EL 106 se sentó formando una línea y esperó. Se encontraban en una ladera larga y poco empinada donde el valle se curvaba hacia el norte. La Compañía Ligera había avanzado con la compañía ligera del 82 y el destacamento de fusileros del 60 que se había sumado a la brigada dos días antes. Aquellos hombres seguían sin saber qué pensar de los soldados de casacas verdes y vueltas rojas, la mayoría de los cuales eran extranjeros y tenían un aspecto adusto. MacAndrews pensaba que eran unos soldados excelentes, aunque en su caso recordaba a los fusileros hessianos de Estados Unidos. Durante los últimos días le fastidiaba no recordar el nombre del capitán con el ojo de cristal a quien había llegado a conocer bien. Aquel hombre solía sacarse el ojo y llevaba un parche durante la batalla para no perderlo. ¡Maldita sea! Ojalá se acordara de su nombre. Debía de tener unos sesenta años ya, como poco.
La espera era siempre una de las cosas más duras. Por muy espantosa que fuera la situación, una vez empezado el combate quedaba poco tiempo para pensar y, de todos modos, la mente estaba ocupada con problemas aún más graves. La espera implicaba que la mente empezara a divagar o, lo que era peor, se quedara en blanco y volviera perezosos a los hombres. MacAndrews tenía que dar ejemplo. Dio un pequeño paseo a lo largo del frente del batallón, intercambiando algunas palabras con cada uno de los oficiales de la compañía. Brotherton iba con él, pero los dos dijeron poca cosa. Era importante irradiar confianza y parecer tranquilos. Lo que se dijera apenas importaba y él carecía del talento de Moss para los discursos dramáticos. ¿Cuál era su eslogan? Siempre listos y siempre firmes. Aquellas palabras no estaban mal, pero le parecían muy falsas.
A MacAndrews le gustaba caminar. Cuando comenzara el combate montaría en su caballo, porque aquella pequeña diferencia de altura de ir sobre un caballo le permitía ver mucho más. Por el momento, estaba mejor yendo a pie. Saludó con la cabeza a Pringle cuando llegó al extremo derecho de la línea. Brotherton charló con el teniente sobre alguna tontería de críquet.
—Hola muchachos. Buena suerte. Sé que puedo contar con vosotros. —La voz de MacAndrews sonó brusca cuando habló con los hombres de su antigua compañía. A su mente acudieron todo tipo de ideas sobre otras cosas que podría decir, como consejos para que apuntaran bajo y se mantuvieran en la formación. No necesitaban aquello. Estaban bien entrenados y si no estaban listos ahora, nada lo iba a cambiar. Decir más sería como parlotear cosas sin sentido y poner a todos nerviosos. Era mejor parecer sereno, incluso frío. No estaba allí para gustar a los demás.
MacAndrews recorrió la línea de vuelta hacia donde estaban las banderas en el centro. Miró pendiente arriba hacia el final del 82. Estaban en la línea del frente con el 106 trescientos metros por detrás en la reserva. A la izquierda estaba la brigada del general de división Ferguson, con los highlanders del 71 al lado del 82 y, más allá, el 36 con sus vueltas de color verde claro y el 40 de color beis. Estos contaban con la brigada del general Bowes en la reserva con el 106. El 6 de Infantería con vueltas amarillas estaba junto a ellos y el 32 de Infantería, procedente de Cornwall y con vueltas blancas, se encontraba a su izquierda. Los siete batallones estaban sentados sobre la hierba reseca. En cada flanco de la primera línea habían desplegado tres cañones y los artilleros estaban ocupados en las tareas que, como tales, siempre parecía que tenían que realizar. Como de costumbre, se oían muchos gritos y el ruido se propagaba por el aire que, por lo demás, estaba en silencio.
—¿Siente nostalgia, señor? —preguntó Brotherton cuando, por casualidad, vio que el mayor miraba a los highlanders. En realidad, MacAndrews estaba encantado de estar al lado del regimiento escocés. No eran como su antiguo 71, puesto que aquel regimiento se había disuelto tras la Guerra de la Independencia de Estados Unidos cuando, como era habitual, Gran Bretaña se apresuró a hacer recortes en los gastos de su ejército. Este era un cuerpo nuevo, pero ya se habían dado a conocer y había algo familiar en los rostros que veía bajo sus gorros de plumas oscuras. Aquel regimiento había estado implicado en la debacle de América del Sur y sus uniformes habían sufrido por ello. Solo los gaiteros seguían llevando faldas escocesas, porque se habían quedado sin tela, y el resto llevaba pantalones de cuadros escoceses. Sus hombres parecían en forma y preparados, y todos hablaban maravillas del teniente coronel Pack, que era quien los comandaba. Pero MacAndrews no conocía al regimiento y nada podía devolverle al que él recordaba, ni tampoco podía devolverle su juventud.
—Me va a gustar escuchar de nuevo las gaitas —dijo al cabo de un momento.
—¿Como en Savannah? —preguntó Brotherton alegremente.
—¿Te lo he contado?
—¡Quizá me hayan contado algo! De todos modos, hoy no queremos que sepan que los estamos esperando. —Los gaiteros permanecían en silencio. Al igual que los grupos de músicos que habían seguido a sus regimientos, pero hoy sin sus instrumentos y preparados para transportar a los heridos.
El general Solignac se sorprendió al ver a los ingleses. Debían de ser cerca de mil en un denso enjambre de fusileros cerca de la cima de las colinas que se alzaban ante él. Miró atentamente por su telescopio. Había hombres vestidos de verde y supuso que se trataba de soldados de infantería ligera, quizá armados con rifles.
—¿Los ingleses utilizan rifles, Pierre? —le preguntó a uno de sus edecanes que siempre estaba leyendo libros sobre los ejércitos del mundo. Era extraño ver la facilidad con que se podían comprar ejemplares de manuales de instrucción de otras naciones. Y no es que la tediosa información que contenían sirviera de mucho.
—Sí, general. Han formado un cuerpo especial. —Lo cierto es que Pierre no estaba muy seguro de ello, pero tenía una memoria distraída y había aprendido hacía tiempo que era mejor mostrarse siempre categórico.
Solignac lanzó un gruñido.
—No hay que preocuparse. Son lentos de cargar y los hombres a los que les gusta matar desde la distancia suelen ser asustadizos cuando alguien se les acerca. Les das con la bayoneta y echan a correr.
La visión de los soldados enemigos había sido una gran sorpresa, porque se suponía que la brigada de Solignac estaría en la reserva y que la enviarían como apoyo de la brigada del general Brenier en su ataque contra el flanco izquierdo de los ingleses. Sin embargo, no había rastro de Brenier ni habían oído disparo alguno, así que aún no debía de haber entrado en contacto con el enemigo.
—¿Esperamos, señor? —preguntó el chef de battalion del 12 de Infantería Ligera. Solignac ya lo había identificado como un hombre cauteloso.
—El emperador no premia la vacilación.
—Pero ¿y el general Brenier?
—No se le ve por ningún sitio. —«Probablemente ese cabrón atontado se habría perdido», pensó Solignac—. Tenemos al enemigo a la vista y contamos con tres batallones excelentes, de los mejores soldados del mundo. —La verdad es que sabía que todos ellos eran batallones de tercera que hasta hacía bien poco habían permanecido en sus barcos nodriza, pero Solignac quería que sus comandantes se sintieran confiados.
—Puede que haya refuerzos —el cauteloso soldado de infantería expresó otra duda. ¿Cómo había llegado tan lejos ese condenado?
—En ese caso, no han sido bien desplegados, lo que significa que estos ingleses no saben a lo que se enfrentan —Solignac se mostró desdeñoso, pero resistió la tentación de mostrar desprecio por aquel hombre—. Vamos a subir aquella colina y luego bajar al valle que hay al otro lado. Después, tendremos el camino abierto para entrar por detrás de todo su ejército. Caballeros —miró a cada uno de los tres comandantes de batallón—, vuelvan con sus regimientos. Los quiero en columna de ataque. El 12 a la derecha, el 15 en el centro y el 58 a la izquierda y unos cien metros atrás. Mantengan intervalos de despliegue. —Eso significaba que habría suficiente espacio entre las columnas para que cada una formara en línea si era necesario. Las columnas tenían un frente de dos compañías, y cada una de estas, filas. La Compañía de Hostigadores —los especialistas fusileros del batallón— se desplegaría hacia delante, por lo que habría tres hileras, cada una compuesta de un par de compañías y una séptima en la reserva, detrás. Las columnas de ataque se movían rápido y lanzaban una sucesión de oleadas contra el enemigo. Lo malo era que solo una minoría de hombres podían disparar, de ahí la necesidad de desplegarse en línea si se encontraban con una fuerte oposición—. Vamos, caballeros, demostremos a estos ingleses que deberían haberse quedado en sus barcos. Quiero el ataque dentro de quince minutos. —Lo cierto es que esperaba que los preparativos duraran más bien veinte minutos, pero nunca estaba de más darles la sensación de apremio—. ¡Muévanse!
El general Brenier se encontraba todavía a más de un kilómetro y medio de distancia. Había ido por delante de Solignac hasta que llegaron a una escarpada hondonada cerca de un grupo de granjas. No había puente y el camino bajaba por una loma empinada y subía por el otro lado. El ayudante de campo que informó primero de ello se mostró pesimista y Brenier se dio cuenta del porqué. Los soldados y los caballos podrían cruzar, pero tendrían que cavar para abrir paso a su artillería. Eso les llevaría demasiado tiempo, así que, en lugar de seguir, se dio la vuelta y continuó por otra bifurcación del sendero que iba hacia el norte.
Solignac llegó al mismo lugar una hora después. Sus hombres tardaron media hora en arrastrar sudorosos sus tres cañones de ocho libras. Siguió adelante, de modo que la reserva se había convertido en la punta de lanza del ataque de flanco del general Junot.
Los tambores empezaron a sonar y los tres batallones de Solignac emprendieron la marcha. Dos procedían de regimientos de infantería que se consideraban a sí mismos la flor y nata del Ejército francés. Algunos de sus oficiales llevaban botas de estilo hessiano, como los glamurosos regimientos de húsares. Todos usaban casacas mucho más cortas que los abrigos de largos faldones de la infantería de línea, pero hoy las llevaban enrolladas en la parte superior de sus mochilas. En su lugar, vestían sus casacas de mangas azules. Algunos hombres seguían vistiendo sus pantalones azules y polainas negras de reglamento, pero muchos los habían perdido y lucían otras prendas de repuesto. Una buena parte llevaban pantalones holgados de la tela marrón rojiza que utilizaban, sobre todo, los campesinos portugueses. El 58 era un regimiento de línea y sus soldados lucían los abrigos largos y holgados que llevaban muchos de los soldados de Junot. En el centro de cada columna, portaban orgullosamente un águila dorada. El estandarte del regimiento de línea iba acoplado a su bandera, con su nombre y sus condecoraciones de batalla, junto con un llamamiento al valor y la disciplina en letras doradas. Los batallones de infantería ligera habían dejado sus estandartes guardados y llevaban el águila sin ningún adorno en su asta azul.
Tres compañías de hostigadores franceses corrían encabezando el ataque. Durante los últimos años del siglo anterior —el primer siglo en el nuevo calendario de la Revolución que Napoleón había abandonado recientemente— la infantería ligera francesa había destrozado a los ejércitos de la Europa soberana. Luchando de manera individual, poniéndose a cubierto y sin mantener una formación estricta, disparaban a las líneas enemigas desgastándolas poco a poco hasta que caían bajo el peso de un ataque oficial de los refuerzos franceses. Era sencillo y funcionaba, y a los franceses se les daba bien.
Pero hoy había tan solo unos cuatrocientos cincuenta hostigadores contra casi el doble de fusileros británicos. Tres compañías de estos últimos eran del 60 y sus rifles empezaron a liquidar a los franceses más notorios mucho antes de que pudieran esperar a dar una respuesta precisa con sus mosquetes. Escogían a los oficiales y sargentos, junto con cualquier soldado que destacara demasiado. La distancia era mucha y solo unos cuantos disparos alcanzaron su objetivo, pero fue suficiente para detener a los tiradores franceses. Hasta que no aparecieron las columnas formadas, la infantería ligera británica no dio su brazo a torcer. Lo hicieron a regañadientes, deteniéndose de manera intermitente para disparar. Cayeron hombres de las columnas, así como entre los hostigadores, pero no fue suficiente como para que avanzaran más despacio. Solignac vio la densa línea de casacas rojas retirándose detrás de la cima de la colina y presintió la victoria.
Las líneas británicas se pusieron de pie en cuanto comenzaron los disparos. Las filas se formaron rápidamente, animadas por los gritos de mando de los sargentos. La espera continuó, pero la expectación era más apremiante. Pringle echó un vistazo a lo largo de la primera línea de su compañía. Los rostros parecían algo pálidos, aun cuando la mayoría estaban muy quemados por el sol desde su llegada a Portugal. Carecían de expresión y estaban un poco demacrados. Se dio la vuelta para mirar hacia la colina. Por la cima aparecieron unas cuantas figuras humanas, algunas de ellas claramente cojeando o ayudadas por camaradas. Los disparos sonaban más cerca.
Unos minutos después, aparecieron las compañías ligeras y los fusileros. Bajaron rápidamente por la pendiente, volviendo sobre sus pasos para reincorporarse o guarecerse tras la primera línea. Pringle no pudo oír la orden, pero vio mucho movimiento mientras el 82 fijaba sus bayonetas. Ahora que los disparos habían cesado, todo parecía inquietantemente tranquilo y pudo oír fuertes gritos procedentes de donde estaba el enemigo. Hubo una aclamación aún más fuerte cuando la primera columna francesa plantó cara a la ladera. Apareció una segunda casi inmediatamente después a poca distancia a su derecha. La infantería francesa iba vestida de azul y marchaba orgullosa en filas que seguían especialmente bien formadas a pesar de lo escabroso del terreno.
Una columna iba delante del 71, la otra se acercaba al 36. Pringle se preguntó por un momento por qué no estaban atacando a su brigada, pero entonces apareció una tercera columna, esta vez vestida con gabanes grises, y se dirigió hacia el 82. Cada una de las formaciones francesas era de unos ochenta hombres de ancho. Tras la primera, sucesivas líneas de tres en fondo.
Los tres cañones a la derecha del 82 estallaron y sus pesados carros saltaron hacia atrás por la sacudida. Disparaban botes con metralla y abrían grandes huecos en el frente de la columna gris. Los soldados eran lanzados hacia atrás o caían hacia delante como muñecos de trapo. La columna no frenó. Los soldados franceses rodearon a los muertos y a los moribundos y, mientras los sargentos los empujaban para que ocuparan su lugar, las filas se fueron cerrando y, de nuevo, la formación parecía inmaculada. Como una compañía seguía a otra, los soldados pasaban por encima de los cuerpos destrozados, pero nadie se detuvo. En el extremo izquierdo, el otro cañón británico disparó, pero Pringle no pudo ver el daño que hizo. Las columnas francesas siguieron acercándose. En el siguiente estallido de gritos, Pringle pudo distinguir solamente las palabras: «Vive l’empereur!».
Aparecieron columnas de humo por todo el frente del 36 y de los highlanders cuando un enorme estallido de mosquetes resonó valle abajo. El 82 disparó al cabo de un momento. A Pringle le parecía que la distancia era larga —quizá ochenta metros o incluso más—, pero vio cómo las compañías del frente de la columna francesa se agitaban. Hombres con gabanes grises caían a lo largo de toda la línea.
Los franceses se detuvieron. Unos cuantos soldados intentaron huir, pero los sargentos que estaban detrás de la tercera fila les obligaron a regresar a su puesto. Hubo oficiales que salieron corriendo hacia delante tratando de exhortar a sus hombres para que les siguieran. Pero la mayoría se llevaron los mosquetes al hombro y lanzaron una descarga sin ningún orden.
Los británicos avanzaban. El 82 lanzó tres vítores y siguió adelante a un ritmo constante. A su izquierda, los otros regimientos seguían su paso. Avanzaban con las bayonetas bajas formando una fila de puntas afiladas, pero los soldados marchaban a ritmo normal manteniendo el paso. Pringle observó cómo las filas delanteras de la columna más cercana parecían oscilar como una bandera movida por el viento. Deseó poder pedirle a Williams su telescopio para ver más de cerca, pues le parecía fascinante ser espectador de aquello. Miró por la línea hacia donde estaba MacAndrews montado en su caballo, pero no había indicios de que estuvieran a punto de moverse.
Algunos franceses volvieron a cargar sus armas y dispararon de nuevo cuando los británicos no estaban a más de veinticinco metros de distancia. Cayeron unos cuantos soldados del 82 que quedaron atrás cuando la línea siguió avanzando. Luego hubo una ovación más fuerte y se permitió a los casacas rojas que avanzaran a su aire. Conducidos por un oficial a lomos de un caballo gris, avanzaron en tropel y gritaron desafiantes mientras cargaban contra el enemigo. Pringle notó que los escoceses parecían ir más rápido que los dos batallones ingleses que iban a cada lado de ellos.
Los franceses aguantaron casi hasta el último momento, y Pringle esperaba ver cómo las líneas se juntaban y se enfrentaban en una cruel batalla con sus bayonetas y las culatas de sus mosquetes, pero entonces el enemigo salió huyendo. Los hombres que estaban más arriba de la ladera y más lejos de los casacas rojas que les atacaban fueron los primeros en darse la vuelta para huir. Enseguida, los enemigos pasaron en manada por encima de la cumbre mientras los casacas rojas seguían corriendo persiguiéndolos. Para entonces, el orden se había desvanecido. Las líneas rojas desaparecieron por detrás de la cima.
Un jefe del Estado Mayor fue con su caballo hasta el centro del 106. Poco después, MacAndrews dio la orden de que el batallón formara con cuatro en fondo. Era una orden poco habitual por la que cada compañía reducía a la mitad su frente y doblaba su profundidad. Eso hacía que al batallón le fuera más fácil maniobrar y le permitía formar en cuadrado más rápidamente, pero era algo que apenas habían practicado. Hubo murmullos hasta que los sargentos bramaron que guardaran silencio. El cambio se hizo con bastante suavidad. Después, empezaron a avanzar para ir en ayuda del 82.
Los hombres heridos iban cojeando, o eran ayudados o transportados por los músicos que pasaban por su lado. Había otros casacas rojas que yacían muertos o que aún gemían débilmente sobre la hierba seca. Uno de ellos levantó un brazo suplicante a Williams cuando pasaron por su lado. Este negó con la cabeza y se odió a sí mismo, pero se mantuvo en la formación teniendo que corregir su paso y, a continuación, apresurarse para alcanzar al resto mientras él y los que iban por detrás pasaban por encima de aquel hombre. A medida que se aproximaban a la cima de la colina, los cadáveres aumentaban en número; la mayoría eran franceses. También vieron montones de morrales de piel áspera y blanca de vaca de los que utilizaban los franceses desperdigados por la ladera. Dobson recogió uno y, para sorpresa de Williams, se las arregló para registrar su interior con una sola mano mientras sostenía el mosquete en el hombro con la otra. Sacó una bolsa que parecía contener algún tipo de carne y, con satisfacción, alargó el brazo hacia atrás para meterlo en su propia mochila. Luego dejó caer el morral del francés. No perdió el paso en ningún momento.
Cuando llegaron a la cumbre buscaron a las líneas rojas que iban por delante. Ahora estaban desperdigadas y divididas en grupos, pero seguían avanzando. Ellos también se dividieron en dos grupos grandes cuando los highlanders y el 82 se movieron más a la derecha. Los franceses estaban huyendo y los tiros arrastraban sus cañones con frenesí tratando de mantener el ritmo a través de la accidentada llanura. MacAndrews asintió con la cabeza en señal de aprobación cuando vio que el 82 y los escoceses se detenían para volver a formar. Eso le daba más tiempo para poder alcanzarlos. Pero enseguida estuvieron avanzando otra vez y pudo ver que sus líneas iban bastante desordenadas. Los cañones franceses quedaron atrapados al pie de una ladera que, en un corto tramo, era demasiado pronunciada como para que pudieran subir por ella. Y hubo un gran clamor mientras la infantería escocesa lanzaba una descarga y avanzaba después para capturarlos.
MacAndrews atisbó un movimiento repentino. A la derecha de los dos batallones de casacas rojas que marchaban por delante, iban extendiéndose nuevas columnas por la cima. Vestían los largos gabanes grises de la infantería francesa y a su lado había un escuadrón de caballería con casacas verdes y cascos de metal. Los franceses se estaban acercando y se dirigían directos al flanco de las desordenadas líneas británicas. Por fin había llegado el general Brenier.