísticas para veganos, la vieja historia se repetirá.
—¿Y la Radpol luchará de nuevo? ¿Volverá a arrasarlo todo?
—Así lo creo.
—Entonces, déjanos matarle ahora, antes de que vaya más lejos y vea más cosas.
—No es tan sencillo… Además, enviarían a cualquier otro en su lugar. El incidente tendría también sus repercusiones, por ejemplo, arrestos en masa de miembros de la Radpol. La Radpol no vive ya, como antes, en el fragor del combate. Necesita tiempo para prepararse. Por lo menos a este azul lo tengo al alcance de mi mano. Puedo vigilarlo, enterarme de sus planes. Y llegado el caso de tener que suprimirlo, yo mismo lo haría.
Dio una chupada a su pipa y el humo llegó hasta mí: olía a sándalo.
—¿Qué estás fumando?
—Viene de cerca de mi casa. Hace poco estuve allí. Es una de las nuevas plantas que antes no crecían en aquel sitio. Pruébalo.
Aspiré varias bocanadas, llenando mis pulmones. Al principio no sentí nada especial. Seguí fumando, y al cabo de un minuto una sensación gradual de placidez y serenidad comenzó a invadirme y descender por mis extremidades. La sustancia tenía un sabor amargo, pero era relajante. Le devolví la pipa. La sensación continuaba, iba en aumento. Era muy agradable. Hacía semanas enteras que no me había sentido tan sereno, tan sosegado. El fuego, las sombras y el terreno a nuestro alrededor me parecieron de pronto más reales; y el aire nocturno, y la luna que brillaba a lo lejos, y el ruido de las pisadas de Dos Santos… Todo ello se me representaba, en cierto modo, más claro que la vida misma. En esta perspectiva, la lucha que librábamos parecía ridícula. Perderíamos al fin. Estaba escrito que el destino de la humanidad era servir de gatos, perros y chimpancés domesticados a los verdaderos hombres, a los veganos. Después de todo, la idea no era tan absurda. Quizá necesitáramos de alguien más sabio que cuidase de nosotros y dirigiese nuestras vidas. Durante los Tres Días hicimos de nuestro propio mundo un matadero, en cambio los veganos nunca habían tenido una guerra nuclear. Su actual sistema de gobierno interplanetario funcionaba con orden y eficiencia, sin disturbios de ninguna clase, pese a que su autoridad se extendía a docenas de mundos. Todo cuanto hacían los veganos era estéticamente grato. Sus propias vidas transcurrían felices y bien reglamentadas. ¿Por qué no entregarles la Tierra? Tal vez hicieran en ella mejor faena que nosotros. ¿Por qué no dejarles poseer esta vieja bola de fango, llena de úlceras radiactivas y poblada de tullidos?
¿Por qué no…?
Acepté de nuevo la pipa, inhalé más paz. Si lograba no pensar en ninguna de todas esas cosas… ¿Por qué pensar en algo a lo que uno no puede poner remedio? Era suficiente estar allí sentado y respirar la brisa de la noche, identificarse con el fuego y el viento. El universo cantaba su himno de unidad. ¿Por qué dar entrada al caos en su misma catedral?
Pero los insensatos poderes que mueven la tierra y las aguas me habían arrebatado a mi Cassandra, mi negra hechicera de Kos. Nada podía llenar en mi corazón el vacío de su pérdida. Lo sentía todo lejano, sí, como aislado dentro de un fanal, pero allí estaba. Todas las pipas del Oriente no conseguirían apagar la llama de mi dolor. No quería paz. Quería odio. Ansiaba arrancar una a una todas las máscaras del universo —tierra, agua, cielo, Taler, Gobierno, Departamento— para ver tras cuál de ellas se ocultaba el poder maligno que me la había robado, y darle a probar también algo de esa hiel. No quería la paz. No deseaba vivir en armonía con la fuerza destructora de lo que había sido mío, mi sangre y mi amor. Aunque sólo fuera por cinco minutos, me hubiera gustado ser otra vez Karaghiosis, verlo todo a través de la mira telescópica de un rifle y apretar el gatillo.
¡Oh Zeus, el de los rayos de fuego, dame fuerzas para aniquilar los Poderes del Firmamento!
Volví una vez más a la pipa.
—Gracias, Hasán, pero no estoy preparado para el Árbol de los Consejos.
Me puse en pie y me dirigí hacia el lugar donde había arrojado mis cosas.
—Siento tener que matarte al amanecer —exclamó Hasán detrás de mí.
En cierta ocasión, mientras bebía tranquilamente cerveza en un albergue de montaña del planeta Divbah en compañía de un informador vegano llamado Krim (que ya ha muerto), se me ocurrió echar una mirada a través del amplio ventanal para contemplar desde allí el monte más alto del universo conocido. Lo llaman Kasla, y nadie ha pisado aún su cumbre. Menciono esto porque la mañana del duelo me asaltó el súbito remordimiento de no haber intentado nunca escalarlo. Es una de esas cosas tontas que uno piensa de vez en cuando, prometiéndose a sí mismo que algún día lo hará, y de pronto se despierta una mañana y cae en la cuenta de que ya es demasiado tarde: la promesa quedará incumplida.
Aquella mañana los rostros de todo el grupo eran inexpresivos.
La naturaleza, en cambio, aparecía radiante, clara, límpida. El canto de los pájaros daba al ambiente un tono de euforia.
Yo había prohibido utilizar la radio hasta después del duelo, y Phil, por si acaso, le había quitado algunas de las piezas esenciales y las llevaba en el bolsillo de su chaqueta.
Lorel no sabría nada. Ni tampoco la Radpol. Nadie sabría nada hasta después.
Una vez completados los preliminares, se midió la distancia.
Ambos ocupamos nuestro lugar respectivo en los extremos del claro. Yo tenía el sol a mi izquierda.
—¿Listos, señores? —preguntó Dos Santos.
—Sí —fueron las respuestas.
—Es mi deber hacer una última tentativa para disuadirles de esta línea de acción. ¿Desea alguno de ustedes reconsiderarlo?
—No.
La respuesta fue otra vez unánime.
—Cada uno dispone de diez proyectiles de similar tamaño y peso. El primer tiro corresponde, naturalmente, al desafiado: Hasán.
Los dos hicimos con la cabeza una señal afirmativa.
—Entonces, adelante.
Don dio unos pasos atrás. Sólo quedamos en el campo Hasán y yo, separados por cincuenta metros de aire. Como de común acuerdo, ambos nos pusimos de soslayo para ofrecer el menor blanco posible. Hasán ajustó su primera piedra en la honda.
Observé cómo la volteaba rápidamente en el aire, por detrás de su cabeza, hasta que, de súbito, su brazo se proyectó hacia adelante.
Algo estalló a mis espaldas.
No ocurrió nada más.
Había fallado.
Ahora me tocaba a mí. Coloqué una piedra en mi propia honda e igualmente la hice girar sobre mi cabeza. El aire gemía al ser hendido por el cuero.
Arrojé entonces el proyectil con toda la fuerza de mi brazo derecho.
Sólo le rozó el hombro izquierdo, tocándolo apenas. Por todo botín se llevó algunos trozos de tela.
La piedra rebotó tras él entre los árboles, magullando unos cuantos, hasta que se perdió de vista.
Todo estaba en calma. Incluso los pájaros habían cesado en su concierto matinal.
—Caballeros —intervino Dos Santos—, cada uno de ustedes ha tenido una oportunidad de saldar sus cuentas. Puede decirse que se han enfrentado mutuamente con honor, han desahogado su cólera y están satisfechos. ¿Desean dar por terminado el duelo?
—No —dije yo.
Hasán movió negativamente la cabeza mientras se frotaba el hombro dolorido.
Por segunda vez puso una piedra en la honda, tomó impulso y me la lanzó con fuerza.
Me dio de lleno, justo entre la cadera y el tórax.
Caí al suelo y la vista se me nubló.
La luz volvió un segundo más tarde, pero aún me retorcía y me sentía mordido en el costado por un millar de dientes que no soltaban su presa.
Todos corrieron hacia mí, pero Phil les hizo señas de que se apartaran.
Hasán mantenía su posición.
Dos Santos se aproximó.
—¿Cómo estás? —preguntó Phil—. ¿Puedes levantarte?
—Sí. Necesito un minuto para tomar aliento y apagar el fuego, pero me levantaré.
—¿Cuál es la situación? —preguntó Dos Santos.
Phil se lo dijo.
Con la mano apoyada en el costado, me puse en pie lentamente.
Un par de pulgadas más arriba o más abajo, y algún hueso ya estaría roto. Aun así, me dolía endemoniadamente.
Me froté la cadera y describí algunos círculos en el aire con el brazo derecho para comprobar el juego de los músculos en ese lado. Bien.
A continuación recogí la honda y volví a colocar en ella una piedra.
Esta vez iba a acertar. Lo presentía.
Dio vueltas y más vueltas, y por fin salió disparada.
Hasán se vino abajo, agarrándose el muslo izquierdo con las dos manos.
Dos Santos acudió a su lado. Hablaron entre ellos.
El traje de Hasán había amortiguado el golpe, desviándolo en parte. La pierna no estaba rota. Proseguiría la lucha tan pronto como pudiera ponerse en pie.
Pasó cinco minutos dándose masajes, y luego se incorporó. Durante ese tiempo mi propio dolor había cedido y sólo sentía una especie de pinchazos sordos en el lugar afectado.
Hasán seleccionó su tercera piedra.
La colocó lenta, cuidadosamente…
Midió bien la distancia, y comenzó a voltear de nuevo la honda…
Desde hacía un buen rato el instinto, cada vez más intenso, me aconsejaba ladearme un poco más hacia la derecha. Lo hice así.
El proyectil de mi adversario giró en el aire y partió.
Me arañó la fungosidad de la mejilla y desgarró parte de mi oreja izquierda.
De repente, todo un lado de mi cara quedó humedecido.
Ellen dio un grito, muy breve.
Un poco más a la derecha, y ya no la habría podido oír.
De nuevo llegaba mi turno.
Lisa, gris, la piedra irradiaba un invisible halo de muerte…
Yo seré la afortunada, parecía decir.
Era uno de esos impulsos premonitorios que me asaltan de vez en cuando, como si una fuerza misteriosa me tirara de la manga, y por los cuales siento el más hondo respeto.
Me limpié la sangre de la mejilla y coloqué la nueva piedra en la honda.
La muerte cabalgaba sobre mi brazo derecho cuando lo levanté esta vez. Hasán debió sentirlo también, porque vaciló un instante. Me di cuenta de ello pese a la distancia que nos separaba.
—¡Quédense exactamente donde están y tiren las armas! —sonó la voz.
Lo dijo en griego, por lo que sólo Phil, Hasán y yo pudimos entenderlo. Quizá también Dos Santos o Peluca Roja, aún no estoy seguro.
Pero todos entendieron el lenguaje del fusil automático con que el hombre nos apuntaba, y el de las espadas, porras y puñales de los treinta y tantos hombres y semihombres que le acompañaban.
Eran curetes.
Y los curetes son mal asunto.
Nunca salen perdiendo. Como suele decirse, jamás renuncian a su libra de carne.
Generalmente asada.
O frita, algunas veces.
O hervida, o cruda…
El que hablaba parecía ser el único en llevar un arma de fuego.
… Y yo tenía en aquel momento un puñado de muerte dando vueltas muy alto por encima de mi hombro. Decidí hacerle un regalo.
Su cabeza estalló al recibirlo.
—¡Matadlos! —dije a los de mi grupo, y al instante pusieron manos a la obra.
George y Diane fueron los primeros en abrir fuego. En seguida Phil se apoderó de un revólver. Dos Santos corrió hacia su equipaje, y Ellen hizo lo mismo.
Hasán no necesitó de mis órdenes para pasar a la acción. Las únicas armas de que él y yo disponíamos a la sazón eran las hondas. Y los curetes no estaban a cincuenta metros, sino mucho más cerca y en formación compacta. Derribó a dos de ellos, antes de que los demás empezaran a atacar. Yo también tumbé a otro.
Pronto invadieron el terreno hasta la mitad, saltando por encima de sus muertos y heridos y gritando al precipitarse hacia nosotros.
Como dije antes, no todos eran humanos: había uno alto y delgado con alas de un metro cubiertas de llagas; un par de microcéfalos con tanto pelo que parecían no tener cabeza; otro que podía pasar por dos gemelos; también varios esteatópigos; y tres gigantes toscos y bestiales que seguían corriendo a pesar de tener el pecho y el vientre acribillados por balas. Las manos de uno de estos últimos debían medir unos cincuenta centímetros de largo por treinta de ancho, y otro sufría de algo parecido a la elefantiasis. De los restantes, algunos tenían aspecto relativamente normal, pero todos ellos aparecían sucios y sarnosos, cubiertos de andrajos o desnudos, con barbas descuidadas e hirsutas, y además apestaban.
Disparé otra piedra y ya no tuve oportunidad de ver si daba en algún blanco, pues los tenía encima.
Forcejeé desesperadamente, golpeando a ciegas con pies, puños, codos…, sin remilgos de ninguna clase. Los disparos de mis compañeros disminuían, cesaron de pronto. Alguna vez hay que pararse a recargar, y también por allí debía de haber atascos. El costado me dolía lo indecible. Con todo, logré derribar a tres de mis atacantes antes de sentir algo pesado y contundente que caía sobre mi cabeza y desplomarme como se desploma un muerto.
Volver en sí en un lugar sofocante, abrasador…
En un lugar sofocante, abrasador, y con olor a establo…
En un lugar oscuro, sofocante, abrasador, y con olor a establo…
… No es precisamente la situación ideal para fomentar la paz del espíritu, un estómago sin náuseas, o para recuperar la actividad sensorial en condiciones sanas y normales.
El lugar olía a demonios y hacía un calor agobiante. No me molesté siquiera en examinar aquella porquería de suelo… porque ya estaba en la postura ideal para ello.
Gemí, conté mis huesos uno por uno, y me incorporé.
El techo era bajo y aún se inclinaba más antes de encontrarse con la negra pared. La única ventana que daba al exterior era diminuta y tenía barrotes.
Nos hallábamos en la parte de atrás de una choza de madera. En la pared opuesta había otra ventana con barrotes, pero no daba a ningún sitio exterior, sino a otra estancia de mayores dimensiones. George y Dos Santos hablaban con alguien que se encontraba con ellos en aquel lado. Hasán yacía inconsciente o muerto a poco más de un metro de mí; su cabeza estaba teñida de sangre coagulada. Más lejos, en un rincón, Phil, Myshtigo y las chicas conversaban en voz baja.
Mientras caía en la cuenta de todo esto, me restregaba la sien. El lado izquierdo de la cabeza no dejaba de dolerme, y otras muchas partes de mi anatomía habían decidido sumarse al juego.
—Está despierto —dijo de repente Myshtigo.
—Hola a todo el mundo. Aquí estoy de nuevo —confirmé.
Vinieron hacia mí y conseguí ponerme de pie. Lo hice por puro alarde, pero me salió bien.
—Nos han hecho prisioneros —dijo Myshtigo.
—¿De veras? Nunca lo habría adivinado.
—Cosas como éstas no suceden en Taler —observó—, ni en ninguno de los mundos de la Confederación Vegana.
—Lástima que no se quedara usted allí —contesté—. Recuerde el número de veces que le he instado a que regrese.
—Esto no nos habría ocurrido de no haber sido por su duelo.
No pude contenerme más, y le largué un bofetón. Si no le di una paliza allí mismo, es porque todo él resultaba patético. Le golpeé con el revés de mi mano, lanzándole contra la pared.
—¿Pretende decirme que ignora el motivo de que yo hiciera allí de blanco esta mañana?
—Tuvo una disputa con mi guardaespaldas —respondió, frotándose la mejilla.
—Sobre si iba o no iba a matarle a usted.
—¿A mí? ¿Matarme?
—Olvídelo —dije—. Poco importa ya, de todos modos. Todavía vive usted en Taler, y por mí puede seguir allí las pocas horas que le quedan. ¡Qué pena que no haya tenido ocasión de darse una vuelta por la Tierra y visitarnos una temporadita! Pero, ¡qué le vamos a hacer!, las cosas no han salido del todo bien.
—Moriremos aquí, ¿no? —preguntó.
—Es la costumbre local.
Me aparté de ellos y me acerqué al hombre que me observaba desde el otro lado de los barrotes. Hasán estaba ahora recostado en la pared de enfrente. No me había dado cuenta de su desplazamiento.
—Buenas tardes —dijo el hombre de detrás de los barrotes, y lo dijo en inglés.
—¿Es la tarde? —pregunté.
—En efecto —replicó.
—¿Cómo es que no estamos muertos? —seguí preguntando.
—Porque les quería a ustedes vivos —declaró—. Oh, no a usted personalmente, Conrad Nomikós, comisario de Artes, Monumentos y Archivos, ni a sus distinguidos amigos, incluido el poeta laureado. Quiero vivos a todos los prisioneros que me traen. Sus identidades son, como si dijéramos, el aderezo.
—¿Con quién tengo el placer de hablar? —pregunté.
—Es el doctor Moreby —dijo George.
—Su hechicero —dijo Dos Santos.
—Prefiero la palabra «Chamán» o «Jefe Médico» —corrigió Moreby, con una sonrisa.
Me aproximé a la reja y vi que era un tipo bastante delgado, de piel morena y curtida por el sol. Iba bien afeitado y llevaba el pelo recogido en una enorme trenza negra que se enroscaba alrededor de su cabeza como una cobra. Sus ojos eran negros y apretados, su frente amplia, y le sobraba una buena cantidad de papada que le caía hasta tapar la nuez. Llevaba también unas sandalias trenzadas a mano, un limpio sari de color verde y un collar de huesecillos humanos. Adornaba sus orejas con un par de grandes aros de plata en forma de serpiente.
—Habla usted el inglés con mucha precisión —dije—, y Moreby no es un nombre griego.
—¡Oh cielos! —respondió con un donoso gesto de sorpresa irónica—. ¡No soy un nativo! ¿Cómo ha podido tomarme por uno de ellos?
—Lo siento —dije—, ya veo que va muy bien vestido.
Emitió una risita burlona.
—Oh, estos harapos… Me los eché por encima. No, yo soy de Taler. Casualmente cayó en mis manos cierta interesantísima literatura sobre el tema del Retornismo, y decidí regresar para ayudar a reconstruir la Tierra.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué pasó luego?
—El Departamento no reclutaba gente por entonces, y tuve alguna dificultad en encontrar empleo. Así que resolví dedicarme a la investigación. Este sitio está lleno de oportunidades.
—¿Qué clase de investigación?
—Poseo dos diplomas en antropología cultural, por la universidad de New Harvard. Decidí estudiar a fondo alguna de las tribus Calientes… Y después de mucha diplomacia y zalamerías, conseguí que ésta me aceptase. Emprendí también con ellos una labor educativa. No tardaron en acudir a mí en mayor número. ¡Maravilloso para el ego! Al cabo de cierto tiempo, mis estudios y mi actividad social empezaron a tener cada vez menos importancia. Bueno, quizás haya leído usted el libro titulado El corazón de las tinieblas… Ya me comprende. Los usos y costumbres locales son… ¿Cómo diría yo? Básicos. Encontré mucho más interesante tomar parte en ellos que limitarme a observarlos. Asumí la tarea de remodelar algunas de sus prácticas más burdas, y orientarlas conforme a criterios más estéticos. En este terreno puede decirse que realmente les eduqué. Ahora hacen las cosas con mucho más estilo que antes de venir yo aquí.
—¿Las «cosas»? ¿Cuáles?
—Bueno… Por ejemplo, antes eran simples caníbales, y también bastante toscos e inexpertos en el trato que daban a sus cautivos antes de matarlos. Todo esto es muy importante. Si se hace como es debido, uno adquiere clase… No sé si me explico bien. Aquí me encontraba yo ante una enorme riqueza de costumbres, supersticiones, tabúes, todo ello fruto de muchas culturas, muchos siglos, y al alcance de mi mano, por decirlo así. —Acompañó de nuevo sus palabras con un gesto—. El hombre, e incluso el semihombre, el hombre Caliente, es una criatura aficionada al ritualismo; y aquí hallé tantísimos rituales y cosas de este género, que la oportunidad era tentadora. Así que les saqué todo el partido posible, y ahora ocupo entre esta gente una posición de gran honra y estima.
—¿Qué es lo que trata de decirme a propósito de nosotros? —inquirí.
—Las cosas iban tomando un cariz monótono por aquí —respondió— y los nativos comenzaban a impacientarse. Por ello decidí que ya era tiempo de celebrar otra ceremonia. Hablé con Procrustes, el Jefe de la Guerra, y le sugerí que tratara de hacer nuevos prisioneros. Creo que es en la edición abreviada de La rama de oro donde dice: «Los tolalaki, notorios cazadores de cabezas de las Célebes Centrales, acostumbran a beber la sangre y devorar el cerebro de sus víctimas con la idea de fortalecer así su bravura. Los italones de las Islas Filipinas beben la sangre de sus enemigos y se comen crudas algunas partes de su cabeza y entrañas, a fin de adquirir su valentía». Bien, ya lo ve. En este momento disponemos de la lengua de un poeta, la sangre de dos formidables guerreros, el cerebro de un eminente científico, el hígado bilioso de un político apasionado, y la interesante carne azulada de un vegano… Todo ello reunido en esta habitación. Un buen botín, sin duda.
—No podía explicarse con mayor claridad —observé—. ¿Y que hay de las mujeres?
—Oh, para ellas elaboraremos un prolijo ceremonial de la fertilidad, que culminará en un igualmente prolijo sacrificio.
—Ya veo.
—Es decir, si no les permitimos proseguir tranquilamente su camino, sin mayores molestias.
—¡Cómo!
—Sí, a Procrustes le gusta dar a sus prisioneros la oportunidad de medirse de acuerdo con una norma establecida, de probar su valor o sus fuerzas, posiblemente también de redimirse. Es muy cristiano a este respecto.
—¿Y hace honor a su nombre, supongo?
Hasán se acercó a nosotros, quedándose de pie a mi lado, y observó con curiosidad a Moreby a través del enrejado.
—Bien, bien —dijo Moreby—. En realidad no me disgustaría tenerles por aquí algún tiempo, ¿sabe? Posee usted sentido del humor. La mayoría de los curetes carecen de este suplemento a lo que podría calificarse de personalidad ejemplar. Creo que acabaría por aficionarme a usted…
—No se moleste. Prefiero que me hable de esa redención.
—Desde luego. Los miembros de esta tribu somos los guardianes del Hombre Muerto. Es una de mis más interesantes creaciones. Estoy seguro de que uno de ustedes dos no tardará en percatarse de ello durante su breve trato con él.
Al decir esto miró a Hasán, luego me miró a mí, y nuevamente a Hasán.
—Ya he oído hablar del personaje —comenté—. Dígame qué es lo que hay que hacer.
—Se les intimará a que presenten un campeón para combatir contra él esta noche, cuando salga nuevamente de su tumba.
—¿Qué clase de ente es ése?
—Un vampiro.
—¡Al diablo! ¿Qué es en realidad?
—Es un auténtico vampiro. Ya lo verá.
—De acuerdo, para usted la razón. Es un vampiro, y uno de nosotros se peleará con él. ¿De qué manera?
—Lucha libre, mano a mano y sin armas. Les aseguro que no es muy esquivo. Se quedará quieto y le dejará acercarse. También tendrá mucha sed, y hambre…, el pobrecito.
—Y si sale derrotado, ¿liberarán a los prisioneros?
—Ésa es la regla, tal como yo mismo la enuncié hace unos dieciséis o diecisiete años. Aunque, por supuesto, nunca se ha dado el caso…
—Sí, sí, ya me hago cargo. Intenta decirme que el sujeto es duro de pelar.
—Oh, es invencible. Ahí está la gracia. No serviría para una buena ceremonia si el resultado fuera distinto del previsto. A mi gente suelo contarle de antemano el desarrollo de la batalla, y luego les invito a presenciarla. Ello ratifica su fe en el destino y en mi estrecho vínculo con sus ineludibles decretos.
Hasán me echó una mirada.
—¿Qué quiere decir con eso, Karagee?
—Que es una lucha predeterminada, con tongo.
—Al contrario —repuso Moreby—, no hay tongo. No tiene por qué haberlo. En este planeta existe un viejo proverbio relacionado con un antiguo deporte: «No apuestes nunca contra los malditos yanquis, o perderás dinero». El Hombre Muerto es invencible porque nació ya con una suma notable de cualidades propias de la región, sobre las cuales yo mismo he trabajado después, perfeccionándolas considerablemente. Además, se ha nutrido de la carne y sangre de muchos héroes, por lo que su fuerza iguala como mínimo la de todos ellos juntos. Cualquiera que haya leído a Frazer sabe esto.
Bostezó, al tiempo que se cubría la boca con una especie de plumero.
—Debo irme ahora a inspeccionar la barbacoa, y asegurarme de que todo está bien cubierto de ramas de acebo. Escojan esta tarde su luchador. Les veré a la noche. Hasta luego.
—Que tropiece y se rompa el cuello.
Sonrió y se alejó de la choza.
Convoqué asamblea general.
—Bien —dije—. Tienen con ellos a uno de esos fantoches Calientes a quien llaman el Hombre Muerto, y se supone que es cosa fina. Voy a luchar con él esta noche. Si le venzo, también se supone que han de dejarnos libres, pero por nada del mundo me fiaría de la palabra de Moreby. De modo que debemos elaborar un plan de evasión, o, en caso contrario, nos servirán calentitos en una parrilla.
—Phil —pregunté, dirigiéndome a mi amigo—, ¿conoces bien el camino hacia Volos?
—Creo que sí, aunque hace ya tanto tiempo… Pero, ¿dónde estamos ahora exactamente?
—Por si sirve de ayuda —respondió Myshtigo, que se había acercado a la ventana—, desde aquí veo un resplandor. No es de ningún color que pueda expresar en su lenguaje, pero está en aquella dirección —señaló al decirlo—. Es un color que suelo distinguir cerca de las sustancias radiactivas, si la atmósfera es lo bastante densa en ese sitio. Suelo verlo desde bastante lejos.
Me acerqué yo también a la ventana y miré en la dirección indicada.
—En tal caso, podría tratarse del Lugar Caliente, lo que significa que estamos muy próximos a él. El camino de Volos tendría que estar entonces por aquel otro lado —señalé en sentido contrario—. Puesto que el sol da ahora a esta parte de la choza y es la tarde, continuad por allí una vez encontréis el camino; siempre en dirección contraria al sol poniente. No pueden faltar más de veinticinco kilómetros.
—Nos perseguirán —dijo Dos Santos.
—Hay caballos —interpuso Hasán.
—¿Qué?
—Al final del sendero, en un prado. Antes he visto tres junto a aquella cerca. Ahora han desaparecido detrás de la casa. Quizá haya más. Aunque no parecían muy resistentes.
—¿Todo el mundo sabe montar?
—Nunca he montado a caballo —dijo Myshtigo—, pero el thrid es algo semejante. Y ya he montado un thrid.
Todos los demás habían montado a caballo.
—Entonces, listos para esta noche —dije—. Montad por parejas a ser posible. Si sobran caballos, soltad al resto y alejadlos de aquí. Mientras contemplan mi combate con el Hombre Muerto, vosotros os dirigís a la dehesa. Apoderaos de todas las armas que podáis y tratad de abriros paso hasta los caballos. Phil, llévalos a Makrynitsa y mencionad allí, en cualquier parte, el nombre de Korones. Os darán asilo y os protegerán.
—Lo siento —dijo Dos Santos—, pero tu plan no es bueno.
—Si tienes uno mejor, dínoslo —repuse.
—Primero de todo —prosiguió—, no podemos realmente confiar en el señor Graber. Cuando tú todavía estabas inconsciente, él sufría agudos dolores y se encontraba muy débil. George cree que le dio un ataque al corazón durante nuestra batalla con los curetes, o poco después. Si algo malo le sucede, estamos perdidos. En caso de que logremos liberarnos, te necesitamos a ti como guía. No podemos contar sólo con el señor Graber, En segundo lugar, no eres tú el único entre nosotros capaz de enfrentarse con una amenaza exótica. Hasán derrotará igualmente al Hombre Muerto.
—No puedo pedirle que haga eso —contesté—. Incluso en caso de ganar, quedará separado de nuestro grupo, y es probable que lo atrapen en seguida. Ni que decir tiene que pagará la hazaña con su vida. Le has contratado para matar por ti, no para morir.
—Yo lucharé con él, Karagee —dijo Hasán.
—No tienes por qué hacerlo.
—Pero lo deseo. De veras.
—¿Cómo te sientes ahora, Phil? —pregunté.
—Mejor, mucho mejor. Creo que no fue más que un simple trastorno de estómago. No os preocupéis por ello.
—¿Te encuentras lo bastante bien como para llegar hasta Makrynitsa a caballo?
—No hay ningún problema. Será más sencillo que a pie. Nací prácticamente a caballo, ¿no lo recuerdas?
—¿Recordar? —inquirió de pronto Dos Santos—. ¿Qué quiere usted decir con eso, señor Graber? ¿Cómo podría Conrad recor…?
—Recordar sus famosas Baladas a caballo —interrumpió Peluca Roja—. ¿Qué pretendes en definitiva, Conrad?
—Gracias, pero yo soy aquí el jefe —dije—. Yo doy las órdenes y he decidido ser quien luche contra el vampiro.
—En situaciones como ésta creo que deberíamos ser un poco más democráticos cuando se trata de tomar decisiones de vida o muerte —replicó ella—. Tú naciste en esta región. Por buena que sea la memoria de Phil, nadie mejor que tú mismo puede conseguir sacarnos de aquí con la necesaria rapidez. Además, no mandas a Hasán a la muerte ni le dejas abandonado. Es él quien se ofrece voluntario.
—Yo me despacharé al Hombre Muerto —dijo Hasán—, y luego me uniré a vosotros. Conozco varios modos de burlar a mis perseguidores. Seguiré vuestras huellas.
—Eso me corresponde a mí —le contesté—. Es mi trabajo.
—Bueno, si no podemos ponernos de acuerdo, ¿por qué no dejar que decida la suerte? Echémoslo a cara o cruz.
—Muy bien. ¿Nos han robado también el dinero, además de las armas?
—Me quedan algunas monedas —dijo Ellen.
—Lanza una al aire.
Así lo hizo.
—Cara —dije, mientras la moneda caía al suelo.
—Cruz —dijo ella.
—¡No la toques!
Sí, era cruz. La cara estaba en el otro lado.
—Bravo, Hasán, eres un tipo afortunado —le dije—. Acabas de ganarte un equipo completo de héroe, con monstruo y todo. ¡Buena suerte!
Se encogió de hombros y respondió:
—Estaba escrito.
A continuación fue a sentarse junto a la pared, apoyando en ella la espalda; sacó de la suela de su sandalia izquierda una pequeña navaja y comenzó a pulirse las uñas. Siempre había sido un matón muy aseado. Supongo que había alguna misteriosa relación entre aquella limpieza y su salvajismo.
Mientras el sol se ponía lentamente por el oeste, Moreby vino otra vez a vernos, acompañado de un contingente de curetes armados.
—Ha llegado el momento —declaró—. ¿Han decidido ya quién va a combatir?
—Hasán luchará —respondí.
—Magnífico. Vengan entonces con nosotros. Por favor, no intenten ninguna tontería. Odio tener que suministrar mercancías deterioradas a un festival.
En medio de un cerco de hojas afiladas, abandonamos la cabaña y avanzamos por lo que debía de ser la calle principal del pueblo, pasando junto al cercado. Ocho caballos, con la cabeza baja, pastaban dentro. Tenían los flancos ulcerados y estaban esqueléticos. Todos sin excepción les echamos una ojeada al pasar.
La aldea se componía de unas treinta chozas semejantes a la que nos había servido de encierro. El camino estaba sucio, lleno de baches donde se acumulaban toda clase de escorias. El aire apestaba a sudor, orina, fruta podrida y humo.
Caminamos unos ochenta metros más, girando luego a la izquierda. La calle se terminaba allí, pero aún tomamos una pequeña senda cuesta abajo hasta llegar a un espacio despejado. Una mujer gruesa y calva, con enormes pechos y cara tumefacta que más parecía un campo de lava, atizaba unas brasas horriblemente sugestivas debajo de una gigantesca barbacoa. Sonrió a nuestro paso y se relamió los labios con manifiesta fruición.
A su alrededor, esparcidas por el suelo, yacían unas cuantas estacas grandes y puntiagudas…
Un poco más lejos, siguiendo hacia delante, aparecía una superficie llana y cubierta de tierra apisonada. Un árbol descomunal, similar a los que crecen en los trópicos, pero, por lo visto, adaptado a nuestro clima y rebosante de vides que pendían de sus ramas, presidía orgulloso el lugar desde uno de los extremos. Por lo demás limitaban el campo, a todo lo largo de su perímetro, varias filas de antorchas de más de dos metros de largo, cuyas imponentes llamas ondeaban ya al viento de la noche como gallardetes. En el otro extremo de aquella especie de plaza se levantaba la choza más llamativa de todas. Debía medir unos cinco metros de alto y por lo menos diez de anchura en su fachada. Estaba pintada de un rojo chillón y adornada con diversos símbolos de brujería. La sección central de la fachada consistía en una inmensa puerta corrediza. Dos curetes con armas montaban guardia a ambos lados de la misma.
En el oeste, el sol no era ya más que un diminuto casco anaranjado. Moreby encabezó nuestro grupo cruzando el campo en dirección al árbol.
De ochenta a cien espectadores se hallaban sentados en el suelo detrás de las antorchas, a cada lado de la improvisada pista.
Con un gesto, Moreby nos señaló la cabaña roja.
—¿Qué les parece mi casa? —preguntó.
—Encantadora —contesté yo.
—Tengo un inquilino que la comparte conmigo, pero duerme durante el día. En seguida tendrán ocasión de conocerlo.
Llegamos por fin a la base del árbol; Moreby nos dejó allí, rodeados por guardianes. Él se dirigió al centro del campo y comenzó a arengar en griego a los curetes.
Habíamos acordado, para iniciar la huida, esperar a que la lucha estuviera a punto de concluirse, fuera cual fuere el resultado, dado que nuestros anfitriones estarían entonces más excitados y concentrados en el inminente desenlace. Disimuladamente habíamos ido empujando a las mujeres hacia el interior del grupo, y yo logré situarme a la izquierda de uno de los espadachines a quien tenía intención de matar a las primeras de cambio. Lástima que estuviéramos tan lejos, en aquel extremo de la planicie, ya que para alcanzar los caballos tendríamos que atravesar nuevamente toda el área hasta más allá de la barbacoa, y no iba a ser fácil.
—… Y luego, aquella noche —decía Moreby—, surgió el Hombre Muerto y abatió a este vigoroso guerrero, Hasán, quebrando sus huesos y arrojándolo a vuestras plantas en este lugar de regocijo. Finalmente, dio muerte a su gran enemigo, y bebió la sangre de su garganta, y comió su hígado, crudo y todavía humeante en el aire de la noche. Todo esto hizo aquella noche. Poderosa es su fuerza.
—¡Poderosa! ¡Poderosa! —gritaba la multitud, y alguien comenzó a golpear un tam-tam.
—Hagamos que vuelva a la vida…
Todos repetían a coro:
—¡Que vuelva a la vida!
—¡Salve!
—¡Salve!
—Dientes blancos y afilados…
—¡Dientes blancos y afilados!
—Piel blanca, blanca…
—¡Piel blanca, blanca!
—Manos que destruyen…
—¡Manos que destruyen!
—Boca que bebe…
—¡Boca que bebe!
—¡La sangre de la vida!
—¡La sangre de la vida!
—¡Grande es nuestra tribu!
—¡Grande es nuestra tribu!
—¡Grande es el Hombre Muerto!
—¡Grande es el Hombre Muerto!
—¡Grande es el Hombre Muerto!
—¡Grande es el Hombre Muerto!
—¡GRANDE ES EL HOMBRE MUERTO!
Al final fue un bramido colectivo. Gargantas humanas, cuasi-humanas e inhumanas lanzaban a los aires su breve letanía como una marea que anegara el campo con su furia. Nuestros guardianes se habían sumado al griterío. Myshtigo se tapaba sus sensibilísimos oídos con expresión de angustia en el rostro. También a mí me daba vueltas la cabeza. Dos Santos cruzó los brazos sobre la cara, y uno de los guardias, sin duda sospechando algo extraño, hizo un gesto de desagrado y levantó amenazadoramente su cuchillo. Don se encogió de hombros y volvió a mirar a la muchedumbre.
Moreby se encaminó hacia la cabaña y, llegando allí, golpeó con su varilla tres veces en la puerta corrediza.
Uno de los centinelas la empujó hasta abrirla del todo.
Un inmenso catafalco negro, rodeado de cráneos de hombres y animales, apareció en el interior. Sobre él descansaba un enorme ataúd de madera, igualmente negro y decorado por una trama de líneas brillantes que se retorcían y entrecruzaban.
Siguiendo instrucciones de Moreby, los guardias levantaron la tapa.
Los siguientes veinte minutos se los pasó poniendo inyecciones a algo que se encontraba dentro del ataúd. Sus movimientos eran lentos y rituales. Uno de los dos guardias depuso el arma y le asistió en su tarea. Fuera, los tam-tams seguían retumbando, pero a ritmo más lento y solemne. La multitud guardaba ahora un silencio absoluto y permanecía inmóvil.
De pronto, Moreby se volvió.
—El Hombre Muerto resucita —anunció.
—¡Resucita! —coreó la masa.
—Y sale a aceptar el sacrificio.
—¡Y sale…!
—¡Sal fuera, Hombre Muerto! —invocó, de cara al túmulo.
Y salió.
Con cierta lentitud.
Porque era una mole.
Gigantesco, obeso.
¡Grande era, en verdad, el Hombre Muerto!
Posiblemente unos 170 kilos.
Se incorporó hasta quedar sentado en el ataúd y paseó la mirada en torno suyo. Luego se frotó sucesivamente el pecho, los sobacos, el cuello, la ingle. Al fin se apeó de la enorme caja, pasando con dificultades por encima del borde, y fue a colocarse delante del catafalco junto a Moreby, que de repente pareció un enano.
Sólo llevaba puesto un taparrabo, y anchas sandalias de piel de cabra.
Su cuerpo era blanco, blanquísimo, blanco como el vientre de los peces, como la palidez de la luna, como la muerte…
—Un albino —dijo George, y su voz se oyó en todo el ámbito del campo, por ser el único sonido que rompió el silencio de la noche.
Moreby miró hacia nosotros y sonrió. Luego tomó de la mano, una mano de dedos rechonchos y fuertes, al Hombre Muerto y lo condujo desde el umbral de la choza hasta el centro del terreno. El gigante pareció asustarse del fulgor de las antorchas. Mientras avanzaba, estudié la expresión de su rostro.
—No hay inteligencia en esa cara —dijo Peluca Roja.
—¿Puedes ver sus ojos? —inquirió George, haciendo guiños con los suyos. Las gafas se le habían roto en la refriega.
—Sí. Son rosáceos.
—¿Se aprecian epicantos en los párpados?
—Sí…
—Ya… Es un mongoloide. Un idiota, diría yo. Por eso a Moreby le ha resultado tan fácil hacer con él lo que ha hecho. ¡Fijaos en sus dientes! Parecen limados.
Seguí su indicación. El monstruo sonreía, si aquello era sonreír, porque le había llamado la atención la pintoresca cabeza de Peluca Roja. Al hacerlo, dejó al descubierto dos largas hileras de pulcros y afilados dientes.
—Su albinismo es la causa de que Moreby le haya impuesto hábitos nocturnos. ¡Mirad! ¡Hasta le hacer parpadear la luz de las antorchas! Es hipersensible a cualquier acción actínica.
—¿Y qué dices de sus hábitos dietéticos?
—Adquiridos, por imposición. Muchos pueblos primitivos sangraban a sus bestias con el mismo fin. Los kazaks lo hicieron hasta el siglo veinte, y también los todas. Ya habéis visto las Hagas de los caballos al pasar por allí antes. La sangre alimenta, si uno se acostumbra a ella y la soporta…, y estoy seguro de que Moreby viene regulando la dieta de ese imbécil desde que era niño. ¡Claro que es un vampiro! Lo educaron así.
—El Hombre Muerto ha resucitado —voceaba Moreby.
—El Hombre Muerto ha resucitado —repetía la muchedumbre.
—¡Grande es el Hombre Muerto!
—¡Grande es el Hombre Muerto!
Soltó Moreby la cadavérica mano que sostenía y dirigió sus pasos hacia nosotros, dejando sonriente, en medio del campo, al único vampiro genuino que conocíamos.
—Grande es el Hombre Muerto —dijo con mueca burlona al acercarse al grupo—. Magnífico, ¿no creen?
—¿Qué le ha hecho a ese pobre infeliz? —preguntó Peluca Roja.
—Muy poca cosa —replicó Moreby—. Ya nació bastante bien dotado.
—¿De qué eran esas inyecciones que le ha puesto? —inquirió George.
—Oh, antes de un encuentro como éste suelo adormecer sus puntos sensibles con una buena dosis de novocaína. El no dar muestras de dolor contribuye a realzar su imagen de invencibilidad. También le he inyectado algunas hormonas. Últimamente ha aumentado de peso y lo veo un poco lento de reflejos. Así se lo compenso.
—Habla de él y lo trata como si fuera un muñeco mecánico, un juguete —dijo Diane.
—Lo es. Un juguete invencible. E inestimable. ¡Usted, Hasán! ¿Está listo? —preguntó.
—Sí —respondió Hasán, despojándose de manto y albornoz, y entregando ambas prendas a Ellen.
Bombeando los protuberantes músculos de sus hombros y arqueando ligeramente los dedos, Hasán comenzó a abrirse camino entre el bosque de espadas. Llevaba un refuerzo en su hombro izquierdo y varios más en la espalda. Al reflejarse la luz de las antorchas en su barba, ésta adquirió un color rojo sanguinolento, y entonces no pude menos que recordar la famosa noche del hounfor, cuando Hasán intentó estrangular a alguien en su delirio y Mamá Julie me dijo: «Tu amigo está poseído por Angelsou». Y aquello otro: «Angelsou es un dios de muerte y sólo visita a los suyos».
—Grande es el guerrero Hasán —proclamó Moreby, mientras se alejaba de nosotros.
—Grande es el guerrero Hasán —coreó, como de costumbre, la multitud.
—Su fuerza es la de muchos.
—Su fuerza es la de muchos.
—Mayor es la del Hombre Muerto.
—Mayor es la del Hombre Muerto.
—Rompe sus huesos y arrójalo a nuestros pies, en este lugar de regocijo.
—Rompe sus huesos…
—Come su hígado.
—Come su hígado.
—Bebe la sangre de su garganta.
—Bebe la sangre de su garganta.
—Poderosa es su fuerza.
—Poderosa es su fuerza.
—¡Grande es el Hombre Muerto!
—¡Grande es el Hombre Muerto!
—Esta noche —dijo Hasán, en voz baja— sí que va a ser de veras el Hombre Muerto.
—¡Hombre Muerto! —clamó Moreby cuando Hasán se hubo adelantado y situado frente a él—. ¡Te ofrezco este hombre, Hasán, en sacrificio!
Acto seguido se retiró de allí e hizo signo a los guardias de que nos trasladaran a una de las bandas laterales, la más distante.
El idiota seguía sonriendo y enseñando los dientes, todavía más que antes si cabe, y comenzó a avanzar con lentitud hacia Hasán haciendo ademán de querer atraparle con sus brazos extendidos.
—Bismallah —dijo Hasán, fingiendo apartarse, pero en realidad sólo inclinándose un poco de lado.
Luego, con toda rapidez, saltó del suelo describiendo un círculo, y con los nudillos asestó a su enemigo un tremendo golpe en la mandíbula izquierda. Todo fue tan breve y seco como un latigazo.
La cabeza blanca, blanquísima, del Hombre Muerto, se ladeó unos diez centímetros.
Y continuó sonriendo…
Sin más, sus dos brazos cortos y gruesos cayeron sobre Hasán y asieron a éste por los sobacos. Hasán clavó sus manos como garras en los hombros del monstruo y, desde allí, las hizo descender a lo largo de sus costados hundiendo en ellos sus aceradas uñas y dejando regueros de sangre. Rojas perlas brotaban en aquella piel blanca cada vez que los dedos de Hasán oprimían los músculos ocultos tras su envoltura.
La multitud prorrumpió en alaridos al ver la sangre del Hombre Muerto. Tal vez su olor excitara a éste, o el mismo griterío.
El caso es que levantó a Hasán a casi un metro del suelo y echó a correr con él hacia el árbol.
La cabeza de Hasán cayó como un plomo al chocar ambos contra el grueso tronco.
Luego, como si tal cosa, el Hombre Muerto dio unos pasos atrás, con su habitual lentitud, se sacudió un poco, y empezó a descargar golpe tras golpe sobre Hasán.
Era un auténtico aluvión. Aquellos brazos pequeños y abultados hasta lo grotesco caían sobre el árabe como mazos.
Hasán logró cubrirse la cara con las manos y mantener los codos apretados contra la boca del estómago.
Pero el Hombre Muerto seguía golpeándole sin tregua en los costados y la cabeza. Sus brazos subían y bajaban incansables, como los de una máquina.
Y no dejaba de sonreír.
Finalmente, las manos de Hasán cayeron. Aún consiguió cruzarlas sobre el estómago.
Y dos hilos de sangre aparecieron simultáneamente a ambos lados de su boca.
El invencible juguete continuaba su juego.
Y de pronto, a lo lejos, muy lejos, al otro extremo de la noche, tan lejos que sólo yo pude oírlo, resonó en los aires el eco de una voz familiar.
Era el fiero aullido de caza de mi fiel sabueso e infatigable perseguidor: Bortán.
En alguna parte había vuelto a dar con mi rastro, y ahora venía corriendo hacia mí, galopando en la noche, saltando y brincando como las cabras, impetuoso como un caballo o un torrente, con su pelo abigarrado, ojos como teas encendidas, y dientes como sierras.
Nunca se cansaba de correr, mi Bortán.
Los seres como él han nacido sin miedo, cazadores empedernidos, marcados por la muerte.
Mi bravo mastín venía hacia aquí, y nada podía detener su carrera.
Pero estaba lejos, muy lejos, al otro extremo de la noche…
La multitud gritaba. Hasán no podría resistir mucho más. Nadie podría.
Por el rabillo del ojo (el castaño) me percaté de un pequeño gesto de Ellen.
Parecía como si hubiera lanzado algo con su mano derecha…
Ocurrió dos segundos después.
Rápidamente aparté la vista de aquel punto brillante que surgió de repente junto al idiota.
El Hombre Muerto gimoteó y abandonó su presa.
¡Bravo por el viejo artículo 237-1 (promulgado por mí)!
«Todo guía y miembro de una expedición turística deberá llevar consigo no menos de tres bengalas de magnesio cuando viaja».
Lo que significaba que a Ellen le quedan todavía dos. ¡Bien por Ellen!
El monstruo había dejado de golpear a Hasán.
Ahora trataba de alejar de sí la bengala a patadas. Gritaba asustado. Arreciaron los puntapiés. Se cubrió los ojos. Rodó finalmente por el suelo.
Hasán contemplaba la escena sangrando, jadeando…
La bengala seguía ardiento, el Hombre Muerto gritaba…
Por fin Hasán se movió.
Logró ponerse en pie y sus manos alcanzaron uno de los gruesos sarmientos que pendían del árbol.
Tiró de él. Resistía. Tiró con más fuerza.
El sarmiento se desgajó.
Sus movimientos adquirieron firmeza al arrollar en sus manos cada uno de los extremos del sarmiento.
La llama chisporroteó un instante, brilló de nuevo…
Hasán se arrodilló junto al Hombre Muerto y, con rápido movimiento, le echó el improvisado lazo alrededor de la garganta.
Empezó a apretar.
El idiota asió a su adversario por la cintura.
Los fuertes músculos del árabe se hincharon en sus hombros hasta parecer montañas. El sudor se mezclaba con la sangre que caía de su rostro.
El Hombre Muerto se incorporó, levantando con él a Hasán.
Éste siguió apretando.
El monstruo, con el rostro ya no tan blanco, sino amoratado y con venas que sobresalían en la frente y el cuello como cordeles, levantó su carga a mayor altura del suelo.
Del mismo modo que yo había levantado antes al golem alzó el Hombre Muerto a Hasán, pese a que el sarmiento penetraba aún más profundamente en su garganta al poner él en juego todos los recursos de su fuerza inhumana.
La multitud gritaba y canturreaba incoherentemente. El tam-tam, cuyo ritmo había ido aumentando hasta el frenesí, lo mantenía ahora sin descanso. Y otra vez volví a oír el aullido, todavía muy lejano.
La luz de la bengala comenzó a extinguirse.
El Hombre Muerto se cimbreó.
Luego, como afligido de una súbita conmoción, arrojó a Hasán lejos de sí.
El sarmiento se aflojó en el cuello del coloso, al liberarse de las manos que lo aferraban.
Hasán tomó ukemi y rodó hasta quedar sobre sus rodillas, permaneciendo así.
El Hombre Muerto se dirigió hacia él.
De pronto vaciló.
Un temblor pareció recorrerle todo el cuerpo. Emitió un gruñido y se echó las manos a la garganta. Su cara se amorató aún más. A punto de caerse, logró apoyar su mano en el árbol y quedóse allí un momento, jadeando. Sus estertores no tardaron en hacerse más audibles. Por fin, su mano se deslizó a lo largo del tronco y toda su mole se desplomó. Todavía intentó incorporarse, consiguiéndolo sólo a medias.
Por su parte, Hasán se había levantado y en seguida fue a recuperar el sarmiento abandonado en tierra.
Avanzó hacia el idiota.
Esta vez no falló.
El Hombre Muerto se vino abajo, para no volverse a levantar.
Fue como cuando se apaga una radio que ha estado funcionando a pleno volumen:
Clic…
Silencio, un gran silencio… Todo había ocurrido con gran rapidez. La noche era agradable, sí, muy complaciente cuando a su amparo extendí los brazos y le rompí el cuello al espadachín que estaba a mi lado, apoderándome de su arma. Me volví luego a la izquierda y al siguiente le partí el cráneo en dos.
De nuevo clic, y otra vez la radio a todo volumen, pero ahora estático. El velo de la noche se había rasgado.
Myshtigo tumbó a su hombre de un certero golpe en la nuca, y luego a otro de una patada en la espinilla. También George logró encajar un rodillazo entre los muslos al que le tocó en suerte.
Dos Santos, no tan rápido —o con menos fortuna— recibió dos cortes, en el pecho y el hombro respectivamente.
La masa se agitó, y todos a una se pusieron en pie allí donde se encontraban, como en una película a cámara rápida en la cual se ve cómo crece de repente un campo de habichuelas.
Empezaron a avanzar hacia nosotros.
Ellen lanzó el albornoz de Hasán a la cabeza del hombre que estaba a punto de destripar a su marido. El poeta laureado contribuyó a rematar la obra dejando caer a plomo una roca encima del albornoz, y sin duda atrayéndose con tal acción una buena dosis de karma adverso, pero ello no pareció inquietarle demasiado.
Para entonces Hasán se había ya reincorporado a nuestro pequeño grupo. Paró hábilmente una estocada con un golpe seco en la parte plana de la hoja que se le venía encima: viejo procedimiento samurai que yo creía definitivamente perdido para el mundo. Con otra rápida maniobra se apoderó también de la espada de su enemigo, ¡y a fe que no la manejaba mal!
Matamos o mutilamos a todos nuestros guardianes cuando la multitud aún estaba a medio camino. Diane, inspirada por Ellen, arrojó sus tres bengalas de magnesio al populacho que se precipitaba por el campo hacia nosotros.
Llegó el momento de echar a correr. Ellen y Peluca Roja sostenían a Dos Santos, que se tambaleaba un poco.
Pero los curetes nos habían cerrado el paso, y corríamos en dirección norte, alejándonos más de nuestra meta.
—No lo conseguiremos, Karagee —me gritó Hasán.
—Ya lo sé.
—A menos que tú y yo les distraigamos mientras los demás siguen adelante.
—De acuerdo. ¿Dónde?
—En el claro de la barbacoa. Allí hay árboles espesos junto al sendero. Es como el cuello de una botella. No podrán atacarnos todos a la vez.
—¡Es cierto! —Me volví a los otros—. ¿Nos habéis oído? ¡Dirigios hacia los caballos! ¡Phil os guiará! ¡Hasán y yo les detendremos mientras podamos!
Peluca Roja volvió la cabeza y empezó a decir algo.
—¡No discutas y vete! Queréis vivir, ¿no?
Todos querían. Obedecieron.
Hasán y yo nos desviamos al llegar junto a la barbacoa, y esperamos allí entre árboles. Los demás deshicieron una parte del camino andado y se metieron por el soto, marchando en línea recta hacia el pueblo y el cercado. La muchedumbre continuaba en la misma dirección, hacia donde estábamos Hasán y yo.
La primera oleada se abatió de lleno sobre nosotros, y comenzó la matanza. Nos hallábamos en un lugar en forma de V, allí donde el sendero, rodeado de espesura, desembocaba en la pequeña planicie. A mano izquierda había un hoyo con rescoldos de algún fuego reciente; a la derecha, un grupo compacto de árboles nos ofrecía el refugio de su espeso ramaje. Matamos a tres de nuestros enemigos, y varios más sangraban al retroceder. Tras una breve pausa volvieron a la carga, tratando esta vez de atacarnos en círculo.
Hasán y yo nos pusimos espalda contra espalda y empezamos a repartir mandobles a todo el que se acercaba.
—Si alguno consigue un arma de fuego estamos perdidos, Karagee.
—Ya lo sé.
Otro de sus abortos cayó bajo el filo de mi hoja. Y Hasán envió a otro más al hoyo entre aullidos de dolor.
Los teníamos ya a todos allí. Una de sus armas esquivó mi guardia y me hirió en el hombro. Otra me alcanzó en el muslo.
—¡Atrás, estúpidos! ¡Engendros imbéciles! ¡Atrás he dicho!
Todos obedecieron a esta orden inesperada, cesando en sus arremetidas.
El hombre que había hablado medía alrededor de un metro y medio. Su mandíbula inferior se movía igual que la de una marioneta, como si tuviera bisagras, y sus dientes parecían fichas de dominó: todos moteados de negro y rechinando al abrirse y cerrarse la boca.
—Sí, Procrustes —dijo una voz.
—¡Id a buscar redes y cogedlos vivos! ¡No os acerquéis a ellos! ¡Ya nos han costado bastante caros!
Moreby estaba a su lado, y balbuceaba algo en tono quejumbroso.
—Yo, mi señor…
—¡Silencio! ¡Tú, fabricante de asquerosas ponzoñas! ¡Por tu culpa hemos perdido a un dios y a muchos hombres!
—¿Salimos corriendo? —sugirió Hasán.
—No, pero prepárate a cortar las redes en cuanto las traigan.
—No augura nada bueno el que nos quieran vivos —declaró.
—Ya hemos mandado a unos cuantos al infierno, para facilitar las cosas —le respondí—, y todavía estamos en pie y con armas. ¿Qué más quieres?
—Si les atacamos ahora, podemos llevarnos por delante a dos o a cuatro más. Si esperamos, nos atraparán en la red y moriremos sin ninguno.
—¿Y qué nos importa una vez muertos? Esperemos. Mientras estemos con vida, tendremos siempre el gran abanico de probabilidades ampliándose a cada momento.
—Como tú digas.
Volvieron con las redes y nos las echaron encima. Logramos cortar tres de ellas, pero nos atraparon en la cuarta. Después de apretarla bien, se aproximaron.
Sentí que me arrancaban el arma de las manos, y alguien me dio un puntapié. Era Moreby.
—Ahora morirán como mueren muy pocos —dijo.
—¿Han escapado los demás?
—Sólo de momento —respondió—. Seguiremos su rastro, los encontraremos y los traeremos aquí de nuevo.
Solté una carcajada.
—Pierde usted —dije—. Conseguirán huir.
Me pegó otra patada.
—¿Es así como se aplica su regla? —le pregunté—. Hasán ha vencido al Hombre Muerto.
—Con trampa. La mujer lanzó una bengala.
Procrustes vino junto a él, mientras su gente nos envolvía bien en las redes.
—Llevémoslos al Valle del Sueño —dijo Moreby—. Allí podremos disponer de ellos a voluntad y conservarlos para una futura ceremonia.
—Está bien —contestó Procrustes—. Que se haga así.
Durante ese tiempo, Hasán debió de haber estado maniobrando con el brazo para intentar sacarlo por uno de los orificios de la red, cosa que logró en parte, porque de pronto disparó un zarpazo y arañó la pierna de Procrustes, que se hallaba a corta distancia.
Procrustes respondió con varias patadas y también me propinó una a mí, para redondear la cuenta. Luego se frotó la pantorrilla ensangrentada.
—¿Por qué has hecho eso, Hasán? —pregunté a este último, cuando Procrustes se hubo alejado y daba órdenes de que nos ataran a las estacas de la barbacoa para transportarnos.
—Todavía puede haber restos de cianuro en mis uñas —explicó.
—¿De dónde?
—De las balas de mi cartuchera, Karagee. No me las quitaron. Recubrí con él mis uñas esta tarde después de limarlas.
—¡Ah! Por eso arañaste al Hombre Muerto al principio de la pelea…
—Sí, Karagee. Luego sólo era cuestión de mantenerme vivo hasta que cayera.
—Eres un matón ejemplar, Hasán.
—Gracias, Karagee.
Nos ligaron a las estacas, con red y todo. A una orden de Procrustes, cuatro hombres nos levantaron.
Moreby y Procrustes encabezaban la procesión que nos conducía a través de la noche.
Mientras avanzábamos por el sendero irregular, el mundo iba cambiando a nuestro alrededor. Es lo que siempre ocurre al aproximarse a un Lugar Caliente. Parece como si uno retrocediera a lo largo de varias eras geológicas.
Los árboles se diversificaban a ambos lados del camino, cada vez más. En cierto momento nos internamos por un húmedo pasadizo flanqueado de oscuras torres con hojas como helechos, a través de las cuales entes insólitos nos escudriñaban con ojos rasgados y amarillos. Sobre nosotros, por encima de las copas de los árboles, la noche extendía su manto negro como la lona embreada de una tienda, tachonado de débiles puntitos brillantes, mellado por una gran lágrima de ámbar en forma de media luna. Gorjeos como de pájaros, que degeneraban en extraños gruñidos, surgían del interior del inmenso bosque. Algo más lejos, una negra figura cruzó rápida el sendero.
A medida que proseguíamos nuestra marcha, los árboles que nos circundaban iban haciéndose más pequeños, y mayores los espacios entre ellos. No eran como los árboles que habíamos dejado atrás, más allá del pueblo. Eran formas retorcidas y enmarañadas, con remolinos de algas a modo de ramas, troncos sinuosos y raíces a flor de tierra que reptaban, lentamente, como monstruosos gusanos. Diminutos seres invisibles garrapateaban en el suelo al huir, asustados por la luz de la linterna de Moreby.
Doblando la cabeza pude observar, a cierta distancia, un resplandor débil e intermitente. Venía de algún lugar frente a nosotros.
Abajo, gran profusión de vides crecían a ras mismo de la vereda, y se retorcían doloridas cada vez que las hollaban los miembros de la comitiva.
Los árboles ya sólo eran simples helechos. Pronto, éstos también desaparecieron, dando paso a grandes cantidades de líquenes, velludos y rojos como la sangre, que cubrían por completo las rocas y despedían una lánguida luminosidad.
Tampoco se oían ya ruidos de animales, ni sonidos de ninguna otra clase, salvo el jadeo de nuestros cuatro portadores, las pisadas, y de cuando en cuando el sordo clic del rifle automático de Procrustes al tropezar con alguna de las afelpadas rocas.
Nuestros portadores llevaban largos cuchillos colgando de la cintura. Moreby llevaba, además de toda una panoplia de armas blancas, una pequeña pistola.
La senda se empinó bruscamente. Uno de los hombres que cargaban con nosotros soltó un juramento. La lona nocturna se zarandeó y, por un instante, pareció venirse abajo; sus costados se encontraron con el horizonte, y toda ella quedó penetrada de una tenue neblina purpúrea, más ligera aún que el humo exhalado de un cigarrillo. Lenta y muy alta, abofeteando los aires como una raya que se desplaza por las aguas, la negra forma de un murciélago-araña cruzó el espacio y veló un momento el rostro de la luna.
Procrustes se desplomó.
Moreby le ayudó a levantarse, pero el jefe se tambaleaba y tuvo que apoyarse en él.
—¿Qué ocurre, mi señor?
—No sé. Un mareo repentino. Los miembros se me han embotado… Toma mi rifle. Cada vez pesa más.
Hasán rió entre dientes.
Cuando Procrustes se volvió para mirarle, tenía abierta la boca, caída la mandíbula de títere…
De pronto, él también cayó.
Moreby, que acababa de coger el rifle, tenía las manos ocupadas. Entonces los guardias nos depositaron apresuradamente en el suelo y acudieron junto a Procrustes.
—Un poco de agua… —pidió mientras cerraba los ojos.
Ya nunca más volvería a abrirlos.
Moreby lo auscultó, aplicando el oído a su pecho, y luego colocó el extremo emplumado de su varilla contra las fosas nasales del caído.
—Está muerto —anunció finalmente.
—¿Muerto?
El guardia, que tenía el cuerpo cubierto de costras, comenzó a sollozar.
—Era bueno —hipó—. Era un gran jefe y un guerrero valiente. ¿Qué haremos ahora?
—Está muerto —repitió Moreby—, y yo soy vuestro jefe hasta que sea elegido uno nuevo. Envolvedle en vuestros mantos y dejadle en aquella roca plana de allí delante. Aquí no hay animales, de modo que no le pasará nada. A la vuelta lo recogeremos. Ahora debemos ocuparnos de nuestra venganza en estos dos. —Nos señaló con su vara—. El Valle del Sueño está muy cerca. ¿Habéis tomado las píldoras que os di?
—Sí.
—Sí.
—Sí.
—Sí.
—Muy bien. Quitaos ahora vuestras capas y envolved el cadáver.
Así lo hicieron, y pronto cargaron otra vez con nosotros, llevándonos hasta la cima de una loma cercana. Desde allí, un nuevo sendero descendía abruptamente para ir a dar a una especie de hoyo fluorescente y como picado de viruelas por los efectos de alguna explosión múltiple. Los enormes peñascos del lugar casi parecían incandescentes de puro rojos.
—Esto —expliqué a Hasán— me fue descrito por mi hijo como el punto donde el hilo de mi vida cayó sobre una roca ardiente. Aquí me vio amenazado por el Hombre Muerto, pero los hados lo pensaron dos veces y te pasaron a ti esa amenaza. Cuando yo sólo era un sueño en el pensamiento de la Muerte, este lugar fue designado como uno de aquéllos donde podría perecer.
—Abandonar a Shinvat es abrasarse —dijo Hasán.
Bajaron al fondo del abismo y nos depositaron sobre las rocas.
Moreby quitó el seguro del rifle y retrocedió unos pasos.
—Sacad al griego y atadlo a ese pilar —dijo, a la vez que gesticulaba con el arma.
Cumpliendo sus órdenes, me ligaron de pies y manos bien asegurado. La piedra era lisa, húmeda, capaz de matar sin que uno se diera cuenta.
Hicieron lo mismo con Hasán, atándolo a mi derecha a unos dos metros y medio de distancia.
Moreby dejó la linterna en el suelo, de modo que arrojara un semicírculo de luz en torno a nosotros. Los cuatro curetes parecían estatuas demoníacas a su lado.
Sonrió y apoyó el rifle contra la pared rocosa que se alzaba a sus espaldas.
—Éste es el Valle del Sueño —nos dijo—. Los que duermen aquí no despiertan jamás, pero su carne se conserva fresca, abasteciéndonos en los años difíciles. Aunque, antes de marcharnos… —Sus ojos se volvieron hacia mí—. ¿Ve dónde he dejado el rifle?
No respondí.
—Estoy seguro de que sus entrañas llegarán hasta allí, comisario. De todos modos voy a averiguarlo. —Extrajo una daga de su cinturón y avanzó hacia mí. Los cuatro semihombres se adelantaron con él—. ¿Quién de los dos tendrá más redaños? —preguntó—. ¿Usted o el árabe?
Ambos nos mantuvimos en silencio.
—Los dos podrán comprobarlo por sí mismos —masculló—. ¡Usted primero!
Asió bruscamente mi camisa y la rasgó de arriba a abajo.
Luego, con calculada lentitud, empezó a describir significativos círculos con la daga, a cinco centímetros de mi estómago, estudiando al mismo tiempo la expresión de mi cara.
—Tiene miedo —dijo—. Aún no lo refleja su rostro, pero no tardará en hacerlo. —Y añadió—: ¡Míreme! Voy a introducir la hoja muy lentamente. Un día serás mi comida. ¿Qué te parece eso?
Solté una atronadora carcajada. De repente, valió la pena reírse.
Sus músculos faciales se contrajeron, para en seguida relajarse y dar paso a una momentánea expresión de perplejidad.
—¿El miedo te ha vuelto loco, comisario?
—¿Plumas o plomo? —le pregunté inesperadamente.
Comprendió el significado de mis palabras, y empezó a musitar algo. Entonces se oyó el chasquido de una piedra a tres o cuatro metros de distancia, y giró rápido la cabeza.
El último segundo de su vida lo pasó gritando, cuando la fuerza del salto de Bortán le estrelló contra el suelo, y en un instante le arrancó la cabeza de los hombros.
Mi fiel sabueso había llegado.
Los curetes chillaron despavoridos, porque los ojos de la fiera eran carbunclos y sus dientes sierras. Su cabeza se elevaba sobre el suelo a la altura de la de un hombre mayor que lo normal. Aunque empuñaron sus cuchillos y lo golpearon frenéticos, los aceros resbalaban en aquellos flancos de armadillo. Un cuarto de tonelada de perro, mi Bortán… No era precisamente la clase de animal que describió una vez Albert Payson Terhune.
Su actuación duró apenas un minuto, al cabo del cual sólo quedaban pedazos de nuestros enemigos. Todos murieron.
—¿Qué es esto? —preguntó Hasán.
—Un cachorrillo que encontré abandonado en la playa, dentro de un saco. Duro de ahogar, este perro mío… Bortán.
En la parte no protegida del lomo se le apreciaba un corte, como de una cuchillada. No procedía de la batalla que acababa de librar.
—Nos buscó primero en el pueblo —dije—, y trataron de detenerlo. Muchos curetes habrán muerto hoy.
El animal dio un brinco y me lamió la cara, meneando al mismo tiempo la cola, ladrando, retozando como un cachorro y correteando en pequeños círculos. Volvió a saltar y a lamerme, y otra vez se puso a hacer cabriolas, por encima de los restos de los curetes.
—Es bueno para el hombre tener un perro —comentó Hasán—. Siempre he sido aficionado a los perros.
Mientras decía esto, Bortán le olisqueaba.
¡Has vuelto, sabueso indecente! —dije, dirigiéndome al animal—. ¿No sabes que los perros ya no existís?
Sin dejar de mover la cola, vino otra vez a mí y me lamió la mano.
—Siento no poderte rascar las orejas. Sabes cuánto me gustaría hacerlo, ¿no?
Siguió meneando la cola.
Abrí y cerré mi mano derecha, forcejeando con las ligaduras y mirando en su dirección. Bortán me observó atento. Su húmedo hocico temblaba.
—Manos, Bortán. Necesito manos que me liberen. Manos que desaten estos nudos. Ve a buscarlas, Bortán, y tráelas aquí.
Corrió a recoger un brazo de los que yacían por tierra y lo depositó a mis pies. Luego me miró expectante, moviendo la cola.
—No, Bortán. Manos vivas es lo que quiero. Manos amigas. Manos que puedan desatarme. ¿Lo entiendes?
Volvió a lamerme la mano.
—Busca manos para liberarme. Encuéntralas. Manos unidas a un cuerpo, vivas. Manos de amigo. ¡Ve ahora! ¡Rápido!
Giró sobre sus patas y empezó a alejarse. Se detuvo un momento, miró indeciso hacia atrás y, por fin, echó a andar por la vereda.
—¿Lo habrá entendido? —inquirió Hasán.
—Creo que sí —le contesté—. Su cerebro no es el de un perro ordinario, y ha tenido mucho tiempo, muchísimo, más de lo que dura una vida humana, para desarrollar su inteligencia.
—Entonces, esperemos que encuentre a alguien pronto, antes de que nos invada el sueño.
—Sí.
Y allí nos quedamos solos, aguardando en el frío de la noche.
La espera fue larga. Finalmente, perdimos la noción del tiempo.
Nuestros músculos estaban agarrotados y nos dolían. La sangre seca de incontables heridas nos cubría casi por entero. Apenas quedaba en nuestros cuerpos un centímetro libre de contusiones. Nos aturdía la fatiga y la falta de sueño.
Seguimos esperando… Las cuerdas penetraban hondo en nuestras muñecas.
—¿Crees que conseguirán llegar hasta tu aldea?
—Les hemos proporcionado una holgada ventaja. Creo que tienen buenas probabilidades.
—Trabajar contigo resulta siempre difícil, Karagee.
—Sí, ya lo sé. Incluso yo mismo lo he notado.
—Como aquel verano que estuvimos pudriéndonos en los calabozos de Córcega.
—Sí.
—O cuando tuvimos que caminar hasta la base de Chicago, después de haber perdido todo nuestro armamento en Ohio.
Sí, fue un mal año.
—Pero es que tú estás siempre metido en líos, Karagee. «Nacido para trenzar la cola del tigre». Ese dicho se aplica a las personas como tú. Es difícil convivir con ellas. Yo prefiero la calma, un lugar a la sombra, un libro de poemas, mi pipa…
—¡Silencio! ¡Oigo algo!
Se oía el ruido de unos cascos.
Un sátiro hizo su aparición más allá del oblongo ángulo de luz que proyectaba la lámpara derribada. Se movía nervioso, y sus ojos nos miraron sucesivamente a mí y a Hasán varias veces, escudriñando luego el lugar en todas direcciones: arriba, abajo, a los lados, detrás de nosotros.
—Ayúdanos, cornudito simpático —dije en griego.
Avanzó con cautela. Vio la sangre en el suelo, y los despedazados cuerpos de los curetes.
Retrocedió asustado, como queriendo huir.
—¡Vuelve! ¡Te necesito! Soy el que tocaba la zampoña.
Se detuvo y me miró otra vez, temblando de pies a cabeza, abriendo y cerrando alternativamente los pequeños orificios de su nariz, encogiendo sus puntiagudas orejas.
Volvió sobre sus pasos, con expresión de angustia en sus facciones humanoides al atravesar el escenario de la carnicería.
—El cuchillo. Aquí, a mis pies —dije, indicándoselo con la vista—. Cógelo.
No pareció entusiasmarle la idea de tocar algo fabricado por el hombre, en especial un arma.
Silbé el estribillo de mi última canción:
Es tarde, tarde, muy tarde…
Los ojos se le humedecieron. Se los restregó con el dorso de sus hirsutas manos.
—Recoge el cuchillo y córtame las cuerdas. Cógelo… No, así no, que te harás daño. Por el otro extremo. Así.
Lo recogió por el lado bueno y se me quedó mirando. Moví la mano derecha.
—Las cuerdas. Córtalas.
Lo hizo al fin. La operación le llevó quince minutos y me dejó todo un cerco de sangre alrededor de la muñeca. Tuve que poner sumo cuidado en acomodar mis movimientos a los suyos para que no me abriera una arteria, pero en definitiva me liberó y, como antes, se quedó mirándome con ojos expectantes.
—Ahora dame el cuchillo y yo me encargaré del resto.
Me obedeció, depositándolo en mi mano extendida.
Lo empuñé. Unos segundos después estaba totalmente libre. A continuación liberé a Hasán.
Cuando me di la vuelta, el sátiro había desaparecido. Aún se oía su frenética trápala en la lejanía.
—El diablo me ha perdonado —dijo Hasán.
Abandonamos el Lugar Caliente tan de prisa como pudimos, evitando atravesar el pueblo y prosiguiendo hacia el norte hasta llegar a un camino que reconocí como el de Volos. Si Bortán había hallado al sátiro y de alguna manera le había convencido para que viniese a rescatarnos, o si el propio sátiro nos había descubierto por sí mismo y me recordaba, es algo que nunca supe con certeza. Al no haber regresado Bortán, me inclinaba más bien por la segunda hipótesis.
La ciudad amiga más próxima era Volos, a unos veinticinco kilómetros al este. Tal vez Bortán se había dirigido allí, donde podían reconocerlo muchos de mis parientes. En tal caso, tardaría bastante en regresar. Mi decisión de enviarlo a buscar ayuda fue un recurso extremo. Si en lugar de tirar hacia Volos había ido a alguna otra parte, entonces sí que era imposible saber cuándo volvería. Pero eso no me preocupaba. Encontraría mi rastro de nuevo y lo seguiría hasta dar conmigo. Continuamos pues hacia adelante, alejándonos a toda prisa de aquel peligroso territorio.
Al cabo de unos diez kilómetros, andábamos ya haciendo eses. Se imponía un descanso, por lo que ambos empezamos a mirar a nuestro alrededor en busca de un sitio que nos ofreciera suficiente seguridad para echar una cabezada.
Finalmente reconocí a cierta distancia una colina empinada y rocosa, donde a menudo había acudido de muchacho con el rebaño de ovejas. La covacha que servía de refugio a los pastores, a unos tres cuartos del camino hacia la cumbre, estaba seca y vacía. Su antigua puerta de madera aparecía ya muy deteriorada y medio podrida, pero aún funcionaba.
Improvisamos en el suelo un lecho de hierbas, aseguramos la puerta como pudimos, y nos extendimos allí. Un momento después, Hasán roncaba. Mi mente divagó unos segundos antes de rendirse al cansancio, y en ese brevísimo tiempo me convencí de que entre todos los placeres del mundo —un vaso de agua fresca cuando se tiene sed, el alcohol, el sexo, un cigarrillo tras muchos días de abstinencia— no hay ninguno que pueda compararse al sueño.
Nada mejor que el sueño…
Podría decir que, si nuestro grupo hubiera escogido el camino más largo para ir de Lamia a Volos, el de la costa, tal vez nada de todo esto habría sucedido y Phil estaría ahora vivo. Pero en realidad no me es posible juzgar los hechos objetivamente. Aun en el momento actual, mirando hacia atrás, no me atrevo a decir cómo volvería a disponer las cosas de tener que comenzarlo todo otra vez. Las fuerzas de la destrucción definitiva avanzaban ya a paso de ganso entre las ruinas, con los brazos en alto…
Llegamos a Volos a la tarde del día siguiente, y de allí nos dirigimos a Portaria cruzando el monte Pelion. Al otro lado de un profundo barranco se extendía Makrynitsa.
Lo atravesamos y encontramos a los demás.
Phil los había guiado hasta mi aldea. Una vez allí, pidió una botella de vino y su ejemplar de Prometeo liberado. Todos le vieron sentado y enfrascado en la lectura del libro hasta muy entrada la noche.
A la mañana, Diane lo encontró sonriente… y frío.
Construí una pira entre los cedros que crecían junto a los ruinosos Epíscopi, porque nunca quiso que lo enterraran. La cubrí de incienso y hierbas aromáticas hasta que alcanzó dos veces la altura de un hombre. Aquella noche ardería todo con el cadáver y yo diría adiós a otro amigo. Mi vida, cada vez que me detengo a contemplar el pasado, parece no haber sido más que una serie de llegadas y partidas. Un continuo decir «hola» y «adiós». Sólo la Tierra resiste…
¡Al diablo!
Por la tarde caminé con el grupo en dirección a Pagases, el puerto de la antigua Iolcos, situado en el promontorio opuesto a Volos. Nos quedamos un buen rato a la sombra de los almendros de aquella hermosa colina, donde disfrutábamos al mismo tiempo de la vista del mar y de la cordillera.
—De aquí zarparon los Argonautas en busca del Vellocino de Oro —dije, sin dirigirme a nadie en particular.
—¿Quiénes eran todos ellos? —preguntó Ellen—. Leí la historia en la escuela, pero ya la he olvidado.
—Estaban Heracles, Teseo, Orfeo el cantor, Asclepio, y también los hijos del Viento Norte, y Jasón el capitán, discípulo del centauro Quirón… Precisamente su cueva está junto a la cima del monte Pelion, allá arriba.
—¿De veras?
—Algún día te la enseñaré.
—De acuerdo.
—Los dioses y los titanes también se pelearon por aquí cerca —dijo Diane, que vino a colocarse al otro lado—. ¿No es cierto que los titanes arrancaron de cuajo el monte Pelion y lo pusieron sobre el Ossa en su intento de alcanzar el Olimpo?
—Así lo dice la leyenda. Pero los dioses fueron benévolos y restablecieron el paisaje, volviendo a poner el monte en su sitio después de la sangrienta batalla.
—Una vela —dijo Hasán, señalando hacia el mar, con una naranja a medio pelar en la mano.
Oteé las aguas y descubrí, en efecto, un puntito blanco que se destacaba en el horizonte.
—Sí. Este lugar se utiliza todavía como puerto.
—Quizá se trate de algún otro cargamento de héroes trayendo más vellocino —dijo Ellen—. ¿Qué harán con tanta lana, me pregunto?
—Lo importante no es el vellocino —replicó Peluca Roja—, sino el hecho de conseguirlo. Todo buen narrador lo ha sabido siempre. Con esa lana las mujeres pueden confeccionar maravillas. Ya están acostumbradas a recoger los restos después de cada expedición.
—No iría bien con tu pelo, querida.
—Ni con el tuyo, niña.
—Podría cambiarlo. No tan fácilmente como tú, por supuesto…
—Al otro lado del camino —las interrumpí, alzando la voz— están las ruinas de una iglesia bizantina, los Epíscopi, cuya restauración tengo ya prevista para dentro de dos años. Es el emplazamiento tradicional de las bodas de Peleo, otro de los Argonautas, y la ninfa Tetis. ¿Conocéis ya la historia de esa boda? Invitaron a todo el mundo menos a la diosa de la discordia, que no obstante acudió y arrojó allí en medio una manzana de oro con la inscripción: «A la más hermosa». Paris juzgó que el calificativo debía atribuirse a Afrodita, y así quedó sellado el destino de Troya. La última vez que alguien vio a Paris no estaba lo que se dice radiante de felicidad. ¡Ah, las decisiones! Como a menudo me habéis oído afirmar, esta tierra está plagada de mitos.
—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? —preguntó Ellen.
—Me gustaría que nos quedáramos un par de días más en Makrynitsa —respondí—. Luego continuaremos hacia el norte. Así que seguiremos todavía una semana en Grecia, y después nos trasladaremos a Roma.
—No —dijo Myshtigo, que todo aquel tiempo había permanecido sentado en una roca dictándole cosas a su aparato mientras contemplaba el mar—. No, el viaje ha concluido. Ésta es la última parada.
—¿Cómo es eso?
—Ya estoy satisfecho, y ahora deseo volver a casa.
—¿Qué será de su libro?
—Tengo ya la historia que necesito.
—¿Qué clase de historia?
—Le mandaré un ejemplar firmado cuando se publique. Mi tiempo es precioso, y ya he reunido todo el material que quería, o al menos el indispensable. He llamado a Port-au-Prince esta mañana, y para la noche me habrán enviado un «Skimmer». Ustedes sigan adelante y hagan lo que les plazca, pero yo he terminado.
—¿Algo va mal?
—No, no, todo va bien. Pero ha llegado para mí el momento de regresar. Tengo mucho que hacer.
Se puso en pie y estiró sus miembros.
—He de ocuparme del equipaje, discúlpenme si les dejo ahora. De verdad que es hermoso su país, Conrad, a pesar de todo. Les veré en la cena.
Giró sobre sus talones y echó a andar cuesta abajo.
Me adelanté unos pocos pasos en la misma dirección.
—¿Qué habrá motivado su decisión? —pensé en voz alta.
Oí ruido de pisadas.
—Se está muriendo —dijo George, suavemente.
Mi hijo Jasón, cuya llegada precedió en varios días a la nuestra, no era ya de este mundo. Según me informaron los vecinos, la noche pasada había partido hacia el Hades. Todos vieron salir al patriarca a lomos de un sabueso de ojos de fuego, que había derribado su puerta, desapareciendo ambos en la noche.
Mis parientes querían que fuese a comer con ellos. Dos Santos aún descansaba, y George, que había tratado sus heridas, no juzgó necesario hospitalizarle en Atenas.
Siempre es agradable volver a casa.
Bajé hasta la plaza y pasé la tarde charlando con mis descendientes. ¿De qué podía hablarles? ¿De Taler, de Haití, de Atenas? Les hablé de todo. ¿Y ellos? ¿De los dos últimos decenios en Makrynitsa? Ídem.
Recogí unas flores y las llevé al cementerio. Me quedé allí un rato. Luego fui a casa de Jasón y reparé su puerta con algunas herramientas que encontré en el cobertizo. Topé con una botella de su vino y me la bebí toda. Me fumé también un cigarro. Para redondearlo todo, acabé con un buen café que me hice allí mismo.
La verdad es que aún me sentía deprimido.
No sabía qué pensar de todo el asunto.
Aunque George sí sabía de qué iba la cosa tratándose de enfermedades, y había dicho que el vegano presentaba síntomas inconfundibles de un desorden neurológico del tipo e. t. Incurable. Mortal de necesidad.
Y ni siquiera se podía culpar de nada a Hasán. «Etiología desconocida», fue el diagnóstico de George.
Así que tenía que revisarlo todo de nuevo.
George supo lo de Myshtigo desde el principio, desde el día de la recepción. ¿Qué le puso sobre aviso?
Phil, sin duda: al pedirle que observara al vegano y se fijara si mostraba síntomas de una enfermedad mortal.
¿Por qué?
Bueno, no lo había dicho, y ahora ya no podía preguntárselo.
Esto me planteaba un problema.
O Myshtigo había terminado verdaderamente su trabajo, o no le quedaba tiempo para ello. Él decía que lo había terminado. Si no era cierto, entonces yo había estado protegiendo todo el tiempo a un muerto, es decir, lo había protegido en vano. Y, si de veras había concluido su tarea, me era preciso averiguar a toda costa los resultados para poder tomar una rapidísima decisión sobre lo que le quedaba de vida.
La cena no me sirvió de mucha ayuda. Myshtigo dijo sólo lo que quiso decir, y eludió responder claramente a nuestras preguntas, cuando no hizo caso omiso de ellas. Así que, tan pronto como acabamos el café, Peluca Roja y yo dejamos allí a los demás y salimos a fumar un cigarrillo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—No sé. Creí que tú quizá lo supieras.
—No. ¿Qué hacemos ahora?
—¿A ti qué te parece?
—¿Le matamos?
—Tal vez. Pero primero dime por qué.
—Lo ha terminado.
—¿El qué? ¿Qué es lo que ha terminado?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¡Maldición! ¡Soy yo quien debo saberlo! Cuando mato a alguien me gusta saber por qué lo hago. Soy así de caprichoso.
—¿Caprichoso? Ya lo creo. Y mucho. Es obvio, ¿no? Los veganos quieren volver a comprar. Me refiero a la Tierra, él vuelve con un informe sobre los lugares que les interesan.
—Entonces, ¿por qué no los ha visitado todos? ¿Por qué se conforma con haber visto Egipto y Grecia? Arenas, rocas, jungla y monstruos variados… Eso es todo lo que ha visto. No creo que sea como para dar muchos ánimos a la clientela eventual.
—Quizá se haya asustado y aprecie la suerte de estar vivo. Podía haberle devorado un boadilo o un curete. Ahora huye.
—Bien. Déjale huir. Y que entregue un mal informe.
—No, no puede hacerlo. Si realmente la Tierra les interesa, no se contentarán con algo tan esquemático. Enviarán a otro, alguien más fuerte, para completar el trabajo. En cambio, si matamos a Myshtigo sabrán que todavía estamos aquí, que protestamos, que tendrán guerra si la quieren.
—No, no es miedo de perder la vida lo que tiene —dije pensativo.
—¿No? ¿Qué es entonces?
—No lo sé. Pero tengo que averiguarlo.
—¿Cómo?
—Creo que se lo preguntaré a él mismo.
—¡Eres un lunático! —dijo, con un gesto de rechazo.
—Ha de ser a mi manera o de ninguna.
—De cualquier modo, entonces. ¡Qué más da! Ya hemos perdido la guerra.
La así por los hombros y la besé en el cuello.
—Aún no. Ya lo verás.
No por eso se ablandó.
—Vete a casa —dijo—. Es tarde, demasiado tarde.
Seguí su consejo y regresé al viejo caserón de Iakov Korones, donde Myshtigo y yo nos alojábamos y donde antes se había hospedado también Phil.
Me detuve allí, en la habitación de la muerte, en la estancia donde Phil durmió por última vez. Su Prometeo liberado reposaba aún sobre el escritorio, junto a una botella vacía. Cuando me llamó por radio, estando yo en Egipto, había aludido a su posible óbito y dijo que había sufrido un ataque. Debió de pasarlo muy mal. En un caso así, iba con el carácter de Phil dejar un mensaje para su viejo amigo.
Abrí, pues, la endeble epopeya de Percy B., y miré entre sus páginas.
Estaba al final del libro, en los espacios que quedaban en blanco. Y en griego. No en griego moderno, sino clásico.
Venía a decir más o menos esto:
Querido amigo:
Aunque detesto escribir algo que no podré retocar, siento que debo despachar este asunto con prontitud. No me encuentro bien. George quiere que salga cuanto antes para Atenas. Lo haré mañana. Pero primero es preciso aclarar ciertas cosas…
Saca al vegano de la Tierra, vivo, cueste lo que cueste.
Es importante.
Es lo más importante del mundo.
He tenido miedo de decírtelo antes, porque pensaba que Myshtigo podía ser un telépata. Por eso tampoco quise acompañaros durante todo vuestro recorrido, aunque me hubiera gustado muchísimo hacerlo. Fingí odiarle para poder estar alejado de él el mayor tiempo posible. Sólo cuando logré, por fin, obtener confirmación de que no era un telépata, decidí unirme a vosotros.
Al ver que Dos Santos, Diane y Hasán formaban parte del grupo, sospeché que la Radpol quería su cabeza. Si era un telépata, me figuré que no tardaría en descubrir tales propósitos y que haría todo lo necesario para evitar el peligro. Si no lo era, aún tenía yo fe en tu habilidad para defenderle contra cualquier amenaza, incluido Hasán. Pero no quería que él se enterara de lo que yo sabía. A pesar de todo, intenté ponerte sobre aviso; no sé si lo recordarás.
Tatram Yshtigo, su abuelo, es una de las personas más nobles y maravillosas que conozco. Filósofo, gran escritor, administrador altruista de toda clase de servicios al público. Tuve un primer encuentro con él durante mi estancia en Taler, hace treinta y tantos años, y posteriormente llegamos a ser íntimos amigos. Desde entonces hemos estado siempre en contacto el uno con el otro. Ya desde aquella primera entrevista, tanto tiempo atrás, me advirtió de los planes de la Confederación Vegana para disponer de la Tierra. Me hizo jurar que guardaría el secreto. Ni siquiera Cort puede saber que estoy al corriente. Sería desastroso para el anciano y su reputación, si el asunto llegara a hacerse público antes de tiempo.
Los veganos se hallan en situación muy embarazosa. Nuestros expatriados han impuesto prácticamente su propia dependencia económica y cultural a la sociedad de Vega. Por otra parte, durante los días de la Rebelión de la Radpol, los veganos se percataron —¡y de qué manera!— de la existencia aquí de una población indígena que cuenta con una poderosa organización propia y cuyo objetivo es la restauración de nuestro planeta. También ellos querrían que esto sucediera. No desean poseer la Tierra. ¿Para qué? Si su intención fuera explotar a los terráqueos, hay muchos más en Taler que aquí mismo en la Tierra… y no los están explotando; al menos, no masivamente o con malicia. Lo que pasa es que nuestros propios congéneres prefieren cualquier clase de trabajo allí, aun en condiciones de explotación, antes que volver a la Tierra. Nadie desea regresar. Por eso yo abandoné el movimiento. Y por el mismo motivo tú también, creo. Los veganos quieren quitarse de encima, con toda razón, este problema de los expatriados y su planeta de origen. Aunque, lógicamente, desean continuar visitándolo. Es instructivo, aleccionador, un toque de atención para el espíritu demasiado soberbio —y ciertamente aterrador para ellos—, el venir aquí y comprobar por sí mismos lo que puede llegar a hacerse con un mundo.
Por su bien, pues, había que encontrar un medio de pactar de alguna manera con nuestro gobierno exiliado en Taler. La dificultad residía en que a los taleritas no les entusiasmaba renunciar a su única razón de recaudar impuestos y de existir: el Departamento.
Tras arduas negociaciones, no obstante, y no pocos alicientes económicas, amén de ofrecer a nuestros compatriotas la ciudadanía vegana con plenos derechos, todo parecía indicar que se había encontrado el camino. La realización del plan se encomendó a la familia Shtigo, en especial a Tatram.
Éste creyó haber hallado por fin un modo de devolver a la Tierra su carácter autónomo, preservando al mismo tiempo su integridad cultural. Por eso envió a su nieto Cort en viaje de «inspección». Cort es un ser extraño. Su verdadero talento es el de actor, cualidad que todos los Shtigo poseen en grado notable, y le encantan las actitudes ficticias. En el caso presente, estoy seguro de que anhelaba representar el papel de «forastero misterioso», y sin duda lo hizo con la habilidad y eficiencia que le caracterizan. (Tatram me dijo también que éste sería el último papel de Cort. Se halla aquejado de una enfermedad llamada drinfan, que es incurable; a mi juicio, le escogieron precisamente por eso.)
Créeme, Konstantin Karaghiosis Korones Nomikós (y todo lo demás que no recuerdo), Conrad, cuando te aseguro que su cometido no era el de allanar el camino a una futura especulación de nuestro suelo. No lo era.
Pero permíteme también un último gesto al estilo de Byron. Acepta mi palabra de que debe vivir, y ayúdame a guardar mi promesa y mi secreto. No te arrepentirás de haberlo hecho, cuando lo sepas todo.
Siento tener que dejar tu oda sin terminar, y ¡vete al diablo por no haberme devuelto mi Lara, aquella vez en Kerch!
PHIL
Muy bien. La decisión era clara: vida, y no muerte, para el vegano. Phil había hablado y yo no dudaba de sus declaraciones.
Volví a la mesa de Mikar Korones y me quedé allí con Myshtigo hasta que este último se dispuso a partir. Le acompañé a casa de Iakov Korones, donde acabó de empaquetar algunas cosas en mi presencia. Durante todo este tiempo apenas llegamos a intercambiar seis palabras.
Le ayudé a trasladar sus cosas al lugar donde debía aterrizar el «Skimmer», frente a la casa. Antes que los demás (Hasán incluido) vinieran a despedirle, volvióse hacia mí y me preguntó:
—Dígame, Conrad, ¿por qué están echando abajo la pirámide?
—Para incordiar a los veganos —contesté—. Para que se enteren bien de que, si quieren apoderarse de este planeta y llegan a conseguirlo, lo encontrarán en peor estado del que lo dejamos después de los Tres Días. No quedaría nada digno de verse. Quemaríamos hasta el último resto de nuestra historia. No obtendrían ni las migajas.
El aire que escapaba del fondo de sus pulmones salió en forma de silbido agudo…, el equivalente vegano de un suspiro.
—Muy loable, no hay duda —dijo—, pero tenía tantos deseos de ver la pirámide… ¿Cree usted que serán capaces de montarla de nuevo? ¿Pronto, tal vez?
—¿Qué es lo que imagina?
—Observé cómo sus hombres numeraban muchas de las piezas.
Me encogí de hombros.
—Si me lo permite —añadió—, sólo me queda una pregunta seria por hacerle… Respecto a su gusto por la destrucción.
—¿De qué se trata?
—¿De veras creen que eso es un arte?
—¡Váyase al infierno!
En aquel momento llegaron los demás. Moví disimuladamente la cabeza a ambos lados, mirando a Diane, y cogí a Hasán amistosamente por la muñeca, sosteniéndosela el tiempo suficiente para arrancarle la diminuta aguja que llevaba escondida en la palma de la mano. Luego no le impedí que con ésta abrazara al vegano amistosamente.
El «Skimmer» surgió de entre la oscuridad del cielo y descendió suavemente, ensordeciéndonos por un instante con el ruido de sus motores. Acompañé a Myshtigo a bordo, me ocupé personalmente de cargar su equipaje y cerré yo mismo la portezuela.
Despegó sin problemas, desapareciendo de nuestra vista en cosa de minutos.
Fin de una expedición inútil.
Volví a casa y me cambié de ropa.
El próximo paso era incinerar a un amigo.
Destacándose en la noche como un coloso, mi zigurat de troncos guardaba celosamente lo que quedaba del poeta, de mi amigo. Encendí una antorcha y apagué la lámpara eléctrica. Hasán estaba de pie a mi lado. Me había ayudado a trasladar el cadáver en un carro, haciéndose cargo de las riendas. Yo había construido la pira entre los cipreses de la colina que se erguía sobre Volos al lado mismo de las ruinas de la iglesia que mencioné antes. Las aguas de la bahía aparecían en calma. El cielo era claro y brillaban las estrellas.
Dos Santos, que no era partidario de incineraciones, había decidido no asistir, y encontró una buena excusa en las molestias que le causaban sus heridas. Diane, como era de rigor, se quedó con él en Makrynitsa. Desde nuestra última conversación no me había dirigido la palabra.
Ellen y George tomaron asiento en la cama del carro, que habíamos dejado al pie de un gran ciprés, y observaban la escena cogidos de la mano. Aparte de Hasán y yo, eran los únicos presentes. A Phil no le hubiera gustado ver a mis parientes actuando de plañideras. Una vez, aludiendo a sus honras fúnebres, me dijo que quería algo grande, fulgurante, rápido y sin música.
Apliqué la antorcha a uno de los bordes de la pira. La llama mordió en el leño y, lentamente, comenzó a devorarlo. Hasán encendió otra antorcha, la introdujo por la base, dio unos pasos atrás y se quedó absorto en la contemplación del fuego.
Mientras las llamas escalaban inexorables el túmulo, recité las viejas plegarias y derramé vino en el suelo. Arrojé después unas cuantas hierbas aromáticas en el centro de la hoguera y, finalmente, yo también me retiré.
—«Quienquiera que fueras, la muerte ha reclamado de ti también su tributo —dije, dirigiéndome a sus restos—. Con ella te has ido a contemplar la húmeda flor que crece a orillas del Aqueronte y lucha por abrirse camino entre las sombras infernales». Si hubieras muerto joven, tu tránsito habría sido llorado como la destrucción de un gran talento antes de llegar a su plenitud. Pero has vivido, y eso no pueden decirlo ahora. Algunos escogieron una vida corta y suprema ante los muros de su Troya, otros una larga y menos agitada. ¿Quién se atreverá a decir cuál de ambas cosas fue mejor? Los dioses mantuvieron su promesa de perpetuar la fama de Aquiles, inspirando al poeta un himno inmortal. ¿Pero es por ello más feliz ahora en el reino de las tinieblas, muerto como tú? No soy yo quién para juzgarte, viejo amigo. Aunque tu astro brillara menos, aún recuerdo alguna de las palabras con que tú también cantaste al más fuerte de los argivos y a un siglo en que la Parca arrebataba las vidas en flor: «Crudos desengaños hacen estragos en este lugar donde tantos hombres se han reunido: amenaza de suspiros en el riesgo de los tiempos… Mas las cenizas no vuelven a convertirse en árboles. La música invisible de la llama transforma el aire en calor, pero el día ya se fue».
Adiós, Phillip Graber. Quieran Febo y Dionisio, que aman y matan a sus poetas, interceder por ti ante el Gran Hades, su tenebroso hermano. Y que Perséfone, Reina de la Noche, mire hacia ti con ojos favorables y te conceda un alto lugar en el Elíseo. Adiós.
Las llamas ya casi habían alcanzado la cumbre.
Vi entonces a Jasón, de pie junto a la carreta, con Bortán sentado a su lado. Me aparté aún más de la pira. Bortán vino hacia mí y se sentó a mi derecha. Me lamió la mano, una sola vez.
—Ya hemos perdido a otro de los nuestros, gran cazador —le dije.
Asintió con su enorme y magnífica cabeza.
Las llamas habían llegado a la cima y empezaban a dar dentelladas en la noche. Suaves aromas perfumaban el aire, donde sólo se oía el crepitar del fuego.
Jasón se me acercó.
—Padre —dijo—, me llevó hasta el lugar de las rocas ardientes, pero ya os habíais ido de allí.
Asentí.
—Un amigo no humano nos liberó, permitiéndonos huir de aquel sitio. Antes que eso este hombre, Hasán, destruyó al Hombre Muerto. De modo que tus sueños, hasta ahora, han resultado ser al mismo tiempo verdaderos y falsos.
—Él es el guerrero de ojos amarillos que contemplé en mi sueño.
—Ya lo sé, pero esa parte también ha pasado ya.
—¿Y de la Bestia Negra?
—No hemos oído ni un simple bufido.
—Bien.
Seguimos observando las llamas durante un buen rato, un largo rato, mientras la noche se recogía dentro de sí misma. En ciertos momentos, vimos a Bortán empinar las orejas y olfatear el aire. George y Ellen no se habían movido de su puesto. Hasán contemplaba el fuego con ojos extraños, vacíos de expresión.
—¿Qué harás ahora, Hasán? —le pregunté.
—Regresaré al monte Sindjar —dijo—, por algún tiempo.
—¿Y luego?
Se encogió de hombros.
—Lo que esté escrito —replicó.
Un fragor espantoso se oyó en aquel instante, como los gruñidos de un gigante idiota acompañados de un estrépito de árboles rotos.
Bortán se irguió inmediatamente sobre sus patas y aulló. Los asnos del carro se movieron inquietos, y uno de ellos emitió un breve rebuzno que no llegó a consumarse.
Jasón apretó con mano crispada el puntiagudo palo que había sacado de la pira y se quedó rígido.
De pronto surgió de un salto ante nosotros, allí en el claro. Fea, descomunal, y todo cuanto habían dicho de ella.
La Devoradora de Hombres…
El Monstruo que hacía temblar la Tierra…
La Poderosa, la Maligna…
La Bestia Negra de Tesalia.
Por fin, alguien podría describirla con conocimiento de causa. Si vivía para contarlo…
Debió de atraerla hacia nosotros el olor a carne quemada.
Y era grande, sí. Del tamaño de un elefante, por lo menos.
¿Cuál fue el cuarto trabajo de Hércules?
Ah, sí, el oso salvaje de Arcadia.
¡Cómo me habría gustado entonces que estuviese entre nosotros, para ayudarnos!
Un enorme cerdo, diría yo… O un rorcual, con largos colmillos como los brazos de un hombre… Ojos de puerco, diminutos y negros, que danzaban con expresión salvaje a la luz de las llamas.
Al penetrar en el claro, derribó unos cuantos árboles.
Hasán extrajo rápidamente de la hoguera un tizón y lo lanzó como un dardo al hocico de la fiera, clavándole en él la punta llameante. Con un brinco, se apartó en seguida. Los chillidos del monstruo eran espeluznantes.
Vaciló un momento, lo que me dio tiempo de arrebatarle el palo a Jasón.
Me abalancé sobre el animal y le acerté en el ojo izquierdo.
Volvió a tambalearse, rugiendo y chillando al mismo tiempo, con sonidos semejantes a los de un líquido que se desborda de una caldera hirviente.
… Y Bortán ya estaba encima, desgarrándole el lomo con sus poderosos dientes.
Aún le clavé la estaca dos veces en la garganta, pero no hizo más que arañársela. La Bestia forcejeó, sacudiendo brutalmente sus heridos lomos, hasta lograr por fin liberarse de Bortán, que salió despedido.
Hasán había vuelto a mi lado y blandía un nuevo tizón.
La Bestia se precipitó hacia nosotros.
Desde algún rincón, George vació la carga de una automática en el cuerpo del monstruo. Hasán le arrojó el ascua. Bortán volvió a saltar sobre él, por el lado ciego.
Todo esto la hizo vacilar de nuevo, desviando su embestida hacia el carro, a donde fue a estrellarse, matando instantáneamente a los dos asnos.
Corrí entonces hacia ella y le arrojé mi improvisada jabalina a las patas delanteras.
La estaca se partió en dos al chocar contra su pata izquierda.
Bortán seguía mordiéndola con furia, y sus gruñidos eran un tronar incesante. Cada vez que la Bestia sacudía la cabeza, intentando alcanzarle con los colmillos, el perro soltaba momentáneamente su presa, se encogía hacia atrás, y volvía de nuevo al ataque.
Estoy seguro de que mi harpón de acero no se habría roto como la estaca. Pero se había quedado a bordo del «Vanitie»…
Hasán y yo nos acercamos en círculo al animal, esgrimiendo sendos tizones; los más largos que pudimos encontrar. Lo azuzábamos continuamente con ellos, para obligarle a seguir dando vueltas en el mismo lugar. Bortán buscaba su garganta, pero la Bestia mantenía baja la cabeza. Uno de sus ojos giraba alocado y el otro sangraba, mientras sus colmillos cortaban el aire, como espadas, golpeando ciegamente en todas direcciones. Sus hendidas pezuñas abrían grandes hoyos en el suelo al girar furiosamente, mientras intentaba matarnos a todos a la vez, allí mismo, a la pálida e intermitente luz de las llamas.
Por fin se detuvo, y, volvióse con rapidez, demasiada para algo tan grande…, la parte delantera de su lomo golpeó como un mazo el costado de Bortán, lanzando a éste a tres o cuatro metros de distancia del lugar donde yo me encontraba. Hasán pinchó a la Bestia en el dorso con el tizón, y luego trató de introducírselo por el ojo sano. Pero falló.
El monstruo hizo entonces un movimiento amenazador hacia Bortán apenas repuesto de la caída. Los colmillos brillaban con siniestros destellos al hundirse más la cabeza, presta a embestir.
Arrojé el palo y me abalancé frenético sobre la Bestia, que arremetía ya contra mi perro. Los colmillos rozaban la tierra, a punto de clavarse en su víctima.
Los así con ambas manos y tiré de ellos bruscamente arrastrando la enorme cabeza casi hasta el suelo. Nada sería capaz de contener la inminente reacción de aquella masa enfurecida, pensé al cargar toda mi fuerza sobre ella.
Lo intenté, no obstante. Y de algún modo debí lograrlo, aunque sólo por un segundo…
Al menos, mientras era lanzado al aire, con las manos laceradas y cubiertas de sangre, pude ver que Bortán retrocedía y conseguía escapar.
La caída me dejó aturdido, pues la Bestia me había arrojado a gran altura y lejos. Fue entonces cuando oí aquel terrible gruñido de cerdo enloquecido. Hasán también gritó, y de la poderosa garganta de Bortán salió una vez más su ronco aullido de batalla.
Y el rojo rayo de Zeus cayó dos veces del cielo…
Y todo quedó en silencio.
Lenta y penosamente me puse en pie.
Hasán parecía una estatua junto a la pira ardiente, con su tizón aún en la mano, en posición de lanzarlo.
Bortán olfateaba inquieto la trémula montaña de carne.
Allí, al pie del gran ciprés, junto a uno de los asnos muertos, estaba Cassandra, apoyando su espalda en el tronco del árbol. Llevaba pantalones de cuero y una blusa de lana azul. Una débil sonrisa afloraba a sus labios, y sus manos sostenían, todavía con restos de humo, mi fusil para elefantes.
—¡Cassandra!
Dejó caer el arma, y entonces me di cuenta de su extrema palidez. Pero casi antes de que el fusil tocara el suelo, la estrechaba ya entre mis brazos.
—Más tarde te preguntaré montones de cosas —le dije—. Ahora no. Ahora nada. Sentémonos aquí, junto a este árbol, mientras se consume el fuego.
Y así lo hicimos.
Un mes después, me enteré de que Dos Santos había sido expulsado de la Radpol. De entonces acá, nada se ha sabido de él ni de Diane. Se rumorea que abandonaron el Retornismo y se fueron a vivir a Taler. Espero que no sea cierto, dados los acontecimientos que han ocurrido estos últimos cinco días. Nunca llegué a conocer toda la historia de Peluca Roja, y supongo que ya no tendré ocasión de averiguarla. Si uno confía en alguien, quiero decir: si confía de veras, si realmente ese alguien le importa algo, como ella decía que yo le importaba, parecería normal no dejarle hasta cerciorarse de si tenía o no razón en el último punto de litigio mutuo. Ella, con todo, no lo hizo así, y dudo que ahora sienta por ello algún arrepentimiento.
Sea lo que fuere, no creo que jamás la vuelva a ver.
Poco después de la conmoción habida en las altas esferas de la Radpol, Hasán regresó del monte Sindjar, se quedó algún tiempo en Port-au-Prince, compróse luego una pequeña embarcación y, una mañana, se hizo a la mar sin decir a nadie adiós ni dejar la más leve indicación respecto a su destino. Todos supusimos que había encontrado un nuevo empleo en alguna parte. Al cabo de unos cuantos días, sin embargo, hubo un tifón por aquella zona, y en Trinidad oí rumores de que su barco se había estrellado contra la costa del Brasil y que Hasán había encontrado allí la muerte a manos de las tribus salvajes que infestaban aquellos lugares. Traté de comprobar la veracidad de estos hechos, sin conseguirlo.
Dos meses más tarde, no obstante, Ricardo Bonaventura, presidente de la Alianza contra el Progreso, rama escindida de la Radpol que había perdido el favor de Atenas, moría de un ataque de apoplejía durante una asamblea del Partido. Corrieron voces de que se habían hallado ciertos restos de veneno procedente de conejos de Divbán en las anchoas (una combinación fulminante, me aseguró George), y al día siguiente el nuevo capitán de la Guardia del Palacio desapareció misteriosamente junto con un «Skimmer» y las actas de las tres últimas sesiones secretas de la AP (amén del contenido de una pequeña caja de caudales adosada a la pared del salón). Algún testigo ocular de la huida lo describió como un hombre fornido, de ojos amarillos, con un ligero toque oriental en sus facciones.
Jasón sigue pastoreando sus ovejas multípodas en los altos parajes, «donde los dedos de Aurora vienen antes que en ninguna otra parte a sembrar el cielo de rosas», y sin duda sigue también corrompiendo a la juventud con sus cantos.
Ellen vuelve a estar encinta, toda ella delicadeza y redondez, y no habla con nadie más que con George. Éste quiere probar a toda costa un nuevo e imaginativo método de intervención quirúrgica en el feto —ahora, dice, antes de que sea demasiado tarde— y convertir a su próximo retoño en un ser anfibio, capaz de respirar lo mismo en el aire que en el agua. El motivo, según él, es todo ese gran territorio virgen bajo el océano, que sus descendientes podrán así explorar, permitiéndole a él ser el padre de una nueva raza y escribir un interesante libro sobre el tema, etcétera. A Ellen no se le ve muy entusiasmada con la idea, por lo que me parece que los océanos van a permanecer todavía vírgenes algún tiempo más.
Oh, sí, me llevé a George a Capistrano en la época apropiada para observar el regreso de los murciélagos-araña. Realmente era impresionante verlos «oscureciendo el cielo con su vuelo, anidando entre las ruinas del modo en que lo hacen, devorando jabalíes, depositando sus excrementos verdes en las calles». Lorel guarda horas y horas de todo ello, en color tridimensional, y lo exhibe en cada fiesta del Departamento siempre que puede. Es una especie de documento histórico, por hallarse los murciélagos-araña en vías de extinción. Fiel a su palabra, George provocó entre ellos una epidemia de slishi, y ahora parece que están cayendo como moscas. Aquí mismo, la semana pasada, una de esas bestias cayó en mitad de la calle haciendo ¡plaf!, cuando me dirigía a casa de Mamá Julie con una botella de ron y una caja de bombones. Ya estaba bien muerto antes de tocar el suelo. Los slishi son muy insidiosos. El pobre murciélago-araña no tiene idea de lo que se cuece; va volando feliz, buscando a alguien a quien comerse, y de repente, ¡zas!, algo le deja turulato. Y lo mismo cae en medio de un guateque al aire libre que en la piscina de tu vecino.
He decidido no abandonar por ahora el Departamento. Aunque tendré que crear alguna especie de junta parlamentaria después de fundar un partido de oposición a la Radpol… Restin —es decir, «Restauradores Independientes» o algo así— podría ser su nombre.
Bravo por las simpáticas fuerzas de la destrucción definitiva… Precisamente las necesitábamos aquí, entre las ruinas.
Y Cassandra, mi princesa, mi ángel, la dama de mis amores… Le gusto incluso sin las fungosidades. La noche que pasé en el Valle del Sueño acabó con ellas.
Cassandra, claro está, era aquel cargamento de héroes que Hasán vio el día de la excursión a Pagases. Pero nada de vellocinos de oro, sólo mi armamento y demás enseres. Sí, era el «Golden Vanitie» que yo había construido con mis propias manos. Yo, sí. Tan fuerte que hasta resistió los tsunami de aquel 9,6 en la escala de Richter. Se hallaba en alta mar, con Cassandra a bordo, cuando Kos se fue a pique en el océano. Luego ella se dirigió a Volos, porque sabía que Makrynitsa estaba lleno de parientes míos. Y qué suerte la nuestra, sí, qué suerte tan grande que Cassandra tuviera una de esas «sensaciones», tan típicas suyas, de que yo estaba en peligro y se trajera consigo toda la artillería pesada. (¡Qué suerte también que la supiera usar!) En adelante deberé tomar más en serio sus presentimientos.
Me he comprado una casita tranquila al otro extremo de Haití, el extremo opuesto a Port-au-Prince. Sólo está a quince minutos de vuelo de allí, en «Skimmer», y dispone de una amplia y magnífica playa rodeada de jungla. Tiene que mediar una distancia prudencial, por ejemplo la de toda la isla, entre mí y la civilización, a causa de mis problemas… digamos de caza. El otro día, sin más, cuando mis apoderados se dejaron caer por allí, se ve que no entendieron el letrero: CUIDADO CON EL PERRO. Ahora ya lo entienden. El que quedó para el arrastre no me va a perseguir por daños y perjuicios, y George lo dejará como nuevo en cosa de nada. Los otros no sufrieron tantos desperfectos.
¡Y menos mal que yo andaba por allí cerca!
Así que aquí estoy, en situación extraordinaria, como de ordinario.
Todo el planeta Tierra ha sido comprado al gobierno talerita por el numeroso y adinerado clan de los Shtigo. De todas maneras, la mayoría de los expatriados deseaban ser ciudadanos veganos más que seguir trabajando en la Confederación como extranjeros y a la sombra del ex gobierno de Taler. Esto se iba ya gestando desde hacía tiempo, por lo que disponer de la Tierra era ya sólo cuestión de encontrar el mejor postor… Evidentemente, nuestro régimen de exiliados perdió su única razón de ser a partir del momento en que este asunto de la ciudadanía comenzó a abrirse camino. Aún podían justificar su existencia mientras hubiera terráqueos allí, pero ahora todos son veganos sin capacidad de voto. ¡Y no seremos nosotros, ciertamente, quienes vamos a votarles!
De ahí que se pusiera en venta un buen lote… y los únicos postores fueron los Shtigo.
Con todo, el viejo y prudente Tatram cuidó bien de que los miembros del clan Shtigo no se convirtieran en propietarios de la Tierra. Toda la adquisición se hizo a nombre de su nieto, el difunto Cort Myshtigo.
Y Myshtigo dejó su correspondiente «documento de distribución», o, traducido del vegano, sus últimas voluntades y testamento…
… en el cual se me citaba a mí.
O sea… Vamos, que he heredado un planeta.
La Tierra, para ser exacto.
Mmm…
¡Demonios, no lo quiero! Es decir… Bueno, me lo quedaré algún tiempo, qué remedio, pero tendré que encontrar alguna solución.
La culpa la tienen esos malditos Vite-Stats y esos otros cuatro monstruos de pensar que el viejo Tatram utilizó. Andaba buscando un administrador local que retuviera la Tierra en usufructo por algún tiempo, cediendo luego la propiedad a un gobierno residencial representativo, una vez que las cosas empezaran a funcionar. Buscaba a alguien que conociera un poco el terreno, que tuviera cualidades de administrador y que no sucumbiera a la tentación de quedarse con el pastel.
Entre otros, salió uno de mis nombres, y después un segundo, éste como «posiblemente aún en vida». A continuación se fueron al fichero y comprobaron mis datos personales, los confrontaron con los del otro individuo, añadiendo todavía más datos, y pronto la maquinita vomitó unos cuantos nombres más, todos ellos míos. Comenzó entonces a clasificar discrepancias y similitudes más o menos sugerentes, y, dale que dale, acabó arrojando respuestas cada vez más enigmáticas.
A todo esto Tatram ya había decidido que era preciso «vigilarme» de cerca.
Cort vino, pues, a escribir su libro.
En realidad quería comprobar si yo era Bueno, Honrado, Noble, Puro, Leal, Fiel, Fidedigno, Desprendido, Afable, Jovial, Seguro y Sin Ambición Personal.
Lo cual significa que era un cegato y un lunático, porque dijo:
—Sí, es todo eso.
Lo embauqué de maravilla.
Aunque quizás estuviera en lo cierto, al menos en lo de mi falta de ambición personal. Soy un perezoso irremediable y, desde luego, no me encandila la idea de pasar el resto de mis días curándome los dolores de cabeza provocados por las cuitas de una Tierra atormentada.
A pesar de todo, estoy dispuesto a hacer algunas concesiones en lo que toca a mi confort personal. Probablemente me contentaré con sólo seis meses de vacaciones.
Uno de los abogados (no el del arrastre, sino el del cabestrillo) me entregó una nota del Hombre Azul. Decía, en parte, lo siguiente:
Estimado Como-demonios-se-llame:
Reconozco que no es éste un modo muy ecuánime de comenzar una carta, por lo que en adelante respetaré sus deseos y le llamaré Conrad.
«Conrad», para estas fechas estará usted ya al tanto del verdadero carácter de mi visita. Creo haber hecho una buena elección al nombrarle heredero de la propiedad comúnmente designada como la Tierra. Su afecto por ella está fuera de toda duda: en su calidad de Karaghiosis, inspiró usted a otros hombres a defenderla con su sangre; ahora se dedica a restaurar sus monumentos y conservar sus obras de arte (por cierto, ¡una de las cláusulas de mi testamento es que vuelva usted a poner en su sitio la Gran Pirámide!), y su habilidad y resistencia, tanto física como mental, es realmente asombrosa.
También parece ser, entre lo que tenemos disponible, lo más cercano a un supervisor inmortal (daría lo imposible por saber su auténtica edad), y esto, unido a su elevado potencial de supervivencia, lo convierte a usted prácticamente en el único candidato. Si su peculiar metabolismo comenzara a fallarle, siempre puede recurrir a los tratamientos S-S para prolongar la ya larga cadena de sus días. (Aquí he estado a punto de decir «fraguar» o «fabricar», pero habría sido un tanto descortés, pese a que conozco muy bien su extraordinaria capacidad de inventiva. ¡Todos aquellos informes! Casi hizo enloquecer a los pobres Vite-Stats con tantas discrepancias. ¡Ahora están ya programados para no aceptar nunca más otro certificado griego de nacimiento como prueba de edad!)
Dejo, pues, la Tierra en manos del kallikanzaros. Según la leyenda, cometo en esto un grave error. Pero me arriesgo a creer que incluso es usted un kallikanzaros fraudulento, ya que únicamente destruye lo que intenta reconstruir después. Con toda probabilidad no es otro que el Gran Pan, que sólo simuló morir. Sea lo que fuere, dispondrá usted de fondos suficientes y materiales de equipo que le serán enviados éste mismo año, así como de toda una serie de formularios que le permitirán solicitar cuanto quiera de la Fundación Shtigo. De modo que «id, dad fruto, y multiplicaos», y heredad de nuevo la Tierra. Los Shtigo seguirán vigilándoles. Si necesitan ayuda, pídanla, y la obtendrán.
No tengo tiempo de escribir el libro que le prometí. Lo siento. De todos modos, aquí tiene usted mi autógrafo:
CORT MYSHTIGO
P.D. Aún no sé si aquello es arte. ¡Váyase el diablo usted!
Ahí está la clave del asunto.
¿Pan?
¡Las máquinas no hablan así!
O, al menos, espero que no…
La Tierra es una morada salvaje. Un lugar áspero y rocoso. Habrá que desbrozarla un poco, zona por zona, antes de que inventemos algo más efectivo para ponerla a punto.
Lo cual significa trabajo, muchísimo trabajo.
Lo cual quiere decir también que tendré que usar de todo el montaje ya existente en el Departamento y la organización de la Radpol, sólo para empezar.
Ahora mismo dudo de si he de suspender o no los viajes turísticos a las ruinas. Creo que los seguiré permitiendo, porque al fin tendremos algo bueno que enseñar. Siempre queda en el hombre ese elemento de curiosidad que lo impele a hacer un alto en el camino y echar un vistazo por el orificio de una valla tras la que se está construyendo algo.
Ahora también tenemos dinero y somos dueños auténticos de lo que nos pertenece, y en ello está la diferencia. Incluso el propio Retornismo quizá no haya muerto del todo. Si existe un programa vital de reconstrucción de la Tierra, tal vez se animen a volver algunos de nuestros «ex», o a alguno de los nuevos turistas le dé por quedarse.
Y si todos ellos quieren seguir siendo veganos, que lo sean. Nos gustaría que vinieran, pero no los necesitamos. De todas formas, tengo la impresión de que los que se nos van de aquí serán muchos menos cuando se den cuenta de que en este planeta también pueden salir adelante. Y nuestra población aumentará en proporción más que geométrica, sobre todo gracias al prolongado período de fertilidad que proporcionan los tratamientos S-S, hasta ahora tan costosos. Pienso socializarlos por completo. Y pondré a George a la cabeza de un programa de Sanidad Pública con clínicas en los territorios continentales, no sólo en las islas, y tratamientos S-S al alcance de todo el mundo.
Lo conseguiremos. Estoy harto de hacer de guardián de tumbas, y tampoco estoy dispuesto a pasarme toda esta temporada, hasta Pascua, aserrando el Árbol del Mundo, aunque sea uno de esos duendes de las tinieblas con cierta inclinación a armar jaleo. Cuando suenen las campanas, quiero poder decir: Alethós aneste (en verdad resucitó), en vez de tirar la sierra y echar a correr (ding-dong, las campanas; clic-clac, las pezuñas; etcétera). Llegó el tiempo de los buenos kallikanzaroi… Ya lo veréis.
Cassandra y yo tenemos en la Isla Mágica esa quinta que he dicho. A ella le gusta. Y a mí me gusta. Ha dejado de importarle mi edad indeterminada. De lo cual me alegro mucho.
Esta misma mañana, cuando yacíamos ambos en la playa y contemplábamos cómo el sol expulsaba de sus dominios a las estrellas, me volví hacia ella y mencioné la ingente tarea que teníamos por delante, con los consiguientes dolores de cabeza.
—No, no es así —replicó ella.
—No minimices lo que es un hecho inminente —dije—. Nos llevaría a la incompatibilidad.
—Nada de eso tampoco.
—Eres demasiado optimista, Cassandra.
—No. Antes te dije que caminabas hacia el peligro, y resultó cierto. Pero entonces no me creíste. Ahora, en cambio, siento que las cosas irán bien. Eso es todo.
—Pese a que reconozco tu exactitud en lo pasado, todavía me parece que subestimas lo que nos espera.
—¡Nunca crees lo que te digo!
—Claro que lo creo. Lo único que pasa es que esta vez te equivocas, querida.
Me dejó entonces para irse a nadar, mi loca sirena. La vi alejarse en las oscuras aguas. Al cabo de un rato volvió.
—De acuerdo —dijo sonriendo y sacudiéndose las gotas de agua que aún se adherían a su cabello—. Tienes toda la razón.
La así por el tobillo, atrayéndola hacia mí, y empecé a hacerle cosquillas.
—¡Para! ¡Estate quieto!
—¡Eh! ¡Te creo, Cassandra! ¡De veras! ¿Lo has oído? ¿Qué te parece? ¡No hay modo de que te equivoques!
—Eres un astuto y ladino kallikanz… ¡Ay!
Estaba preciosa junto al mar. Por eso la retuve allí, al frescor de la brisa, hasta que el día nos cercó por completo. Me sentía tan a gusto…
Y éste es un bonito lugar para terminar la historia, así que:
F I N