LA segunda nube de polvo se distinguía bastante bien a través del cristal de aumento. Era baja y densa, lo que quería decir infantería y cañones. Los soldados de caballería levantaban una nube de polvo más alta y fina. Una fuerza de caballería sola constituiría poco más que un entretenimiento, pero la segunda columna indicaba una verdadera fuerza y tenía que tomarse más en serio. Sir Arthur Wellesley cerró su telescopio de golpe. La columna francesa más cercana estaba haciendo justo lo que él esperaba y no era probable que atacara en el pueblo de Vimeiro ni en sus cercanías. La mayor parte del ejército de Wellesley estaba situado para recibir un ataque como ese o en la cresta al oeste del pueblo que protegía la bahía. La segunda columna francesa —quizá con la mitad del ejército de Junot— estaba girando para atacar a los británicos por la izquierda. Habían colocado a una sola brigada para hacer frente a un ataque así. Eso no sería suficiente, pero no había amenaza alguna por la derecha y las tropas que ya estaban situadas en el centro debían bastar para detenerlo. Eso significaba que podría cambiar brigadas de la derecha a la izquierda.
Haciéndole una señal a sus oficiales del Estado Mayor, el general británico empezó a dar órdenes. Solo dejaría una brigada para mantener la cumbre occidental y se ordenó a las otras tres que fueran por detrás del pueblo y siguieran el valle hacia el noreste reforzando su izquierda. Con tantas órdenes dadas a la vez, al capitán Wickham se le asignó la tarea de llevar las instrucciones al general de brigada Nightingall. No estaba lejos, puesto que Wellesley y sus hombres habían estado observando el avance del enemigo desde el punto más alto de la cresta. Aun así, le alegraba que le dieran algo que hacer y le satisfacía aún más que aquella tarea le llevara de vuelta a su propia brigada.
La sorpresa de Wickham ante su traspaso al Estado Mayor del general Burrard fue breve. Al fin y al cabo, sencillamente se merecía tal distinción. La reunión con el coronel Fitzwilliam había sido incómoda, pero también corta. El coronel —en realidad, era solo capitán, como el mismo Wickham, pero los oficiales de la Guardia tenían un rango militar superior a sus obligaciones dentro del regimiento— siempre le había envidiado por las tareas que le asignaban. Aun así, hoy se había mostrado bastante educado, felicitó a Wickham por su actuación durante el combate anterior y se interesó solícito por su herida. Incluso le había entregado una carta de su esposa, a quien el coronel había visitado antes de embarcar. Eso le dio qué pensar. Lydia era una persona cariñosa y de la que fácilmente podría haberse aprovechado un hipócrita zalamero como Fitzwilliam. Probablemente se habría comportado como el mojigato presuntuoso que era. Probablemente. Tendría que leer la carta con atención.
Informó de la orden enseguida y los ayudantes de campo de Nightingall llevaron las instrucciones al 82 y al 106, así como a los demás destacamentos que estaban con la brigada. Wickham volvió con su caballo a paso lento, lo que se justificaba por el hecho de que tenía a la única yegua baya y no quería cansarla al principio de lo que podría ser un día largo. De haber sabido antes aquel nombramiento, habría comprado un segundo caballo entre aquellos cuyos dueños habían muerto. De todos modos, quizá a lo largo del día se le presentarían más oportunidades a ese respecto. No pudo resistir pasar por su batallón cuando iba de camino.
—Buenos días, Billy —le gritó a Pringle—. Buenos días, muchachos —Wickham sonrió afectuosamente mientras saludaba relajadamente a la Compañía de Granaderos.
—¿Qué se siente al vivir entre un círculo tan eminente? —le preguntó Pringle.
—Se trabaja sin cesar. —Lo cierto es que hasta el momento, Wickham había hecho poca cosa aparte de conversar con algunos de los otros edecanes. Se le daba bien mostrarse simpático. De hecho, no podía evitar sentir que su ascenso no solo era merecido, sino que le venía con retraso. Al fin y al cabo, era un oficial con experiencia, con varios años de servicio en la milicia antes de que lo traspasaran al 106. Si los que debían promover sus intereses lo hubieran hecho con el debido celo, ya haría tiempo que se encontraría en la senda de la distinción y de un rango más alto. Como siempre, la envidia y el rencor lo habían retrasado.
Pringle levantó la vista hacia el comandante de su compañía y se sorprendió. Hablaba de forma clara y no vio indicios de que hubiera estado bebiendo. De hecho, ya tenía el aplomo y la arrogancia de tantos otros jóvenes oficiales del Estado Mayor.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Los franchutes vienen de camino. Dos columnas grandes. Así que me imagino que la cosa estará muy reñida antes de que acabe el día —Wickham hablaba con voz alta y siguió casi gritando—. De todo modos, no es algo que mis muchachos no sepan manejar. ¡Vamos a hacer que las pasen canutas! —Hundió los tacones en su pequeña yegua para ordenarle que se moviera—. ¡Volvamos al trabajo! —gritó alegremente mirando hacia atrás mientras se alejaba. Hubo sonrisas entre los granaderos, pero no un gran entusiasmo. El capitán los había abandonado y, por el momento, había salido del pequeño mundo de la compañía. Wickham levantó la fusta para saludar a Williams al pasar por su lado. El voluntario le respondió con un movimiento brusco de la cabeza. «Miserable desgraciado», pensó Wickham, que no guardaba un recuerdo claro de la batalla de unos días atrás.
El 106 formó en columna detrás del 82. Otras brigadas tuvieron que ponerse en marcha antes que ellos y pasó más de media hora hasta que empezaron a bajar desde la cumbre. Un grupo de mujeres los esperaban mientras llegaban a la parte baja de la pendiente. La mayor parte eran esposas de soldados con sus hijos. La señora MacAndrews y su hija estaban también allí y habían dispuesto que las demás mujeres se reunieran para ver salir a sus hombres. Jane sostenía a un bebé en los brazos para dejar que la madre se encargara de sus otros tres hijos.
El grupo lanzó vítores al batallón al pasar con el mayor MacAndrews a la cabeza. Un toque de un dedo sobre su tricornio fue la única respuesta a los enérgicos movimientos de brazos de su mujer. Al verlo, Esther le lanzó un fastuoso beso y los soldados de la Compañía de Granaderos que encabezaban la columna le hicieron una ovación. Williams estaba en el otro extremo de la fila, pero pudo entrever a Jane moviendo las pequeñas manos del bebé a modo de saludo. Pringle la saludó con la cabeza. Cuando la Cuarta Compañía pasó, Truscott lo hizo aún mejor y abandonó la formación para entregarle un pequeño ramo de flores silvestres a la muchacha. Jane dejó de mover el bracito del bebé y lo cogió con la mano que tenía libre. Sonrió y le hizo una reverencia, y los soldados que pasaban por su lado lanzaron otro grito alegre. Cuando Truscott volvió, Jane se inclinó y le dio el ramo a una niña pequeña que llevaba un vestido andrajoso. La niña miró completamente emocionada su regalo.
Aquel era un modo extraño de salir a la batalla. McAndrews se obligó a no mirar cuando pasaron y mucho más a no volver la cabeza hacia atrás. La noche anterior había hablado un rato con Esther e incluso estuvo hablando un poco con Jane. Estaba encantado de volver a verlas, aunque no hubiera querido que fueran y seguía temiendo por ellas. Como poco, verían cosas que ninguna señora debería ver. Esperaba que no ocurriera algo peor. Su mujer le prometió solemnemente que se mantendría alejada del combate y que no permitiría que la curiosidad pudiera con ellas. Probablemente, cumpliría su palabra, pero eso no quería decir que pudiera ocurrir algo inesperado. Había algunas esposas de oficiales más con el ejército, aunque dudaba que hubiera allí ninguna otra joven soltera y respetable.
Esther le explicó que se habían ido a Harwich poco después de que el 106 embarcara tras de haberle escrito al general de brigada Acland. MacAndrews lo había olvidado, o puede que nunca lo hubiera sabido, pero Esther había ayudado a sobrevivir a un primo del general cuando estaban en las Antillas y le pidió que le devolviera el favor.
—Y, por supuesto, me mostré encantadora —añadió complaciente—. Y lo mismo hizo Jane. ¿Cómo iban a negarse a ayudar a dos pobres señoras? Al fin y al cabo, se supone que son caballeros.
MacAndrews trató de ser discreto, pero el batallón era un lugar pequeño y casi tan íntimo como una familia y sabía que se correría la voz. Por un momento, se preguntó si pensarían que era un estúpido por haber dejado su tienda para su mujer y su hija y haber dormido fuera. Era lo correcto y nunca le habían importado mucho las opiniones de los demás. No podían verle como a un comandante interino que disfruta de privilegios y comodidades que se niegan a tantos otros. Ninguna de las esposas de los soldados rasos había podido acudir a un general tras perder en el sorteo que les daba permiso para ir. Por otra parte, una parte supersticiosa de él le advertía que no se sintiera muy feliz la noche anterior a una batalla, no fuera que el destino decidiera vengarse.
El batallón siguió marchando. Desde su posición todavía a varios kilómetros de distancia, Junot, Thiebault y Delaborde vieron el polvo que levantaban las pisadas de los que marchaban y supieron que los británicos estaban cambiando su despliegue para enfrentarse a los hombres de Brenier que iban hacia el flanco. Un mensajero fue hasta la brigada de la división de Loison que estaba en la retaguardia y le mandó que fuera a reforzar el ataque de Brenier. Se les ordenó que avanzaran lo más rápido posible para poder alcanzarlos. Así, el ataque podrían hacerlo dos brigadas —el equivalente a una división, pero no una división de verdad, pensó Delaborde con pesar—. Aun así, podría actuar con fuerza ante cualquier cosa que los ingleses ofrecieran.
A Wickham el paso que impuso el general Wellesley le parecía agotador y sabía que su pobre yegua se estaba cansando. Entonces se enfadó porque Fitzwilliam no le hubiera llevado a la playa cuando fue él. En lugar de eso, tuvo que quedarse y estar listo para informar mejor a Sir Harry cuando desembarcara. Tras ordenar que las brigadas marcharan hacia la izquierda, Wellesley bajó con cautela la pendiente delantera de la colina para comprobar las posiciones que rodeaban el pueblo. Una vez pasada la peor parte, empezó a avanzar a medio galope y pronto atravesó el grupo de casas encaladas que rodeaban la iglesia del pueblo y los olivares y cercados de piedra de la colina que había más allá. Todo parecía estar en orden en las dos brigadas que estaban allí situadas. Una tercera formación servía como refuerzo desde detrás del pueblo. Entonces, Wellesley salió a toda velocidad por el camino que había por detrás de las cumbres orientales. Había llevado en persona a los comandantes de brigada para mostrarles dónde quería que formaran para proteger el flanco izquierdo. Una vez hecho, y con los primeros batallones ocupando ya su lugar, el Estado Mayor se apresuró a volver a Vimeiro.
Era ya media mañana y unos disparos esporádicos anunciaban que los franceses estaban tomando contacto con los piquetes periféricos del ejército. Wickham iba a la zaga mientras el general y sus hombres volvían por el valle. Su yegua se esforzaba por seguir el paso, con los costados salpicados de una espuma provocada por el sudor. Nadie parecía preocupado. Hasta ahora no habían tenido más noticias de Fitzwilliam, y mucho menos del general Burrard. Maldito Fitzwilliam. Sabía en qué consistían los deberes de un oficial del Estado Mayor y, al menos, podría haberle prestado otro caballo. Wellesley y su oficial de mayor rango ya habían cambiado de caballo una vez ese día, mientras que los edecanes de menor rango montaban en purasangres caros y bien cuidados. Como simple capitán que era de un regimiento de línea y que carecía de fondos por la envidia de los demás, no había podido permitirse nada mejor y, de todos modos, los únicos caballos que estaban en venta eran aquellos cuyos dueños habían muerto en la primera batalla.
Wickham perdió de vista al grupo principal cuando atravesaban las estrechas calles del pueblo. Debió de girar por donde no era, puesto que salió a un camino de polvo entre dos casas bajas de tejados inclinados y tejas rojas. La iglesia, rodeada por un cementerio de muros altos, estaba a su derecha. Siguió avanzando, pensando que yendo en esa dirección podría atajar y alcanzarlos. Su yegua no podía más que ir a paso ligero y él no quería cansarla aún más dándose media vuelta. Aquel era el periodo de tiempo más largo que había pasado sobre una montura desde hacía muchas semanas y, aunque le gustaba, pudo notar que empezaba a sentir dolores.
El camino serpenteaba alrededor de la iglesia y Wickham lo siguió. Los disparos se hicieron más frecuentes. Trató de buscar con la mirada al general y a sus hombres, pero era difícil ver mucho puesto que la ladera que se elevaba por delante del pueblo estaba cubierta de viñedos. Había soldados del 43 de Infantería en el cementerio, tratando de abrir aspilleras en los muros. Se trataba de un regimiento de infantería ligera al que todos —entre los que se encontraban ellos mismos— consideraban uno de los mejores batallones del ejército. Tenían las vueltas blancas y todos llevaban hombreras y una pluma verde en el chacó, y sus insignias tenían forma de trompeta de caza. Aquellos hombres parecían sanos y confiados y sus oficiales rebosaban arrogancia. Wickham había querido alistarse en uno de los regimientos de infantería ligera, pero su plan se frustró porque sus «amigos» se negaron a ayudarle a comprar un puesto tan caro. Saludó a un capitán que supervisaba el trabajo.
—Buenos días. Parece que va haciendo calor.
—Mucho, aunque más caluroso será el recibimiento que les vamos a dar a los gabachos si pasan por aquí. —El capitán tenía un rostro alargado y caballuno, con unos labios finos abiertos mostrando unos dientes muy manchados por el tabaco—. ¿Alguna orden para nosotros?
—No. Estoy buscando a los hombres de Sir Arthur —Wickham disfrutó dando a entender que tenía una relación estrecha con el general al llamarlo por su nombre de pila—. ¿Los ha visto?
El capitán negó con la cabeza.
—Yo probaría colina arriba. Los disparos se están volviendo más frecuentes y sospecho que él es de los tipos a los que les gusta permanecer cerca. ¡Buena suerte!
—¡Y buena caza! —exclamó Wickham, echando a andar con su cansada yegua. Se oyó un extraño ruido por encima de los disparos. Una especie de estruendo seguido de gritos acompasados. No podía entender lo que decían, pero no se parecía a nada que hubiera escuchado antes. Siguió avanzando despacio a través de los huertos y las filas de viñas de la ladera. Aún le costaba distinguir nada, aunque de vez en cuando podía ver líneas de casacas rojas. Un soldado con casaca verde de los fusileros lo adelantó cojeando con su pierna izquierda torpemente vendada. Wickham le preguntó qué pasaba, pero el hombre se limitó a negar con la cabeza. En el 60 la mayor parte eran alemanes, contradiciendo su nombre oficial de Regimiento Real Americano, y muchos de ellos hablaban poco inglés o no lo hablaban en absoluto. En realidad, a Wickham a veces le costaba entender los acentos de algunos de sus propios soldados del 106.
El estruendo y los cánticos se iban acercando. Luego retumbó un cañón por encima de ellos. Unos segundos después se oyó un sonido como de un fuerte trueno cuando resonó la descarga de un batallón pendiente abajo. Después, hubo tres vítores —tres ovaciones claras y muy británicas que se convirtieron en fuertes gritos—. Wickham no podía ver nada, pero los cantos habían cesado. Atravesó la verja de un viñedo y por fin pudo ver con claridad ladera arriba. Una línea de casacas rojas avanzaba hacia la cima de la colina. Su formación se hizo irregular a medida que atravesaban una nube de humo que se iba disolviendo. En el centro sus banderas ondeaban con el movimiento. Una bandera del Reino Unido y otra con una cruz roja sobre un fondo negro. Eso significaba que tenían las vueltas negras, por lo que debían ser el «cincuenta sucio», o el 50 de Infantería, que era su nombre oficial. El tinte de los puños negros de sus chaquetas solía desteñirse bajo la lluvia, poniendo negras las manos de los soldados y todo lo que tocaban.
Al mirar con más atención, Wickham vio bultos acurrucados que parecían bolsas de ropa vieja desperdigados por la ladera. La mayoría de color marrón claro, pero había alguno rojo. Un grupo de soldados de caballería seguían a los casacas rojas a medida que estos desaparecían por encima de la cumbre. Desde más arriba a la derecha se oyeron más descargas y otra oleada de vivas. Wickham tardó un rato en llegar siquiera a la mitad de la ladera. Para entonces, los casacas rojas del 50 regresaban de la otra parte de la colina mientras sus sargentos les metían prisa. La línea volvió a formarse. Los hombres heridos venían cojeando o eran transportados por los músicos adonde los médicos esperaban con sus sierras afiladas y dispuestas. El grupo de oficiales apareció también. Wickham reconoció al general Fane de cuando el 106 había formado parte de su comando. Lawson, el mayor de brigada, le dio una calurosa bienvenida.
—Wickham, viejo amigo, ¿qué hace aquí? Creía que su grupo se encontraba a varios kilómetros, echando una siesta al sol.
—No, ahora hago el holgazán en el Estado Mayor —contestó Wickham con una sonrisa—. De hecho, ahora estoy buscando a Sir Arthur.
—Lo vi hace diez minutos, antes del ataque. De lo mejor que he visto nunca, por cierto. Dos grandes batallones enemigos subieron por la ladera y se tropezaron con nosotros. Gritaban como locos, pero les disparamos y luego luchamos con las bayonetas y espadas y no les gustó nada. Pero imagino que volverán. Si quieres ver al general Wellesley, yo iría por ahí, hacia la brigada de Anstruther. Por lo que he oído, ellos también les han estado dando la bienvenida a nuestros amigos. El camino más rápido es ir directamente por la cima de la colina. Aunque puede que la cosa esté un poco animada.
Wickham se sintió obligado a ir por la cumbre. Si Lawson no hubiese añadido el comentario final, habría ido ladera abajo, pero ahora se sentía en un compromiso y su reputación se resentiría si se comportaba aunque fuera con la más ligera cautela. «Maldito hombre», pensó.
—Formen aquí. Sargento, usted es el marcador derecho. ¡La Primera Compañía por allí! —Delaborde apuntó hacia donde estaba otro sargento que sostenía el banderín de la compañía. —Bien hecho, 86. Casi podemos con ellos. Un esfuerzo más y los enviaremos de vuelta al mar. ¡Les obligaremos a que vuelvan nadando a Inglaterra! —Iba con su caballo entre los supervivientes del ataque que habían perdido y trataba de formar de nuevo los dos batallones del regimiento. Junot los había lanzado hacia delante contra el cerro que había ante el pueblo sin haber hecho nada más que un reconocimiento superficial. Un par de batallones de la división de Loison habían entrado casi a la vez, pero no hubo una verdadera coordinación. Incluso los cañones que avanzaron con ellos habían sido una idea de última hora. Habían ahuyentado a los fusileros británicos, pero luego subieron la colina y se encontraron con las líneas formadas de casacas rojas que les habían tendido una emboscada. Fue un verdadero desastre y los siguieron por el camino por el que habían subido, perdiendo a un par de centenares de hombres por nada.
Junot era un estúpido pero, al menos, ahora parecía que estaba entrando en razón. Había desplegado una batería que disparaba continuamente hacia la colina. Puede que no mataran a muchos ingleses, pero mantendría quietos a los adelantados de su infantería ligera y, lo que era aún mejor, animaría a los suyos. Él y Loison volverían a formar sus cuatro batallones, pero esta vez dirigirían el ataque otras tropas. Eran las mejores, las compañías de granaderos que habían seleccionado de cada batallón del Ejército de Portugal y que habían convertido en unidades de élite. Sus soldados eran grandes y se sentían seguros de sí mismos. Pero incluso ahora, el muy estúpido se andaba con medias tintas. Tenía dos regimientos de granaderos en la reserva, pero solo permitía que atacara uno. El otro esperaría para aprovecharse de la ventaja. Delaborde volvió a maldecir en silencio al cretino de su comandante, pero ahora tenía cosas que hacer.
—Eso es. Tres filas aquí. Vamos, muchachos, eso ha sido solo como calentamiento. Les vamos a demostrar a esas alimañas inglesas cómo luchan los soldados de verdad. Oye, Lucien, ¿eres tú? Me alegro de ver que sigues con nosotros —saludó con un movimiento de brazo a un veterano con un largo bigote que tenía vetas canosas—. Igual que en Marengo. Al principio, tenía mala pinta, pero al final del día machacamos a esos cabrones austriacos. Recuerda aquellos carros atiborrados de comida que capturamos. Y las mujeres que apresamos. ¡Ajá! ¿Te acuerdas, viejo granuja? ¡Y tú también, Jacques! ¡Cómo iban a resistirse a hombres como nosotros! Puede que el emperador no esté aquí, pero sabéis cómo recompensa a los valientes. ¡La Cruz de la Legión de Honor para el primer hombre que atraviese sus líneas!