35

WICKHAM quería tomar un trago y, más que eso, lo que deseaba era sentarse o tumbarse a descansar un rato. Sobre todo, estaba harto de estar montado en su yegua mostrándose como claro objetivo para todo artillero francés que hubiera por allí. Después de dejar a Lawson, recorrió toda la cumbre. No estuvo mal. Vio fusileros delante de él y los franceses más cercanos estaban a unos doscientos metros. Solo una vez oyó el zumbido de la bala perdida de un mosquete pasando junto a su cabeza. Aun así, sintió un considerable alivio cuando llegó a un olivar y supo que este le protegería de la vista de Lawson y de cualquier otro. También se alegraba de que no hubiera nadie demasiado cerca, porque la mano le temblaba mientras sujetaba las riendas y no podía controlarla. Después de pasar junto a los árboles, dio la vuelta acercándose a la ladera. Aquello habría estado bien si los hombres de Sir Arthur no hubiesen estado sentados tranquilamente en sus caballos unos cincuenta metros más adelante en la cumbre de la colina. No tuvo más remedio que unirse a ellos.

Un fuerte disparo perforó el aire a pocos centímetros de él cuando llegó. No pudo evitar estremecerse.

—¿Es por algo que les has dicho? —bromeó el coronel Fitzwilliam.

Wickham tragó saliva, pero se las arregló para responder.

—No, los franceses solo reconocen el talento y es probable que eso me convierta en un objetivo.

—Bien dicho, amigo —Fitzwilliam no tenía una buena opinión sobre Wickham. De hecho, conocía demasiado bien a aquel hombre como para que no fuera así. Pero eso podría cambiar si mostraba verdadero coraje. Al fin y al cabo, ¿había algo más intrínseco que reflejara la valía de un hombre?—. Sir Harry ha desembarcado esta mañana. Pero ha rehusado amablemente sustituir a Sir Arthur en el mando ahora que la batalla ya ha comenzado. La verdad es que ha sido sensato, porque Wellesley conoce mucho mejor en qué consiste nuestro despliegue. Está esperando detrás del pueblo, a una distancia adecuada. Desde luego, no quiere ser un obstáculo ni complicar las cosas.

—¿Debo informar al general Burrard? —preguntó Wickham tratando de ocultar su esperanza de pasar el resto de la batalla en un entorno más cómodo y seguro.

—No es necesario. Ha permitido que me adelante y ha dicho que tú también podías quedarte. No nos envidia porque vayamos a pasar un buen rato. Te gustará. Es un tipo estupendo.

—Sí, eso parece —Wickham intentaba no mostrar su decepción—. Y debo darte las gracias por ayudar a que me aseguraran esta misión. —Ya está. Eso serviría. Fácilmente se podía esperar que un caballero mostrara cierta turbación ante algo tan emotivo como mostrar gratitud.

Eso había sido casi una hora antes. Se había visto obligado a permanecer quieto y parecer indiferente mientras la ronda de disparos franceses rebotaba entre ellos. Un proyectil le había amputado las patas traseras al caballo de un ayudante de campo, de modo que el pobre animal cayó al suelo soltando relinchos de dolor. El jinete saltó de él con bastante facilidad, pero tenía lágrimas en los ojos cuando disparó al caballo en la cabeza para acabar con su sufrimiento. Aquel fue el único disparo que acertó, pero muchos otros parecieron estar cerca. Fue también la única emoción que mostró ninguno de ellos —aparte del entusiasmo casi infantil cuando empezó el segundo ataque francés y la artillería británica abrió fuego contra las columnas que se acercaban—. Estaban utilizando una nueva invención, la granada de metralla que había creado el coronel Shrapnel. Los proyectiles eran de largo alcance pero, si se cortaba la mecha para darle la longitud adecuada, explotaban sobre la cabeza del enemigo. Estaban rellenos de docenas de balas de revólver y estas, junto con la carcasa hecha añicos, caían sobre el objetivo de forma muy parecida al bote de metralla.

—¡Excelente! —gritó Bathurst, el segundo intendente general, cuando un disparo estalló justo encima de un cañón francés y aniquiló a todo su equipo de soldados. Los demás se mostraron igual de entusiasmados e incluso hubo algunos aplausos.

Se habían movido poco durante el segundo ataque francés. Las dos columnas de granaderos habían sido detenidas de forma tan abrupta como en los anteriores asaltos. Esta vez hubo menos escaramuza pero, aún así, algunos hostigadores del enemigo se habían acercado lo suficiente como para disparar al grupo de oficiales que estaban en sus caballos. Una bala atravesó el gorro de Fitzwilliam, lo cual divirtió al oficial de la Guardia Real. Después de aquello, estuvo todo el tiempo metiendo el dedo por el agujero que había provocado y sonriendo.

No se movieron hasta que se oyó una pesada ráfaga de disparos y fuertes vítores procedentes del pueblo que tenían detrás de ellos. Al segundo regimiento de granaderos franceses, la última reserva de Junot, lo dirigía Kellerman, un oficial de caballería profesional y muy astuto. Los condujo por detrás de una pequeña colina que los mantuvo fuera de la vista de los británicos que estaban en la cumbre y dio la vuelta por el camino que llevaba al pueblo. El 43, que estaba en el cementerio y en las casas cercanas, los detuvo. Fue un combate despiadado, luchando a bocajarro y, con frecuencia, cuerpo a cuerpo. Los soldados se apuñalaron y dispararon unos a otros en los estrechos callejones del pueblo y entre las tumbas del cementerio. Cuando llegaron Wellesley y sus hombres —la yegua de Wickham se había recuperado lo suficiente como para no quedarse muy atrás y consiguió permanecer con ellos— los comandantes de la brigada más cercana ya habían sacado a las reservas para completar la derrota de los granaderos franceses.

La zona que rodeaba la iglesia era un osario. Había cadáveres tirados en las calles, en el cementerio y en las casas de alrededor. Todos los muros estaban picados con disparos de mosquete. Un granadero francés estaba apoyado en el muro del cementerio con el vientre abierto en canal y sus entrañas derramadas a su lado. Cerca de él había un casaca roja del 43 con el cráneo cortado casi por completo en dos. Wickham miró aquella carnicería. El olor era espantoso, pero lo que veía le pareció, más que espantoso, de mal gusto.

Al ver que el ataque había sido repelido casi por completo, Wellesley volvió con su caballo atravesando el pueblo. Detrás, los doscientos cuarenta hombres de los dragones ligeros del 20, respaldados por otros tantos de la caballería portuguesa y una tropa de oficiales de la policía lisboeta. Los ataques franceses habían fracasado, sus reservas se habían agotado y ahora tenían la oportunidad de derrotarlos por completo.

—Bien, muchachos del 20, ha llegado el momento —le gritó el mismo Sir Arthur al coronel Taylor. Wickham recordó la cena que el 106 había compartido con los dragones apenas un mes antes o menos. En cierto modo, le parecía toda una eternidad.

Los dragones ligeros estaban listos. Taylor los había formado en el centro, con sus dos escuadrones colocados uno al lado del otro y cada uno de ellos en dos filas. Hubiera preferido una reserva, pero no tenía suficientes hombres. Los soldados de caballería portugueses desplegaron su línea por los dos flancos. También hubiera preferido contar con los soldados de caballería de su propio regimiento, que no habían podido encontrar monturas, pero no podía hacer nada al respecto. El campo se abría bastante hacia el sudeste del pueblo y condujo a sus hombres por la llanura al paso. Se oyó un escalofriante chirrido de cuchillas sobre la boca metálica de las vainas cuando ordenó a sus hombres que sacaran sus pesados y curvados sables.

Apareció una línea de soldados de caballería francesa vestidos de verde y trató de formar por delante de él. Taylor dio la orden y los dragones ligeros avanzaron al trote mientras los hombres se ponían de pie en sus sillas de montar. Los portugueses vacilaron y, a continuación, los imitaron, de modo que empezaron a quedarse un poco por detrás a cada uno de los lados. Cuando estaba a doscientos metros, aceleró poniéndose al galope. Los franceses no se movían y eso le extrañó. Entonces, tuvo miedo de haber empezado la carga demasiado pronto, esperando que ellos se acercaran para enfrentarse con sus hombres, pero ya no podía hacer nada. De todos modos, no debía importar. Si los muy estúpidos querían enfrentarse a ellos estando parados, serían derrotados al instante.

Taylor miró a su izquierda. Los portugueses habían desaparecido. Movió la cabeza hacia la derecha. La policía de Lisboa seguía allí, pero la caballería profesional portuguesa ya no estaba, tras dar media vuelta a sus jamelgos e ir en tropel hacia la retaguardia. En fin, ya era demasiado tarde, pensó mientras levantaba su sable y gritaba la orden de atacar poniéndose de pie en sus estribos. Su corneta, el joven Morrison, refulgiendo en su casaca amarilla y montado en un rucio, iba justo detrás de él, como era su deber, y Taylor le guiñó un ojo de modo alentador. Entonces se giró y concentró toda su atención en el enemigo mientras recorría los últimos metros.

Los dragones franceses tenían sus espadas largas y rectas en posición de ataque, con las muñecas giradas para que las hojas apuntaran hacia el frente y ligeramente hacia abajo. Pero no se movían y el instinto gregario de sus caballos se apoderó mientras la línea de la caballería británica los asaltaba. Los animales se movían nerviosos en las filas y, luego, algunos se dieron la vuelta y empezaron a correr. Se abrieron amplios huecos en la línea y los jinetes británicos corrieron a ocuparlos. Los sables se levantaban y caían. Taylor hirió gravemente al hombre que tenía delante a su derecha. Por un momento, su sable chirrió al chocar con la visera del casco del hombre y después lo introdujo en su rostro. El dragón gritó y se llevó las manos hacia la espantosa herida: tenía un tajo desde la ceja hasta el mentón. Taylor lo dejó atrás y rajó el cuerpo de un hombre que había a su izquierda, pero lo esquivó sacudiendo el brazo por la impresión. El pecho de su caballo empujó al animal del francés y el dragón cayó de su silla de montar.

Solo dos de los soldados de la caballería británica cayeron durante el breve tumulto. Varios más salieron con heridas, pero ninguno fue repelido y los dragones franceses recibieron cortes, fueron derribados de sus monturas o salieron huyendo mientras el 20 pasaba entre ellos y seguía avanzando. La línea era ahora discontinua, pero una masa concentrada de jinetes de casacas azules avanzaba galopando por la llanura. Poco después se encontraban entre la desordenada infantería francesa, los restos de los batallones de granaderos que se habían retirado del pueblo. Habían intentado volver a formar, pero seguían estando desperdigados y casi todos se daban la vuelta para salir corriendo y ponerse a salvo mientras los jinetes británicos caían sobre ellos. Unos cuantos, los de mayor experiencia, se juntaron formando grupos apretados para tratar de dar lugar a una fila de puntas de bayoneta ante cualquier soldado de caballería que se acercara a ellos.

Lo natural entre los dragones Ligeros era acosar a los objetivos más fáciles. Los hombres que huían estaban desesperados y era estimulante pasar a caballo entre ellos, escogiendo un objetivo y, a continuación, derribándolo. Un cabo británico esperó hasta pasar justo por al lado de uno de los granaderos que huían. Entonces, bajó su sable hacia atrás produciendo un corte profundo en el rostro del hombre. La segunda vez que lo hizo, rebanó limpiamente la coronilla de la cabeza del granadero. El cabo no sonrió ni se regocijó, simplemente siguió adelante en busca de su siguiente víctima. Otros hombres fueron más crueles. Algunos de los soldados de caballería más primerizos daban golpes sobre la espalda de los fugitivos. Más de un hombre terminaba cayendo, pero después se levantaba tambaleándose y descubría que el único daño que había sufrido era un enorme agujero en su mochila. Otro soldado de caballería iba riéndose mientras cabalgaba al lado de un francés y se quedó mirando cómo el otro hombre levantaba la vista hacia él. Entonces le golpeó con fuerza con la hoja del sable y se rio aún más cuando aquel hombre empezó a tambalearse, se le cayó el chacó y parpadeó confundido. Otro hombre del 20 pasó junto a él y le hizo un corte profundo en el cráneo.

Taylor estaba disfrutando de aquel momento. Era un hombre cortés, sensible y educado, un antiguo alumno del Christ Church College y ya había matado o herido a cinco soldados enemigos. Los franceses estaban a merced de ellos, sus muchachos lo estaban haciendo bien y Taylor quería más. Había cierta excitación en aquella carnicería, una sensación de poder e invulnerabilidad, así que espoleó a su caballo para que siguiera adelante. Morrison continuaba con él y Taylor sabía que pronto tendría que decirle que tocara retirada. Pero estaban causando tanto perjuicio que su instinto le decía que unos minutos más provocaría a los franceses un daño mortal. Vio un grupo compacto de soldados franceses avanzando despacio hacia atrás por la llanura. Debían de ser unos quince y había más fugitivos que se dirigían hacia ellos. Vio que su cabecilla, un teniente cuya única charretera estaba manchada y que tenía el pelo blanco, agarraba a un fugitivo que llevaba un mosquete y le dio la vuelta para que se uniera a la fila frontal. A los hombres desarmados los expulsaban de la formación por su inutilidad.

—¡Los del veinte, venid conmigo! —gritó Taylor. Si conseguía deshacer este grupo, la moral de los franceses quedaría por los suelos. Morrison estaba con él y cuatro soldados de caballería se acercaron para unirse a ellos. También había un cabo, King, del Escuadrón C. Había perdido su casco y llevaba la mejilla colgando por el corte de una espada, pero seguía mostrando determinación. Eso era bueno—. ¡Vamos, muchachos, terminemos con ellos! ¡Seguidme!

Los siete jinetes formaron una línea desigual con Taylor a la cabeza y en el centro. Lanzaron gritos mientras obligaban a sus caballos a seguir adelante, sirviéndose de lo que les quedaba de energía para recorrer al galope la corta distancia que les separaba del pequeño grupo de franceses. El anciano teniente ordenó a sus hombres que se detuvieran y mandó a la fila delantera que se arrodillara con las culatas de sus mosquetes apoyadas en el suelo y las puntas en alto para hincarlas en los pechos de los caballos en caso de que se atrevieran a acercarse. Había solamente cuatro hombres en la fila delantera y solo tres con los mosquetes cargados y de pie, detrás de ellos, pero el teniente esperó hasta que los británicos no estuvieran a más de diez metros para gritarles que dispararan.

Fue una pequeña descarga y Taylor se dio cuenta que la habían lanzado demasiado tarde. Entonces, una bala le entró en el pecho llegándole hasta el corazón y los ojos se le nublaron. Y luego no supo nada más. De manera involuntaria, el brazo tiró de las riendas y el caballo giró a la izquierda, chocando con el rucio de Morrison. Una bala alcanzó al caballo de uno de los soldados y cayó al suelo, lanzando por encima de su cabeza al soldado que cayó contra el suelo con un golpe escalofriante. Los atacantes se detuvieron en seco y los caballos se empujaron unos a otros. Taylor había muerto y el teniente francés se inclinó para disparar con su pistola al soldado de caballería que estaba en el suelo. El cabo King se guardó el sable y sacó su carabina. Parecía encontrarse mal, pero como tenía la mejilla rajada, su expresión no era clara. Un francés le disparó con su mosquete y la bala le pasó cerca del hombro, pero ni se estremeció. Comprobó que tenía pólvora en la cazoleta de su carabina y se la acercó al hombro. Disparar cuando estás a caballo era siempre arriesgado, pero apuntó con cuidado.

La bala alcanzó al francés en la parte superior del brazo izquierdo haciendo que se diera la vuelta. El hombre se tambaleó pero, a continuación, se incorporó y levantó un puño desafiante al jinete británico; King se sintió decepcionado por no haber matado a aquel hombre, pero al menos le había enseñado que no se debe disparar a un hombre indefenso. Entonces escuchó el sonido de las trompetas y vio una línea de dragones franceses acercándose por la llanura, con el sol reflejándose en sus cascos de hojalata y en las hojas de sus espadas. Iban en formación y tenían un aspecto fuerte, mientras que los británicos estaban desperdigados y agotados. Había llegado el momento de retirarse. King buscó a los demás soldados de caballería, pero solo vio a Morrison.

—Vamos, muchacho —le dijo con la voz distorsionada por culpa de la herida, y los dos retrocedieron por donde habían venido, moviéndose con toda la rapidez que sus maltrechos caballos les permitían. Detrás de ellos, los jinetes franceses daban caza a todo el que huía demasiado despacio.

Wickham y el resto de oficiales del Estado Mayor vieron cómo el 20 regresaba de su carga. Habían escapado más soldados de los que esperaba, puesto que habían visto cómo se acercaba la caballería francesa de reserva. Wickham creyó escuchar a Wellesley murmurando: «Valientes, pero insensatos».

Fue un regimiento distinto de dragones franceses el que atacó el flanco del 82 y el 71 mientras los casacas rojas se arremolinaban alrededor de los cañones franceses que habían capturado. Empezaron a cargar demasiado pronto porque su coronel había presentido que tenían una oportunidad. La infantería que no estaba en formación se mostraba impotente ante la caballería y él no quería dar a los ingleses la oportunidad de volver a juntarse y formar. Pero la ladera era rocosa e irregular y eso hacía que sus hombres fueran más lentos a la hora de bajar por ella. Las columnas de la infantería francesa estaban más allá y no reaccionaron con rapidez.

Los oficiales gritaron señales de advertencia y un capitán del 82 trató de organizar a su compañía y a cualquier otro hombre que pudo encontrar para que formaran una línea que plantara cara a la caballería que se acercaba. Él y sus sargentos tiraron de algunos soldados y les obligaron a ponerse en línea. Algunos hombres de ambos regimientos empezaban a retroceder. El coronel Pack, del 71, sabía que la distancia entre la confianza y el pánico era tan fina como la hoja de un cuchillo. No hacía falta mucho para que ambos regimientos cayeran derrotados. También sabía que no tenía sentido luchar desde una posición desesperada y que, a veces, lo mejor era retirarse. Una de las columnas francesas se detuvo y las dos compañías que la encabezaban se llevaron los mosquetes al hombro. Estaban a una distancia larga, pero cayó media docena de los hombres del coronel y sus gorros emplumados dieron vueltas entre el polvo. Los dragones franceses se estaban acercando.

Pack se giró y vio la salvación. Un batallón marchaba hacia ellos y estaba ya tan solo a unos quinientos metros de distancia. Iban en cuatro filas y parecían fornidos. Llevaban una cruz roja sobre un fondo blanco como bandera de su regimiento. El 106, pues, pero no le importaba mucho quiénes fueran. Solo le importaba que habían acudido, como era su deseo. Sonrió y, a continuación, levantó la voz por encima del caos.

—¡Atrás, atrás! ¡Volved aquí! —Iba con su caballo entre los escoceses que se arremolinaban, gritándoles e insistiéndoles en que volvieran. Sus oficiales le imitaron y lo mismo hicieron los del 82. La mayor parte de los soldados se puso enseguida a correr en dirección al 106. Dejaron abandonados los cañones franceses que habían capturado.

El capitán del 82 dio a su desordenada línea la orden de disparar cuando los dragones franceses estaban todavía a más de cien pasos de distancia. Solo cayó un caballo, pero redujo un poco la velocidad de la marcha y eso podría darles algo más de tiempo.

—¡Atrás! —gritó—. ¡Atrás! —y salió corriendo hacia el batallón de apoyo. Los hombres corrían y sus mochilas y morrales les golpeaban con el movimiento. El pequeño valle se llenó de unos mil ochocientos casacas rojas que corrían de vuelta hacia el batallón en formación. Los dos coroneles enviaron a sus ayudantes y a otros oficiales que iban por delante con sus caballos para que formaran a sus hombres cuando llegaran a la altura del 106. Los hostigadores franceses corrían detrás de ellos persiguiéndolos, parándose a veces para disparar a los británicos que iban en retirada. Cayeron unos cuantos casacas rojas. Los dragones se desplegaron en una amplia masa mientras los perseguían, pero el suelo era irregular y sus caballos estaban mal alimentados tras seis meses en aquel pobre país. Algunos consiguieron alcanzar a los fugitivos más lentos. Les clavaban sus largas espadas o les hacían cortes con ellas. Los casacas rojas gritaban cuando el acero los alcanzaba.

Mirando por encima del hombro de Dobson, Williams pudo ver a aquellas pequeñas figuras cayendo mientras los jinetes corrían entre ellos. El 106 continuó su marcha, pero el paso resultaba muy lento y no había nada que pudieran hacer para salvar a aquellos hombres. El voluntario intentó no pensar en ello y, entonces, de repente, una imagen de Truscott enseñándole maniobras utilizando los bloques de madera le asaltó la mente. Al recordarlo, ahora todo aquello le parecía infantil y sencillo en la teoría pero endiabladamente difícil en la realidad. Williams se alegró de no tener que tomar hoy decisiones como aquellas. Miró a su izquierda y apenas pudo entrever a MacAndrews avanzando en su caballo delante del cuerpo de banderas. El mayor tenía un aspecto impasible y miraba al frente, como si no hubiera nada en el mundo que le preocupara. Sintiéndose más tranquilo, el voluntario sonrió y volvió la vista hacia delante. Ahora el enemigo parecía estar muy cerca.