—Eres un kallikanzaros —dijo ella, inesperadamente.

Me volví del lado izquierdo y sonreí en la oscuridad.

—He dejado las pezuñas y los cuernos en la Oficina.

—Ya conoces la leyenda…

—Se titula Nomikós.

La busqué a tientas, la encontré.

—¿Vas a destruir el mundo esta vez?

Me eché a reír y la atraje hacia mí.

—Lo pensaré. Si ése es el único medio de que desaparezca la Tierra…

—Ya sabes que los niños nacidos aquí por Navidad tienen sangre de kallikanzaroi —me interrumpió ella—, y una vez me dijiste que tu cumpleaños…

—¡Ya lo sé!

Me llamaba la atención que estuviera bromeando sólo a medias. Conociendo algunas de las cosas con las que de vez en cuando se topa uno en los Antiguos Lugares, los Lugares Calientes, casi no cuesta trabajo creer en mitos… Como la historia de esos duendecillos que se asemejan a Pan y se reúnen cada primavera para pasarse diez días aserrando el Árbol del Mundo, siendo dispersados en el último momento por el sonido de las campanas de Pascua. (Ding-dong, las campanas; ñam-ñam, los dientes; clic-clac, las pezuñas, etc.) Cassandra y yo no solíamos hablar de religión, política o folklore en la cama, pero…, habiendo yo nacido en estos lugares, los recuerdos están todavía frescos en cierto modo.

—Me hieres —dije, no muy en serio.

—Tú también me haces daño…

—Perdona.

La solté de nuevo y me tomé un pequeño respiro.

Al cabo de un rato, continué:

—Hace mucho, cuando no era más que un muchacho, los demás chicos solían meterse conmigo y me llamaban «Konstantin Kallikanzaros». Al hacerme mayor y más feo, dejaron de molestarme. Por lo menos no me lo decían a la cara…

—¿Konstantin? ¿Te llamabas así? Ya decía yo…

—Ahora mi nombre es Conrad, así que olvídalo.

—Pero…, es que me gusta. Prefiero llamarte Konstantin en vez de Conrad.

—Si eso te hace feliz…

La luna asomó su desolado rostro por el antepecho de mi ventana, burlándose de mí. Al no poder alcanzar la luna, ni siquiera la ventana, miré hacia otra parte. La noche era fría, húmeda, neblinosa como lo es siempre aquí.

—El Comisario de Artes, Monumentos y Archivos para el planeta Tierra no se ha propuesto, ni mucho menos, echar abajo el Árbol del Mundo —dije con cierta aspereza.

—Kallikanzaros, cariño —se apresuró ella a responder—, no he querido decir eso. Pero cada año hay menos campanas, y no es siempre el deseo lo que cuenta. De alguna manera, tengo el presentimiento de que tú has de cambiar las cosas. Quizá…

—Te equivocas, Cassandra…

—Y tengo miedo, frío también.

Era maravillosa en la oscuridad, y la volví a tomar en mis brazos, como para protegerla de aquel rocío y aquella niebla tan densa…

Al tratar de reconstruir los acontecimientos de los últimos seis meses, me doy cuenta ahora de que, mientras nosotros levantábamos muros de pasión en torno a nuestro octubre y la isla de Kos, la Tierra había caído ya en manos de aquellos poderes aniquiladores de todos los Octubres. Dirigidas desde dentro y fuera, las fuerzas de la destrucción definitiva avanzaban ya, a paso de ganso, entre las ruinas… Implacables, sin rostro, con los brazos en alto. Cort Myshtigo aterrizó en Port-au-Prince tras un viaje en el «Autobús Solar Nueve», que le trajo desde Titán junto con todo un cargamento de camisas y zapatos, ropa interior, calcetines, vinos variados, medicinas y las últimas grabaciones de la civilización. Hombre rico e influyente, ese periodista galáctico. Hasta dónde llegaba su riqueza, tardaríamos muchas semanas en descubrirlo; hasta qué punto era influyente, me enteré sólo hace cinco días.

Paseando entre los abandonados olivares, abriéndonos camino por entre las ruinas de un castillo franco, o mezclando nuestras huellas con el rastro jeroglífico de las gaviotas, allí, en la arena húmeda de las playas de Kos, matábamos el tiempo mientras esperábamos un rescate que no podía llegar, que nunca, en realidad, debiéramos haber esperado.

El cabello de Cassandra es brillante y posee el color de los olivos de Katamara. Sus manos son suaves, sus dedos cortos, delicadamente ensamblados. Tiene los ojos muy negros. Sólo es unos diez centímetros más pequeña que yo, lo que confiere una gracia especial a su figura, teniendo en cuenta que yo paso del metro ochenta y cinco. Claro está que cualquier mujer resulta agraciada, distinguida y hermosa caminando a mi lado, puesto que yo no soy nada de eso: mi mejilla izquierda era por entonces un mapa de África pintado a todo color, por culpa de aquellas fungosidades que atrapé al contacto con una lona mohosa cuando volvía de desenterrar a Guggenheim para el viaje a Nueva York. Mi pelo se detiene a un dedo de las cejas, y mis ojos son desiguales (cuando quiero intimidar a las personas, les clavo la mirada utilizando el ojo derecho, azul y frío, reservando el otro, de color castaño, para las miradas «francas y honradas»). Además llevo una bota reforzada, debido a mi pierna derecha, más corta que su compañera.

Verdad es que Cassandra no necesita de contrastes. Es hermosa.

La encontré por casualidad, la perseguí desesperadamente, me casé con ella a la fuerza (esto último fue idea suya). En realidad, no era ése mi propósito, ni siquiera aquel día cuando atraqué mi caique en el puerto y la vi allí, tendida al sol como una sirena junto al plátano de Hipócrates, y decidí que la deseaba. Los kallikanzaroi nunca fuimos el tipo ideal para fundar familias. Cometí un error, una vez más.

Era aquélla una mañana clara. Iniciábamos nuestro tercer mes de vida en común. Era también mi último día en Kos… debido a una llamada recibida la tarde anterior. Todo rezumaba aún la humedad de la lluvia nocturna, y nos hallábamos sentados en el patio, bebiendo café turco y comiendo naranjas. El día comenzaba a infiltrarse por el mundo. Soplaba una brisa intermitente, húmeda, que nos ponía la carne de gallina bajo la negra armadura del suéter y disipaba el vapor de las tazas de café.

Rodos dactylos Aurora… —dijo ella, señalando.

—Sí —asentí—, es cierto que sus dedos son de color de rosa, y bellos.

—Disfrutémoslo.

—Sí. Disculpa.

Terminamos el café y seguimos allí, fumando.

—Estoy fastidiado —dije.

—Lo sé —replicó ella—, no te lo tomes tan a pecho.

—No puedo evitarlo. Tengo que irme y dejarte, y eso es lo que me fastidia.

—Sólo serán unas pocas semanas. Tú mismo lo has dicho. Luego volverás.

—Eso espero. Pero si la cosa se alarga enviaré por ti. Lo malo es que no sé por dónde andaré.

—¿Quién es Cort Myshtigo?

—Un actor vegano, periodista. Hombre importante. Quiere escribir sobre lo que ha quedado de la Tierra, y yo se lo tengo que enseñar. ¡Yo, personalmente! ¡Maldita sea!

—Alguien que se toma diez meses de vacaciones para darse a la vela no puede quejarse de exceso de trabajo.

—Yo puedo… y lo hago. Mi cargo debería ser una sinecura.

—¿Por qué?

—Principalmente porque yo lo dispuse así. Trabajé a conciencia durante veinte años para hacer de Artes, Monumentos y Archivos lo que es ahora, hasta el punto de que mis subordinados se bastaban ya para llevar por su cuenta casi todos los asuntos. A partir de entonces me dediqué a darme la buena vida, volviendo sólo de vez en cuando para firmar algún papel y haciendo lo que me daba la gana el resto del tiempo. Y ahora esto… ¡Esta humillación! ¡Obligar a todo un Comisario a que acompañe a un escritorzuelo de Vega en una gira para la que bastaría cualquier guía de segunda fila! ¡Ni que los veganos fueran dioses!

—Un momento, por favor —interrumpió ella—. ¿Has dicho veinte años? ¿Diez años?

Tocado. Sentí que se hundía algo bajo mis pies.

—Ni siquiera llegas a los treinta.

Me hundí más. Esperé. Empecé a recuperarme.

—Mmmm… Bueno… Hay algo que… Ya sabes cómo soy, no muy comunicativo… Algo de lo que no te he hablado nunca, no sé por qué… A propósito, ¿qué edad tienes tú, Cassandra?

—Veinte años.

—¡Oh! Bueno…, yo casi te los cuadruplico.

—No comprendo.

—Ni yo. Tampoco los médicos. Parece que me detuve, o algo así, entre los veinte y los treinta. ¡Y aquí estoy! Creo que… Bueno, debe de tener algo que ver con mi metabolismo particular. ¿Tiene alguna importancia para ti?

—No lo sé… Sí, creo que sí.

—No te importa mi cojera, ni mi aspecto salvaje, ni siquiera mi cara. ¿Por qué habría de importarte mi edad? A efectos prácticos, soy joven.

—Sí, pero no es lo mismo —replicó ella en un tono que no admitía discusión—. ¿Qué pasaría si nunca te hicieras viejo?

Me mordí los labios.

—Tarde o temprano tendré que envejecer.

—¿Y si ocurre tarde? No quiero hacerme más vieja que tú.

—Vivirás hasta los ciento cincuenta años. Ya conoces los tratamientos S-S. Los tendrás.

—Pero no me mantendrán joven… como tú.

—En realidad no tengo nada de joven. Nací ya viejo.

Tampoco esto dio resultado. Se echó a llorar.

—Nos quedan aún muchos años por delante. ¿Quién sabe lo que puede pasar entre tanto?

Con esto sólo conseguí que arreciara su llanto.

Siempre fui un impulsivo. De ordinario, razonar no se me da del todo mal, pero suelo hacerlo después de hablar…, con lo que echo a perder toda posibilidad de conversación sobre bases sólidas.

Ésta es una de las razones por las que dispongo de un personal competente, una buena radio y libertad para hacer lo que quiero la mayor parte del tiempo.

Pero siempre hay cosas que no pueden delegarse. Así pues, continué:

—Mira, también hay algo de Sustancia Caliente dentro de ti. Yo tardé cuarenta años en darme cuenta de que no tenía realmente esa edad. Quizá tú estés en el mismo caso. Al fin y al cabo, somos prácticamente vecinos…

—¿Sabes de otros casos como el tuyo?

—Pues…

—No, no sabes.

—No. No sé.

Recuerdo que en aquel momento tuve deseos de retroceder en el tiempo y estar aún a bordo de mi embarcación. No la grande, sino aquel viejo armatoste, el «Golden Vanitie», todavía anclado en el puerto. Recuerdo también que deseé estar entrando de nuevo y verla allí, magnífica, como antes, por vez primera. Empezarlo todo otra vez, y decírselo todo desde el principio, o bien remontarme al punto de partida y callarme de una vez para siempre lo de mi edad.

Bonito sueño, pero… ¡Qué diablos!, se acabó ya la luna de miel.

Esperé hasta que hubo cesado de llorar, y de nuevo pude sentir sus ojos fijos en mí. Esperé un poco más.

—¿Qué tal te sientes? —le pregunté por fin.

—Bastante bien; gracias.

Busqué su mano, que hallé pasiva, y la sostuve en la mía, acercándola a mis labios.

Rodos dactylos —susurré. Y ella dijo:

—Puede que sea una buena idea… que te vayas. Al menos por algún tiempo…

Y la brisa disipadora del humo volvió a soplar, húmeda, poniéndonos otra vez la carne de gallina y haciendo temblar su mano. O la mía, no sé cuál de las dos. Las hojas temblaban también, y caían sobre nuestras cabezas.

—¿No habrás exagerado tu edad? —preguntó ella—. ¿Quizás un poquito?

Su tono de voz sugería que lo más prudente era asentir.

—Sí —repliqué, sinceramente.

Ella me devolvió entonces la sonrisa, tranquilizada en cierto modo por mi tono cordial.

¡Uf!

Allí estábamos pues, sentados, cogidos de las manos y contemplando la aurora. A poco, sentí que tarareaba algo en voz baja. Era una canción triste, de varios siglos. Una balada. Contaba la historia de un joven luchador llamado Temocles, a quien nadie había vencido jamás. Llegó a considerarse a sí mismo el mejor luchador del mundo. Por fin, un día, subió a la cumbre de una montaña y proclamó a grandes voces su desafío. ¡Demasiado cerca de los dioses! Éstos actuaron con rapidez: al día siguiente, un joven tullido irrumpió en el pueblo cabalgando sobre los lomos chapeados de un enorme perro salvaje. Ambos lucharon durante tres días y tres noches, Temocles y el muchacho. Al cuarto día el joven le rompió la espalda, dejando a Temocles tendido en el campo de batalla. Su sangre, esparcida en derredor, hizo brotar al instante esa misteriosa flor —la strige-fleur como la llama Emmet—, esa flor vampiro, que crece sin raíces y se arrastra por las noches, ansiosa de recobrar en la sangre de sus víctimas el espíritu perdido de su campeón. Pero el alma de Temocles no está ya en la Tierra. Por eso ella debe seguir reptando, sin tregua, por siempre, en sempiterna búsqueda. Más sencillo que los dramas de Esquilo, sí, pero también nosotros éramos entonces más sencillos que antaño. Además, tampoco las cosas sucedieron exactamente así.

—¿Por qué lloras? —me preguntó ella de repente.

—Estoy pensando en la imagen del escudo de Aquiles —respondí—, y en lo terrible que es ser un animal culto… ¡Y no lloro! Son las gotas que caen de las hojas.

—Haré un poco más de café.

Me puse a lavar las tazas mientras tanto y le dije que cuidase del «Vanitie» durante mi ausencia, que lo mantuviera atracado en la cala y listo para zarpar si enviaba a buscarla. Contestó que así lo haría.

El sol se había elevado en el firmamento, y a poco llegaba hasta nosotros el sonido de un martilleo desde el taller del viejo Aldones, el fabricante de ataúdes. Los ciclaminos se despertaban y la brisa nos traía su fragancia a través de los campos. Muy alto, por encima de nuestras cabezas, cual tenebroso presagio, un murciélago-araña pasó volando hacia el continente. Sentí deseos irrefrenables de empuñar la culata de un treinta y seis, romper el silencio con el estruendo de mis disparos y verlo caer. Pero las únicas armas de fuego que tenía se hallaban a bordo del «Vanitie», me limité, pues, a observar cómo se perdía en el horizonte.

—Dicen que de hecho no proceden de la Tierra —comentó ella al verlo alejarse—, que los trajeron aquí desde Titán para zoos y cosas por el estilo.

—Así es.

—Que lograron escaparse durante los Tres Días, volviendo a la vida salvaje, y aquí se han hecho más grandes de lo que eran en su propio mundo.

—Sí. Una vez yo vi uno de casi diez metros de envergadura.

—En cierta ocasión, un viejo tío mío me contó una historia que había oído en Atenas —recordó ella—, a propósito de un hombre que mató a uno de ellos sin ningún arma. El animal se abalanzó de repente sobre él cuando se encontraba de pie en el muelle, en el Pireo, y se lo llevó por los aires. Pero el hombre le rompió el cuello con sus propias manos. Ambos cayeron en la bahía, a unos treinta metros de la costa. El hombre sobrevivió.

—Eso fue hace mucho tiempo —dije—, antes de que el Departamento iniciara su campaña de exterminio. Entonces eran más numerosos, y más atrevidos. Ahora huyen de las ciudades.

—El hombre se llamaba Konstantin, si mal no recuerdo. ¿Podrías haber sido tú?

—Su apellido era Karaghiosis.

—¿Eres tú Karaghiosis?

—Si te empeñas en que lo sea. ¿Por qué?

—Porque después ayudó a fundar la Radpol Retornista en Atenas; y tú tienes manos muy fuertes…

—¿Eres Retornista?

—Sí. ¿Y tú?

—Yo trabajo para el Departamento. No tengo opiniones políticas.

—Karaghiosis bombardeó algunos lugares habitados.

—Ya lo sé.

—¿No lo lamentas?

—No.

—En realidad no sé mucho de ti, ¿no?

—Puedes saber cuanto quieras. Pregunta. Soy bien sencillo… ¡Ahí viene mi aerotaxi!

—No oigo nada.

—Ya lo oirás.

Un momento después llegaba, deslizándose por el cielo hacia Kos y aterrizando en el espacio habilitado por mí en un extremo del patio. Me levanté y la ayudé también a ella a ponerse en pie, mientras el ronroneo del aparato se apagaba lentamente… Un aeromóvil Radson: seis metros de cascarón, todo él brillo y transparencia, con su base plana y morro achatado.

—¿Hay algo que quieras llevarte? —preguntó ella.

—Bien sabes qué, pero no puedo.

El vehículo quedó quieto y se abrió por uno de sus lados. El piloto asomó la cabeza, mirándonos con ojos bizcos.

—No sé por qué —dijo ella—, pero tengo la impresión de que vas a correr algún peligro.

—Lo dudo, Cassandra.

—Adiós, mi kallikanzaros.

—Adiós, Cassandra.

Entré en el artefacto y ascendí con él, susurrando una plegaria a Afrodita. Allá abajo, Cassandra me hacía señas con la mano. Detrás, el sol trataba de apresarnos en su red de luz. El aparato aceleró, dirigiéndose hacia el oeste. El lugar se presta a una transición suave, pero no hay que hacer ninguna. Cuatro horas de viaje de Kos a Port-au-Prince, agua gris, estrellas pálidas… y yo, furioso. ¡Cuidado con los puntos luminosos!

El salón rebosaba de gente, una gran luna tropical brillaba como si estuviera a punto de reventar, y lo que me permitía observar ambas cosas era el haber logrado, por fin, sacar a Ellen Emmet al balcón, dejando las puertas entreabiertas.

—Ya has resucitado —me saludó, esbozando una sonrisa—. Hace casi un año que te fuiste, y ni siquiera he recibido una tarjeta de cumplido desde Ceilán.

—¿Has estado enferma?

—Podía haberlo estado.

Era pequeña de estatura, y como todos los que odian la luz del día, tenía una tez pálida, tirando a cremosa. Me recordaba una compleja muñeca automática con el mecanismo defectuoso: una gracia fría, y cierta tendencia a propinar al prójimo patadas en la espinilla al menor descuido. Poseía también grandes cantidades de pelo castaño rojizo, recogido en una especie de nudo gordiano que me causaba una verdadera frustración cuando intentaba deshacerlo mentalmente. Sus ojos mudaban de color, según el capricho del dios a quien se hubiera encomendado aquel día… Ya he olvidado el que tenían en aquella ocasión, pero sí recuerdo que en el fondo, muy en el fondo, eran siempre azules. No sé lo que llevaba puesto entonces, pero conservo la imagen de un color marrón verdoso y una abundancia de tela que la envolvía casi por dos veces, dando a su figura la apariencia de un hierbajo informe: piadoso engaño del modista, a menos que estuviera encinta de nuevo, cosa que dudo.

—Bueno, que te repongas —dije—, si es que lo necesitas. No fui a Ceilán. Estuve en el Mediterráneo casi todo el tiempo.

Dentro resonaron unos aplausos. Me alegré de no estar allí. Los actores acababan de representar La máscara de Demetrio, de Graber, que éste había escrito en pentámetros para honrar a nuestro huésped vegano. La obra había durado dos horas, y era mala. Phil tenía cultura y buenos modales, además de poco pelo, y se le daba bien su papel, pero el día que le descubrimos por vez primera su situación económica no era precisamente la que corresponde a un poeta laureado. De tanto en tanto le atacaba la fiebre de Rabindranath Tagore y Chris Isherwood, y se ponía a escribir largos y horribles poemas épico-metafísicos, hablando mucho de Iluminación; también practicaba diariamente sus ejercicios respiratorios en la playa. Aparte de eso, era un ser humano bastante decente.

Los aplausos cesaron, permitiéndome oír el tintineo de la música de thelinstra y el rumor de las conversaciones que se reanudaban.

Ellen se recostó en la barandilla.

—Últimamente he oído rumores de que te has casado.

—Cierto —asentí—, y en cierto modo también me han cazado. ¿Por qué me han pedido que regrese?

—Pregúntaselo a tu jefe.

—Ya lo he hecho. Me dijo que voy a hacer de guía. Pero lo que quiero saber es exactamente por qué… La auténtica razón. Cuanto más pienso en ello más raro me parece.

—¿Por qué habría yo de saberlo?

—Tú lo sabes todo.

—Creo que me sobreestimas, querido… ¿Cómo es ella?

Me encogí de hombros.

—Una sirena… tal vez. ¿Por qué?

También ella se encogió de hombros.

—Simple curiosidad. ¿Qué dices a la gente cuando te preguntan cómo soy yo?

—No les digo nada.

—Me ofendes. Debo parecerme a algo, a menos que sea única.

—Eso es, eres única.

—Entonces, ¿por qué no me llevaste contigo el año pasado?

—Porque a ti te gusta la gente y necesitas estar en una ciudad. Sólo podrías ser feliz aquí, en Port.

—Pero es que aquí, en Port-au-Prince, no soy feliz.

—Al menos no eres tan desgraciada como lo serías en cualquier otra parte de este planeta.

—Podríamos haber probado —dijo, y se volvió de espaldas para contemplar las luces del puerto que brillaban abajo, lejanas.

—¿Sabes? —dijo al cabo de un rato—. Eres tan endiabladamente feo que hasta resultas atractivo. En eso debe de estar tu secreto.

Me paré bruscamente, a sólo unos centímetros de su hombro.

—¿Sabes una cosa también? —prosiguió en el mismo tono frío y desprovisto de emoción—. Eres una pesadilla que anda como un hombre.

Dejé caer mi mano y me reí interiormente, ahogando la risa en mi pecho.

—Ya lo sé —dije—. ¡Qué sueños tan agradables!

Hice ademán de irme, pero me agarró de la manga.

—¡Espera!

Miré su mano, luego levanté la vista y la miré a los ojos, para de nuevo fijarla en su mano. Me soltó.

—Ya sabes que nunca digo la verdad —declaró, y se echó a reír con aquella risa agria, tan suya—. También he pensado en algo que debieras saber sobre este viaje. Donald Dos Santos está aquí, y creo que va con vosotros.

—¿Dos Santos? Eso es ridículo.

—Ahora está en la biblioteca, con George y un árabe alto y grande.

Miré por detrás de ella hacia el puerto, contemplando cómo las sombras, al igual que mis pensamientos, se deslizaban lentas y lúgubres por las oscuras callejuelas.

—¿Un árabe alto y grande? —dije en seguida—. ¿Con cicatrices en las manos y ojos amarillos? ¿Llamado Hasán?

—Sí, eso es. ¿Le conoces?

—Hizo algún trabajo para mí hace tiempo —confesé.

Sonreí, aunque mi sangre estaba como un témpano, pues no me gusta que la gente sepa lo que estoy pensando.

—Sonríes —dijo—. ¿En qué piensas?

Así es ella.

—Pienso en que te tomas las cosas más en serio de lo que yo creía.

—Tonterías. Ya te he dicho muchas veces que soy una terrible mentirosa. Precisamente no hace más que un segundo… Bueno, sólo me refería a un incidente sin importancia dentro de toda una guerra. Y tienes razón al decir que soy menos desgraciada aquí que en cualquier otra parte de la Tierra. Quizá pudieras hablar a George, persuadirle a que acepte un trabajo en Taler o Bakab. ¿Qué te parece, eh?

—Sí —dije—, claro que sí. Seguro. Nada más fácil… después de haberlo intentado tú durante diez años. A propósito, ¿cómo va su colección de bichos, últimamente?

Esbozó lo que podría parecerse a una sonrisa.

—Aumentando —replicó—, a pasos de gigante. Zumbando, y hormigueando también… Algunas de esas criaturas son radiactivas. Yo suelo decirle: «George, ¿por qué no te dedicas a ir por ahí con mujeres en vez de pasar todo el tiempo con esas alimañas?». Pero se limita a mover la cabeza y realmente no parece interesarle ninguna otra cosa. Entonces le digo: «George, un buen día uno de esos bichos te picará y te dejará impotente, ¿qué harás entonces?». Él me explica que eso no puede suceder, y me larga una conferencia sobre toxinas e insectos. Tal vez él no sea más que un gran insecto, disfrazado. Y hasta creo que le produce cierto placer sexual observar a sus congéneres revoloteando y zumbando alrededor de los recipientes. No sé qué otra cosa…

En aquel instante me volví y miré hacia el interior del salón, porque su rostro había dejado de ser el que era de ordinario. Al escuchar su risa, un momento después, giré de nuevo y le puse la mano en el hombro, que apreté con fuerza.

—De acuerdo, ahora sé más de lo que sabía antes. Gracias por ello. Nos volveremos a ver pronto.

—¿Debo esperarte?

—No. Buenas noches.

—Buenas noches, Conrad.

Me alejé.

Cruzar un salón puede ser a veces tarea lenta y difícil: si está lleno de gente, si esa gente te conoce, si todos tienen un vaso en la mano y si uno tiende a cojear, aunque sólo sea ligeramente.

Todos estos requisitos se daban allí, de modo que…

Sin pensar en nada especial, fui abriéndome paso a lo largo de la pared, dando un rodeo de seis metros para evitar la masa humana y llegar hasta el grupo de damiselas que, como siempre, mariposeaban en torno al viejo célibe. Carecía de barbilla, casi también de labios, y apenas le quedaba pelo; la expresión que una vez dio vida a la piel de su rostro parecía haberse concentrado exclusivamente en sus ojos oscuros. En seguida se cruzaron nuestras miradas. Leí en la suya una sonrisa burlona, presagio de inminente afrenta…

—Phil —dije, acompañando mis palabras con un gesto de cabeza—, no todo el mundo es capaz de escribir una pantomima así. Había oído decir que es un arte en decadencia, pero ahora sé a qué atenerme.

—Todavía estás vivo —exclamó, con una voz setenta años más joven que el resto de su persona—, y otra vez te retrasas, como de costumbre.

—Me humillo en la más honda contrición —le respondí—, pero me retuvieron en casa de un viejo amigo para celebrar el aniversario de una damita de siete años.

Lo cual era verdad, pero, ciertamente, nada tiene que ver con esta historia.

—Todos tus amigos son viejos amigos, ¿no es cierto? —preguntó, asestándome un golpe bajo, y sólo porque una vez, hace ya mucho tiempo, conocí a sus padres y les acompañé al lado sur del Erecteón para enseñarles el Pórtico de las Cariátides y lo que lord Elgin había hecho con el resto, llevando todo este tiempo sobre mis espaldas a su retoño de ojos claros y contándole historias que ya eran viejas cuando el templo se construyó.

—Necesito tu ayuda —añadí, ignorando la pulla y abriéndome suavemente camino entre el delicado y excitante frufrú de las sedas femeninas—. Me va a llevar toda la noche cruzar este salón para llegar hasta donde Sands anda cortejando al vegano…, ¡perdón, señorita!, y no dispongo de todo ese tiempo… ¡Discúlpeme, señora! Te pido, pues, que intervengas por mí.

—¡Es usted Nomikós! —suspiró una deliciosa criatura, clavando sus ojazos en mi maltrecha mejilla—. Siempre quise…

Tomé su mano y la apreté contra mis labios, observando los destellos rosados de su sortija.

—Una jugarreta del destino, ¿eh? —dije, y le solté la mano—. Bueno, ¿qué dices? —pregunté, dirigiéndome a Graber—. Llévame allí en un tiempo mínimo con tus típicos modales cortesanos y esa conversación fluida que nadie osará interrumpir. ¿De acuerdo? Vamos.

Asintió enérgicamente con la cabeza.

—Perdónenme, señoras. En seguida vuelvo.

Iniciamos nuestro recorrido a través del salón, usando de toda nuestra diplomacia para abrirnos paso entre los invitados. Altas y majestuosas, por encima de nosotros, las arañas oscilaban y giraban centelleando como inmensos satélites de hielo. La thelinstra, una ingeniosa arpa eólica, arrojaba al aire sus notas estridentes al igual que una lluvia de vidrios de colores. La gente hormigueaba y se movía como algunos de los insectos de George Emmet. Nuestro método para atravesar sus enjambres consistía en poner sucesivamente un pie frente al otro, sin pausa, y emitir nuestro propio sonido. Logramos así no aplastar a ningún insecto.

La noche era calurosa. Los hombres vestían en su mayoría ese uniforme negro y fofo que el protocolo impone tiránicamente al Cuerpo Oficial en este tipo de recepciones. Los que no lo llevaban no eran miembros del Cuerpo.

Incómodos pese a su ligereza, los uniformes se recogen y estrechan por los costados para dejar una pechera lisa en cuya parte superior, a la altura del pecho izquierdo y casi tocando con el hombro, luce una insignia de la Tierra, de unos siete centímetros de diámetro, toda ella de colores: verde, azul, gris y blanco. Más abajo figura el escudo del departamento que corresponde al portador del traje, y el símbolo de su rango. La parte derecha se reserva para el más abigarrado montón de chatarra que uno pueda imaginar con vistas a simular dignidad…, y en ello nadie le va a la zaga al ingeniosísimo Instituto de Distinciones, Insignias, Oropeles, Tratamientos y Abolengo (IDIOTA, para abreviar…), de los que su Director se siente no poco orgulloso. Al cabo de diez minutos, el cuello empieza a parecer un torniquete; al menos el mío.

Las señoras llevaban, o no, lo que les apetecía. Generalmente algo alegre, o templado, con algún color suave (a menos que también pertenecieran a la Oficialidad, en cuyo caso iban primorosamente empaquetadas en los consabidos uniformes negros, aunque en su versión más tolerable de minifalda y mezcla menos adusta de colores), lo cual no deja de tener sus ventajas, entre otras la de poder distinguir mejor quién es quién.

—Me han dicho que está aquí Dos Santos —comenté.

—Así es.

—¿Por qué motivo?

—En realidad no lo sé, ni me importa.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué se ha hecho de tu sentido político? El Departamento de Crítica Literaria solía alabarte por él.

—A mi edad el olor a muerto resulta cada vez más insoportable.

—¿Y Dos Santos huele?

—Hiede, diría yo.

—He oído que utiliza los servicios de un antiguo socio nuestro… de cuando aquel asunto de Madagascar.

Phil ladeó la cabeza y me lanzó una mirada guasona.

—Te enteras muy de prisa de las cosas. ¡Claro, eres amigo de Ellen! Sí, Hasán está aquí. Ahora está arriba, con Don.

—¿Qué clase de peso metafísico se supone que viene a aligerar?

—Ya te he dicho antes que ni lo sé ni me importa nada.

—¿Tienes alguna idea?

—Ninguna en especial.

Llegamos a un claro del bosque e hice una pausa para servirme el brebaje de turno, contenido en una especie de perol colgante que nos había venido siguiendo por encima, hasta que no pude resistir ya más la tentación y me decidí a oprimir la perilla que pendía en el extremo de su rabo. Al hacerlo, el artilugio se inclinó y entreabrió sus fauces, revelando los helados tesoros de su interior.

—¡Ah, qué bien! ¿Quieres tomar algo, Phil?

—Creí que tenías prisa.

—La tengo, pero antes quiero observar un poco el panorama.

Me volví hacia él, mirándole de soslayo, y le pasé lo que pedía. Luego, siguiendo la dirección de su mirada, me fijé en el grupo de sillones instalados en el rincón nordeste del salón, a ambos lados de la enorme thelinstra. Tocaba el instrumento una dama de cierta edad y ojos soñadores. Allí estaba también el director terrestre Lorel Sands, fumando su pipa…

Digamos que la pipa es una de las facetas más interesantes de la personalidad de Lorel. Se trata de una auténtica Meerschaum, y no quedan muchas en el mundo. En cuanto al resto de él, su función se parece a la de un anti-ordenador: se le proporcionan datos, cifras y estadísticas, todo ello cuidadosamente seleccionado, y él se encarga de traducirlo a basura. Ojos oscuros y sagaces, con los que hipnotiza a su interlocutor mientras retumba su voz lenta y grave; rara vez la acompaña de gestos, y cuando lo hace son bien deliberados, como cuando corta majestuosamente el aire con su mano derecha o propina golpecitos con su pipa a imaginarias señoras. Sienes plateadas y cabellos negros por arriba, pómulos salientes y una tez que hace juego con el color de su traje (siempre que puede evita el clásico uniforme). Tiene también tendencia a echar hacia adelante la mandíbula, aún más de lo que ya sobresale, tic que repite constantemente, como si con ello se sintiera más cómodo. Ostenta un cargo político, por obra y gracia del gobierno terrestre de Taler, y se toma su trabajo muy en serio, hasta el punto de sufrir periódicos ataques de úlcera que prueban su dedicación. No es el hombre más inteligente de la Tierra, pero es mi jefe. Y también uno de los mejores amigos que tengo.

Junto a él se sentaba Cort Myshtigo. Casi podía palparse el odio de Phil hacia este personaje… Un odio que lo abarcaba todo, desde las plantas azuladas de sus pies de seis dedos hasta el tope de sus cabellos, aristocráticamente teñidos de rosa y peinados en forma de franja que le recorría el cráneo de sien a sien. Y no es que Phil le odiara por ser quien era, sino más bien, estoy seguro, por tratarse del pariente disponible más cercano —el nieto— de Tatram Yshtigo, que cuarenta años atrás empezó a demostrar que el más insigne de los escritores vivientes en lengua inglesa era un vegano. El viejo aún persiste en su empeño, y creo que Phil jamás se lo ha perdonado.

Por el rabillo del ojo (el azul) vi a Ellen remontar la imponente y lujosa escalinata situada en el lado opuesto del salón. Y por el rabillo del otro ojo vi también que Lorel miraba en mi dirección.

—Ya me han descubierto —dije—, y ahora he de ir a presentar mis respetos al William Seabrook de Taler. ¿Vienes conmigo?

—Bueno, muy bien —contestó Phil—. Sufrir es bueno para el alma.

Nos acercamos al rincón y nos plantamos allí, frente a las dos sillas, entre la música y el ruido, en la sede misma del poder. Lorel se incorporó lentamente y nos dio la mano. Myshtigo se puso también en pie, todavía más lentamente, y omitió el saludo. Nos miró fijamente con sus ojos de ámbar, y su rostro permaneció inexpresivo mientras duraron las presentaciones. Su amplia camisa, de color naranja, se inflaba y desinflaba al compás de su respiración, sobre todo por el aire que continuamente parecían exhalar los dos orificios ubicados en la base de su ancha caja torácica. Movió pausadamente la cabeza y repitió mi nombre. Luego se volvió a Phil con algo remotamente parecido a una sonrisa.

—¿Me permitiría traducir su pantomima al inglés? —preguntó, en una voz que sonaba como un diapasón a punto de apagarse.

Phil giró sobre sus talones y se alejó sin decir palabra.

Entonces, por un instante, llegué a creer que al vegano le ocurría algo, hasta que recordé que la risa de los suyos suena algo así como el balido de un chivo. No me gusta encontrarme con veganos, por eso suelo evitar sus lugares favoritos.

—Siéntate —me invitó Lorel, y tuve la impresión de que se sentía incómodo detrás de su pipa.

Saqué una silla y la puse de cara a ellos.

—¿Y bien?

—Cort va a escribir un libro —dijo Lorel.

—Ya estoy enterado.

—Sobre la Tierra.

Asentí con la cabeza.

—Ha expresado su deseo de que le sirvas de guía en un recorrido por algunos de los Antiguos Lugares…

—Es un honor para mí —dije con cierta frialdad—. También tengo curiosidad por saber qué le ha movido a seleccionarme como guía.

—Y aún más curiosidad por lo que pueda saber de usted, ¿no es así? —dijo el vegano.

—Sí, es verdad —admití—, en un doscientos por ciento.

Me eché para atrás y apuré la bebida.

—Empecé por consultar el Registro Terrestre, los Vite-Stats, al concebir por primera vez este proyecto… Sólo buscaba información humana en general, y luego, al toparme con una ficha interesante, acudí a los bancos de datos referentes al personal administrativo de la Tierra…

—Ya veo —murmuré.

—A decir verdad, me impresionó más lo que no decían de usted que lo que decían.

Me encogí de hombros.

—Hay muchos vacíos en su carrera. Incluso ahora, nadie sabe realmente lo que hace usted la mayor parte del tiempo… A propósito, ¿cuándo nació usted?

—No lo sé. Sucedió en una pequeña aldea griega, y aquel año no había calendarios. Aunque fue el día de Navidad, según me han dicho.

—Según los registros del personal terrestre, tiene usted setenta y siete años. Y según los Vite-Stats debe de tener ciento once o ciento treinta.

—Mentí un poco con la edad para conseguir empleo. Eran tiempos de crisis.

—Así pues, una vez obtenido el perfil de Nomikós, que de por sí es bastante característico, puse a trabajar los ordenadores en busca de análogos físicos hasta cero, coma, cero, cero, uno, utilizando todos sus bancos de datos. Incluso los ya fuera de uso.

—Hay quien se dedica a coleccionar monedas antiguas o a hacer maquetas de cohetes.

—Averigüé que usted podía haber sido tres o cuatro y hasta cinco personas distintas, todas ellas de origen griego, y una verdaderamente singular. Pero, desde luego, Konstantin Korones, uno de los de más edad, nació hace treinta y cuatro años. En Navidad. Un ojo azul y otro castaño. Cojea de la pierna derecha. Conserva el mismo cabello que tenía a los veintitrés años. También coinciden la altura y los datos de la escala de Bertillon.

—¿Y las huellas dactilares? ¿Y las estructuras de retina?

—Eso no se incluía en la mayoría de los registros antiguos. Se ve que eran más negligentes en aquellos días. No lo sé. Quizás eran menos estrictos en vigilar el acceso a los registros públicos…

—Se dará usted cuenta de que ahora mismo hay más de cuatro millones de personas en este planeta. Si nos remontamos en el pasado, tres o cuatro siglos, me atrevería a decir que no es difícil encontrar dobles y aun triples de mucha gente actual. ¿Qué dice usted a esto?

—Que sólo le hace más misterioso, eso es todo. Casi le convierte a usted en un espíritu del lugar donde habita…, y, curiosamente, parece usted tan desolado como lo está el propio lugar. Cierto que nunca llegaré a su edad, sea cual fuere, pero me interesaba saber qué tipo de sensibilidades podía cultivar un ser humano en su caso, es decir, con una longevidad como la suya. En especial teniendo en cuenta que es usted maestro en la historia y arte de su mundo. Por eso solicité sus servicios —concluyó.

—Y ahora que me ha visto… desolado, como dice, ¿puedo volverme a casa?

—¡Conrad! —me recriminó el hombre de la pipa.

—No, señor Nomikós. Hay también otras consideraciones prácticas. Éste es un mundo duro y difícil, y usted posee un elevado potencial de supervivencia. Lo quiero conmigo porque deseo sobrevivir.

Una vez más me encogí de hombros.

—Bueno, eso queda claro. ¿Hay algo más?

Se rió entre dientes.

—Me doy cuenta de que le resulto desagradable.

—¿Qué diablos ha podido inspirarle esa idea? Sólo por haber insultado a mi amigo, hacerme preguntas impertinentes, requerir caprichosamente mis servicios…

—… explotar a sus compatriotas, convertir su mundo en un burdel y demostrar el provincianismo de los humanos en comparación con una cultura galáctica infinitamente más antigua…

—No hablo de cuestiones de raza a raza, sino de cosas personales. Y repito lo dicho: ha insultado usted a mi amigo, me ha hecho preguntas impertinentes y me ha obligado a que le sirva en sus caprichos.

—(¡Gangueo de chivo!) ¡Respondo a las tres acusaciones! Es una afrenta a los espíritus de Homero y Dante permitir que ese hombre cante para la raza humana.

—De momento no hay nadie que lo haga mejor.

—Entonces más valdría pasarse sin nadie.

—Ello no es motivo para tratarle de esa manera.

—Yo creo que sí lo es. De otro modo me habría callado… Segundo, tengo derecho a hacer las preguntas que juzgue oportunas, y es privilegio suyo responder o no a ellas según su criterio, tal como lo ha hecho. Finalmente, nadie le ha impuesto a usted nada. Es usted un funcionario. Le han asignado una misión. Discútalo con su Departamento, no conmigo. Por añadidura, creo que carece usted de datos suficientes para usar la palabra «capricho» tan libremente como lo hace —terminó.

Por la expresión de Lorel deduje que su úlcera comentaba silenciosamente nuestra conversación, mientras yo añadía:

—Entonces llame usted a su grosería, si quiere, buena fe…, o producto de otra cultura. Justifique su influencia con todas las argucias que se le ocurran, y diga todo lo que le pase por la mente. Y tampoco se prive, por favor, de lanzarme a la cara sus calumniosos juicios, para que pueda a mi vez juzgarle. Se porta usted como un Gobernador General de las Colonias de Su Majestad —pronuncié bien las mayúsculas—, y no me gusta. He leído todos sus libros. También los de su abuelo, por ejemplo su Lamento de una Tierra prostituta, y nunca será usted lo que es él. En él hay algo llamado compasión. En usted no. Todo cuanto siente acerca del viejo Phil lo es usted por partida doble… en mi libro.

Con lo del abuelo debí poner el dedo en la llaga, porque se acobardó cuando le miré fijamente con mi ojo azul.

—¡Así que estamos en paz! —añadí, eso o algo parecido, en vegano.

Sands no habla el suficiente vegano como para entender lo que dije, pero inmediatamente se puso a hacer ruiditos conciliadores, mirando a un lado y a otro para asegurarse de que no nos oían.

—Conrad, por favor, recobra tu actitud profesional y compórtate como debes. Srin Shtigo, ¿por qué no seguimos hablando de nuestro plan?

Myshtigo sonrió, con su sonrisa verdiazul.

—¿Y minimizamos nuestras divergencias? De acuerdo.

—Entonces vayamos a la biblioteca… Es un sitio más tranquilo, y podemos utilizar el mapa luminoso.

—Muy bien.

Me sentí un poco más animado al ponerme en pie con ellos, porque Don Dos Santos estaba allí arriba y odia a los veganos, y porque dondequiera que esté Dos Santos siempre lo acompaña Diane, esa chica de la peluca roja que odia a todo el mundo. George Emmet se encontraba también arriba, con Ellen… George no se inmuta por nada, parece tener sangre de horchata delante de extraños (o de amigos, por lo que hace al caso). Quizá se le ocurriera también a Phil darse una vuelta por allí algo más tarde, y abrir el fuego contra Fort Sumter. Finalmente estaba Hasán… No habla mucho, se limita a sentarse y fumar su hierba con mirada perdida, de ojos opacos… Y si a uno le da por sentarse a su lado y aspirar un par de bocanadas de su ponzoña, le importa ya un bledo lo que haya dicho a los veganos o a quien sea.

Esperaba encontrar a Hasán con la memoria embotada o vagando por algún lugar más o menos remoto de las nubes.

Mis esperanzas se disiparon en cuanto entramos en la biblioteca. Allí estaba sentado, con la espalda bien erguida y bebiendo a sorbitos una limonada.

A sus ochenta o noventa años, o más, aparentaba unos cuarenta, y hasta podría fingir que no pasaba de los treinta. Los tratamientos Sprung-Samser habían respondido magníficamente en él. No ocurre siempre así. Casi nunca, de hecho. A algunos pacientes les someten a un proceso acelerado de descargas anafilácticas sin motivo que lo justifique, y ni siquiera un chorro intracardíaco de adrenalina es capaz de regenerarlos. Otros, la mayoría, se congelan en los cinco o seis decenios. Pero es cierto que unos pocos selectos llegan a rejuvenecer con el tratamiento. Más o menos uno entre cien mil.

Me pareció curioso que el destino hubiera elegido a Hasán para figurar en su galería de grandes trofeos, ¡y de esa manera!

Habían pasado más de cincuenta años desde el affaire de Madagascar, cuando Hasán fue empleado por la Radpol para su vendetta contra los taleritas. Le pagó el gran K., ¡descanse en paz!, en Atenas, después de enviarle a dar buena cuenta de la Compañía Inmobiliaria Terrestre establecida por ellos allí. Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! Con un aparatito nuclear. ¡Plaf! Renovación urbana instantánea. Por algo sólo unos pocos se permiten llamarle Hasán el Asesino; es el último mercenario que queda en la Tierra.

Además, dejando aparte a Phil (que no siempre ha sido el único en blandir espadas sin filo ni pomo), Hasán se contaba entre los poquísimos que podían aún recordar al viejo Karaghiós.

Así que, barbilla al frente y hongos cutáneos a babor, traté de enturbiar su mente de una primera mirada. Tal vez actuaban remotos y misteriosos poderes, aunque lo dudo, o estaba más achispado de lo que yo creía, lo cual era muy posible, o se había olvidado de mi cara —cosa también posible, aunque nada probable— o, finalmente, ejercía su ética profesional o una baja astucia animal. (Poesía ambas cosas en grado diverso, pero predominaba la zorrería.) El caso es que no se alteró lo más mínimo cuando nos presentaron.

—Hasán, mi guardaespaldas —dijo Dos Santos, luciendo como un flash la mejor de sus sonrisas mientras yo estrechaba la mano que en su día, por así decirlo, tuvo al mundo en un puño.

Todavía conservaba su antigua fuerza.

—Conrad Nomikós —dijo Hasán, bizqueando como si estuviera leyendo mi nombre en un pergamino.

Puesto que ya conocía a todos los demás, me encaminé presuroso a la silla lo más lejana posible de Hasán, y casi todo el tiempo mantuve mi segunda bebida a la altura de la cara, para mayor seguridad.

Diane, la de la roja peluca, se hallaba cerca, de pie.

—Buenos días, señor Nomikós.

Bajé el vaso.

—Buenas noches, Diane.

Alta, esbelta, casi toda ella de blanco, parecía un cirio al lado de Dos Santos. Sé que lo que lleva es una peluca, porque alguna vez he visto cómo se corría hacia arriba, revelando parte de una interesante y fea cicatriz que de ordinario tapa con el flequillo. A menudo me he preguntado por el significado de esa cicatriz, cuando desde mi embarcación anclada contemplaba los fragmentos de constelaciones que asomaban entre las nubes, o mientras desenterraba maltrechas estatuas. Labios púrpura (tatuados, creo), que nunca he visto sonreír. Los músculos de su mandíbula parecen cuerdas en tensión, porque los dientes están siempre apretados; y a fuerza de fruncir el entrecejo, ha quedado entre sus ojos la marca de una pequeña «v» al revés. Su barbilla es menuda, y la mantiene siempre muy empinada, quizás en son de desafío. Apenas mueve la boca cuando habla en ese tono seco y cortante que le es tan característico. En cuanto a su edad, es imposible de adivinar. Pasa de los treinta, eso es todo.

Ella y Don forman una pareja interesante. Él es moreno, locuaz, fumador empedernido e incapaz de sentarse y permanecer quieto durante más de dos minutos. Ella le lleva doce o trece centímetros de estatura, y es como una vela que arde sin parpadear. Aún no conozco del todo su historia. Creo que nunca llegaré a saberla.

Se acercó, quedándose de pie junto a mi silla mientras Lorel presentaba Cort a Dos Santos.

—Tú… —dijo.

—Yo… —contesté.

—… vas a dirigir la expedición.

—Todo el mundo está al corriente de los detalles menos yo —dije—. Supongo que no será pedirte demasiado que me pases unas migajas de tu conocimiento del asunto.

—¿Qué conocimiento y qué asunto? —fue su respuesta.

—Hablas como Phil —dije.

—No era mi intención.

—Pero lo has hecho. ¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué tú? ¿Y Don? ¿Por qué estáis aquí, precisamente esta noche?

Pasó la lengua por el labio superior, apretándola después con fuerza, como para exprimir el zumo de unas uvas o evitar que se le escaparan las palabras. Luego dirigió la vista hacia Don, pero éste se hallaba demasiado lejos para podernos oír; en todo caso, miraba en otra dirección. Parecía estar muy ocupado sirviéndole a Myshtigo una auténtica Coca del recipiente «aéreo». La fórmula de esta bebida había sido el hallazgo arqueológico del siglo, según los veganos. Se perdió durante los Tres Días, y hacía sólo una década, o algo así, que se había recuperado. Claro que ya se conocían muchos brebajes similares, pero ninguno de ellos se acomodaba al metabolismo de los veganos como el producto genuino. «La segunda aportación terrestre a la cultura galáctica», la llegó a definir uno de los historiadores contemporáneos. La primera, por supuesto, era un nuevo tipo de problema social cuya aparición los aburridos filósofos veganos habían estado acechando durante generaciones.

Diane volvió a mirarme.

—No lo sé todavía —dijo—. Pregúntaselo a Don.

—Lo haré.

Y lo hice. Aunque más tarde. No me llevé ninguna desilusión, puesto que no esperaba nada.

Sin embargo, mientras estaba allí sentado tratando por todos los medios posibles de oír lo que decían, tuve de repente una interferencia paravisual, de ésas que alguien me dio una vez a conocer como realización pseudotelepática de deseos, o cosa parecida. Funciona así:

Supongamos que quiero saber lo que se está tramando en alguna parte. Casi tengo la suficiente información para adivinar de qué se trata. Y lo adivino. Sólo que me viene como si lo estuviera viendo y oyendo por los ojos y oídos de uno de los del grupo. Propiamente no es telepatía, no creo que lo sea, porque a veces resulta falso. De todos modos, el fenómeno siempre parece real.

El hecho es que en tales casos todo aparece muy claro menos la causa.

Lo cual explica por qué de repente me encontraba de pie en medio del salón, miraba a Myshtigo, era Dos Santos, y estaba diciendo:

—Le acompañaré para velar por su seguridad. No como secretario de la Radpol, sino como simple ciudadano.

—No he solicitado su protección —decía el vegano—, pero gracias de todas formas. Aceptaré su ofrecimiento para evitar morir a manos de sus compatriotas —sonreía al decir esto último—, suponiendo que quisieran matarme durante mis viajes. Dudo que tengan esas intenciones, pero sería necio por mi parte rechazar la protección de Dos Santos.

—Obra usted concienzudamente —dijimos, inclinando ligeramente la cabeza.

—Estoy seguro de ello —respondió Cort—. Dígame, por favor —y señaló con la vista hacia Ellen, que en aquel momento terminaba alguna discusión con George y hacía ademán de marcharse—, ¿quién es ella?

—Ellen Emmet, la esposa de George Emmet, director del Departamento de Conservación de la Naturaleza.

—¿Cuál es su precio?

—No tengo idea de que haya mencionado alguno recientemente.

—Bueno… ¿Cuál era antes?

—Nunca lo ha tenido.

—Todo tiene un precio en la Tierra.

—Entonces supongo que deberá usted averiguarlo por su cuenta.

—Lo haré —dijo.

Nuestras mujeres siempre han atraído de manera curiosa a los veganos. Uno de éstos me dijo en cierta ocasión que le hacían sentirse «zoófilo». Lo cual es interesante, pues una chica de vida alegre de las que salen con turistas en la Côte d’Or me dijo también una vez, con sorna, que ante los veganos se sentía como une zoophiliste. No sé qué tienen esos aires para excitar así a su respectiva fauna, deben de hacer cosquillas o algo por el estilo.

—A propósito —continuamos—, ¿sigue usted golpeando a su mujer últimamente?

—¿A cuál de ellas? —preguntó Myshtigo.

Borrón, y de vuelta a mi asiento.

—Y tú —decía en aquel momento George Emmet, dirigiéndose a mí—, ¿qué opinas?

Le miré a la cara. Apenas llevaba allí un instante. Había surgido de repente y se había encaramado en el ancho brazo de mi butaca.

—¿Qué decías? Estaba cabeceando.

—Te decía que hemos vencido al murciélago-araña. Y te preguntaba qué te parece.

—Muy bien —respondí—. Ahora cuéntame cómo hemos vencido al murciélago-araña.

Pero él reía. Es de esos tipos en los que la risa brota siempre como algo imprevisible. Uno lo ve por ahí días y días con cara larga, y luego por cualquier cosilla se le dispara el resorte. Cuando ríe emite sonidos entrecortados, como un bebé, impresión que aún contribuye a reforzar su aspecto un tanto fláccido y la escasez de su pelo. Esperé. Ellen descargaba ahora sus iras contra Lorel, y Diane, de espaldas, leía los títulos de los libros en los estantes.

Por fin habló George.

—He logrado sintetizar una nueva raza de slishi —me susurró confidencialmente.

—Ah, ¿sí? ¡Magnífico! —Luego, con más suavidad, me atreví a preguntarle—: Y, ¿qué es eso de slishi?

—El slish es un parásito que procede de Bakab —explicó—, como una garrapata grande. Los míos tienen casi un centímetro de largo —añadió con orgullo—. Penetran muy hondo en la carne y segregan una sustancia extremadamente venenosa.

—¿Son mortales?

—Los míos sí.

—¿Me podrías prestar uno? —le pregunté.

—¿Para qué?

—Para ponérselo a cierto individuo en la espalda. Pensándolo bien, préstame un par de docenas. Tengo muchos amigos.

—Mis ejemplares no sirven para personas, sólo para murciélagos-araña. Son discriminativos. Las personas envenenarían a mis slishi. —Pronunció «mis slishi» en tono de absoluta posesión—. Su huésped ha de tener un metabolismo basado en el cobre, más que en el hierro, y ése es el caso de los murciélagos-araña. Por eso quiero ir contigo en este viaje.

—Lo que quieres es que te encuentre un murciélago-araña y lo sujete bien mientras le endilgas tus slishi. ¿No es eso?

—Bueno, a decir verdad sí que me gustaría tener un par de esos animales en reserva… El mes pasado se me agotaron los disponibles, pero ahora estoy ya seguro de que los slishi surtirán efecto. Quiero proseguir hasta provocar la epidemia.

—¿Qué epidemia?

—Entre ellos, los murciélagos… Los slishi se multiplican con gran rapidez en el medio terrestre cuando se les proporciona el huésped adecuado, y se vuelven muy contagiosos si se escoge bien el momento más apropiado del año para su inoculación. Yo había pensado en la época de celo de los murciélagos-araña que aún pululan por el suroeste. Comenzará dentro de unas seis u ocho semanas en la zona de California, en un antiguo lugar llamado Capistrano… En realidad no es ya un sitio tan caliente como antes. Tengo oído que vuestro viaje os llevará por aquellas tierras aproximadamente en esa época. Cuando los murciélagos regresen a Capistrano, quiero estar allí esperándolos con los slishi. Además, tampoco me vendrán del todo mal unas vacaciones.

—Ya… ¿Has hablado de todo esto con Lorel?

—Sí, y cree que es una buena idea. De hecho, desea encontrarse con nosotros allí y tomar fotos. Quizá sea ésta una de las pocas oportunidades que nos queden para verlos de cerca, oscureciendo el cielo con su vuelo, anidando entre las ruinas del modo en que lo hacen, devorando jabalíes, depositando sus excrementos verdes en las calles… ¿No es maravilloso?

—¡Uf! Una especie de Halloween, ¿eh? ¿Y qué pasará con todos esos jabalíes si acabamos con los murciélagos-araña?

—¡Oh! Habrá más. Pero me figuro que los pumas les impedirán multiplicarse como conejos australianos En todo caso, más vale tener jabalíes que murciélagos-araña, ¿no crees?

—Ni los unos ni los otros me entusiasman, pero ahora que lo dices, prefiero los jabalíes, desde luego. Sí, hombre, puedes venirte con nosotros.

—Gracias —dijo—, ya sabía que podía contar con tu ayuda.

—No hay de qué.

En aquel momento Lorel reclamaba nuestra atención con sonidos guturales que podían tomarse por disculpas. Se hallaba de pie junto a la gran mesa central, ante la que descendía lentamente una pantalla de amplias dimensiones. Funcionaba por transparencias superpuestas, por lo que nadie tuvo que cambiarse de sitio para no estorbar la proyección. Lorel apretó un botón y las luces de la sala se atenuaron.

—Voy a proyectarles una serie de mapas —dijo—, si logro que este sincronizador… ¡Ah! ¡Ya está!

En la pantalla aparecieron, en color, el norte de África y la mayoría de los países mediterráneos.

—¿Es éste el mapa que quería ver en primer lugar? —le preguntó a Myshtigo.

—Sí, éste era… en definitiva —respondió el corpulento vegano, interrumpiendo su discreta conversación con Ellen, a la que había acorralado en el rincón de Historia Francesa bajo un busto de Voltaire.

Las luces disminuyeron aún más y Myshtigo se aproximó a la mesa. Miró al mapa, y luego a nadie en particular.

—Deseo visitar ciertos lugares clave que, por una u otra razón, son importantes en la historia de su mundo —dijo—. Me gustaría empezar por Egipto, Grecia y Roma. Después quisiera proseguir mi itinerario pasando rápidamente por Madrid, París y Londres. —Los mapas iban sucediéndose mientras hablaba, aunque a ritmo más lento que su palabra—. A continuación desearía ir a Berlín, tocar Bruselas y, tras haber visitado San Petersburgo y Moscú, cruzar de nuevo el Atlántico y parar en Boston, Nueva York, D.C., Chicago —Lorel sudaba—, siguiendo luego hacia el sur, hasta Yucatán, y de allí finalmente volver atrás al territorio de California.

—¿En ese orden? —pregunté.

—Sí, en ese orden —respondió él.

—¿Qué pasa con la India y el Oriente Medio… o el Extremo Oriente, si vamos al caso? —inquirió una voz que inmediatamente reconocí como la de Phil: había entrado en la biblioteca con las luces ya casi apagadas.

—Nada —dijo Myshtigo—, simplemente que hay mucho lodo y arena, y hace demasiado calor. Además, tampoco tienen nada que ver con lo que busco.

—¿Y qué busca?

—Un tema.

—¿Qué clase de tema?

—Ya le enviaré una copia firmada.

—Gracias.

—A su disposición.

—¿Cuándo quiere partir? —le pregunté yo.

—Pasado mañana —contestó.

—De acuerdo.

—He mandado confeccionar para usted mapas detallados de las zonas específicas. Lorel me dice que ya han sido entregados en su despacho esta tarde.

—De acuerdo otra vez. Pero hay algo que quizás haya podido escapársele. Se trata de que todos los lugares citados por usted hasta ahora son continentales. Nuestra cultura actual es mayormente insular, y por muy buenas razones. Durante los Tres Días los continentes sufrieron una buena rociada, y muchos de los sitios que usted ha nombrado tienden todavía a estar algo calientes. Aunque ésta no sea la única razón por la que se consideran poco seguros…

—Su historia no me es del todo desconocida, y tampoco ignoro el peligro de las radiaciones —me interrumpió—. Asimismo, estoy al corriente de la variedad de nuevas formas de vida que pueblan los Antiguos Lugares. Todo ello me preocupa moderadamente, pero no me inquieta.

Me encogí de hombros en la penumbra.

—Por mí…

—Bien —tomó otro sorbo de Coca—. Por favor, Lorel, ya puede encender la luz.

—Muy bien, Srin.

La habitación se iluminó de nuevo.

Mientras la pantalla ascendía hasta desaparecer en el techo, Myshtigo me preguntó:

—¿Es cierto que conoce usted a varios mambos y houngans aquí, en Port-au-Prince?

—Sí, desde luego —dije—. ¿Por qué?

Se acercó a mí.

—Tengo entendido —prosiguió en tono de conversación— que el vudú, o voudoun, ha sobrevivido y se ha conservado prácticamente intacto durante siglos.

—Es posible —respondí—. Yo no estaba aquí cuando empezó, así que no puedo decírselo con certeza.

—También sé que a sus adeptos no les agrada demasiado la presencia de extraños…

—Eso es cierto. Pero organizarán para usted una buena exhibición si encuentra el hounfor adecuado y les deja caer algunos regalillos.

—No, eso no me interesa. Lo que quiero es ver una auténtica ceremonia. Si pudiera asistir con alguien que no fuera extraño a los participantes, quizá lograra presenciar los ritos genuinos.

—¿Con qué propósito? ¿Curiosidad morbosa por conocer costumbres bárbaras?

—No. Me atrae el estudio de las religiones comparadas.

Examiné su rostro con atención, pero no pude sacar nada en limpio.

Había pasado ya algún tiempo desde que visité por última vez a Mamá Julie, Papá Joe o los demás, y el hounfor tampoco se encontraba muy lejos, pero ignoraba cómo lo tomarían si me presentaba allí con un vegano. Aunque antes, por supuesto, nunca me habían dicho nada por ir con alguien.

—Bueno… —comencé.

—Sólo deseo observar —dijo Myshtigo—. Seré muy discreto. Apenas notarán que estoy allí.

Murmuré algo entre dientes y por fin accedí. Conocía muy bien a Mamá Julie, y no vi que hubiera mucho mal en ir con él.

—De acuerdo —dije—. Le llevaré a ver a uno de ellos. Esta noche, si le parece.

Asintió, dándome las gracias, y se fue a buscar otra bebida. George, que no se había movido del brazo de mi sillón, se inclinó hacia mí y observó que sería interesante disecar a un vegano. Le di la razón.

Volvió Myshtigo, acompañado de Dos Santos.

—¿Qué es eso de que vas a llevar al señor Myshtigo a una ceremonia pagana? —preguntó, delatando su excitación con gestos y temblores de nariz.

—Así es —dije—. Tal es mi intención.

—No será sin guardaespaldas. No lo consentiré.

Levanté las dos manos.

—¿Crees que no soy capaz de arreglármelas yo solo con lo que pueda surgir?

—Hasán y yo os acompañaremos.

Iba a protestar, cuando Ellen se insinuó entre ellos.

—Yo también quiero ir —dijo—. Nunca he estado en un sitio así.

Me encogí de hombros. Si Dos Santos iba, también iría Diane, con lo que éramos ya un buen grupo.

Así que uno más o menos, ¡qué importaba! Todo se había ido a pique, aun antes de empezar.

—¿Por qué no? —contesté.

El hounfor se hallaba en la zona del puerto, quizá por estar dedicado a Agué Woyo, dios del mar. O con más probabilidad porque las gentes de Mamá Julie no conocían otro tipo de ambiente. Agué Woyo no es un dios celoso, por ello en las paredes, pintadas de vivos colores, se veneraban también otras muchas deidades. Allá en el interior de la isla existían otros hounfors más refinados, pero algo contagiados de comercialismo.

La nave de Agué resplandecía de azul, naranja, verde, amarillo y azabache, y no parecía estar en muy buenas condiciones para echarse a la mar. Damballa Wedo, carmesí, retorcía y enroscaba su fea figura casi a todo lo largo de la pared opuesta. Fuera, Papá Joe acariciaba rítmicamente unos grandes tambores, los típicos rada, sentado a la derecha de la puerta por la que entramos… la única puerta. Varios santos cristianos escudriñaban con expresión impenetrable el revoltijo de luminosos corazones, gallos, cruces mortuorias, banderolas, machetes y caminos enmarañados, que se aferraban a casi cada centímetro de los muros —congelados tras la hecatombe en el surrealismo de las anfotéricas pinturas de Titán—, y no era posible decir si los santos aprobaban o no todo aquello: desde sus marcos destartalados contemplaban el espectáculo como desde ventanas abiertas a un mundo totalmente extraño.

Sobre el pequeño altar se veían numerosas botellas de bebidas alcohólicas, pequeñas calabazas, vasos sagrados para los espíritus de los loa, amuletos, pipas, banderas, fotos en relieve de personas desconocidas y, entre otras cosas, un paquete de cigarrillos para Papá Legba.

Precisamente una ceremonia estaba en curso cuando nos invitó a pasar al interior un joven hounsi llamado Luis. La habitación tenía unos ocho metros de largo por cinco de ancho, su techo era alto y el suelo estaba sucio. Los danzantes se movían en torno a un poste central, contoneándose al ritmo de sus pasos lentos. Su piel era negra como el carbón y brillaba a la débil luz de las viejas lámparas de petróleo. Al entrar nosotros, el poco espacio libre quedó reducido al mínimo.

Mamá Julie me cogió de la mano y sonrió. Me condujo a un lugar detrás del altar y dijo:

—Erzulie ha sido amable.

Asentí.

—Ella te aprecia, Nomikós. Vives muchos años, viajas mucho, y regresas.

—Siempre —dije.

—¿Esa gente…?

Señaló hacia mis compañeros con un rápido movimiento de sus ojos negros.

—Son amigos. No molestarán…

Se echó a reír cuando lo dije. Yo hice lo mismo.

—Los mantendré apartados si nos permites quedarnos. Estaremos en la oscuridad, a los lados de la habitación. Si me dices que me los lleve, lo haré. Veo que habéis bailado ya mucho, y vaciado muchas botellas…

—Quedaos —dijo—. Ven por aquí alguna vez a charlar conmigo, de día.

—Lo haré.

Se alejó de mí, y los danzantes le hicieron sitio en su círculo. Era muy corpulenta, en contraste con su vocecita insignificante. Se movía como una enorme muñeca de caucho, no sin garbo, marcando sus pasos al compás de la monótona percusión de los tambores de Papá Joe. A poco este sonido lo llenó todo —mi cabeza, la tierra, el aire—, como tal vez los latidos del corazón de la ballena que antaño devoró a Jonás. Observé a los danzantes, y también a quienes observaban a los danzantes.

Bebí medio litro de ron intentando ponerme a tono con el ambiente, pero no lo logré. Myshtigo seguía ingiriendo Coca de una botella que había traído consigo. Nadie notó su aire deprimido, pero habíamos llegado allí bastante tarde y las cosas iban ya avanzadas, adondequiera que fuesen.

Peluca Roja permanecía quieta en un rincón, contemplando el cuadro con una mezcla de miedo y desdén. Tenía a su lado una botella, pero la ignoraba. Myshtigo tenía a su lado a Ellen, e igualmente la ignoraba. Dos Santos se mantenía junto a la puerta y vigilaba a todo el mundo…, incluso a mí. Hasán, acurrucado contra la pared, fumaba una larguísima pipa terminada en una minúscula cazoleta. Parecía estar en paz.

Mamá Julie, creo que era ella, empezó a cantar. Pronto le hicieron eco otras voces:

Papa Legba, ouvri bayé!

Papa Legba, Attibon Legba, ouvri bayé pou pou passé!

Papa Legba…

Y así una vez y otra, y otra, y otra. Empezó a entrarme el sueño. Eché otro trago de ron, pero me dio más sed y seguí bebiendo.

Había perdido ya la noción del tiempo que llevábamos allí, cuando de pronto sucedió. Durante todo aquel rato los danzantes habían estado besando el poste, cantando, golpeando las calabazas y rociándose de líquidos diversos. Un par de hounsi, en trance, gesticulaban y pronunciaban palabras incoherentes sobre un suelo de harina pisoteada; el humo del tabaco impregnaba la atmósfera hasta hacerla casi irrespirable. Yo me había recostado contra la pared, y creo que mis ojos habían llegado a cerrarse durante uno o dos minutos.

El sonido partió de donde menos se esperaba.

Hasán gritó.

Fue como un largo gemido, que primero me sacudió hacia delante, para hacerme luego perder el equilibrio y lanzarme de nuevo contra la pared con brusquedad.

Los tam-tams prosiguieron impasibles su monótono redoble. Con todo, algunos de los danzantes se detuvieron para mirar hacia el lugar de la inesperada interrupción.

Hasán se había puesto en pie. Sus blancos dientes resaltaban en la oscuridad y sus ojos eran puntos de fuego; brillante de sudor, su rostro mostraba las señales inequívocas de una extrema excitación.

Su barba era una punta de lanza presta a dispararse.

Su capa, enganchada en algún adorno, en lo alto de la pared, se abría en dos negras alas.

Sus manos, con gesto lento e hipnótico, intentaban estrangular a alguien que no existía.

De su garganta salían sonidos roncos, como los de un animal salvaje.

Continuó apretando en el vacío.

Por fin, con una risa ahogada, soltó a su invisible presa y abrió las manos.

Casi inmediatamente surgió Dos Santos a su lado y se puso a hablarle, pero estaban en dos mundos diferentes.

Uno de los danzantes murmuró algo en son de queja. Otro se le unió…, y luego otros.

Mamá Julie abandonó el círculo y vino hacia mí, justo en el instante en que Hasán volvía a reanudarlo todo, esta vez con gestos aún más espectaculares.

El tam-tam continuó su lento y pesado retumbar.

Papá Joe ni siquiera levantó la vista.

—Mal presagio —dijo Mamá Julie—. ¿Qué sabes de este hombre?

—Muchas cosas —repuse, poniendo toda la fuerza de mi voluntad en mantener clara la cabeza.

—Angelsou —dijo ella.

—¿Qué?

—Angelsou —repitió—. Es un dios tenebroso…, y temible. Tu amigo está poseído por Angelsou.

—Explícate, por favor.

—Raramente viene a nuestro hounfor. No lo queremos aquí. Sus posesos se convierten en asesinos.

—Lo que yo creo es que Hasán estaba probando alguna nueva mezcla para su pipa, a base de ambrosía o algo semejante.

—Angelsou —dijo ella otra vez—. Tu amigo matará a alguien, porque Angelsou es un dios de muerte y sólo visita a los suyos.

—Mamá Julie —le respondí—. ¡Claro que Hasán mata! Si te metieras en la boca una pastilla de chicle por cada hombre a quien ha matado y trataras de mascarlo todo, parecerías una ardilla. Ésa es su profesión, matar… Aunque dentro de los límites de la ley, generalmente. Puesto que el Código Duello tiene vigencia en el Continente, es allí, sobre todo, donde hace su trabajo. Alguna vez se ha rumoreado que no todos sus «trabajos» fueron legales, pero esto nunca ha podido probarse… Dime —concluí—. ¿Es Angelsou el dios de los que matan, o el dios de los asesinos? Debe haber una diferencia entre ambas cosas, ¿no?

—No para Angelsou —respondió ella.

En aquel momento Dos Santos, tratando de acabar con la escena, cogió a Hasán fuertemente por las muñecas. Intentaba separarle las manos, pero… Bueno, que alguien intente alguna vez doblar los barrotes de hierro de una celda o de una jaula de fieras, y se hará una idea de la situación.

Crucé el recinto, como lo hicieron varios otros. Fue una buena decisión, porque Hasán finalmente se dio cuenta de que había alguien delante de él y liberó sus manos. A continuación, con gesto rápido, sacó de entre los pliegues de su capa un cuchillo largo y afilado.

Si tenía o no la intención de plantárselo a Don o cualquier otro de nosotros quedará para siempre en duda, pues en aquel mismo instante Myshtigo taponó su botella de Coca con el pulgar y asestó con ella a Hasán un fuerte golpe detrás del oído. El árabe se desplomó hacia delante y Don lo sujetó, mientras yo le arrancaba el estilete de entre los dedos y Myshtigo terminaba de beberse la Coca.

—Una ceremonia interesante —observó el vegano—. Nunca hubiera sospechado que este gigantón abrigaba sentimientos religiosos tan intensos.

—Ello sólo confirma que uno nunca puede estar seguro de nada, ¿no cree?

—Así es. —Luego, señalando con un gesto a los presentes, añadió—: Todos ellos son panteístas, ¿no?

Lo negué con la cabeza.

—Animistas primitivos —respondí.

—¿Qué diferencia hay?

—Pues, por ponerle un ejemplo, esa botella que acaba usted de vaciar será colocada sobre el altar, o , como lo llaman ellos, para servir de vaso sagrado a Angelsou, dada la íntima relación que hace un instante ha tenido con el dios. Así es como un animista ve más o menos las cosas. Ahora bien, un panteísta se sentiría, como es natural, un tanto molesto por la presencia en sus ceremonias de gente extraña y no invitada previamente, que viene a perturbarlas y crear problemas como lo hemos hecho nosotros. Su impulso normal sería sacrificar los intrusos a Agué Woyo, dios del mar, golpeándoles a todos en la cabeza en una ceremonia semejante, y arrojarlos luego al agua desde el extremo del muelle. Por eso, confío en que no tendré que explicar a Mamá Julie que todos esos que ahora nos están mirando son verdaderos animistas. Discúlpeme un momento.

En realidad la cosa no era para tanto, pero quise asustarle un poco. Creo que lo conseguí.

Después de presentar mis excusas y desear a todo el mundo buenas noches, cargué con Hasán. Estaba inconsciente y yo era el único del grupo lo bastante grande y fuerte para aguantar su peso sobre mis espaldas.

Excepto por nosotros, la calle estaba enteramente desierta, y en algún lugar, justo bajo el borde oriental del mundo, la gran nave de fuego de Agué Woyo hendía las olas del océano salpicando el cielo de sus colores favoritos.

Dos Santos, que caminaba a mi lado, dijo:

—Quizá tenías razón y hubiese sido mejor dejaros venir solos.

No me tomé la molestia de contestarle, pero Ellen, que iba por delante con Myshtigo, se detuvo y volvióse hacia nosotros.

—Tonterías —dijo—. Si no hubiéramos venido, nos habríamos perdido el maravilloso y dramático monólogo del fabricante de tiendas.

Para entonces me había acercado a ella lo suficiente, y en décimas de segundo sus dos manos rodearon mi cuello. No apretó, pero se puso a hacer muecas horribles con la cara, diciendo:

—Uuuh… Grrr… Aaah… Estoy poseída de Angelsou, ¡prepárate a morir!

Y soltó una carcajada.

—Suéltame la garganta o te tiro encima este árabe —le dije, comparando el naranja oscuro de sus cabellos con el rosa del firmamento tras ella, y sonreí—. Te aseguro que pesa lo suyo.

Un instante antes de soltarme presionó sobre mi cuello, quizá un poco más de la cuenta para ser una broma. Luego, liberándome definitivamente, volvió con Myshtigo y seguimos caminando como antes. En general las mujeres no suelen abofetearme, porque siempre les presento primero la otra mejilla, la del eccema, y se asustan: un pequeño apretón de cuello era, pues, la única alternativa, supongo.

—¡Interesantísimo! —dijo Peluca Roja—. Me sentía rara, como si algo dentro de mí bailara con ellos. ¡Qué impresión tan extraña! Sobre todo no gustándome el baile; ni así, ni de ninguna otra manera.

—¿Qué clase de acento tienes? —la interrumpí—. He tratado de localizarlo, pero no lo consigo.

—No sé… —repuso—. Soy algo así como entre francesa e irlandesa. He vivido en las Hébridas, y también en Australia y Japón, hasta los diecinueve años…

En aquel momento Hasán emitió un gruñido y dobló sus músculos. Sentí un dolor agudo en la espalda.

Lo deposité en el suelo, junto a una puerta, y le di unas cuantas sacudidas. Encontré dos cuchillos arrojadizos, otro estilete, un bonito puñal clásico, un Bowie de hoja dentada, alambres para estrangular y una cajita de metal con polvos diversos y ampollas de líquidos que no me molesté en examinar muy de cerca. El puñal me gustaba y me lo quedé. Era un Coricama, trabajado con gran esmero.

Al día siguiente por la tarde, o digamos por la noche, embauqué al viejo Phil con el propósito de hacerlo servir de billete de acceso a la suite que Dos Santos ocupaba en el Royal. La Radpol todavía venera a Phil como a una especie de Tom Paine del Retornismo, y eso que el propio Phil se viene declarando inocente de tal cosa desde hace prácticamente medio siglo, justo desde que empezó a adquirir su actual aureola de misticismo y respetabilidad. Si La llamada de la Tierra es, con toda probabilidad, la mejor obra que haya escrito jamás, también hay que decir que fue él quien redactó los famosos Artículos del Retorno, gracias a los cuales se armó todo aquel jaleo que tanto había yo deseado. Por más que ahora proteste y se lave las manos, la verdad es que entonces se señaló como un buen elemento perturbador, y estoy seguro de que aún registra celosamente cuantas miradas aduladoras y palabras lisonjeras le vienen por ello, las saca de vez en cuando del fichero, las desempolva y las contempla con algo que se parece mucho al puro deleite.

Además de Phil, tenía otro buen pretexto: interesarme por el estado de Hasán tras el lamentable golpe recibido en el hounfor. Lo que en realidad buscaba era una oportunidad de hablar con el árabe a solas y averiguar lo que estaba dispuesto a contarme, si es que me quería contar algo, sobre su reciente empleo.

Así pues, Phil y yo fuimos caminando hasta el hotel. No estaba muy lejos del Departamento. A unos siete minutos, andando despacio.

—¿Has terminado ya de escribir mi oda? —le pregunté.

—Aún estoy trabajando en ella.

—Hace veinte años que vienes diciendo eso. Me gustaría que te dieras prisa, para que pueda llegar a leerla.

—Te podría enseñar algunas muy interesantes… La de Lorel, la de George, incluso una que le dediqué a Dos Santos. Y tengo en mis ficheros, todavía en blanco, las de otros muchos personajes de menor cuantía. La tuya, con todo, plantea un problema.

—¿Cómo cuál?

—Tengo que estar actualizándola continuamente. Tú sigues y sigues, con el mayor descaro…, viviendo, haciendo cosas.

—¿Te parece mal?

—La mayoría de las personas tienen la decencia de hacer lo que sea durante medio siglo y luego se quitan de la circulación. Sus odas no presentan ningún problema. He llenado armarios con ellas. Pero me temo que la tuya va a ser cosa de último minuto con algún final discordante. No me gusta trabajar así. Prefiero disponer de un lapso de varios años para deliberar, evaluar la vida de una persona cuidadosamente y sin prisas. Los que vivís vidas como romances me ponéis en aprietos. Más que una oda creo que me queréis forzar a escribir una epopeya, y estoy ya demasiado viejo para eso. A veces me quedo dormido en cualquier sitio.

—Me parece que no eres justo —le dije—. Otros llegan muy bien a leer sus odas, y yo incluso me conformaría con un par de buenas quintillas.

—Bueno, en todo caso tengo el presentimiento de que no voy a tardar mucho en acabar la tuya —observó—. Trataré de enviarte una copia a tiempo.

—¡Oh! ¿De dónde brota ese impulso generoso?

—¿Quién puede identificar la fuente de una inspiración?

—Dímelo tú.

—Me vino de repente mientras meditaba. Trataba de componer un poema sobre el vegano, puro entrenamiento, por supuesto…, y me sorprendí a mí mismo pensando: «Pronto terminaré el del griego».

Tras un breve instante de silencio, prosiguió:

—Intenta representarte eso: tú mismo como dos hombres, cada uno más alto que el otro.

—Podría hacerlo delante de un espejo, cargando mi propio peso alternativamente sobre una pierna y otra. Puesto que tengo ésta más corta… Bien, ya me lo estoy representando. ¿Y qué?

—Nada. No abordas estas cosas como se debe.

—Es una tradición cultural contra la que nadie ha podido nunca inmunizarme. Como los nudos, los caballos… Gordion, Troya. Ya sabes. Somos taimados.

Caminamos diez pasos más en silencio.

—¿Plumas o plomo? —le pregunté de repente.

—¿Cómo?

—Es el acertijo de los kallikanzaroi. Elige una de las dos cosas.

—¿Plumas?

—Te has equivocado.

—¿Y si hubiera dicho «plomo»…?

—Ajá… No vale. Sólo tienes una oportunidad. La respuesta correcta es la que el kallikanzaros quiere que sea. Has perdido.

—Eso suena un poco a arbitrario, ¿no?

—Así somos los kallikanzaroi. Es un tipo griego, más que oriental, de sutileza. Y no tan insondable. Porque a menudo tu vida depende de la respuesta, y en general el kallikanzaros quiere que pierdas.

—¿Y eso por qué?

—Pregúntaselo al próximo kallikanzaros que encuentres, si tienes ocasión. Son gente ruin.

Llegamos a la avenida que servía de acceso al hotel.

—¿A qué se debe tu repentino interés por la Radpol otra vez? —me preguntó—. Hace ya mucho tiempo que te fuiste.

—Me marché cuando debía, y todo lo que me interesa es saber si ahora está resucitando… como en los viejos tiempos. Hasán viene primero en la lista porque siempre se le escapa algo, y quiero averiguar lo que hay detrás de todo esto.

—¿Te preocupa que sepan tantas cosas de ti?

—No. Podrá ser algo incómodo, pero dudo que me inhabilite por completo.

El Royal se erguía majestuoso ante nosotros cuando entramos. Nos dirigimos directamente a la suite. Mientras atravesábamos el alfombrado vestíbulo, Phil, en un arranque de perspicacia, observó:

—Otra vez te estoy sirviendo de tapadera.

—Más o menos.

—Bien. Te apuesto diez contra uno a que no sacas nada en limpio.

—No me atrevería a aceptar. Probablemente tienes razón.

Llamé a la puerta de madera negra.

—¡Hola! —dije cuando la abrieron.

—Adelante, adelante.

Y así fue todo de fácil.

Tardé diez minutos en desviar la conversación hacia el tema del Beduino y su desgraciado incidente, porque Peluca Roja estaba allí distrayéndome. Me distraía por el mero hecho de estar allí y ser distraída.

—Buenos días —dijo.

—Buenos días —contesté.

—¿Algo nuevo en Artes?

—No.

—¿Monumentos?

—No.

—¿Archivos?

—No.

—¡Qué trabajo tan interesante el vuestro!

—¡Oh! Unos cuantos románticos del Departamento de Información le han dado excesiva publicidad, idealizándolo hasta sacarlo de quicio. En realidad todo lo que hacemos es localizar, restaurar y preservar los documentos y cacharros que la humanidad ha ido desparramando por la Tierra.

—¿De modo que sois una especie de basureros culturales?

—Pues…, sí. Creo que ésa es la expresión justa.

—Bueno, y ¿por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué lo hacéis?

—Alguien ha de hacerlo. Puesto que es basura cultural, vale la pena recogerla. Yo conozco mi basura mejor que ningún otro en el mundo.

—Me agrada tu dedicación, y también tu modestia. Son buenas cualidades.

—Además, tampoco había mucha gente entre la que escoger cuando solicité el empleo… Y yo sabía dónde encontrar mucha de esa basura.

Me pasó una bebida, tomó un sorbo y algo más de la suya, y me preguntó:

—¿De veras andan todavía por ahí?

—¿Quiénes?

—Religiones y Divinidades, S. A. Los viejos dioses. Como Angelsou. Creí que todos los dioses se habían ido de la Tierra.

—No, no se han ido. El que muchos de ellos se nos parezcan no significa que actúen como nosotros. Cuando el hombre se marchó, no les pidió que le acompañaran, y los dioses tienen también su pizca de orgullo. Por otro lado, quizá no tuvieron más remedio que quedarse… Ya sabes… Eso que llaman ananké, la fatalidad, el destino ineluctable. Nadie puede nada contra él.

—¿Es como el progreso?

—Sí. Y hablando de progreso, ¿cómo va progresando Hasán? La última vez que le vi estaba bien estancado.

—Ya se ha levantado y anda por ahí. Con un buen chichón. Nada grave. Tiene la cabeza dura.

—¿Dónde está ahora?

—En el Salón de Juegos. Cruzando el vestíbulo a mano izquierda.

—Creo que debo ir un momento a darle la enhorabuena. ¿Me disculpas?

—Disculpado —dijo, asintiendo con la cabeza, y se fue a escuchar a Dos Santos que conversaba con Phil. Phil, naturalmente, se alegró de la distracción.

Nadie se fijó en mí al salir.

El Salón de Juegos estaba al otro extremo del vestíbulo. Al acercarme oí como un ruido seco: ¡zas!, seguido de un silencio, y luego otra vez lo mismo: ¡zas!

Abrí la puerta y eché una ojeada al interior.

Estaba solo. En aquel momento me daba la espalda, pero oyó el ruido de la puerta y se volvió rápidamente. Vestía un largo albornoz de color púrpura y blandía un cuchillo en la mano derecha. Un enorme vendaje envolvía la parte posterior de su cabeza.

—Buenas tardes, Hasán.

Tenía a su lado una bandeja llena de cuchillos, y un blanco aparecía colgado en la pared de enfrente con dos cuchillos clavados: uno en el mismo centro y otro a unos veinte centímetros de distancia.

—Buenas tardes —respondió con lentitud. Luego, después de pensárselo un momento, añadió—: ¿Cómo estás?

—Oh, bien. Precisamente venía a preguntarte lo mismo. ¿Qué tal va tu cabeza?

—Me duele mucho, pero ya pasará.

Cerré la puerta detrás de mí.

—Debiste tener un mal sueño anoche, cuando estábamos allí.

—Sí. El señor Dos Santos dice que me peleé con fantasmas. No recuerdo nada.

—¿No estarías fumando eso que el doctor Emmet, el gordinflón, llama Cannabis sativa?

—No, Karagee. Fumaba una strige-fleur que había bebido sangre humana. La encontré junto al Antiguo Lugar de Constantinopla y sequé sus pétalos con cuidado. Una vieja me dijo que me ayudarían a tener visión del futuro. Mintió.

—¿Y la sangre del vampiro incita a la violencia? Bien, eso es algo nuevo que merece la pena archivar. A propósito, me acabas de llamar Karagee. Preferiría que no lo hicieras. Mi nombre es Nomikós, Conrad Nomikós.

—Sí, Karagee. Me sorprendí al verte. Creí que habías muerto hace tiempo, cuando tu barco se estrelló en la bahía.

—Karagee murió entonces. Espero que no hayas mencionado a nadie mi parecido con él. ¿Lo has hecho?

—No. Ya sabes que no me gustan los chismes.

—Es una buena costumbre.

Crucé la habitación, cogí un cuchillo, lo sopesé y lo lancé al blanco, clavándolo a unos veinticinco centímetros a la derecha del centro.

—¿Llevas mucho tiempo trabajando para el señor Dos Santos? —le pregunté.

—Un mes, más o menos —replicó.

A su vez arrojó un cuchillo. Quedó a unos dieciocho centímetros por debajo del blanco.

—Eres su guardaespaldas, ¿no?

—Sí. Y también me ocupo del hombre azul.

—Don dice que teme un atentado contra la vida de Myshtigo. ¿Existe una amenaza real, o es simple exceso de precaución?

—Quizá las dos cosas, Karagee. No lo sé. A mí sólo me pagan por proteger.

—Si yo te pagará más, ¿me dirías a quién te han encargado matar?

—Sólo me han alquilado como guardaespaldas, pero ya sabes que tampoco te lo diría si hubiera algo más.

—Ya lo suponía. Vamos a recoger los cuchillos.

Nos dirigimos a la diana y los desclavamos.

—Oye una cosa. Si por casualidad fuera yo… lo cual es muy posible —le sugerí—, ¿por qué no lo arreglamos aquí mismo, entre nosotros? Tenemos cada uno dos cuchillos. El que salga de esta habitación dirá que el otro le atacó y que tuvo que defenderse. No hay testigos. A los dos nos vieron bebidos o de mal talante la noche pasada.

—No, Karagee.

—¿No qué? ¿Quieres decir que no soy yo, o que no lo harías en ningún caso?

—Podría decirte que no eres tú, pero no sabrías si estoy mintiendo o no.

—Es cierto.

—También podría decir que no quiero resolverlo así.

—¿Es verdad eso?

—No afirmo ni niego nada. Pero, para darte la satisfacción de una respuesta, te diré esto: si quisiera matarte no lo intentaría con un cuchillo en la mano, ni tampoco lucharía cuerpo a cuerpo contigo.

—¿Por qué?

—Porque hace muchos años, cuando era niño, trabajé en el centro veraniego de Kerch, sirviendo a las mesas de los veganos ricos que iban allí de turistas. Entonces no me conocías. Acababa de llegar de Pamir. Tú y tu amigo el poeta vinisteis también a Kerch.

—Sí, ahora me acuerdo… Los padres de Phil murieron aquel año. Eran buenos amigos míos… y yo iba a llevar a Phil a la universidad. Pero había un vegano que le había quitado su primera mujer y estaba con ella en Kerch. Sí, aquel actor o… No recuerdo su nombre.

—Thrilpai Ligo, el boxeador shajadpa, que parecía una montaña en un desierto… Un tipo alto, imponente. Boxeaba al estilo vegano, con los cesti…, esas tiras de cuero con las diez puntas de metal, que se enrollan en la mano. Y luchaba a palmas abiertas.

—Ah, sí, ya me acuerdo.

—Tú nunca habías luchado así antes, pero peleaste con él por la chica. Vino mucha gente, veganos con sus compañeras terrestres, y yo también me quedé allí de pie, junto a una mesa, para veros. Al cabo de un minuto tu cabeza era ya un mar de sangre. Él intentaba hacerla correr por tus ojos, pero tú lograbas sacudírtela. Yo tenía quince años y hasta entonces sólo había matado a tres hombres. Pensé que morirías porque ni siquiera le habías tocado. Y de repente tu mano derecha cayó sobre él como un martillo. ¡Tan rápida! Le golpeaste en pleno centro de ése hueso doble que los azules tienen en el pecho, donde son más duros que nosotros, y lo aplastaste como un huevo. Yo nunca podría haber hecho tal cosa, estoy seguro; por eso me dan miedo tus manos y tus brazos. Más tarde oí que habías partido en dos un murciélago-araña. No, Karagee, si quisiera matarte lo haría de lejos.

—Hace tanto tiempo de todo eso… No creí que nadie lo recordara.

—Ganaste la chica.

—Sí. Me he olvidado de su nombre.

—Pero no se la devolviste al poeta. Te la quedaste para ti. Probablemente él te odia ahora por eso.

—¿Phil? ¿La chica? Incluso he olvidado cómo era.

—Él no lo ha olvidado. Por eso creo que te odia. Huelo el odio y lo olfateo hasta sus fuentes. Le quitaste su primera mujer. Yo estaba allí.

—Fue idea de ella.

—Además, él se hace viejo y tú sigues joven. Es triste, Karagee, cuando un amigo tiene razones para odiar a un amigo.

—Sí.

—Ya sé que no respondo a tus preguntas.

—Es posible que te hayan alquilado para matar al vegano.

—Tal vez.

—¿Por qué?

—Sólo he dicho que es posible, no que sea un hecho.

—Entonces voy a hacerte una pregunta más, la última. ¿Qué provecho se obtendría con la muerte del vegano? Su libro puede ser algo bueno y contribuir a fomentar las relaciones amistosas entre Vega y la Tierra.

—No sé qué ventaja ni qué desventaja nos traería su muerte, Karagee. Vamos a lanzar más cuchillos.

Así lo hicimos. Elegí la distancia y el ángulo apropiado de tiro, y mis dos cuchillos fueron a parar al centro mismo del blanco. A su vez Hasán clavó los dos suyos justo al lado de los míos. El último rozó uno de ellos y ambas hojas llenaron el aire con el quejido metálico de sus vibraciones.

—Te diré una cosa —dije, mientras los recuperábamos para lanzarlos de nuevo—, soy el jefe de la expedición y responsable por tanto de la seguridad de sus miembros. Yo también velaré por que no le pase nada al vegano.

—Eso estará muy bien, Karagee. Necesita protección.

Deposité los cuchillos en la bandeja y me dirigí a la puerta.

—Ya lo sabes, salimos mañana por la mañana a las nueve. Tendré dispuesto un convoy de aeromóviles en la primera pista, junto a los hangares del Departamento.

—De acuerdo. Buenas noches, Karagee.

—Llámame Conrad.

Hasán tenía ya otro cuchillo en la mano y se disponía a lanzarlo al blanco. Salí al pasillo, cerrando la puerta a mis espaldas. Mientras dirigía mis pasos hacia el salón, oí otro ¡zas!, y me sonó mucho más cercano que los anteriores. Sus ecos me persiguieron hasta el mismo vestíbulo.

Mientras los seis grandes «Skimmers» cruzaban los océanos en dirección a Egipto, mis pensamientos volaron primero hacia Kos y Cassandra; luego, con alguna dificultad, logré arrancarlos de allí para enviarlos a nuestro punto de destino: esa tierra de arena, del Nilo, de cocodrilos transmutados y faraones muertos cuya paz venía a alterar mi actual misión. («La muerte desciende con raudas alas sobre quien osa profanar…», etc.) Me representé después a la humanidad, incómodamente instalada en la estación de Titán, trabajando en las oficinas de la Tierra, soportando humillaciones en Taler y Bakab, arreglándoselas como puede en Marte o haciendo más o menos lo propio en Rylpah, Divbah, Litán y un par de docenas más de otros mundos de la Confederación Vegana. Pensé entonces en los veganos.

Esas gentes de color azul, con sus curiosos nombres y sus hoyuelos como rastro de viruelas, nos recogieron en los días fríos y nos alimentaron cuando estábamos hambrientos. Sí. Apreciaron el hecho de que nuestras colonias en Marte y Titán se vieran de repente obligadas a bastarse a sí mismas —tras el suceso de los Tres Días— y permanecieran así heroicamente durante casi un siglo, hasta que por fin lograron poner a punto un vehículo interestelar aceptable. Como gorgojos algodoneros (la imagen es de Emmet) buscábamos ansiosos un hogar, porque habíamos acabado con el nuestro. ¿Recurrieron los veganos al insecticida? No. Como raza más antigua y sabia que son, nos permitieron instalarnos en sus mundos, vivir y trabajar en sus ciudades del continente y el mar. Porque hasta a una cultura tan avanzada como la vegana le viene bien cierta mano de obra dócil. Las máquinas no sustituyen a los buenos sirvientes, ni tampoco a sus propios mantenedores: a jardineros competentes, pescadores de alta mar, obreros subterráneos o subacuáticos que trabajen en condiciones peligrosas, actores y folkloristas exóticos, etc. Cierto que la proximidad de las viviendas humanas hace bajar el precio de las fincas de los veganos, pero ello se compensa con la aportación directa de los propios humanos al bienestar de la comunidad.

Este último pensamiento me trajo nuevamente a la Tierra. Nunca antes pudieron los veganos contemplar una civilización totalmente devastada; por eso les fascinó nuestro planeta. Les fascinó tanto como para tolerar en Taler la sede de nuestro gobierno in absentia. Útil, por lo demás, para expedir billetes de turismo con destino a la Tierra y organizar visitas a sus ruinas. Y aun facilitar la compra de propiedades y la posibilidad de disfrutar de sus centros de vacaciones. No puede negarse la fascinación de un planeta prácticamente convertido en museo. (¿No es esto mismo lo que James Joyce decía de Roma?) En todo caso, la difunta madre Tierra todavía proporciona a sus vástagos una pequeña pero apreciable renta cada año fiscal vegano. Así se explica lo nuestro, es decir, el Departamento, Lorel, George, Phil… y todo lo demás.

Hasta puede que ello explique también por qué estoy yo aquí.

Allá abajo, el océano se extendía como una alfombra azulada que iba desplegándose a nuestro paso. Lo remplazó pronto el continente, de tonos más opacos. Seguimos veloces nuestro rumbo hacia Nuevo Cairo.

Tomamos tierra en las afueras de la ciudad. No existe pista de aterrizaje propiamente dicha, así que nos limitamos a posar los seis aeromóviles en un campo abierto y dejamos allí de guardia a George.

El Viejo Cairo está todavía caliente, pero la gente con la que aún se puede tratar vive casi toda ella en Nuevo Cairo, lo cual favorecía los fines de nuestra expedición. Myshtigo tenía interés en ver la mezquita de Kait Bey, en la Ciudad de los Muertos, que sobrevivió a los Tres Días. Me pidió, pues, que le condujera allí en mi «Skimmer», y la sobrevolamos a baja altura describiendo lentos círculos mientras él la contemplaba a su gusto y tomaba fotografías. En la misma línea de monumentos, quiso ver también las pirámides, Luxor y Karnak, el Valle de los Reyes y el Valle de las Reinas.

Hicimos bien en contemplar la mezquita desde el aire. Negras sombras se arremolinaban por debajo de nosotros, deteniéndose sólo al tropezar con las rocas cuyos fragmentos salían disparados en dirección a nuestra nave.

—¿Qué es eso? —preguntó Myshtigo.

—Materia caliente —respondí—. Tienen algo de humano. Varían en tamaño, forma y grado de maldad.

Unas cuantas vueltas más le dejaron satisfecho, y regresamos a la base.

De nuevo tomamos tierra bajo un sol deslumbrante, fijamos el aparato detrás de los otros y desembarcamos. Todo el grupo se puso en marcha, avanzando entre iguales proporciones de arena y pavimento roto: dos ayudantes provisionales, yo, Myshtigo, Dos Santos con Peluca Roja, Ellen y Hasán. A última hora Ellen había decidido acompañar a su marido en el viaje. Campos de caña de azúcar, de altos y rutilantes tallos, bordeaban el camino. Pronto quedaron atrás y aparecieron en su lugar las primeras edificaciones urbanas, todavía de poca altura. El camino era allí más ancho. De vez en cuando alguna que otra palmera arrojaba un poco de sombra. Dos niños levantaron por un momento sus ojazos oscuros para vernos pasar. Montaban guardia junto a una vaca de seis patas que, con aire cansino, hacía girar una noria sakieh, un poco como otras vacas lo hicieron siempre con otras norias sakieh por estas tierras, sólo que ésta dejaba más huellas de cascos.

Mi sobrestante local, Ramsés Smith, nos aguardaba en la hospedería: era corpulento, y su cara bronceada parecía presa en una fina red de arrugas; tenía también los típicos ojos tristes, pero la risa fácil de su dueño los desmentía constantemente.

Nos sentamos a tomar una cerveza en el recibidor principal mientras esperábamos la llegada de George. Guardas locales habían sido enviados a relevarle.

—El trabajo va adelante —me dijo Ramsés.

—Bien —dije, un tanto satisfecho de que a nadie se le ocurriera preguntarme qué «trabajo» era ése. Quería darles una sorpresa.

—¿Qué tal tu mujer y los chicos?

—Están bien —declaró.

—¿Y el nuevo?

—Sobrevivió… y sin ningún defecto —dijo con orgullo—. Envié a mi mujer a Córcega para que diera a luz allí. Ésta es su foto.

Fingí que la examinaba detenidamente, poniendo de manifiesto mi admiración con las consabidas exclamaciones.

—A propósito de fotos —dije luego—, ¿necesitas equipo suplementario para filmar?

—No, tenemos suficiente material. Todo va bien. ¿Cuándo quieres ver el trabajo?

—En cuanto hayamos comido algo.

—¿Es usted musulmán? —interrumpió Myshtigo.

—Soy de religión copta —respondió Ramsés, sin sonreír.

—¡Oh! ¿De veras? Es lo que antaño llamaron la herejía monofisita, ¿no es así?

—Nosotros no nos consideramos herejes —dijo Ramsés.

Me pregunté si los griegos habíamos hecho bien en echar a rodar la lógica por este desventurado mundo, al ver cómo Myshtigo se prodigaba en una divertida (para él) enumeración de herejías cristianas. En un acceso de rencor por tener que guiar la expedición, las anoté todas en el Diario. Más tarde, Lorel me diría que era un excelente y valioso documento. Buena prueba del despecho y mal humor que debí sentir al escribirlo. Incluso registré el detalle de la canonización accidental de Buda con el nombre de san Josafat, en el siglo XVI. Por fin, viendo a Myshtigo allí sentado burlándose de nosotros, decidí que no me quedaba más alternativa que apuñarlarle o cambiar de tema. Al no ser yo cristiano, su comedia teológica de errores no tocaba ninguna fibra religiosa en mí. Pero me molestaba que un miembro de otra raza se hubiera tomado el trabajo de investigar tanto, con el solo fin de hacernos pasar por un hatajo de idiotas.

Al reconsiderar ahora todo esto, sé que me equivocaba. El éxito de la película que rodé entonces (el famoso «trabajo» mencionado por Ramsés) corrobora mi hipótesis más reciente sobre los veganos: les aburría tan soberanamente todo lo suyo, y por otra parte les resultábamos tan nuevos, que se lanzaron a estudiar con avidez los aspectos perennes de nuestra cultura, tanto clásica como popular, entre otros los planteados por nuestra existencia en las circunstancias actuales. Se entregaron, pues, a toda clase de especulaciones sobre los asuntos más diversos, como quién escribió realmente los dramas de Shakespeare, si Napoleón murió o no en Santa Helena, quiénes fueron los primeros europeos en poner pie en Norteamérica, si los libros de Charles Fort eran prueba suficiente de que la Tierra había sido visitada por seres inteligentes distintos de ellos mismos… Y así sucesivamente. La alta sociedad vegana devora también, por así decirlo, nuestros debates teológicos medievales. No deja de ser divertido.

—A propósito de su libro, Srin Shtigo… —interrumpí.

Mi uso del tratamiento honorífico le sorprendió.

—¿Sí? —repuso.

—La impresión que tengo —dije— es que no desea usted hablar mucho de él, por el momento. Respeto su actitud, desde luego, pero me pone en una postura algo embarazosa como jefe de esta expedición.

Ambos sabíamos que esta materia debía discutirse en privado, pero me sentía de humor quisquilloso y quería que lo notara. Además, era también una manera de desviar la conversación hacia otro tema.

—Tengo curiosidad por saber —proseguí— si será sobre todo un reportaje acerca de los lugares que visitemos, limitándose a describirlos, o si desea usted especial información sobre circunstancias o condiciones locales de cualquier tipo. Políticas o culturales, por ejemplo.

—Me interesan principalmente los aspectos descriptivos, ya que se trata en definitiva de un libro de viajes —respondió—, pero agradeceré sus comentarios durante el recorrido. Por otro lado, daba por supuesto que esto formaba parte de su misión. De todas maneras, poseo ya algunos conocimientos generales sobre las tradiciones terrestres y sus circunstancias actuales, aunque, como le digo, estas cosas no me preocupan demasiado ahora.

Dos Santos, que se paseaba y fumaba mientras nos preparaban la comida, se paró de repente para preguntar:

—Srin Shtigo, ¿qué opina usted del movimiento retornista? ¿Simpatiza usted con nuestros objetivos? ¿O cree que carecen de porvenir, que son un callejón sin salida?

—Sí —replicó—, esto último. Pienso que cuando uno está muerto su única obligación es satisfacer al consumidor. Respeto sus objetivos, pero no veo cómo pueden esperar realizarlos. ¿Por qué sus gentes habrían de renunciar a la seguridad de que ahora disfrutan, para volver a este lugar? La mayoría de los miembros de la generación presente no ha visto nunca la Tierra, salvo en película…, y ha de reconocer que este tipo de documentación no es precisamente de lo más alentador.

—No estoy de acuerdo con usted —dijo Dos Santos—; y su actitud me parece terriblemente desdeñosa.

—Es lo que objetivamente debe ser —respondió Myshtigo.

George y la comida llegaron más o menos a la vez. Los camareros empezaron a servir el primer plato.

—Preferiría comer en una pequeña mesa aparte, yo solo —indicó Dos Santos a un camarero.

—Estás aquí porque lo pediste tú mismo —le dije.

Se detuvo indeciso y lanzó una mirada furtiva a Peluca Roja, que casualmente se sentaba a mi derecha. Me pareció detectar en ella un movimiento casi imperceptible de cabeza, primero a un lado y luego a otro.

Dos Santos suavizó su expresión con una pequeña sonrisa y se inclinó ligeramente.

—Disculpe mi temperamento latino —dijo—. Sé que sería inútil pretender convertir a nadie al Retornismo en cinco minutos… Y siempre me ha sido difícil ocultar mis sentimientos.

—Es bastante obvio.

—Tengo hambre —intervine.

Dos Santos tomó asiento al otro lado de la mesa, junto a George.

—Mirad la Esfinge —dijo Diane, señalando hacia un grabado que pendía en la pared lejana—, cuyas palabras alternan con largos períodos de silencio y algún que otro enigma. Vieja como el tiempo. Muy respetada. Y senil sin duda. Permanece callada y a la espera. ¿De qué? ¡Quién sabe! ¿Se remontan sus gustos artísticos al monolítico, Srin Shtigo?

—En ocasiones —respondió el interpelado desde mi izquierda.

Dos Santos lanzó una rápida mirada por encima del hombro y volvió en seguida la vista hacia Diane. No dijo nada.

Pedí a Peluca Roja que me pasara la sal, y así lo hizo. A decir verdad, me entraron ganas de arrojársela toda y aprovechar su sorpresa para estudiarla a gusto, pero en lugar de eso la eché en las patatas.

Mirad la Esfinge… ¡Ni más, ni menos!

Sombras débiles y escasas bajo un recio sol, mucho calor… Un día como tantos otros allí. No quería coches ni «Skimmers» que estropearan el paisaje, por lo que obligué a todo el mundo a caminar. Como no íbamos muy lejos, decidí dar un pequeño rodeo para conseguir el efecto previsto.

Anduvimos cosa de kilómetro y medio por caminos retorcidos, cuesta arriba unas veces, cuesta abajo otras. Le confisqué a George el cazamariposas para evitar enojosas pausas mientras cruzábamos los campos de tréboles que se extendían a lo largo de nuestra ruta.

Todavía hoy lo recuerdo bien… Pájaros de colores chillones centelleando sobre nuestras cabezas, y una pareja de camellos perfilándose en el lejano horizonte cada vez que llegábamos a la cima de alguna pequeña pendiente. (Sombras de camellos en realidad, como trazadas al carbón, pero, ¡qué más da! ¿A quién le importa la expresión de los camellos? Ni siquiera a los demás camellos… ¡Qué asco de animales!) Una mujer baja y atezada, con un gran cántaro en la cabeza, se cruzó con nosotros. Myshtigo anotó lo del cántaro en su agenda de bolsillo. Yo dirigí a la mujer un gesto y una palabra de saludo. Ella me devolvió el saludo, pero, naturalmente, sin mover la cabeza. Ellen, empapada de sudor, se abanicaba sin cesar con un gran triángulo de plumas verdes. Peluca Roja caminaba erguida, y se hubiera dicho que ni siquiera transpiraba, de no ser por las diminutas gotas que asomaban en su labio superior; sus ojos quedaban ocultos tras la sombra proyectada por el ala del sombrero, una sombra tan densa que parecía haber concentrado allí toda su negrura. Por fin, conseguimos superar el último montículo.

—¡Mirad! —dijo Ramsés.

—¡Madre de Dios! —exclamó Dos Santos.

Hasán emitió un gruñido.

Peluca Roja se volvió hacia mí rápidamente, y en seguida miró en otra dirección. Me fue imposible leer su expresión debido a las sombras que ocultaban sus ojos. Ellen siguió abanicándose.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Myshtigo. Era la primera vez que le veía genuinamente sorprendido.

—¿No lo ve? Están desmantelando la Gran Pirámide de Keops —contesté.

Tras una pausa, Diane preguntó a su vez:

—Pero, ¿por qué?

—Bueno… —empecé diciendo—. Por aquí andan escasos de materiales de construcción, ya que en el Viejo Cairo todo es radiactivo… Así que los consiguen haciendo pedazos ese antiguo y sólido cuerpo geométrico.

—¡Se atreven a profanar un monumento a las viejas glorias de la raza humana! —exclamó.

—Nada hay más barato que las viejas glorias —repuse—. Lo que nos interesa es el presente, y ahora necesitan materiales de construcción.

—¿Cuánto tiempo llevan haciendo esto? —inquirió Myshtigo, con palabras apresuradas que delataban su excitación.

—Hace tres días que empezamos la demolición —respondió Ramsés.

—¿Y con qué derecho hacen una cosa así?

—Lo autorizó el Departamento terrestre de Artes, Monumentos y Archivos, Srin Shtigo.

Myshtigo se volvió hacia mí, con un fulgor extraño en sus ojos de ámbar.

—¡Usted! —dijo.

—Sí —reconocí—. Soy el Comisario encargado de ello…

—¿Cómo explica que nadie más se haya enterado de esto?

—Porque muy poca gente viene ya por aquí —le contesté—. Lo cual es otro buen motivo para desmantelar el monumento. Hoy en día, como le digo, apenas viene nadie a contemplarlo, y, por otro lado, es a mí a quien incumbe autorizar este tipo de operación.

—¡Yo he venido desde otro mundo a contemplarlo! ¿Acaso no soy alguien?

—Échele entonces un rápido vistazo —le dije—, porque no tardará mucho en desaparecer.

Se volvió y me miró con fijeza a los ojos.

—Manifiestamente, no tiene usted idea de su valor. O si la tiene…

—Al contrario, me doy perfecta cuenta de lo que vale.

—Y esos desgraciados que trabajan ahí —el tono de su voz iba elevándose a medida que observaba la escena—, bajo los rayos abrasadores de su mortífero sol… ¡Lo están haciendo en las condiciones más primitivas! ¿Nunca han oído ustedes hablar de maquinaria moderna?

—Claro que sí, pero es cara.

—¡Y sus capataces llevan látigos! ¿Cómo pueden tratar a su propia gente de esta manera? ¡Es una crueldad inaudita!

—Todos estos hombres se han ofrecido voluntarios para el trabajo, cobrando salarios simbólicos… Por otra parte, el Sindicato de Actores no nos permite utilizar los látigos, aunque los hombres estaban a favor de su uso. Todo cuanto podemos hacer es chasquearlos en el aire junto a los obreros.

—¿El Sindicato de Actores?

—¡Sí, su agrupación laboral! ¿Quiere ver las máquinas? —Le indiqué con un gesto la cumbre de una colina próxima—. Mire allá arriba.

Lo hizo.

—¿Qué ocurre allí?

—Estamos filmando la escena.

—¿Con qué objeto?

—Cuando las obras hayan concluido, haremos con todo ello una película de duración normal y la pasaremos al revés. Se llamará La construcción de la Gran Pirámide. Hará reír y pasar un buen rato… Y a nosotros nos dará dinero. Desde que oyeron hablar por primera vez de las pirámides, sus historiadores se han estado devanando los sesos para averiguar exactamente cómo nuestra raza logró construirlas. Esta película les hará algo más felices. Pensé que lo más indicado para ello sería una operación FBIM.

—¿FBIM?

—Fuerza Bruta e Ignorancia Masiva. Mire cómo actúan. ¿Los ve? Siguiendo los movimientos de la cámara, echándose al suelo y levantándose rápidamente cuando les enfoca. En la película irán cayendo y muriendo uno tras otro. Es la primera que rodamos desde hace años, por eso ponen tanto interés.

Dos Santos fijó la vista en la blanca dentadura de Diane y en los pequeños músculos que se arracimaban en sus pómulos, luego miró de nuevo hacia la pirámide.

—¡Estás loco! —exclamó.

—No —repliqué—. La ausencia de un monumento puede ser también, en cierto sentido, un monumento.

—¡Un monumento a Conrad Nomikós! —declaró.

—No —dijo entonces Peluca Roja—. Hay un arte destructivo lo mismo que uno creativo. Creo que va por ese camino. Actúa como una especie de Calígula, y quizá sepa yo el motivo.

—Gracias.

—No me las des. He dicho «quizá»… Un artista lo hace con amor.

—El amor es una forma negativa de odio.

—¡Me muero por ti, Egipto, me muero! —dijo Ellen.

Myshtigo se echó a reír.

—Es usted más duro de lo que yo creía, Nomikós —observó—. Pero no es indispensable.

—Trate de despedir a un funcionario… Yo, por ejemplo.

—Puede que sea más fácil de lo que piensa.

—Ya veremos.

—Sí, tal vez.

Volvimos de nuevo la vista a la pirámide de Keops/Khufu, o mejor dicho a su noventa por ciento. Myshtigo siguió tomando notas.

—De momento, preferiría que la vieran sólo desde aquí —dije—. Nuestra presencia allá abajo echaría a perder algunos preciosos metros de película. Somos anacronismos. Ya iremos después, durante el descanso.

—De acuerdo —dijo Myshtigo—. Me hago cargo de lo que supone un anacronismo en tales circunstancias, y lo distingo perfectamente. Por lo demás, creo que he visto ya desde aquí todo lo que me interesa. Volvamos al parador. Me gustaría hablar un poco con la población local. —Tras una pequeña pausa, añadió—: Además, así visitaré Sakkara antes de lo previsto. Supongo que aún no habrán empezado a demoler todos los monumentos de Luxor, Karnak y el Valle de los Reyes.

—No, aún no.

—Bien. Entonces los visitaremos con un poco de adelanto sobre el esquema establecido.

—En tal caso, vayámonos de aquí cuanto antes —dijo Ellen—. Este calor es insoportable.

Emprendimos el regreso.

—Todo cuanto dices, ¿lo dices realmente en serio? —me preguntó Diane mientras caminábamos.

—A mi manera.

—¿Y de qué manera piensas en cosas como éstas?

—En griego, naturalmente. Luego las traduzco al inglés. Lo hago muy bien.

—¿Quién eres?

—Ozymandias. «Contemplad mis obras, ¡oh vosotros los poderosos!, y desesperad…».

—Yo no soy poderosa.

—Tengo mis dudas… —dije, y me cambié de lado para no seguir viendo la curiosa expresión que reflejaba aquella parte de su rostro.

Nuestro falucho se deslizaba lento por las aguas que nos cegaban con sus destellos. Parecía como si un río de fuego intentara forzar su paso entre las imponentes columnas de Luxor, a las que el tiempo había prestado una pátina gris. Myshtigo me daba la espalda. Observaba con interés las columnas, anotando de vez en cuando alguna impresión.

—¿Dónde vamos a atracar? —me preguntó.

—Un poco más adelante. Quizá debiera informarle sobre el boadilo.

—Ya sé lo que es. Le dije que había estudiado su mundo.

—Sí, claro, pero leer sobre ellos es una cosa…

—También los he visto. Hay cuatro en el zoológico terrestre de Taler.

—… y verlos en su elemento y desde este barquichuelo es otra.

—Entre usted y Hasán tenemos ya un verdadero arsenal flotante. He contado tres granadas en su cinturón y cuatro en el del árabe.

—Se puede usar una granada cuando el bicho está encima de uno… Hay que hacer algo en defensa propia, desde luego. Pero a cierta distancia no es posible acertar, se mueven con demasiada rapidez.

Por fin giró sobre sus talones.

—Y, ¿qué es lo que emplean?

Metí la mano en el galabieh (iba vestido de nativo) y extraje el arma que llevo siempre conmigo cuando voy por aquellos sitios.

La examinó.

—¿Qué es esto?

—Una metralleta. Dispara balas de cianuro, con un impacto equivalente a una tonelada de fuerza cuando hacen blanco. No tiene mucha precisión, pero es un arma necesaria. Se basa en un modelo que usaban en el siglo veinte, una Schmeisser.

—Parece pesada y difícil de manejar. ¿Podrá detener a un boadilo?

—Con algo de suerte. Tengo un par de ellas en una de las cajas. ¿Quiere una?

—No, gracias. —Hizo una pausa—. Pero puede hablarme un poco más del boadilo. En realidad sólo los vi un instante aquel día, y estaban bien sumergidos.

—Pues… la cabeza es como la de un cocodrilo, sólo que más grande. Miden de cuatro a cinco metros. Se enroscan hasta que su cuerpo no parece sino un pelotón con dientes. Son muy rápidos dentro y fuera del agua, y tienen un montón de pequeñas patas a cada lado…

—¿Cuántas patas? —interrumpió.

—Pues… —me quedé algo parado—. Para serle sincero, nunca las he contado. Un momento. ¡Eh, George! —exclamé, mirando hacia el lugar donde el eminente biólogo terrestre echaba su siestecita a la sombra de una vela—. ¿Cuántas patas tiene un boadilo?

—¿Qué? —su cabeza giró en nuestra dirección.

—Te he preguntado cuántas patas tiene un boadilo.

Se puso en pie y, desperezándose ligeramente, vino a nuestro lado.

—Los boadilos —dijo en tono reflexivo, hurgándose la oreja con un dedo como si consultara allí dentro sus fichas— pertenecen netamente a la clase de los reptiles, de eso estamos seguros. Lo que no está tan claro es si han de clasificarse en el orden de los cocodrilianos, del que constituirían un suborden propio, o en el de los escamados, suborden lacertillos, familia neópodos…, tal como afirma medio en serio un colega mío de Taler. A mí me recuerdan algo el pitosaurio mesozoico tal como lo vemos concebido por los artistas de antes de los Tres Días en las reproducciones fotográficas disponibles, con muchas patas y capacidad constrictora, naturalmente. Así que yo me inclino por el orden de los cocodrilianos.

Se apoyó en la borda y pareció absorberle la contemplación de las aguas que rielaban bajo los rayos del sol.

Me percaté entonces de que no añadiría nada más, por lo que le pregunté de nuevo:

—En resumen, ¿cuántas patas son?

—¿Eh? ¿Patas…? Nunca las he contado. Aunque con un poco de suerte quizá lo logremos. Hay muchísimos por aquí… El que yo tuve, prácticamente una cría, duró muy poco.

—¿Qué le pasó?

—Se lo comió el megadonaplatipo.

—¿Megadonaplatipo?

—Una especie de ornitorrinco con pico de pato y dientes —expliqué—, de unos tres metros de alto. Imagíneselo. Por lo que sabemos hasta ahora, sólo han sido vistos en tres o cuatro ocasiones. Proceden de Australia. Logramos atrapar el nuestro por pura casualidad. No creo que duren mucho como especie. Es decir, tal como duran los boadilos. Son mamíferos ovíparos y ponen huevos demasiado grandes para que este mundo hambriento permita que continúe la especie, si es que forman una. A lo mejor sólo son unos cuantos francotiradores aislados.

—Tal vez —dijo George con gesto pensativo—. O tal vez no.

Myshtigo se apartó de nosotros moviendo a un lado y a otro la cabeza.

Hasán había desembalado parcialmente su robot golem —Rolem— y jugueteaba con sus mandos. Ellen, por su parte, yacía despreocupada dejando que el sol la bronceara enteramente. Peluca Roja y Dos Santos conspiraban algo en el otro extremo de la embarcación. Ambos nunca se reunían al azar, siempre tenían algún plan. Nuestro falucho seguía deslizándose lentamente entre las columnatas de Luxor, y decidí que era ya el momento de poner proa hacia la orilla y ver qué había de nuevo entre las tumbas y viejos templos ruinosos.

Los seis días siguientes fueron ricos en acontecimientos y, en cierto modo, inolvidables; muy activos también, con una mezcla de belleza y fealdad… No sé cómo expresarlo, algo así como lo podría ser una flor con todos sus pétalos intactos pero con una mancha roja y siniestra en el centro. En cuanto a los hechos…

Myshtigo no debió dejar un solo espolón de piedra sin interrogar, a lo largo de nuestras cuatro millas de camino hacia Karnak. Tanto a pleno sol como después del crepúsculo, a la luz de los focos, navegábamos por entre las ruinas asustando murciélagos, ratas, serpientes e insectos y oyendo la voz monótona del vegano que tomaba notas en su monótono lenguaje. Por la noche acampábamos en la arena, instalando a nuestro alrededor, en un perímetro de doscientos metros, un sistema eléctrico de protección y colocando también dos centinelas. El boadilo es un animal de sangre fría, y por las noches allí la temperatura desciende considerablemente; el peligro de un ataque desde el exterior era, pues, mínimo.

Enormes fogatas nos daban luz durante la noche en los diferentes lugares que escogíamos para acampar, porque el vegano lo quería así, primitivo… Por razones de ambientación, supongo. Los «Skimmers» nos aguardaban lejos de allí, más al sur. Por orden mía los habían trasladado a un sitio que yo conocía y dejado allí bajo custodia del Departamento mientras nosotros alquilábamos el falucho para la excursión, que repetía el recorrido efectuado antaño por el Dios-Rey desde Karnak a Luxor. Myshtigo lo había deseado así. Por las noches, Hasán se ejercitaba con las azagayas que un gigantesco nubio le había vendido hacía poco, o también, desnudo de medio cuerpo para arriba, luchaba durante horas enteras con su infatigable golem.

No hay duda de que el golem era un digno adversario. Hasán lo había programado al doble de la fuerza media de un hombre, aumentando también la rapidez de sus reflejos en un cincuenta por ciento. Su «memoria» retenía centenares de llaves, y su regulador le impedía teóricamente matar o mutilar a su contrincante, todo ello merced a una serie de «nervios» químico-eléctricos que le permitían calcular al mínimo la presión necesaria para romper un hueso o desgarrar un tendón. Rolem medía 1,68 metros de altura y pesaba ciento y pico kilos. Fabricado en Bakab, había costado muy caro; tenía un color terroso y facciones caricaturescas, y su cerebro iba colocado en algún lugar por debajo de donde tendría que estar el ombligo —si los golems tuvieran ombligo—, a fin de proteger su dispositivo «mental» contra los golpes de la lucha grecorromana. Aun así no se excluyen los accidentes. Algunas personas han muerto a manos de estos robots, ya por haber fallado algo en su cerebro o en los conductos nerviosos, ya porque esas mismas personas, al tropezar o intentar desasirse, oponían al artefacto una fuerza extra.

En otro tiempo tuve yo uno programado para boxear. Cada tarde solía practicar con él unos quince o veinte minutos. Casi llegué a considerarlo como una persona. Pero un buen día debió de estropeársele algo y violó las reglas. Me puse tan furioso que estuve una hora entera dándole golpes con todas mis fuerzas hasta que le arranqué la cabeza de cuajo. Pese a ello, él siguió boxeando como si tal cosa. Desde entonces dejé de considerarlo como un simpático compañero de entrenamiento. Hay que reconocer que produce una sensación bastante extraña boxear con un golem sin cabeza… Es como despertarse de un sueño agradable para encontrarse con una auténtica pesadilla al pie de la cama. En realidad no «ve» a su adversario con esa especie de ojos que tiene: toda la superficie de su cuerpo es un verdadero radar piezoeléctrico, y eso es lo que le permite «vigilar» a su rival desde cualquier ángulo. Con todo, la muerte de una ilusión tiende a desanimarle a uno. De modo que desconecté el robot y nunca volvimos a pelear. Más tarde se lo vendí a un camellero que me pagó un buen precio por él. No sé si le puso otra vez la cabeza. Pero era un turco, así que… ¡qué importa!

El hecho es que Hasán seguía luchando con Rolem. Los cuerpos de ambos resplandecían a la luz de la hoguera mientras los demás les observábamos sentados sobre unas mantas. De vez en cuando algún murciélago que volaba bajo pasaba veloz junto a nosotros, como una de tantas cenizas arrastradas por el viento, sólo que mucho más grande. Unas nubes tenues, como gasas, cubrían la luna a intervalos, para luego seguir tranquilamente su curso. Era ya la tercera de estas noches cuando sobrevinieron los sucesos que me hicieron perder los estribos.

Lo recuerdo ahora sólo como se recuerda un paisaje visto durante una tormenta de verano, como una serie de cuadros inmóviles y aislados que uno contempla a la luz de los relámpagos.

Tras haber hablado con Cassandra durante casi una hora, acabé la transmisión con la promesa de echar mano de uno de los aeromóviles al día siguiente y pasar con ella la noche en Kos. Aún tengo en la memoria nuestras últimas palabras.

—Ten cuidado, Konstantin. He tenido malos sueños.

—Tonterías, Cassandra. Buenas noches.

¿Quién sabe si sus sueños fueron sólo el resultado del paso de la onda sísmica que se propagaba en nuestra dirección con una fuerza de 9,6 en la escala de Richter?

Con cierto fulgor cruel en sus ojos, Dos Santos aplaudió cuando Hasán derribó estrepitosamente la mole de Rolem. Nada extraño que el suelo pareciera temblar. Pero el curioso temblor no cesaba, pese a que el golem estaba ya de nuevo en pie y había reanudado la lucha, moviendo los brazos a modo de tentáculos en dirección al árabe. La tierra temblaba y temblaba.

—¡Qué fuerza! ¡Todavía la estoy sintiendo! —gritó entusiasmado Dos Santos—. ¡Olé!

—Es un movimiento sísmico —dijo George—. Aunque no soy un geólogo…

—¡Un terremoto! —aulló su mujer, dejando caer el dátil que en aquel momento estaba dando a probar a Myshtigo.

No había razón para correr, ni lugar más seguro adonde ir. Nada había tampoco por allí cerca que pudiera caernos encima. El suelo era plano y bastante árido. Así que nos quedamos allí sentados, siendo sacudidos a un lado y a otro, tumbados del todo algunas veces por la fuerza del seísmo. El fuego también hacía cosas curiosas.

A Rolem se le acabó el tiempo en aquel mismo instante y se quedó quieto. Hasán vino a sentarse conmigo y con George. Los temblores se prolongaron durante casi una hora. Luego, tras un período de calma, se fueron reanudando, aunque más débilmente, varias veces durante la noche. Al finalizar la primera sacudida, establecimos contacto con Port-au-Prince. Allí los instrumentos localizaban el epicentro del terremoto al norte, a buena distancia del punto en que nos hallábamos.

O más bien a mala distancia.

… En el Mediterráneo.

El Egeo, para ser más preciso.

Sentí que me ponía enfermo, y de repente lo estuve de veras.

Traté de comunicarme con Kos.

Nada.

Cassandra mía, querida mía, princesa de mi corazón… ¿Dónde estaba ahora? Durante dos horas intenté desesperadamente averiguarlo. Por fin, me llamaron de Port-au-Prince.

Era la voz del propio Lorel, no la de cualquier patán de operador.

—Conrad, no sé cómo decírtelo exactamente… Lo que ha ocurrido…

—Dilo sin más —respondí—, y te paras cuando acabes.

—Un satélite de observación pasó por tu tierra hace unos veinte minutos —me espetó a través de las ondas—. Varias islas del Egeo no aparecen ya en las fotos que nos ha transmitido…

—No.

—Me temo que Kos es una de ellas.

—¡No! —repetí.

—Lo siento —dijo él—, pero así parece. No sé qué otra cosa decirte…

—Ya es bastante —contesté—. Eso es todo. Sí, ya basta. Adiós. Ya hablaremos en otro momento. No es posible… ¡No!

—¡Espera! ¡Conrad!

Enloquecí.

Los murciélagos, en su elemento al amparo de la noche, pasaban rápidos a mi alrededor. Golpeé furioso con mi mano derecha, matando uno que en aquel instante volaba hacia mí. Esperé unos segundos y maté otro de la misma manera. A continuación cogí con ambas manos una enorme piedra y me disponía a hacer trizas la radio cuando George me puso una mano en el hombro. Dejé caer la roca al suelo, aparté con violencia su mano y le golpeé en la boca con el dorso de la mía. Ignoro cuál fue su reacción, pero al agacharme de nuevo para recuperar la roca oí ruido de pasos a mis espaldas. Me apoyé en una rodilla y giré sobre ella, cogiendo simultáneamente un puñado de arena y preparándome a lanzarla a los ojos del primero que se me acercara. Todos estaban allí: Myshtigo con Peluca Roja y Dos Santos, Ramsés, Ellen, tres funcionarios locales, Hasán… y avanzaban en grupo. Alguien gritó «¡dispersaos!» al ver mi expresión, y así lo hicieron.

De repente se concentró en ellos, como en uno solo, todo mi odio… Podía sentirlo y hasta palparlo dentro de mí. Vi otras caras, oí otras voces. Todas las personas a quienes yo había conocido, odiado, deseado aplastar o destruido, parecían haber resucitado y se hallaban allí de pie, junto al fuego. Las blancas hileras de sus dientes eran lo único que se percibía entre las sombras que velaban sus rostros. Todos sonreían mientras avanzaban cautelosamente hacia mí, llevando en sus manos destinos diferentes y en sus labios palabras suaves, persuasivas… Arrojé, pues, mi arena al más próximo y arremetí violentamente contra él.

Mi directo lo derribó hacia atrás. Casi al mismo tiempo dos egipcios cayeron sobre mí por ambos lados.

Me los quité de encima, y por el rabillo del ojo frío vi a un gigantesco árabe con algo parecido a un negro aguacate en su mano. Lo blandía amenazadoramente en mi dirección, por lo que me arrojé al suelo. Como se había acercado lo bastante, logré encajarle algo más que una caricia en el estómago, dejándole sentado por un buen rato. Los dos egipcios volvieron otra vez a la carga. En alguna parte, a cierta distancia, una mujer chillaba, pero en aquel momento no podía yo ver ninguna.

Conseguí liberar mi brazo derecho y golpear con él a alguien. Un hombre cayó por tierra y otro vino a ocupar su puesto. Desde delante, un hombre azul me arrojó una piedra que vino a lastimar mi hombro y sólo consiguió redoblar mi furia. Con todas mis fuerzas levanté en el aire un cuerpo que no cesaba de darme patadas y lo lancé contra otro, luego propiné un puñetazo a un tercero. Quedé libre por un instante. Mi galabieh estaba roto y sucio; me deshice de él para mayor comodidad.

Miré a mi alrededor. Habían dejado de atacarme, y me pareció que no jugaban limpio…, sobre todo en un momento en que me sentía dispuesto a romper lo que fuera. Levanté, pues, de nuevo al hombre que yacía a mis pies y lo volví a arrojar con fuerza al suelo. Lo alcé otra vez, pero alguien gritó:

—¡Eh! ¡Karaghiosis! —y empezó a insultarme en griego chapurrado. Solté la carga y me volví.

Allá, de cara al fuego, vi a dos de ellos: uno alto y con barba; el otro rechoncho y calvo, aunque macizo y de un color que parecía resultar de una mezcla de cemento y tierra.

—¡Mi amigo dice que te piensa destripar, griego! —vociferó el alto, palmeando al otro en la espalda.

Avancé hacia ellos y el hombre de cemento y barro me embistió con fiereza.

Logró derribarme, pero pronto me repuse y, cogiéndole por ambos sobacos, lo arrojé a un lado como si fuera un saco. Pero él también se recuperó, tan prontamente como yo lo había hecho. Volvió a lanzarse sobre mí y me agarró por detrás del cuello con una mano. Yo hice lo mismo con él, sujetándole por el codo, y así permanecimos un momento enlazados. Era fuerte.

Por este motivo seguí moviéndome y cambiando de postura, asiéndole por varios sitios para probar su fuerza. También era rápido, y se acomodaba a cada movimiento de los míos casi antes de que yo lo iniciara.

Conseguí desligar mis brazos y pasarlos por entre los suyos, con gran dificultad, y di un paso atrás apoyándome en mi pierna fuerte. Libres por un momento, reemprendimos el juego de observarnos y girar uno en torno al otro buscando nuevos puntos de ataque.

Yo me mantenía inclinado y con los brazos bajos, debido a su pequeña estatura. Aprovechando un instante en que mis brazos se hallaban demasiado pegados al cuerpo, se abalanzó sobre mí con una rapidez que nunca había yo visto antes en nadie y me apresó en una llave que pareció exprimir de mis poros hasta la última gota de sudor, causándome agudísimos dolores en ambos costados.

Sus brazos se cerraban más y más, y tuve la certeza de que acabaría por romperme los huesos si no conseguía liberarme a tiempo.

Cerré con fuerza los puños, los apliqué a su estómago y comencé a presionar. Sus poderosos brazos estrecharon aún más el cerco, como tenazas. Me eché un poco hacia atrás y levanté los míos trabajosamente. Por fin, mi puño derecho encontró la palma de mi mano izquierda. Así unidos, continué empujando los dos brazos hacia arriba, centímetro a centímetro, mientras la cabeza me daba vueltas y mis riñones ardían. Poniendo de repente todos los músculos de la espalda y hombros en tensión, sentí fluir por mis brazos un raudal de vigor que vino a concentrarse en las manos. Las disparé hacia arriba con el mayor ímpetu de que fui capaz. Tropezaron con su barbilla, pero no se detuvieron allí. Siguieron su trayectoria hasta quedar sobre mi cabeza.

Mi enemigo cayó hacia atrás.

La terrible fuerza de mis manos en el momento en que golpearon su barbilla y le obligaron a mirarse los talones por detrás habría bastado para romper cualquier cuello por resistente que fuera.

Pero él se incorporó inmediatamente, y entonces supe que no se trataba de un luchador mortal, sino uno de esos entes no nacidos de mujer; más bien extraídos, como Anteo, de las entrañas de la propia Tierra.

Dejé caer mis manos a plomo sobre sus hombros y le forcé a doblar las rodillas. Lo agarré entonces por la garganta y, colocándome a su derecha, asenté mi rodilla izquierda en la parte baja de su espalda. Presioné, haciendo palanca y cargando todo mi peso en sus muslos y hombros, con intención de descoyuntarlo.

No lo logré. Se fue doblando y doblando hacia atrás hasta tocar el suelo con la cabeza, y ya no pude empujar más.

Ninguna espalda es capaz de arquearse hasta ese punto sin estallar, pero la suya lo fue.

No tuve más remedio que retirar la rodilla, y ya estaba otra vez sobre mí. ¡Así de rápido!

Traté entonces de estrangularle. Mis brazos eran mucho más largos que los suyos. Apresé su garganta con ambas manos, y mis pulgares comenzaron a hundirse en el lugar donde todo ser humano debe tener la tráquea. Consiguió, no obstante, desasir sus brazos y sujetar los míos por la articulación, haciendo fuerza hacia abajo. Continué apretando, con la esperanza de ver de un momento a otro amoratarse su rostro y salírsele los ojos de sus órbitas. Pero nada de esto sucedía, y mis codos empezaban ya a ceder bajo su presión.

Súbitamente proyectó los brazos hacia adelante y sus manos atenazaron mi garganta.

Allí estábamos ambos, estrangulándonos mutuamente. Sólo que él seguía imperturbable.

Sus pulgares eran como dos púas que se clavaban en los músculos de mi cuello. Sentí que la sangre afluía a mi cabeza y que mis sienes comenzaban a vibrar.

Oí en aquel momento un grito, que me pareció lejano:

—¡Páralo, Hasán! ¡Se supone que no debe hacer eso!

Sonaba como la voz de Peluca Roja. De todos modos, ése es el nombre que me vino al pensamiento: Peluca Roja. Lo que significaba que Donald Dos Santos no andaría muy lejos. Y la voz había dicho «Hasán», otro nombre registrado en alguna parte de mi memoria, donde toda una escena se iluminaba de repente.

Ello significaba también que yo era Conrad y que estaba en Egipto, y que el inexpresivo rostro que se bamboleaba ante mí no era otro que el del golem luchador, Rolem, un engendro que podía programarse a una fuerza cinco veces superior a la del hombre y que con toda probabilidad había sido programado así, un robot cuyos reflejos eran comparables a los de un gato con exceso de adrenalina y que, sin duda alguna, funcionaban ahora a pleno rendimiento.

Pero se daba por supuesto que un golem no mataba, salvo por accidente, y Rolem estaba intentando matarme.

Era evidente que algo fallaba en su regulador.

Solté su garganta, al ver que mis esfuerzos no servían de nada, y puse la palma de mi mano izquierda bajo su codo derecho. Luego, con la otra mano, le sujeté la muñeca, y agachándome cuanto puede empecé a empujarle el codo hacia arriba y tirar al mismo tiempo de su muñeca hacia abajo.

Perdió el equilibrio, inclinándose hacia el lado izquierdo, instante que aproveché para liberarme de su mortal presión. Continué sujetándole con fuerza la muñeca y retorciéndola hasta que el codo quedó bien expuesto, apuntando al cielo. Puse entonces tensa mi mano izquierda, la levanté hasta la altura de la oreja y la dejé caer fulminantemente sobre la articulación del monstruo.

Nada. Ni el más mínimo sonido de rotura o reventón. Sencillamente el brazo cedió, doblándose hacia atrás y formando un ángulo artificial.

Le solté la muñeca y vaciló, cayendo sobre una rodilla. Volvió a ponerse en pie, con la rapidez de siempre, y al hacerlo su brazo se enderezó primero y se dobló después en sentido contrario hasta recuperar su posición normal.

Dada la mentalidad de Hasán, que me era familiar, supuse que el robot habría sido regulado al máximo de su tiempo: dos horas. Demasiado, no cabe duda.

Pero para entonces ya sabía yo quién era y lo que estaba haciendo. Y también sabía qué elementos entraban en la estructura de un golem. Éste era un golem luchador. Por tanto, no boxeaba.

Por encima del hombro eché una rápida mirada hacia atrás, es decir, al lugar mismo donde todo había empezado: la tienda con las instalaciones de radio. Estaba a unos quince metros de distancia.

De súbito, mi adversario estuvo a punto de lograr sus propósitos. Durante la fracción de segundo en que me distraje volviendo la cabeza, me había atenazado el cuello con una de sus manos y la barbilla con la otra.

De haberse mantenido así un poco más, me habría partido el cuello en dos sin el menor problema, pero en aquel instante sobrevino un nuevo temblor de tierra, muy violento, que nos hizo perder a ambos el equilibrio… separándonos una vez más.

Me incorporé a los pocos segundos. La tierra seguía temblando. Rolem, también de pie, se aprestaba a reanudar la lucha.

Parecíamos dos marineros ebrios peleándose en la cubierta de un barco zarandeado por la tempestad…

Se abalanzó hacia mí y esquivé el golpe cediendo terreno.

A mi vez le disparé un puñetazo con la izquierda y, mientras él paraba el ataque sujetándome el brazo, le asesté con el otro un golpe en el estómago. Luego salté rápidamente hacia atrás para eludir su réplica.

Volvió a la carga, y yo continué dándole golpes en el estómago. Boxear era para él algo así como la cuarta dimensión para mí… Simplemente, no las veía venir. Él siguió avanzando, tratando de esquivar mis directos, y yo seguí retrocediendo en dirección a la tienda. El terremoto no cesaba, y en alguna parte chillaba una mujer. Alguien dejó escapar un fuerte «¡olé!» en el momento en que logré colocar a mi enemigo un formidable derechazo bajo el cinturón, esperando desarreglar un poco su «cerebro».

Pero ya estábamos donde yo quería, y podía ver lo que me interesaba: la voluminosa roca con la que antes había intentado destrozar la radio. Fingí un ataque con la izquierda para distraer sus reflejos, lo que me permitió cogerle desprevenido y aferrarle el cuerpo con ambas manos, por el muslo y hombro respectivamente.

Levanté su mole hasta la altura de mi cabeza. Luego doblé mi propio cuerpo hacia atrás, puse todos mis músculos en tensión y lo arrojé sobre la roca con toda la fuerza de que fui capaz.

Cayó sobre el estómago.

Comenzó a incorporarse, pero ya con más lentitud que antes, y yo entonces le propiné tres fuertes patadas, siempre en el mismo lugar, con mi bota derecha, la bota reforzada. Contemplé cómo se desplomaba.

Las entrañas del robot empezaron a emitir un extraño zumbido metálico.

La tierra tembló nuevamente. Rolem se contrajo, para estirarse después, y por fin se quedó rígido, salvo por un ligero indicio de movimiento que aún se percibía en los dedos de su mano izquierda. Éstos seguían abriéndose y cerrándose… Curiosamente, me recordaban las manos de Hasán en la famosa noche del hounfor.

Giré sobre mis talones y me encontré cara a cara con todos ellos: Myshtigo y Ellen, Dos Santos con una mejilla hinchada, Peluca Roja, George, Ramsés y Hasán, y los tres egipcios cubiertos de vendajes. Di un paso hacia ellos, y al punto hicieron ademán de dispersarse de nuevo, con el temor reflejado en sus rostros.

—No, ahora ya estoy bien —dije—, pero dejadme solo. Voy a darme un baño en el río.

Logré andar siete pasos, pero de improviso alguien debió tirar de la cadena, porque sentí que me subía algo a la garganta, empezó todo a darme vueltas y el mundo se diluyó en mi cerebro.

Los días que siguieron fueron ceniza, y las noches hierro. El espíritu arrancado de mi alma a tiras yacía sepultado aún más profundamente que cualquiera de las mohosas momias que dormían su sueño eterno bajo las arenas. Se dice que los muertos olvidan a los muertos en los dominios de Hades, Cassandra, pero yo esperaba que no fuera así. Como un autómata, me dejé llevar por la inercia de las tareas propias del guía de una expedición. Lorel me sugirió que nombrase a alguien para sustituirme, y que me tomara un descanso.

No pude hacerlo.

¿A qué otra cosa podría dedicarme? ¿A sentarme y rumiar mi congoja en algún Antiguo Lugar, mendigando un trago a los despreocupados turistas que acertaran a pasar por allí? No. Tener algo que hacer es siempre esencial en tales casos; sus formas eventualmente generan un simulacro de satisfacción que viene de algún modo a llenar los vacíos interiores. Por eso continué en mi puesto y traté de concentrar la atención en los pequeños misterios de cada día.

Me llevé a Rolem aparte y examiné su regulador. Estaba roto, por supuesto; lo que denotaba que o yo mismo lo había roto en los primeros momentos de la lucha, o Hasán, al disponerlo a combatir conmigo. Si Hasán era el responsable, ello quería decir que había deseado verme no sólo vencido, sino muerto. Y si así era, surgía la pregunta: ¿por qué? ¿Sabía el hombre que lo empleaba que yo era el Karaghiosis de antaño? ¿Qué motivos podía tener para desear la muerte del fundador y primer secretario de su propio Partido? El hombre que había jurado no ver jamás la Tierra vendida y transformada en feria para el disfrute de un hatajo de extranjeros azules sin que antes hubieran de pasar por encima de su cadáver, o al menos sin luchar, y que había montado toda una intriga para depreciar sistemáticamente las propiedades terrestres de los veganos hasta reducir su valor a cero, llegando incluso a arrasar las oficinas de la Compañía Inmobiliaria Talerita de Madagascar; el hombre cuyos ideales él pretendía haber abrazado, aunque canalizados de ordinario en formas más legales y pacíficas de resistencia. ¿Por qué había de querer precisamente la muerte de ese hombre?

Concluí que o había traicionado al Partido, o ignoraba quién era yo, y en este caso debía perseguir otros fines cuando dio a Hasán instrucciones para que me matara.

O Hasán obedecía órdenes de algún otro.

Pero entonces, ¿quién podía ser ese otro? Y de nuevo la pregunta: ¿por qué?

No encontré respuesta. Decidí que tenía que haberla y me propuse dar con ella.

Las primeras palabras de pésame vinieron de George.

—Lo siento, Conrad —dijo, mirando a mi codo, luego a la arena, y finalmente cruzando su mirada con la mía por un breve instante.

Tener que decir algo humano le trastornaba, inspirándole deseos de acabar cuanto antes y marcharse. Dudo que mi ostentosa intimidad con Ellen el verano pasado le ocupara mucho la atención. Sus pasiones se extinguían allende el umbral de su laboratorio biológico. Aún recuerdo su modo de proceder cuando disecó el último perro que quedaba en la Tierra. Después de cuatro años de rascarle las orejas, espulgarle la cola y escuchar complacientemente sus ladridos, un buen día lo llamó como de costumbre. Rolf entró dando saltos y llevando entre sus dientes el trapo con que ambos solían jugar a ver quién se lo quitaba al otro. En cuanto George lo tuvo cerca, le plantó sin contemplaciones una aguja hipodérmica y al momento siguiente ya estaba abriéndolo en canal. Quería estudiarlo cuando el animal se hallaba en la plenitud de su vigor. Todavía conserva el esqueleto montado en su laboratorio. También intentó criar a sus hijos —Mark, Dorothy y Jim— en las Incubadoras, pero Ellen lo impidió cada vez, imponiéndose con energía (algo así como ¡bang! ¡bang! ¡bang!), en esos raptos de maternidad típicos en ella tras el embarazo y que solían durarle por lo menos un mes… Lo suficiente para desbaratar los planes de George relativos a la estabilización de estímulos primarios. Por todo ello me resultaba difícil imaginar a George poseído de pasión hasta el punto de tratar de tomarme las medidas para un saco de dormir…, de esos que se utilizan bajo tierra. Si me hubiera querido matar, probablemente habría buscado algo sutil, rápido y exótico… Como el veneno de un conejo de Divbán, por ejemplo. Pero no, mi muerte no podía importarle tanto, de eso estaba seguro.

La propia Ellen, aunque capaz de sentimientos intensos, es como una muñeca de cuerda con el mecanismo roto. Siempre le falla algo antes de que sus emociones se traduzcan a la acción, y al día siguiente vuelve a sentir con la misma fuerza cualquier otra cosa. Una vez, allá en Port-au-Prince, estuvo a punto de estrangularme porque la dejaba, y para ella nuestras relaciones eran asunto de vida o muerte. Ahora, su pésame venía a sonar, más o menos:

—Conrad, no puedes imaginarte cómo lo siento. ¡Te lo digo de veras! Aunque nunca la llegué a conocer, me doy perfecta cuenta de lo que debes estar pasando…

Y así sucesivamente, con una voz patética que subía y bajaba recorriendo todas las notas de la escala. En aquel momento yo sabía que era sincera y que lo sentía de verdad, y le di igualmente las gracias.

Hasán, en cambio, se acercó a mí aprovechando un momento en que me vio allí solo, de pie, con la mirada fija y perdida en las aguas del Nilo, repentinamente embravecidas y turbias. Permanecimos un rato en silencio, y luego dijo:

—Tu mujer se ha ido y te pesa el corazón. Las palabras no te aliviarán el peso, y lo que está escrito está escrito. Pero déjame decir también que comparto tu dolor.

Seguimos allí juntos algún tiempo más, sin añadir palabra, y por fin se marchó.

Sus escuetas declaraciones no me causaron asombro. Hasán era la única persona que podía descartarse de mis sospechas, incluso si el golem había sido manipulado por su propia mano. Jamás fue rencoroso ni tuvo nada contra nadie; y nunca mató gratuitamente. Tampoco tenía ningún motivo personal para matarme. No me cabía la menor duda de que su pésame era genuino. El hecho de darme muerte nada habría tenido que ver con la sinceridad de sus sentimientos en un asunto como éste. Un auténtico profesional ha de respetar por fuerza alguna frontera entre su propio yo y sus tareas.

De Myshtigo no recibí pésame alguno. Hubiera sido ajeno a su carácter. Para los veganos, la muerte es hora de regocijo. En el plano espiritual es lo que ellos llaman sagl —término, consumación—, es decir, fragmentación de la psique en diminutas sensaciones placenteras, como picaduras de alfiler que se desparraman para participar en el gran orgasmo universal; y en el plano material se sintetiza en la palabra ansakundabad’t, solemne inventario de la mayoría de las propiedades personales del finado, lectura de su testamento y división de su fortuna, todo ello con gran acompañamiento de festejos, cánticos y libaciones.

Dos Santos me dijo:

—Es triste lo que te ha sucedido, amigo. Perder la propia mujer es quedarse sin sangre en las venas. Tu dolor es grande y nada podrá consolarte. Es como el fuego de unas brasas que no acaban nunca de apagarse. Triste, sí, y terrible.

Con ojos humedecidos, concluyó:

—La muerte es cruel, y tenebrosa… Gitano, judío, moro o lo que quieras, una víctima es siempre una víctima para un español, y sólo puede apreciarse en uno de esos planos místicamente oscuros adonde yo soy incapaz de llegar.

También Peluca Roja vino a mi lado.

—Horrible… —dijo—. Lo siento. No sé qué más puedo decir, o hacer, pero lo siento.

—Gracias —respondí, aceptando sus palabras con una inclinación de cabeza.

—Conrad, tengo también algo que pedirte. Pero no ahora. Más tarde.

—Desde luego —dije, y volví a contemplar el río después que se alejaron. Me puse a pensar en ellos. Sus palabras de dolor me habían sonado tan auténticas como las de cualquier otro miembro del grupo, pero también parecía obvio que, de algún modo, debían estar mezclados en el asunto del golem. Por otra parte, tenía la certeza de que fue Diane quien gritó al ver que Rolem me estrangulaba, intimando a Hasán a que lo parase. Quedaba pues Don, pero para entonces abrigaba yo ya serias dudas de que fuera capaz de hacer algo sin consultárselo primero a ella.

Con lo que, en resumidas cuentas, todo el mundo resultaba libre de sospecha.

Y tampoco había motivo aparente…

Y todo podía haber sido accidental…

Pero…

Por más que mis reflexiones lo desmentían, seguía teniendo la sensación de que alguien quería matarme. Sabía que Hasán no tenía escrúpulos en aceptar al mismo tiempo dos trabajos, y obedecer a dos jefes diferentes, si no había conflicto de intereses.

Esta idea me alegró.

Y me dio un objetivo, algo que hacer.

A decir verdad, nada le proporciona a uno más ganas de seguir viviendo que el saber que alguien pretende quitarle de en medio. Yo encontraría a ese alguien, averiguaría sus motivos y pondría fin a sus amenazas.

La segunda embestida de la muerte fue rápida, y pese a lo mucho que me habría gustado culpar de ella a un agente humano, no pude hacerlo. Fue sólo una de esas necias jugarretas del destino, que surgen a veces inesperadamente como huéspedes inoportunos que vienen a cenar sin haber sido invitados. El final del suceso, no obstante, me dejó perplejo y dio nuevo pábulo a mis pensamientos, cada vez más enmarañados y confusos.

Ocurrió de este modo…

Allá abajo junto al río, ese genio de aguas indómitas que anegan el desierto trocándolo en vergel, ese destructor de confines y padre de la geometría plana, se hallaba sentado el vegano tomando notas y haciendo un croquis de la orilla opuesta. Supongo que, de haberse encontrado en esta última, estaría haciendo el croquis de la orilla que ahora ocupaba, pero esto es mera conjetura mordaz. Lo que me preocupaba era que hubiese venido solo a ese lugar abrigado y cenagoso sin haberle comunicado a nadie sus propósitos y sin otra arma que un lápiz del número dos.

Y sucedió.

Un tronco viejo y moteado, que llevaba algún tiempo flotando a la deriva junto al borde del río, dejó de repente de ser tal tronco. Una larga cola de serpiente chasqueó al encresparse uno de sus extremos, en el otro brotaron como por encanto unos dientes descomunales, e infinidad de minúsculas patas buscaron apoyo en tierra firme y comenzaron a moverse como ruedas.

Aullé, más que grité, llevando instintivamente la mano al cinturón.

Myshtigo dejó caer su libreta en un rápido intento de fuga.

Pero el animal estaba ya encima, y así yo no podía disparar.

Corrí entonces hacia ellos. En los breves segundos empleados en recorrer la distancia que nos separaba, el hombre tenía ya dos gruesos anillos en torno a su cuerpo y el azul de su piel era por lo menos dos tonos más oscuro. Los dientes de la fiera empezaban a cerrarse sobre él.

Sólo hay un modo de obligar a este tipo de animales a aflojar la presión, al menos por un instante. Le agarré con todas mis fuerzas la cabeza, que a la sazón se había inclinado un poco como para contemplar mejor su eventual desayuno, y logré introducir los dedos en ambas hendiduras laterales, medio ocultas tras un manto de espesas escamas.

Hundí mis pulgares en los ojos del monstruo y apreté cuanto pude.

Un látigo gigantesco y verdoso me golpeó con furia, a la vez que el cuerpo del reptil se agitaba espasmódicamente.

Al recobrar la lucidez, vi que me encontraba a tres metros de donde había estado antes. Myshtigo había ido a parar aún más lejos y apenas acababa de incorporarse cuando el saurio volvió al ataque.

Sólo que esta vez era yo el atacado, no él.

La enorme y fea cabeza del animal irguióse hasta dos metros y medio por encima del suelo para caer en seguida sobre mí con todo el peso de su mole. Me eché a un lado, logrando esquivarla por pocos centímetros, pero no conseguí evitar los efectos del impacto, que se tradujo en una recia lluvia de lodo y guijarros.

Rodé otra vez por tierra y ya estaba a punto de levantarme cuando la cola me derribó nuevamente de un golpe. Intenté retroceder a gatas, pero era ya demasiado tarde para escapar al anillo mortal que me cercaba. Sentí una insufrible opresión bajo las caderas, y mis fuerzas cedieron.

Un par de brazos azules rodearon el cuerpo del coloso más arriba del anillo y trataron de forcejear, pero sólo fue cuestión de segundos. A poco, ambos hombres nos debatíamos inútilmente entre sus fatídicos nudos.

Aún luché hasta donde mis escasas fuerzas lo permitían, pero, ¿cómo puede lucharse contra un grueso cable blindado y escurridizo con legiones de patas que no cesan de arañarle a uno la piel? Para entonces mi brazo derecho hacía ya un todo con mi costado, y el izquierdo empezaba también a perder su libertad de movimientos. Los anillos se estrechaban. La cabeza del monstruo se volvió lentamente hacia mí. Con la mano que aún me quedaba libre arañé y golpeé su cuerpo en un intento desesperado de resistir. No sé cómo, logré por fin sacar el brazo derecho dejando jirones de carne y piel entre las escamas.

Con el mismo brazo derecho intenté oponerme al descenso implacable de aquella cabeza. Mi mano tocó la parte inferior de su mandíbula, se aferró a ella y se mantuvo así por breves instantes, evitando momentáneamente el fatal desenlace. El anillo carnoso me apretaba la cintura cada vez con más fuerza, con más fuerza, con mucha más de la que antes había desarrollado el golem. Súbitamente el animal ladeó la cabeza con ímpetu, liberándose de mi mano, y sus fauces se abrieron de par en par.

Los forcejeos de Myshtigo debieron de haberle irritado, distrayendo un tanto su atención, lo que me dio tiempo para una última tentativa de defensa.

Introduje ambas manos en su boca y empujé con fuerza las mandíbulas, abriéndoselas más.

Su paladar era viscoso, y pronto sentí que la palma de mi mano resbalaba lentamente por su superficie. Hice aún más fuerza en la mandíbula inferior, toda la que pude. Logré agrandar el espacio en quince centímetros, desencajando momentáneamente sus músculos.

La bestia intentó entonces zafarse echando la cabeza hacia atrás, pero sus anillos nos apretaban demasiado para permitirle tomar el necesario impulso.

Los aflojó, pues, un poco y sacudió la cabeza. Aproveché la oportunidad para conseguir una posición vertical sobre las rodillas. A medio metro de mí, vi a Myshtigo hecho un ovillo.

Mi mano derecha, dentro de las fauces del animal, resbaló aún más, hasta hacerme casi perder el equilibrio.

Oí entonces como un bramido salvaje, seguido de un violento estremecimiento.

Liberé mis brazos, con la sensación simultánea de que las fuerzas del monstruo se debilitaban. Sus dientes rechinaron espantosamente y el anillo volvió a cerrarse un instante. Los ojos se me nublaron.

Un momento después, seguía luchando por desenredarme y me pareció que el éxito coronaba mis esfuerzos. El pulido dardo de madera que espetaba el cuerpo del boadilo le estaba arrebatando la vida. Sus movimientos eran ya espasmódicos más que agresivos.

Todavía fui golpeado dos veces, pero pude liberar a Myshtigo y ponerme con él a salvo. A unos quince metros de distancia nos detuvimos a contemplar la muerte de nuestro enemigo. Sus convulsiones aún duraron un buen rato.

Hasán estaba allí, de pie, contemplando la escena con cara inexpresiva. Sus largas sesiones de práctica con las azagayas habían dado fruto. Cuando George disecó más tarde el reptil, nos enteramos de que el dardo había ido a clavarse a cinco centímetros de su corazón, seccionando la arteria principal. De paso, contamos las patas. Había dos docenas, repartidas por igual a cada lado, como era de esperar.

Junto a Hasán se hallaba Dos Santos, y junto a éste Diane. Todos los demás se encontraban allí también.

—Bonito espectáculo, ¿eh? —comenté—. Y buena puntería. Gracias.

—No hay de qué —replicó Hasán.