LO cierto era que MacAndrews estaba muy contento, aunque no lo demostraba. Su batallón se encontraba en el lugar adecuado en el momento oportuno. Si llegan a haber avanzado hacia su propio flanco les habrían salido al paso los franceses y no habrían estado en situación de resistir. Y de haber ido más despacio, habrían estado demasiado lejos como para ayudar al 71 y al 82. El hecho de avanzar en línea de cuatro en fondo había sido fundamental, puesto que habían marchado algo más rápido y tenía que reconocer que el instinto del general de brigada al respecto había estado acertado.
Ordenó al 106 que se detuviera. Los highlanders se estaban agrupando y volvían a formar a su izquierda y el 82 a su derecha. La artillería seguía atrás y lejos, pero ahora contaban con tres batallones fuertes para enfrentarse al asalto francés. El enemigo parecía haberse dado cuenta de que su victoria no sería ya tan fácil. Se habían detenido y sus dragones estaban retrocediendo para reorganizarse, listos para apoyar el ataque de la infantería. El general Brenier colocó tres de sus cuatro batallones en la primera línea. El cuarto estaba detrás del batallón central como reserva. Todos estaban en columna de ataque con un frente de dos compañías. Los oficiales y los suboficiales gritaban y metían prisa a sus hombres para que se colocaran en sus puestos a ambos lados. Diez minutos después los franceses estaban listos.
—En avant! —gritó el general Brenier—. Marche! —Los tambores empezaron a sonar y la infantería francesa emprendió la marcha mientras los faldones de sus largos gabanes ondeaban. Iban a ciento veinte pasos por minuto y los tambores marcaban el ritmo. Uno, dos, tres; uno, dos, tres, y así sucesivamente al rápido ritmo que guiaría el ataque contra el enemigo para poder atravesarlo. Los soldados empezaron a gritar a medida que avanzaban: «Vive l’empereur!» siempre que los tambores hacían una pausa entre cada secuencia. Por el valle se escuchaba el eco de más de cuatro mil voces. «Vive l’empereur!».
El ritmo de los tambores martilleaba en la cabeza de los expectantes británicos. Williams se sorprendió contando en silencio al compás de los redobles. Incluso movía los labios con las consignas francesas. El soldado raso Murphy empezó a murmurar algo siguiendo el ritmo.
—¡Panta-lones-viejos! ¡Panta-lones-viejos![15]
Dobson se unió a él y, después, más hombres a ambos lados y aquella expresión sin sentido se extendió por todo el batallón.
—¡Panta-lones-viejos! ¡Panta-lones-viejos!
Williams se rio y participó también.
—¡Panta-lones-viejos! ¡Panta-lones-viejos! —La consigna se oía ahora con fuerza, pues los hombres del 106 gritaban aquellas palabras como si con ellas desafiaran a los franceses.
MacAndrews sonrió al escucharlos. Miró a ambos lados y vio que los demás batallones ya habían vuelto a formar y estaban preparados. El general Nightingall y sus oficiales se encontraban sobre un pequeño montículo, justo detrás del 106, y cuando MacAndrews lo miró, el general levantó en el aire su tricornio moviéndolo hacia delante.
—Señor Fletcher, listos para avanzar.
El sargento mayor del regimiento se aclaró la garganta.
—¡Silencio en las filas! —Los gritos cesaron—. El batallón se dispone a avanzar. ¡En marcha!
Las tres líneas de casacas rojas emprendieron la marcha hacia el enemigo que avanzaba en dirección contraria. Ahora los franceses estaban cerca, a menos de doscientos metros, tan cerca que los fusileros de ambos bandos volvieron a sus flancos. Los tambores seguían sonando y los soldados gritaban: «Vive l’empereur!». Los oficiales corrían encabezando la columna, animando a sus hombres a seguir adelante para machacar la delgada línea británica. Los británicos avanzaban más tranquilos y, a continuación, los gaiteros del 71 empezaron a tocar y su fuerte y desenfrenada música se impuso sobre el resto de los ruidos.
MacAndrews encabezaba el cuerpo de banderas y avanzaba con su caballo sin mirar atrás. En realidad, no tenía por qué hacerlo, pero el sonido de las gaitas le hizo sacar su espada de empuñadura de cesta. Por un momento, se rio al pensar que seguía estando dispuesto a quitarse los zapatos y avalanzarse contra el enemigo como el más salvaje de los miembros del clan. Los oficiales de la compañía marchaban a la derecha de sus hombres.
—Tranquilos, muchachos, tranquilos —dijo Pringle en voz baja. Otros oficiales repitieron aquella simple frase o permanecieron serios y en silencio.
Los franceses estaban más cerca. Pringle podía ver los rostros de los hombres de las filas delanteras y sus bocas bien abiertas mientras gritaban: «Vive l’empereur!». La mayoría llevaban bigotes y parecían viejos veteranos. Costaba creer que hubiera algo que los pudiera parar. Los británicos bien afeitados parecían simples niños en comparación.
A cien metros, las columnas francesas se detuvieron un momento para disparar. MacAndrews sintió que las balas pasaban por su lado. Oyó un leve suspiro detrás de él y por el rabillo del ojo vio un destello cuando el estandarte del rey cayó al suelo por un momento. El alférez que lo llevaba había muerto, pero uno de los sargentos recogió la bandera y la llevó hasta que trajeron de su compañía al siguiente alférez de mayor edad. Cayeron más soldados. El capitán del 82 que había organizado la línea contra la caballería fue alcanzado en la rótula y tuvo que apretar los dientes en un intento por no gritar. Un gaitero del 71 cayó al suelo tras recibir disparos en las dos piernas, pero se apoyó en una piedra y poco después estaba tocando de nuevo. Con su música instaba a los hombres a seguir adelante mientras los escoceses avanzaban pasando por su lado.
Los británicos no pararon. Los sargentos obligaron a sus hombres a ocupar los espacios libres y tras las líneas fueron quedando bultos rojos y harapientos a medida que avanzaban. Había dos cañones junto al batallón central francés y se desplegaron. MacAndrews trató de no mirar a los artilleros mientras estos los levantaban pasando de la posición de transporte a la de tiro y daban la vuelta a las tapas para colocar los muñones. Metieron a presión las cargas y después las balas fijadas a sus saleros de madera.
Las columnas francesas volvían a moverse y regresaron los tambores y consignas. «Vive l’empereur! Vive l’empereur!». Primero disparó un cañón y, un momento después, el segundo. Una bala alcanzó a la Compañía de Granaderos del 106 y decapitó a cada uno de los cuatro hombres que estaban en una fila. En un momento estaban enteros y, al siguiente, sus cabezas parecían haberse desintegrado, salpicando de sangre y sesos a los hombres que los rodeaban. Sus cuerpos permanecieron de pie durante un instante mientras la sangre chorreaba por su cuello y, a continuación, se doblaron. El sargento Darrowfield gritó a sus hombres que se arrimaran unos a otros.
—¡Batallón, alto! ¡Presenten armas! —La voz de Fletcher exigía una obediencia inmediata, pero MacAndrews dejó que su entusiasmo se impusiera y gritó él mismo la última orden.
—¡Fuego!
Solo dispararon las dos primeras filas, pues habría sido peligroso que lo hicieran los hombres que estaban detrás de ellos. Unos trescientos cincuenta mosquetes estallaron y envolvieron el frente del 106 en un denso humo. Una docena de mosquetes se encasquillaron, aunque la mayoría de los soldados no se dio cuenta. No podían ver nada, pero la descarga estalló contra el frente de la columna francesa del centro y lanzó hacia atrás a varios hombres. Se oyeron gritos y ruidos sordos cuando las pesadas balas de metal alcanzaron su objetivo. Los mosquetes británicos eran de un calibre mayor que los franceses y las maleables balas de plomo se deformaban y quebraban los huesos cuando penetraban en la carne. Más de veinte hombres murieron y el doble de ellos resultaron heridos. Algunos no sobrevivirían a aquella noche. Las consignas y los tambores habían cesado sustituidos por gritos y gemidos de dolor.
MacAndrews estaba a punto de dar la orden de colocar las bayonetas cuando miró hacia atrás y vio que sus hombres ya habían fijado las hojas en la parte superior de sus mosquetes. Por mucho que lo intentara, no recordaba haber dado esa orden.
—¡El batallón se dispone a avanzar! ¡En marcha!
El 106 atravesó el humo de su propia descarga a paso constante. A cada lado, los highlanders y el 82 hicieron lo mismo. Las gaitas seguían sonando y sus notas chirriantes se hacían oír por encima de todo lo demás. Las descargas británicas habían devastado los frentes de las columnas francesas. El enemigo se había detenido. Los oficiales gritaban tratando de restaurar el orden. Las columnas izquierda y central empezaron a desplegar sus compañías de retaguardia en un esfuerzo por formar una línea y responder al fuego británico. Era demasiado tarde.
—¡A la carga! —gritó MacAndrews golpeando con sus tacones los lomos del caballo. El 106 empezó a lanzar vítores y a correr hacia delante siguiéndole. Los otros regimientos también cargaron y las gaitas sonaban ahora más desacompasadas mientras los gaiteros trataban de seguir el paso. Los cañones franceses volvieron a disparar y dos botes de metralla estallaron entre los hombres del 106 segando a varios grupos de casacas rojas. El soldado Murphy recibió un corte en el brazo, pero bufó entre dientes unas cuantas blasfemias y siguió adelante. Hubo disparos desde los frentes de las columnas francesas y una de las compañías que trataba de desplegarse disparó impulsada por el pánico lanzando balas de mosquete tanto entre los británicos como entre sus propios compañeros.
Las columnas se rompieron. Los hombres se dieron la vuelta para salir huyendo y, aunque los sargentos que se encontraban detrás de las compañías detuvieron a los primeros, eran demasiados y, de repente, hubo un torrente de fugitivos saliendo en tropel hacia la retaguardia. MacAndrews alcanzó a ver un águila dorada volando por encima de la columna que se desintegraba y se dirigió hacia ella, pensando que sería magnífico hacerse con ese trofeo. Iba por delante de sus hombres y derribó torpemente a un soldado francés que lo miraba confuso pero que, aun así, lanzó su bayoneta en dirección al escocés. El golpe de MacAndrews cortó en dos el chacó del soldado, que se le quedó absurdamente enganchado en la espada, pero fue de todos modos lo suficientemente fuerte para tirar al suelo al hombre, aunque no le llegó a producir ningún corte en la piel. A continuación, vio a varios hombres a su alrededor, todos ellos intentando rendirse, y el mayor se dio cuenta de que el combate había terminado.
Williams salió corriendo por delante de los demás granaderos en dirección a los cañones franceses. No pensaba en nada, simplemente actuaba, deseando llegar a los artilleros antes de que les diera tiempo a cargar y disparar o escapar. Se abrió paso a empujones entre la formación. Dobson lo seguía de cerca y quizá otros más, y pudo entrever que Darrowfield iba casi a su misma altura, con su media pica apuntando al enemigo. Entonces, el sargento tropezó y se oyó un grito terrible cuando la punta de su pica se clavó en el suelo y el extremo sin afilar se le introducía en el vientre. Williams no lo vio, sino que siguió corriendo. Dobson se detuvo para sostener en sus brazos al moribundo Darrowfield. Se conocían desde hacía mucho tiempo y, si no eran amigos, sí que eran antiguos camaradas. Darrowfield gemía de dolor y de la boca le salía un hilo de sangre. «Menuda forma ridícula de morir», pensó Dobson.
Williams continuó corriendo. Los artilleros limpiaban frenéticamente el cañón para apagar las ascuas que aún ardían y encendieron la siguiente carga demasiado pronto. Los hombres tenían preparados en sus manos la carga y un bote de metralla. Williams deseó entonces que su mosquete estuviera cargado, pero era demasiado tarde para ponerse a pensar en ello, así que les gritó desafiándolos e hizo que sus piernas fueran más rápido. Un artillero con una casaca de color azul oscuro y unos pantalones del mismo color se acercó a él blandiendo una pesada baqueta. Williams esquivó el golpe y dio con la culata de su mosquete en la ingle del hombre. El francés se dobló del dolor y, por añadidura, Williams le golpeó en la cabeza al pasar por su lado. El siguiente hombre llevaba un sable corto, pero el voluntario paró el golpe con su bayoneta, apartó el arma con un movimiento rápido y luego hundió la punta en el cuello del soldado. En los ojos del artillero se dibujó una mirada de sorpresa horrorizada mientras dejaba caer su espada y se asía la enorme herida. Soltó un estertor y de la herida salió un chorro de sangre que manchó su casaca y la mano de Williams mientras el voluntario retiraba la hoja.
Se oyó una voz que gritaba improperios y Williams casi no se daba cuenta de que se trataba de la suya. Ya estaba junto al cañón y dos franceses más se abalanzaron sobre él. Uno era un oficial que blandía con habilidad su larga espada mientras dejaba ver sus dientes con rabia. Embistió a Williams, que a duras penas consiguió esquivar el golpe, de modo que la hoja atravesó la insignia del hombro derecho del granadero, desbrozando el adorno de lana. La espada se quedó enganchada y Williams sintió que la casaca se le desgarraba cuando él, a cambio, golpeaba la cara del oficial con la culata de su mosquete. El francés se echó hacia atrás y solo recibió un golpe de refilón. En ese mismo momento, el artillero blandió un pesado barrote y golpeó a Williams en el cuerpo haciendo que se tambaleara. Se le cayó el mosquete de las manos y terminó rodando por la hierba.
El soldado fue a por él levantando de nuevo la porra de hierro mientras Williams se ponía de rodillas. Había perdido la mayor parte de su manga derecha y buena parte de su chaqueta, y atisbó al francés tratando de desenredar los restos de tela de su espada. Casi de pie, Williams saltó sobre el artillero golpeándole en el vientre y lanzándolo al suelo debajo de él. Con una mano agarró el cuello del francés y con la derecha daba puñetazos sobre el rostro ensangrentado del hombre. El oficial había liberado su espada y se acercaba ahora hacia ellos.
—Monsieur! —le interrumpió Hanley con el brazo izquierdo vendado y en cabestrillo, pero con una pistola en alto en su mano derecha apuntando al pecho del francés. Varios granaderos estaban detrás de él apuntando con sus mosquetes.
El oficial de artillería se quedó mirándolos un momento, después se encogió de hombros y bajó la espada. La lanzó al suelo delante de Hanley.
—Cógela, Bills —dijo—. Tú has hecho el trabajo más difícil.
El ataque francés había quedado frustrado. Las tres columnas de los batallones que iban en cabeza se deshicieron cuando las líneas británicas se lanzaron a la carga y la columna de apoyo se unió a la desbandada cuando el 82 se acercó a ella. Los highlanders volvieron a hacerse con los cañones franceses que habían conseguido antes. Uno de sus cabos capturó también al mismo Brenier cuando encontró al oficial francés herido y atrapado bajo su caballo muerto. Llegaron algunos cañones británicos y ayudaron a acelerar la huida. Dispararon a los dragones, que constituían el último cuerpo de las tropas que seguía en formación, y cuando los fusileros del 60 empezaron también a disparar a los jinetes de casacas verdes, la caballería francesa se retiró.
Justo antes de que el sargento Darrowfield muriera, el dolor pareció disminuir y consiguió estar lúcido. Sonrió a Dobson.
—No se lo he dicho a nadie, Dob. Te lo prometo. Me gusta el señor Williams, y mucho —jadeó—. Nunca me gustó ese cabrón de Redman. Me alegré de que el Doguillo lo matara, pero nunca dije nada. No fui yo.
Dobson no dijo nada porque vio que la luz de los ojos del sargento se había apagado. Los suyos estaban vidriosos y no se dio cuenta de que el alférez Hatch estaba a tan solo unos centímetros, desenroscando el tapón de su petaca.
Sir Arthur Wellesley sabía que toda la infantería de Junot había quedado deshecha y que más de la mitad de sus cañones habían sido capturados. La batalla se había extendido a lo largo de una amplia superficie, casi tres kilómetros separaban el combate que hubo alrededor del pueblo de la derrota de las columnas de los flancos franceses. Junot había lanzado a sus brigadas por separado y, como consecuencia, habían quedado destrozadas. Ahora, el general de división Ferguson había enviado un informe en el que decía que tenía los restos de las brigadas francesas atrapados en un valle y pedía permiso para atacar y completar su destrucción. Los franceses habían quedado hechos añicos y ahora lo único que faltaba por hacer era que los británicos —y sus aliados portugueses— avanzaran y completaran la victoria. Los dragones ligeros no estaban en condiciones de hacer gran cosa, pero casi la mitad de la infantería no había disparado un solo tiro aún. Estaban descansados y entusiasmados, y el enemigo no sería capaz de detenerlos. No era más que mediodía.
Wellesley se dio cuenta de ello, pero el ejército no estaba ya bajo su mando. El general Burrard había llegado al fin, así que el hombre de menor edad fue con su caballo hasta su superior para informarle e instarle a que diera la orden obvia. No importaba que Burrard se quedara con parte de la gloria, porque habría mucha para compartir.
—Sir Harry, ha llegado el momento de que avance. El enemigo ha sido completamente derrotado y podremos estar en Lisboa dentro de tres días —Wellesley levantó la voz entusiasmado.
—Enhorabuena, Sir Arthur, por un combate tan noble. Pero usted y sus hombres ya han hecho suficiente por hoy. —Pese a la generosidad de sus palabras, había cierto tono reticente en la voz de Sir Harry.
Wickham asintió. Por lo que a él respectaba, estaba dispuesto a comer y, después, dormir durante el resto del día. El rostro de Wellesley mostró un ligero indicio de rabia y frustración, pero la decisión ya no era suya, así que obedeció. Era un nimmukwallah y obedecería a cualquier idiota que su Gobierno designara como superior suyo.
La granja donde habían dejado a Mata y a los demás se encontraba en el camino de la columna del flanco francés. Pringle, Hanley y Williams pidieron unos caballos y salieron con ellos hacia allí cuando el combate terminó. Los médicos estaban demasiado ocupados tras la batalla como para llevarlos con ellos y Truscott esperaba su turno, pues había recibido un disparo en el brazo en el último momento de la batalla. Ninguno de los otros tres había visto cómo ocurrió ni tuvo noticias de ello hasta después.
Cuando llegaron a la granja, los cadáveres de la noche anterior estaban en fila en el granero, tal y como los habían dejado. Tenían los bolsillos vueltos hacia fuera pero, por lo demás, los franceses no les habían tocado al pasar por allí. No había rastro de Mata ni de sus hombres, ni del cofre del dinero ni de María.
—Sucedió de verdad, ¿no? —preguntó Hanley. A ninguno de los otros se les ocurrió una buena respuesta, pero Pringle bajó la mano para palpar el bolsillo donde guardaba la nota de María. El nombre era el de un sacerdote y la dirección era la de su iglesia. Pringle sonrió.
—Desde luego que sí —dijo. Billy Pringle recordó a la monja que pedía ayuda desesperada e imaginó su reencuentro con la cortesana, ahora que los franceses parecían haber sido derrotados de verdad. El pobre Truscott estaba herido pero, aparte de eso, aquella había resultado ser una buena guerra. ¡Mucho mejor que la vida gris de un clérigo!