WILLIAMS se sentó sobre una piedra para contemplar la noche. Había una enorme hoguera en una cima, al otro lado del valle, y unas pequeñas figuras negras daban brincos alrededor de ella como si fueran guerreros de una tribu salvaje de África o América. Eran campesinos portugueses, pero habían demostrado ser lo suficientemente bárbaros cuando aparecieron después de que acabara el combate para desnudar a los franceses muertos y heridos. Varios soldados heridos fueron apuñalados cuando yacían en el suelo y los casacas rojas sintieron asco ante tal demostración, pero fueron incapaces de proteger a los heridos enemigos, puesto que se les ordenó que regresaran a la cumbre de la colina que habían ocupado antes de la batalla. Hanley dijo que aquello era lo único que podían esperar los franceses visto el modo en que se habían comportado en Portugal y España, pero incluso él se había escandalizado ante aquel espectáculo.
—No lo comprendo —dijo por fin Williams—. Los franceses estaban a nuestra merced y, sin embargo, estamos aquí sentados sin hacer nada.
—Supongo que no depende del César —declaró Pringle con una sonrisa—. Pero los generales son los generales. La cuestión es que Wellesley quería ir, pero Burrard sospechaba que podría haber más franceses por ahí. —Se decía que Sir Hew Dalrymple había llegado ya de Gibraltar para relevar a Sir Harry, de modo que el ejército tenía ahora a su tercer comandante en otros tantos días—. ¿Quién sabe si tenía razón?
—Tú no lo crees de verdad, ¿no? —preguntó Hanley.
—Pues no, claro que no. Pero simplemente estoy tratando de mostraros cómo debe comportarse un teniente responsable. No quejándose.
—Aún no lo he digerido, pero me vendrá bien el sueldo de más. —A Hanley le habían nombrado teniente. Era el alférez de mayor antigüedad, por lo que el ascenso le tocaba a él y todas las bajas habían causado muchas vacantes.
—Pues sí, los tenientes vivimos como reyes.
—Puede que te asciendan pronto a capitán —dijo Williams.
—Quizá —Pringle estaba decidido a no dar nada por sentado. Tenía los años de experiencia y la antigüedad para el ascenso, pero aún podría haber alguien que comprara el puesto pasando por encima de él y, en cualquier caso, no le alegraba dejar la Compañía de Granaderos—. De todos modos, ahora que han pasado cinco horas desde que eres oficial, podemos preguntarte qué se siente, alférez Williams.
—La verdad es que no hay mucho cambio.
—¿No puedes mostrar un poco más de entusiasmo?
—¡Hurra! —dijo Williams sin mucha euforia.
—¿Por qué dijo MacAndrews que esta vez te pegaría un tiro si no aceptabas? —le preguntó Hanley.
—¿Importa eso?
—La verdad es que no, pero si me lo cuentas puede que el tiempo pase más rápido.
Williams bajó la mano para coger la espada que había a su lado. Aún no había asimilado de verdad su ascenso, pero el arma de oficial le hizo sentir que todo aquello no había sido producto de su imaginación. Ahora era un alférez y, pese a que había pasado suficiente tiempo en el ejército como para conocer el desdén con el que la mayoría de los soldados consideraba a estos oficiales de menos graduación, podía sentir la emoción en su interior. Era una pena que no hubiera podido quedarse con la espada que le había quitado al oficial de artillería francés. Cuando el hombre le dio su palabra, no tuvo más remedio que devolverle aquel símbolo de su honor.
Dobson le había regalado esta espada hacía más de una hora. El veterano se la había quitado a Denilov —era el bulto que tan misteriosamente había traído de vuelta al campamento.
—Te dije que serías oficial, Doguillo —le había declarado, mostrando en su rostro una de las más amplias sonrisas que había visto jamás. El viejo soldado parecía estar contento de verdad. Entonces se colocó en posición de firmes y le dedicó un saludo que no habría deshonrado a un sargento mayor de la Guardia Real—. Enhorabuena, señor —dijo con gran ceremonia.
Williams sonrió al recordarlo y sacó suavemente la espada de su funda. Tenía una empuñadura ornamentada, con un emblema que supuso que sería de la familia rusa. La hoja era curvada y se suponía que los granaderos debían llevar una espada recta, pero estaba tan bien equilibrada que incluso sus poco expertos ojos podían asegurar que se trataba de un arma excelente.
Aquel regalo supuso un gasto menos durante los siguientes días, cuando tuvo que comprar el uniforme y el equipo de oficial. Con suerte, su parte del dinero que Dobson le había quitado al oficial ruso le permitiría comprar el resto. Pronto se celebrarían subastas macabras, cuando se vendieran los bienes de los oficiales caídos para que los beneficios fueran enviados a sus parientes más cercanos y Williams sabía que tendría que participar en aquel morboso negocio. Dobson le había ayudado en muchas cosas y lo cierto era que ya no parecía importar que probablemente hubiera matado a Redman. A Williams le preocupaba que su sentido de la moralidad estuviera mermando, pero estaba demasiado cansado y aún demasiado feliz como para pensar más en ello.
Se oyó el sonido de unas fuertes arcadas y todos levantaron la vista cuando Hatch pasó tambaleándose. Claramente estaba muy bebido. Se quedó por un momento mirando enfurecido a Williams, que estaba allí sentado vestido con los restos de su desgarrada casaca. Hatch intentaba recordar algo con desesperación, pero la memoria le fallaba en ese momento. Era importante, solo sabía eso, pero se le resistía. Quizá volvería a recordarlo con el tiempo.
—Pareces un mendigo —dijo, y se fue dando bandazos, desapareciendo en la oscuridad.
—Tiene razón —confirmó Pringle. Se oyó un carraspeo y todos se pusieron en pie de un salto. Jane MacAndrews estaba en el margen de la luz que proyectaba la pequeña hoguera. Un soldado esperaba detrás de ella, al que reconocieron como el sirviente de Truscott, el soldado raso Knowles.
—¿Cómo está el señor Truscott? —preguntó Williams, mostrándose por una vez claro y tranquilo al hablar con la muchacha.
—Está dormido. Por desgracia, le han amputado el brazo, pero el médico dice que tiene posibilidades de salir adelante. —La muchacha había visto cómo llevaban a Truscott al hospital improvisado tras la batalla y le había sostenido la mano a lo largo de toda la operación, consiguiendo de algún modo no hacer caso del espantoso sonido que producía la sierra sobre el hueso. Luego se había sentado a su lado con Knowles hasta que se quedó dormido. Jane tenía el rostro demacrado y los ojos apagados.
—Gracias de parte de todos nosotros —dijo Pringle—. Sé la gran ayuda que ha supuesto usted.
—Yo no he hecho nada —respondió con un suspiro—. Pobre muchacho.
—Ha debido ser un enorme consuelo —Hanley trató de animarla—. No me sorprendería que la mitad del regimiento terminara disparándose a sí mismo con tal de cogerla de la mano.
Jane sonrió diligentemente, pero pronto su felicidad fue real.
—Debo darles la enhorabuena. Estoy orgullosa de todos ustedes. Especialmente de usted, señor Williams.
Williams sonrió satisfecho y, a continuación, se apoyó sobre una rodilla y agarró la mano de la muchacha. Pringle y Hanley dieron unos cuantos pasos atrás para dejarle privacidad.
—Señorita MacAndrews, un elogio de su parte es mejor que cualquier recompensa —las palabras le salían con fluidez, mostrándose por fin confiado—. Debo decirle que la tengo en la más alta estima. De hecho, yo… —por primera vez vaciló, sorprendido de su propio descaro—. Yo la amo —le dio un suave beso en la mano enguantada. Había restos de sangre en el guante.
La expresión de Jane era de cariño, pero también de sentirse abrumada por el cansancio.
—Es muy amable por su parte, señor Williams. Me siento realmente conmovida.
Williams mantuvo la cabeza agachada por debajo de la mano de ella, que agarraba con fuerza.
—No estoy en situación de pedirle nada —continuó—. Aún no, pero quizá algún día —entonces volvió a quedar en silencio y, de nuevo, apretó sus labios contra la mano de ella.
—Bueno, como mínimo seremos amigos, como ya le dije. Y sospecho que los mejores —contestó la muchacha un momento después—. Ahora estoy cansada. ¿Sería posible que me devolviera la mano?
Williams levantó los ojos mirándola con veneración y ella le deslumbró con una sonrisa.
—¿Eso es todo? —susurró Pringle al oído de Hanley.
—No te burles. Probablemente esto haya sido lo mismo que una noche de pasión para nosotros. Bills es un tipo extraño.
—En fin, supongo que hoy es uno de esos días en los que las cosas terminan de una forma inesperada.