32

EL sol salió por encima de las colinas del este. Por donde vendrían los franceses, si es que lo hacían. Williams se bajó la visera de su chacó todo lo que pudo para protegerse los ojos de la luz. No tenía duda de que pronto estaría maldiciendo el calor pero, por el momento, daba la bienvenida a los primeros rayos de sol. Junto con el resto del ejército, el 106 se había puesto en pie hacía una hora y, desde entonces, habían estado en línea justo detrás de la larga cresta hacia el oeste del pueblo de Vimeiro. La noche había sido fría e incómoda, porque les habían ordenado que durmieran con los uniformes puestos y con los morrales y los mosquetes listos y a mano. Los veteranos habían metido las piernas en las mangas de sus gabanes y los habían abotonado del revés. Después, con la manta envuelta por encima, habían dormido profundamente. Williams lo había probado una vez y le pareció que estaba demasiado apretado.

Así pues, en lugar de ello, se puso el abrigo como era normal, utilizó el morral como almohada y se colocó la manta por encima. Sentía una mezcla de euforia y cansancio tras la extraña aventura que habían vivido, pero aun cuando se había calmado lo suficiente como para poder dormir una hora, el frío lo había mantenido despierto. Nunca habría creído que pudiera haber un lugar tan caluroso de día y tan despiadadamente frío de noche. No quería que nadie pensara que estaba nervioso, así que fingió que dormía, escuchando los ronquidos de Pringle durante más de media hora. Truscott había vuelto con su compañía y Hanley permanecía en silencio, pero Williams se preguntaba si él también habría estado despierto durante el poco tiempo de descanso que habían tenido. Estaba seguro de que Dobson se habría quedado dormido nada más acostarse, porque el viejo soldado tenía una extraordinaria facilidad para echarse un sueñecito siempre que tenía ocasión.

Había sido un alivio que sonaran las cornetas para despertarlos. Seguía siendo de noche y Williams estaba adormecido, con las extremidades entumecidas mientras daba patadas en el suelo y se frotaba las manos tratando de calentarse. Aquella actividad funcionó, al igual que la taza de té bien caliente que le había traído el soldado que servía a Pringle. Lo cierto es que a Billy Pringle no le gustaba el té, pero todavía no había conseguido convencer de ello al soldado Jenkins. Dio unos cuantos sorbos, le dio las gracias al siempre sonriente soldado y, después, le pasó la taza a otro.

Se había dado la orden de que el ejército se preparara. Repartieron los víveres, llenaron las bolsas de munición y se colocaron los morrales a medida que los batallones se iban despertando en mitad de la oscuridad. Hubo unos cuantos disparos desde los piquetes por parte de los centinelas, que realizaban descargas para comprobar si la pólvora se les había humedecido. En caso de que así fuera, el casaca roja añadía un poco más a la cazoleta y volvía a probar. Los mosquetes que no disparaban después de esto tenían que ser descargados con gran esfuerzo.

Williams se estremeció al oír el primer disparo, pero le tranquilizó ver que nadie pareció notarlo en plena oscuridad. Seguía sintiéndose amodorrado y con frío, y trataba de convencerse a sí mismo de que solo había sido el susto del ruido repentino. Pero, de pronto, supo que iba a morir ese día. Cuando cerró los ojos vio al soldado ruso apuntando con su mosquete y el miedo volvió a invadirlo. Había tenido suerte. Todos ellos. Le costaba creer que esa suerte durara.

Todo aquello no había servido de nada. El orgullo que había sentido al rechazar su ascenso desapareció y se consideró un imbécil por haber desperdiciado aquella oportunidad. Al menos, su madre podría haber estado orgullosa de la muerte de un hijo oficial. No era la muerte en sí lo que temía, puesto que incluso en aquellas horas frías anteriores al amanecer tenía una pertinaz confianza en su religión. Solo sentía que quería vivir. Le quedaban muchas cosas por hacer, había muchas cosas que no comprendía o que no conocía. Una vez más, Williams se alegró de la oscuridad porque sabía que tenía los ojos humedecidos. Una imagen de Jane MacAndrews le vino de inmediato a la mente. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido de no haber hablado con mayor claridad? ¿Sabía ella lo que él sentía? Había supuesto que su admiración por Jane debía estar clara, pero ahora que lo pensaba, veía con claridad que lo más probable era que la muchacha fuera del todo ignorante de la fuerza y, sobre todo, de la sinceridad de su devoción.

Entre el batallón corrió el rumor de que la esposa y la hija del mayor estaban allí, aunque no podía imaginar cómo podía ser posible. No las había visto, pero ahora rezaba porque fuera así y deseaba simplemente poder ver a Jane antes de morir.

Williams se sobresaltó cuando una mano le tocó en el hombro.

—Perdona —dijo Hanley—. ¿Podrías ayudarme con estas correas? —Aunque seguía teniendo el brazo izquierdo en cabestrillo, insistió en cumplir con su deber. Williams cogió la correa de la espada y el fajín y la pasó con cuidado por encima del hombro de Hanley. Era más fácil cuidar de alguien que pensar.

»¡Maldita sea, qué frío hace! —continuó diciendo Hanley—. Quizá sea porque estamos muy cerca del mar. El viento se mete dentro de uno.

—Ya está. Así irás bien. ¿Cómo va el brazo? —preguntó Williams.

—Ah, bien. ¡Solo llevo esto para que me tengan más compasión! —bromeó Hanley, pero lo cierto era que el dolor del brazo era más fuerte que antes y el más leve movimiento le hacía estremecer. Tenía cada vez más miedo de que los rusos le hubieran hecho un grave daño y la mente se le embalaba cuando se imaginaba bajo el cuchillo de un cirujano. ¿Qué clase de pintor sería con un solo brazo? A pensar de todo, trataba de parecer despreocupado.

—Lo sabía —dijo Pringle, apareciendo entre las sombras—. Estoy al mando de una panda de holgazanes.

—Eso es verdad —Hanley extendió el brazo para sacar ligeramente la espada de su vaina—. ¿Sabes? Ni siquiera saqué esto la última vez. De todos modos, es probable que esté desafilada.

—Pues golpéales con ella —sugirió Pringle.

—Si queda tiempo puedo ir a por mi piedra de afilar —se ofreció Williams.

—¿Cómo puedes llevar tantas cosas, Hamish? Estoy seguro de que si dijera que necesito un pianoforte, una mesa de comedor y diez sillas, los sacarías de tu petate. —La risa de Pringle fue un poco más fuerte y chillona de lo habitual. Paró de pronto y bajó la voz—. Bueno, William, hoy irás detrás de la compañía con los sargentos. Asegúrate de que todos están en sus puestos y mantienen el ritmo. Hamish, tú irás a la izquierda, junto a Darrowfield y su compañero de atrás. Si ocurre algo, tomas el mando y serás el marcador izquierdo. Sé que puedo contar con vosotros dos.

—¿Sabes algo? —preguntó Williams tímidamente.

—Sí, está aquí, pero no la he visto —esta vez su risa fue menos forzada—. ¿O te referías a algo menos importante como qué es lo que va a hacer el ejército? Esperar, eso es todo lo que sé. No se ha dado ninguna orden de avanzar, pero debemos estar listos para ello. O para enfrentarnos a un ataque. Los franceses están ahí, en algún lugar.

El general Delaborde maldijo al ver salir el sol y la lenta marcha de las columnas francesas. En voz baja practicaba una especial inventiva a la hora de maldecir a su comandante, pero como Junot y sus hombres iban con sus caballos pocos metros por delante, tenía que ser discreto. Al menos, ese condenado estaba haciendo algo. Los británicos esperaban que sus refuerzos llegaran pronto y lo lógico era atacar ahora. Se habían reunido unos trece mil hombres —algo menos de lo que creían los británicos— entre las guarniciones y columnas que había desperdigadas por Portugal. Eso les daría una ventaja de unos cuantos miles por encima de los británicos. Los franceses contaban con quince batallones de infantería, más de lo que habían reunido en un solo lugar desde el otoño anterior. Veinticuatro cañones avanzaban con gran estruendo todo lo rápido que sus lamentables tiros podían arrastrarlos por aquellos caminos en tan mal estado. Era más de lo que los ingleses tenían cuando se enfrentaron a ellos en Roliça. No había duda de que contaban con una caballería mayor que el enemigo, aunque por lo penosamente que avanzaban por aquellas colinas, cualquier tonto podía ver que no se trataba de la caballería ideal. Pero Junot era un antiguo húsar, por lo que aún estaba por ver que fuera capaz de pensar. Aun así, podría presentarse la oportunidad de tener que utilizarla y, como poco, ayudaría a localizar al enemigo.

En ese momento, uno de los dragones llegó a medio galope para informar a los hombres de Junot. El sol que empezaba a salir hacía que el casco de cobre de aquel soldado resplandeciera con un color rojo. La caballería tenía su uso incluso en este país. Delaborde no podía distinguir los grandes números blancos que llevaban las mantas de los caballos de los soldados y que identificaba a su regimiento. No es que le importara. Los tres regimientos de dragones que iban con el ejército eran formaciones provisionales creadas a partir de destacamentos sacados de los depósitos de todos los diferentes regimientos y agrupados para formar una unidad temporal. No era aquella una solución ideal. Los oficiales y los soldados no se conocían bien entre sí y todos eran conscientes de que no harían carrera en esa formación creada a tal efecto. Aun así, eran la caballería francesa y superarían en número a los pocos soldados de caballería ingleses. La caballería portuguesa ni siquiera era digna de consideración.

Delaborde impulsó a su caballo hacia el grupo de oficiales del Estado Mayor que rodeaban a Junot, ignorando al ayudante de campo, que se había girado hacia él cuando el general le hizo una señal.

—Henri, han llegado buenas noticias —dijo el general Thiebault, el jefe militar del Estado Mayor, poniendo su caballo delante de Delaborde. Junot siguió avanzando sin hacer caso a la llegada de su subordinado—. Los ingleses no se han movido y están acampados en un lugar miserable llamado Vimeiro.

—Es de noche, ¿por qué se iban a mover? —Delaborde no estaba de humor para mostrarse animado. Sabía que Thiebault era un buen soldado y lo que su brigada había hecho en las colinas de Pratzen en Austerlitz. También sabía que el jefe del Estado Mayor era inteligente y que era muy leído para tratarse de un antiguo soldado raso y, a pesar de su talento, no había nadie en quien confiara menos. Thiebault nunca compartía sus logros, pero era generoso en lo referente a la culpa y muy ácido en la opinión que tenía de los demás y que expresaba con facilidad.

—De todos modos, parece que el plan del duque es llevarnos a una gran victoria. —Como siempre hacía Thiebault, eligió sus palabras con cuidado.

—No llegaremos allí antes de las nueve —Delaborde se mostró deliberadamente brusco—. Y lo peor es que ha fraccionado mi división. Más de la mitad de mis hombres están perdiendo el tiempo por ahí con Brenier —hizo una señal con el brazo hacia el noreste. La brigada que había liderado en Roliça se había separado y avanzaba por otro camino.

—Van a rodear el flanco izquierdo del enemigo para atraparlos justo cuando los ataquemos por el frente. Es un plan ingenioso.

—Si es que llegan a tiempo y si los británicos se quedan sentados con los ojos cerrados.

—Como he dicho, nuestras patrullas han informado de que no se están moviendo. ¿Por qué iban a estar esperando un ataque?

Delaborde soltó un bufido al oír aquello.

—Nos hemos dispersado demasiado. La mitad de mi división está con Brenier y la otra brigada viene por detrás de nosotros. ¿Cómo demonios se supone que voy a controlarlos?

—Como sabes, las divisiones se han formado hace apenas unos días. Nuestras brigadas están acostumbradas a actuar de manera independiente —Thiebault continuó hablando en tono tranquilo—. Estoy seguro de que el duque va a hacer un uso excelente tanto de ti como de las brigadas.

—¿Mejor que si lucháramos juntos como una sola división? —Thiebault se encogió de hombros, pero Delaborde no quiso dejar la conversación—. Hazme caso, está desperdigando al ejército cuando lo que deberíamos es estar juntos. No son simples campesinos y milicias. Es un ejército.

—Una pequeña parte de un ejército muy pequeño y de poca monta. Los ingleses son famosos por sus marineros, no por sus soldados. No es como si nos estuviéramos enfrentando a los rusos o a los austriacos. —El recuerdo de Austerlitz fue descarado.

—Cierto, pero de todos modos, se trata de un ejército. Yo he luchado contra ellos. Saben maniobrar y son tenaces a la hora de luchar. Podemos vencerlos, pero solo si los tratamos con respeto. Ya no estamos persiguiendo rebeldes. Esto va a ser duro y, por mi parte, estaría más contento si el ejército siguiera unido.

—Hay que arriesgar mucho en la guerra —declaró Thiebault con ligereza—. Tenemos el factor sorpresa de nuestra parte.

—El sol casi ha salido del todo. Te apuesto mil francos a que nos ven llegar —Delaborde le dedicó una sonrisa cómplice—. Al fin y al cabo, te lo puedes permitir. —Los rumores sobre los saqueos de Thiebault eran legendarios incluso en el ejército que había despojado a Portugal de todo lo que había encontrado a su paso.

El jefe del Estado Mayor se negó a contestar.

—Debo volver con el duque. Quizá deberías ir a vigilar a tu segunda brigada —Delaborde retomó sus maldiciones contra el alto mando del ejército mientras volvía con su caballo por la columna.

El 106 permaneció detenido con el resto del ejército cuando el sol salió por completo y no se veía al enemigo por ningún lado. Los hombres desayunaron y se dispusieron a realizar las muchas tareas que en la oscuridad les había resultado demasiado difícil hacer. Hanley pidió prestado a Truscott un pequeño espejo y, después de afeitarse, les tocó a Pringle y a Williams. Cuando acabó, Pringle se frotó el suave mentón y sonrió.

—Hace que sea más fácil pensar, ¿verdad? —dijo Hanley.

Williams se dispuso entonces a limpiar su mosquete, comprobando el pedernal y el resorte. Afiló la ya puntiaguda bayoneta e hizo lo que pudo por dejar en el mismo estado la espada de Hanley.

—Quizá sea mejor buscar un armero entre los dragones ligeros —sugirió Truscott, que había venido a recuperar su espejo.

—¿Dónde están?

—En algún lugar valle abajo, creo. A este lado del pueblo —se aventuró a decir Truscott.

—¿Me da tiempo a bajar, Billy? —preguntó Williams.

—Será mejor no arriesgarse. Puede que estemos horas sentados o que salgamos en cinco minutos. Mirabile dictu, Sir Arthur no me lo ha dicho.

—Ah, las ventajas de ser educado en Oxford. «Maravilloso de contar» suena pomposo incluso en nuestro idioma. De todos modos, mejor vuelvo a la conversación menos erudita de la Cuarta Compañía. El soldado Knowles nos ha asegurado que tendremos jamón. No me cabe la menor duda de que vosotros tres vendréis a la hora de la cena. Si es así, puede que os invite. Podéis traer el vino —Truscott se despidió con un vago movimiento de la mano al irse.

Williams quería leer su Biblia y enseguida se retiró a un lado de la zona que ocupaba la brigada. Era domingo y un regimiento de las Highlands de la siguiente brigada estaba celebrando una misa. Habían colocado centinelas mirando hacia fuera alrededor de los soldados sentados en semicírculo como recuerdo de los días en los que la Iglesia presbiteriana había sido ilegal. El sacerdote hablaba en voz baja y Williams solo podía oír algunas palabras sueltas. Se sentó en una roca, dejando en el suelo su petate y apoyando el arma encima de él, y trató de leer. Sus ojos examinaban las páginas, pero no parecía detectar las palabras. Ahora no tenía miedo. Simplemente, parecía que se le había vaciado la mente.

—¿Interrumpo? —Era la voz que inundaba sus sueños. Williams se puso en pie de un salto, dándose la vuelta al hacerlo y chocándose con Jane MacAndrews, que se había inclinado para mirar por encima del hombro. Ella dio un paso atrás, se incorporó y, después, sonrió.

Williams estaba abrumado por su belleza. Su rostro parecía fresco, sus ojos brillantes y su llamativo pelo rojo sobresalía rebelde por debajo del sombrero de paja de ala ancha que llevaba puesto. Un lazo le acercaba el ala a la cara para proteger su piel blanca de la fuerza de los rayos solares. Reconoció el traje de montar rojizo que había llevado puesto en Inglaterra y aquella vez junto al río. La disculpa se convirtió en murmullo y luego terminó en silencio. Williams se limitó a mirarla, tratando de encontrar el valor para hablar. La decisión que había tomado a primera hora de la mañana de que le contaría lo que sentía o, al menos, lo mucho que la estimaba, luchó contra su timidez y perdió.

Jane estaba un poco perpleja y, por fin, decidió que aquella conversación necesitaba de un esfuerzo mucho mayor.

—En fin, debo decir que estoy sorprendida. ¡Esperaba que al encontrarle fuera ya, cuanto menos, capitán! —se rio y Williams lo hizo con ella. No había maldad en aquella broma y se emocionó al ver que su voz transmitía verdadero afecto. Jane MacAndrews volvió a sonreír. A pesar de las pecas y de la piel que se le estaba pelando, pensó que su aspecto y sus modales no habían empeorado.

—Sigo siendo un humilde voluntario. —Estuvo tentado de hablarle de su negativa a un ascenso, algo de lo que ni siquiera había hablado con sus amigos. Pero se dejó ganar por la curiosidad—. ¿Le ha contado algo su padre?

Jane hizo una mueca.

—Mi padre no me ha dicho nada salvo un breve saludo y un aún más breve beso. Mamá no ha tenido mucha más suerte con él. ¿Sabe que nos ha dejado su tienda y ha dormido fuera enrollado en una manta?

Williams negó con la cabeza.

—Supongo que se ha sentido obligado a compartir la suerte de sus soldados. Estoy seguro de que está encantado de verlas a las dos.

—Mmm, puede ser. Probablemente esté también un poco enfadado. No creo que pensara que mamá y yo pudiéramos venir solas hasta Portugal.

—Él dirige el batallón. Debe aparentar ser estricto, pero estoy seguro de que en el fondo está contento de que hayan venido —Williams respiró profundamente—. Yo lo estoy.

—Mamá estará encantada de saberlo —respondió Jane con picardía.

—Yo… es decir, yo no… Desde luego, una señora excelente —la muchacha se esforzó por mantener su rostro inexpresivo mientras Williams farfullaba nervioso. Pese a tener diecinueve años se sentía mucho mayor y más sensata que aquellos jóvenes—. No era eso lo que quería decir, señorita MacAndrews. Yo… —carraspeó y siguió tratando de buscar las palabras correctas; Jane casi se sintió un poco cruel. Solo casi—. Señorita MacAndrews, perdone mi franqueza, pero usted es… —Williams no sabía qué decir.

—Ah, aquí viene el señor Hanley con mi magnífico corcel —Jane se sintió bastante aliviada por aquella distracción. Esperaba que sus anteriores momentos de privacidad y amistad hubieran permitido que Williams hubiese superado ya su timidez. Pero una vez más, se mostraba nervioso y le costaba expresarse en su presencia y eso empezaba a parecerle un poco fastidioso—. No he montado en burro desde que era una niña. Mamá insiste en llamar al suyo asno y finge no entender.

—Me alegro de verle, señor Williams. Ahora, ¿me ayuda a subir? A Hanley le va a ser imposible.

Williams tardó un momento en comprender lo que quería decir y, a continuación, se inclinó hacia delante y juntó las manos. La bota de piel marrón de la muchacha parecía ligera y delicada entre sus manos. La verdad es que solo necesitó un leve empujón para subir y, sin duda, se las podría haber arreglado sin su ayuda.

—Que tengan los dos un buen día —dijo ella, y dando un latigazo con la fusta se puso en marcha—. Les deseo buena suerte y rezo porque estén bien. —Los dos hombres vieron cómo la muchacha se alejaba. Parecía fuera de lugar rodeada de un ejército y, sin embargo, transmitía una absoluta seguridad.

—¿Le has dicho algo? —preguntó Hanley.

—¿Decirle qué?

Hanley se quedó mirando a su amigo.

—Bueno, tú sabrás.

Williams se quedó pensativo un momento.

—¿Tan claramente se ve lo que siento?

—No. Un hombre sordo y ciego no podría notarlo nunca.

Williams suspiró.

—He conseguido decirle que es ella.

—¿Que es qué?

—No he acertado a decirle más.

—Bueno, es ella, de eso no hay duda.

Hanley no había contado muchas cosas de su vida anterior, pero Williams se había imaginado una buena parte.

—Tú tienes más experiencia en estas cosas. La verdad es que yo no sé ni he sentido… En fin, nunca me he sentido así. ¿Tú entiendes a las mujeres?

—¡Entender a las mujeres! —Hanley no pudo evitar reírse—. Dudo que haya un solo hombre vivo que de verdad lo haga. Solo existe un consuelo. Ellas tampoco nos entienden a nosotros.

Hubo una oleada de ruido a lo largo de toda la cima. Había hombres señalando al sudeste, haciéndose sombra en los ojos con las manos para mirar bajo la luz del sol. Estallaron conversaciones excitadas. Williams y Hanley dirigieron los ojos hacia donde miraban los demás. Había una nube densa de polvo en el horizonte, la que suelen levantar miles de pies que van en marcha y las ruedas recubiertas de metal de los pesados cañones y carros. Los franceses se acercaban.