WILLIAMS se abalanzó sobre el muro cuando oyó la segunda explosión ahogada. Dobson lo agarró de las piernas y arrastró al voluntario hacia sí con todas sus fuerzas. Los dos hombres cayeron abrazados al suelo, pero el más viejo tenía más fuerza. Dieron unas cuantas vueltas y Dobson quedó por encima, con una mano apretando con fuerza la boca de Williams.
—Silencio, cabrón estúpido —siseó. Williams forcejeó y, de repente, sintió el tacto frío de una hoja en el cuello. De algún modo, Dobson había conseguido sacar un cuchillo sin soltarle. Por un momento, la imagen del cadáver de Redman pasó por la mente del voluntario.
»Calla. Deja que esos desgraciados crean que han ganado. —Dobson hablaba suavemente, como si estuviera tranquilizando a un niño—. No podemos ayudarles ahora. Si nos precipitamos para entrar, moriremos también —Williams dejó de forcejear. El veterano esperó un momento y después apartó el cuchillo y la mano.
—¿Y si los matan? —Hamish consiguió hablar en voz baja.
—Entonces no habrá nada que podamos hacer. No se trata de morir, Doguillo, sino de ganar. Así que ahora tenemos que esperar, estar callados y dejar que crean que ha pasado el peligro.
—¿Y qué pasa con los dos portugueses?
—Olvídate de ellos. De todos modos, no podemos hablar con esos pobres diablos. Son solo niños. Si salen corriendo no nos importa, y si regresan y luchan solos, los matarán —el veterano habló con crueldad—. Ahora esperemos.
Los tres oficiales británicos estaban de rodillas en el suelo con las manos atadas a la espalda. Hanley sintió un dolor agudo cuando sus captores le arrancaron el cabestrillo y le doblaron el brazo herido por detrás a pesar de sus bufidos de dolor. Mata estaba en peores condiciones. Lo habían apuñalado en el brazo derecho, en el estómago y en el muslo, y yacía en el suelo de piedra de la habitación principal de la granja. Cuando los llevaron a esa habitación, María se soltó del soldado ruso que la agarraba y corrió para ayudarle. Hizo trizas su pañuelo y vendó la pierna y el brazo del joven oficial. Los rusos la dejaron hacer y la observaron mientras la muchacha buscaba algo para vendar la herida mucho más grande del vientre. Denilov había salido a poner a dos de sus hombres de centinelas. Su sargento había muerto por el disparo afortunado de Truscott, pero este último no había tenido tiempo aún de asimilar que era la primera vez que mataba de verdad a alguien. Los soldados rusos se habían quedado perplejos ante aquella muerte, puesto que el suboficial tuerto siempre les había parecido indestructible. Ellos no estaban desconcertados. La muerte formaba parte de la suerte de un soldado y todos ellos seguían con vida, que era lo más importante.
La habitación contenía pocas cosas. Había una pequeña mesa redonda, dos taburetes y una vieja mecedora. Las velas y la lámpara de aceite que había sobre la mesa proporcionaban algo de luz, pero no había fuego en la enorme chimenea.
María miró a su alrededor, pero no encontró ningún paño ni tejido que sirviera para vendar. La muchacha se encogió de hombros y echó la mano hacia atrás para agarrarse el faldón de la ajustada chaqueta. Muy pausadamente pero sin mirar a nadie, se desabrochó la falda y dejó que cayera despacio. Los dos soldados rusos la observaban admirados. Uno de ellos incluso se permitió una sonrisa maliciosa. Los ingleses también la miraban.
Al bajarse la falda, la muchacha se inclinó hacia delante y su largo cabello negro le colgó alrededor de la cara. Sus enaguas eran blancas y parecían brillar bajo la parpadeante luz. También eran cortas, cayendo tan solo un poco por debajo de las rodillas y, cuando María se inclinó, el borde de encaje se le levantó por atrás y mostró sus piernas enfundadas en las medias y la piel desnuda por encima de ellas.
Pringle estaba a punto de decir algo cuando decidió que era mejor no romper el silencio. Entonces vio algo que brillaba junto al pie de Mata. Era un fragmento de una de las granadas que al parecer se había enganchado en la ropa del hombre herido o que había llegado hasta ahí por la patada que alguien le hubiera dado accidentalmente.
María se sacó la falda y la dejó caer delante de Mata cubriendo el trozo dentado de granada. Los rusos observaban cada movimiento mientras ella se arrodillaba, cogía la falda y con enorme esfuerzo la rasgaba por la costura y, después, volvía a romper cada trozo. Mata hizo una mueca de dolor cuando ella lo levantó para atarle la tela alrededor del vientre, pero luego consiguió pedir disculpas y darle las gracias.
Pringle se dio cuenta de que el trozo de metal había desaparecido cuando la muchacha se puso de pie y se acercó a los tres ingleses que permanecían arrodillados. Uno de los rusos espetó una orden, pero María señaló a Hanley y se tocó el brazo para indicar que solamente quería mirarle la herida. Entonces, le dio la espalda al guardia y se agachó para atar otro trozo de su falda destrozada y vendar de nuevo la herida.
—Échate un poco hacia delante —dijo ella y Hanley obedeció, avanzando de rodillas hacia ella. Luego María dio un paso atrás y se puso detrás de él para ver mejor. Al pasar por detrás de Pringle, le dejó caer el trozo de la carcasa de la granada en la palma de la mano. Él sintió que el metal afilado le hacía un corte en la piel al tratar de girarlo con los dedos, de modo que el filo diera sobre la cuerda que le ataba las muñecas.
La puerta se abrió y los dos soldados rusos adoptaron al instante posturas de alerta cuando Denilov entró. Echó un vistazo por la habitación.
—Un poco obvio, incluso para ti, María —dijo con tono afable. Después soltó una fuerte reprimenda a sus hombres. Imaginando que algo ocurría, pasó por detrás de los oficiales británicos arrodillados. Fue una casualidad, porque no había visto nada, pero cuando estuvo al lado de Pringle, Denilov le golpeó de repente con el puño sobre el lateral del cuello, justo por encima de la chaqueta.
Pringle sintió un dolor agudo al caer desplomado hacia un lado con la respiración entrecortada. El pequeño trozo de metal cayó al suelo. Denilov lo vio, negó con la cabeza y le dio una patada mandándolo a un rincón de la habitación.
—¡Qué pesadez! —dijo acercándose a la chimenea y, a continuación, le dio a María una fuerte bofetada en la mejilla, pero el conde ruso la agarró cuando caía y la lanzó contra la piedra esculpida de la chimenea. Truscott y Hanley lanzaron gritos de protesta hasta que uno de los guardias les aporreó a ambos con la culata de su mosquete. Los tres ingleses quedaron tumbados de lado y forcejeaban para levantarse.
—Vamos, María. Sabes que vas a tener que decírmelo antes o después. Abre el escondite —Denilov volvió a abofetearla, esta vez en la otra mejilla, tirándola al suelo mientras ella trataba de levantarse—. Estoy perdiendo la paciencia. Al final me lo vas a decir. ¿Cuánto daño tengo que haceros a ti y a estos otros hasta que lo sueltes?
El alto aristócrata ruso miró por toda la habitación.
—Como prefieras —hizo una señal con la cabeza a uno de sus hombres, que de inmediato le dio una patada a Mata en el vientre. El antiguo estudiante soltó un bufido de dolor pero, de algún modo, consiguió contener el grito.
—Muy valiente —el tono de Denilov era de burla. Hizo otra señal a su hombre. Esta vez, el soldado golpeó con la culata de su mosquete el muslo herido del joven y luego apretó el arma sobre la herida.
Mata gritó de dolor.
Williams se tambaleaba por el peso de Dobson, que estaba de pie sobre sus hombros. Los dos hombres eran altos, pero estaban tratando de abrir una ventana que estaba a unos tres metros del suelo. Al no llevar reloj, el voluntario no sabía cuánto tiempo había pasado desde que habían explotado las granadas. Le pareció más o menos una hora, pero quizá solo fuera la mitad de ese tiempo. No habían visto rastro alguno de los otros dos hombres de Mata.
Dobson le había hecho dar una enorme vuelta para llegar a la casa desde el abrigo del establo. De ese modo, solo tenían que recorrer un tramo corto de descampado y el veterano imaginaba que, de todos modos, el enemigo estaría vigilando solamente la parte más cercana a la puerta. Ahora, las botas del viejo soldado empujaban con fuerza hacia abajo mientras Dobson hacía uso de su gran fuerza para abrir los postigos. Williams sintió que se tambaleaba hacia atrás mientras trataba de mantener el equilibrio cuando la bota izquierda se le soltó de la mano y se balanceó hacia uno y otro lado.
La carga disminuyó y Williams levantó los ojos y vio que Dobson se había agarrado al alféizar de la ventana con una mano y tiraba de su cuerpo hacia arriba. Los dos hombres habían dejado sus fardos, chacós, cantimploras y morrales detrás del muro. Solo se quedaron con las bolsas de la munición. Dobson desapareció en el interior de la habitación y al cabo de un momento volvió a asomarse extendiendo los brazos hacia abajo. Williams le alcanzó los dos mosquetes. Ambos tenían las bayonetas ya preparadas. Dobson quitó los portafusiles de los dos mosquetes y los ató el uno al otro. Eso le proporcionó una cuerda de más de un metro ochenta centímetros. El veterano rodeó con un brazo una viga y con la otra mano sostuvo el portafusiles, dejándolo colgar por la ventana.
Williams dio unos cuantos pasos atrás y luego corrió hacia la pared saltando hacia arriba y aferrándose al portafusiles que colgaba. Lo agarró con la mano derecha, y aunque casi se le suelta cuando chocó contra la pared, siguió agarrado. Un momento después, encontró también la cuerda con la mano izquierda y empezó a subir. A Hamish nunca se le había dado bien escalar, siempre había observado con frustración cómo los demás parecían subir por los cables como si fueran monos, pero de algún modo, esa noche le parecía más fácil. Consiguió empujar con los pies y, después, casi caminar pared arriba.
Luego llegaron los disparos. Primero uno y después dos en respuesta desde la parte delantera de la casa. Hubo gritos y, tras un ataque de pánico, Williams se dio cuenta de que no tenía nada que ver con sus esfuerzos por entrar. Quienquiera que fuera —y esperaba que se tratara de los hombres de Mata y no de una patrulla francesa—, mantendría ocupados a los rusos.
Cuando estaba cerca de la ventana, las botas de Williams se resbalaron por la piedra y golpearon con fuerza en la pared. Dobson maldijo ante el repentino peso que tiraba de los portafusiles, pero entonces vio que el voluntario tenía los codos sobre el alféizar de la ventana. El veterano soltó el portafusil y agarró la mano de Williams. Jadeando por el esfuerzo, Hamish tiró de sí y entró en la habitación. Era alargada y ocupaba toda la planta. Probablemente en otro tiempo hacía las veces de despensa y dormitorio de los labriegos que estaban en la granja. Incluso a la luz de la luna, Williams pudo ver que ahora estaba vacía, a excepción de unos cuantos andrajos.
—Estás engordando, Doguillo —susurró Dobson con una sonrisa.
Hubo otro disparo desde el exterior, al que respondió otro que pareció salir del piso de abajo. Cogieron los mosquetes y caminaron todo lo sigilosamente que pudieron hacia el otro extremo de la habitación, donde una escalera conducía hacia abajo. Williams fue el primero y, por muy despacio que pisara cada escalón, provocaba lo que parecían atronadores quejidos de la madera.
Cuando comenzaron los disparos, Denilov envió a uno de sus hombres a la puerta delantera de la casa para ver qué estaba pasando. Después, volvió a su tarea. María no le había hecho caso al principio. Luego lo estuvo maldiciendo cuando empezaron a golpear repetidamente a Mata, cuyos gritos fueron volviéndose más débiles con cada embestida. Entonces, se puso a llorar suplicando clemencia.
Denilov siguió haciéndole la misma pregunta una y otra vez. Al final, Mata se desmayó y no volvió en sí. María siguió llorando y suplicando.
El oficial ruso sacó su pistola de dos cañones y apuntó con ella a la muchacha. Entonces, como por capricho, se giró y se acercó a los tres oficiales británicos. De alguna forma, Truscott había conseguido volver a incorporarse sobre sus rodillas, así que Denilov apuntó con la pistola sobre su frente.
—De ti depende, querida —le dijo a la muchacha.
El primer ruso se abalanzó sobre la bayoneta de Williams. El voluntario iba caminando por el pasillo cuando el hombre se echó sobre él al doblar una esquina con su arma apoyada en el cuerpo. La bayoneta se deslizó fácilmente entre las costillas de aquel hombre, al que solamente le dio tiempo de tomar aire antes de morir. Dobson se abrió paso mientras Williams trataba de liberar la hoja de la bayoneta. Al final, dejó que el cuerpo cayera al suelo, colocó el pie sobre el hombre y, finalmente, tiró de ella para sacarla.
Dobson estaba junto a una puerta abierta cuando oyó un disparo desde el interior de la habitación. Por un momento, uno de los soldados quedó iluminado por la llamarada cuando disparó por la ventana. Después, Dobson apenas pudo ver nada aparte del resplandor rojo que se le quedó grabado en la vista. Entrecerró los ojos y pudo ver al ruso que de forma mecánica cargaba su mosquete. Una bala disparada desde el exterior rozó la cabeza del soldado e instintivamente, este se agachó. Al mover la cabeza, vio al veterano. El ruso se giró, con la baqueta aún en el cañón del mosquete, justo cuando Dobson daba una patada al frente y arremetía contra él. El soldado lanzó su arma con un fuerte barrido para defenderse, pero solo consiguió mover la bayoneta del casaca roja más alta de lo que él apuntaba. La punta se clavó en el cuello del ruso. Se ahogaba mientras la sangre le caía a chorros por el pecho. El mosquete se le cayó al suelo y subió las dos manos para agarrar la hoja. Dobson la sacó y volvió a clavársela hasta el fondo en el vientre. Por un momento, el ruso se retorció balbuciendo terriblemente antes de quedarse por fin en silencio.
Williams estaba detrás de él junto a la puerta y Dobson volvió a su lado. Salieron al pasillo y vieron la luz que salía por debajo de una puerta. Entonces, oyeron el grito de una mujer. Dobson dio un empujón a Williams para que se apartara y se lanzó contra la puerta, que se astilló y cayó al suelo. La luz del interior era muy fuerte después de la oscuridad de los pasillos y Dobson entrecerró los ojos mientras entraba en la habitación dando traspiés. Un soldado ruso se abalanzó sobre él con su bayoneta y el veterano giró sobre sí mismo para esquivar el golpe, perdiendo su propio mosquete al hacerlo.
Cuando Williams atravesó la puerta, Denilov le apuntó con su pistola. María se lanzó sobre él dándole un empujón en el brazo, de modo que el primer disparo alcanzó la pared que había al lado de la puerta. Dobson esquivó otra embestida del ruso al que, a continuación, Pringle dio una patada en las espinillas. El soldado se tambaleó y Dobson se abalanzó sobre él agarrándolo de las rodillas y derribándolo. Los dos hombres forcejearon en el suelo.
Denilov se zafó de la muchacha y luego se las arregló para golpearle en la sien con la pistola. El segundo cañón se descargó al hacerlo y María sintió que la bala le rozaba el pelo al pasar y se aplastaba contra la piedra de la chimenea.
Williams fue hacia él bayoneta en ristre, pero tuvo cuidado de no pisar a Mata. Denilov dejó caer su inútil pistola y tuvo tiempo suficiente de sacar la espada. La levantó como saludo y desafío.
—No eres más que un simple soldado —dijo con desprecio.
—Soy un caballero, señor —respondió Williams. Entonces, se llevó el mosquete al hombro. Denilov no estaba a más de dos metros de distancia y no tuvo tiempo más que de mostrar sorpresa y temor en su rostro antes de que Williams le disparara. El humo de la pólvora inundó la habitación y el sonido del disparo resonó entre las paredes de piedra.
Denilov dijo algo con voz entrecortada en su idioma y se desmoronó sobre sus rodillas. Luego cayó de bruces. La sangre tiñó todo su cuerpo de oscuro.
Dobson maldijo cuando el soldado ruso le mordió en el hombro y, a continuación, le dio un cabezazo al hombre y un puñetazo mientras su cuerpo se tambaleaba por el golpe. Haciendo uso de su mayor peso, lo agarró con solo una mano y con la otra desenroscó la bayoneta del mosquete que estaba a su lado. Le costó pero, por fin, la sacó y se la clavó al soldado repetidas veces hasta que se quedó inmóvil.
—Queda uno más —le advirtió Truscott y, en ese mismo momento, la puerta de la cocina se abrió de golpe. El último soldado ruso vio cómo Dobson apuñalaba a su camarada y le apuntó con el mosquete. Williams corrió hacia él y, sin pensárselo, le lanzó el mosquete con la bayoneta a aquel hombre como si se tratara de una lanza. Salió volando torpemente, pero hizo que el ruso echara para atrás su arma para eludir el tosco misil.
Williams se encontraba todavía demasiado lejos como para llegar hasta él cuando el hombre le apuntó con la boca de su mosquete. Cerró los ojos. El disparo fue ensordecedor pero, para su sorpresa, Williams no sintió ningún impacto. Cuando los abrió, el ruso estaba tendido sobre el suelo de la cocina, gimiendo. Los dos hombres de Mata habían entrado en la casa cuando el ruso que estaba en la ventana dejó de disparar. El primero en entrar no tenía más de quince años y nunca había pensado en otra cosa que en sus estudios hasta unos meses antes. Pero no vaciló al irrumpir en la habitación y ver al soldado de uniforme oscuro dispuesto a abrir fuego. Disparó él primero y, asombrado, vio que le había alcanzado.
Mata estaba gravemente herido. No podía caminar ni montar, pero el estudiante de rostro delgado debía de ser más duro de lo que parecía, porque no estaba muerto. Sus hombres no tuvieron tanta suerte. Cuando encontraron los cadáveres de los dos que habían sido alcanzados por la granada, vieron que les habían rajado el cuello. Inmediatamente, el muchacho de quince años hizo lo mismo con el ruso herido y nadie reaccionó lo suficientemente rápido como para detenerle. Y lo cierto es que ninguno de ellos le culpó.
Sacaron a rastras todos los cuerpos. María limpió la herida de Hanley y la vendó aún mejor con lo que le quedaba de la falda. Levantaron a Mata con toda la suavidad que pudieron, lo metieron en un dormitorio y lo tumbaron en una cama. Antes de eso, había estado mirando cómo la muchacha recorría con sus manos los animales esculpidos que adornaban la chimenea. Extendió la mano hacia la parte posterior de la cabeza de un toro y, con cierto esfuerzo, empujó un tirador de metal que abrió de golpe un hueco. Dentro había un pequeño cofre con la llave aún en el cierre. Le pidió a Williams que lo cogiera y lo dejara sobre la mesa antes de girar la llave para abrirlo. El color dorado refulgía de rojo a la luz de las velas. Había cientos de monedas —quizá no una fortuna, pero aun así, mucho más dinero del que Williams había visto jamás en su vida—. También había una bolsa que la muchacha cogió. Desató la parte superior y metió la mano para comprobar su contenido, pero no se lo enseñó a nadie.
Eran casi las dos y media de la mañana en el reloj de Pringle y, según el de Truscott, aún más tarde. Tenían que regresar todos al batallón y a sus propias obligaciones, pero prometieron volver con un médico en cuanto pudieran. Los hombres de Mata se quedarían con él, al igual que María y el dinero.
—Cleopatra lo cuidará —les anunció ella. Un cardenal se le iba extendiendo por la mejilla, pero María parecía tranquila y decidida. Billy Pringle pensó también que era condenadamente atractiva, sobre todo porque todavía estaba sin falda.
María notó hacia dónde había desviado él los ojos y sonrió, cruzando la mirada con la de Pringle cuando este levantó la suya.
—Supongo que no podemos esperar media hora —le dijo a Truscott esperanzado.
—Mi viejo profesor solía decir que solo se pueden comer pasteles si has traído suficientes para todos —contestó el teniente.
—Sabía que había alguna razón por la que siempre he odiado a los profesores. Sin embargo, Bills no es muy aficionado a los pasteles y el pobre Hanley está herido y debe ser cauteloso.
—Aun así, quedo yo. Guarda tus fuerzas. —Llevó a su amigo junto a Hanley y Williams donde estaban el montón de morrales y demás equipos—. ¿Está todo listo? —preguntó.
—Estamos esperando a Dob —contestó Williams—. Ha dicho que tenía que volver a por algo. —El veterano apareció poco después. Llevaba un largo fardo envuelto en harapos y atado al mosquete que llevaba colgado en bandolera y tenía las manos juntas.
—Perdón, señores, pero creo que nos hemos ganado esto —el tono de Dobson era tranquilo—. Extienda sus manos, señor Truscott. —El teniente hizo lo que le pidió y al momento sonó un tintineo de monedas cayendo sobre la palma de sus manos—. Más vale que coja también la parte del señor Hanley, señor —dijo Dobson mientras miraba a Pringle—. Aún está un poco impedido.
—¿De dónde has sacado esto? —Truscott podía notar las monedas en sus manos. Debía de haber al menos una docena.
—De aquel ruso desgraciado, señor. Llevaba una bolsa con ellas en su morral. El muy cabrón y arrogante ni siquiera se la había escondido —el tono del veterano era desdeñoso—. Vamos, Doguillo. Creo que vas a necesitar esto pronto. Son de oro. Los oficiales necesitan llevar un uniforme en condiciones. Hace que al enemigo le resulte más fácil dispararles.
—Aún no soy oficial, Dob. —Le resultaba extraño estar manejando el dinero de un muerto, pero la actitud de Dobson no permitía una negativa. Ninguno de ellos era rico y quedarse con el botín del enemigo era algo tan antiguo como la misma guerra. El único que expresó cierta preocupación fue Pringle. Su gratitud hacia María había crecido enormemente cuando ella le había pasado una nota justo antes de que se fueran, susurrándole que el hombre cuyo nombre había escrito podría localizarla en caso de que Pringle fuera a Lisboa en el plazo de un mes. Billy Pringle saboreó la idea de semejante recompensa. Aceptar además dinero le parecía excesivo.
—No estoy seguro de que debamos cogerlo.
—Para ti es fácil decirlo —respondió Truscott bruscamente—. Has sacado más de esto que los demás.
—¿Quieres decir que…? —empezó a preguntar un sorprendido Hanley antes de que Truscott le interrumpiera.
—No quiero decir nada —sentenció—. Gracias, Dobson. Es muy generoso por tu parte compartirlo.
El viejo soldado se limitó a asentir con la cabeza.
Hanley miró a Pringle y dejó escapar una pequeña carcajada. Williams lo miró sin comprender.
—Tenemos que volver. Creo que va a haber una batalla pronto —les recordó Truscott.
—¿Sabes? —dijo Pringle—. Casi me había olvidado de los franceses en mitad de nuestra pequeña guerra particular.
Nadie se molestó en contestar. Truscott se frotaba las muñecas mientras volvían poco a poco a la vida. A Hanley le dolía el brazo y el cuello de Pringle empezó a resentirse por el golpe que Denilov le había dado. Williams volvió a experimentar desconcierto ante lo rápido que la intensidad de la violencia desaparecía y cómo su recuerdo empezaba a parecer irreal. A Dobson, para el que nada de esto era nuevo, se le aclaró enseguida la mente, como le pasaba siempre cuando marchaba, recorriendo varios kilómetros a un ritmo constante.
Caminaron en silencio. La fatiga se iba apoderando de ellos, pero sabían que esa noche dormirían poco o nada. Sentían una apagada satisfacción por haber ganado esta vez, pero eso solo era un pequeño alivio para el dolor de músculos de sus cansadas piernas. Con suerte, pasarían otro día tranquilo y rutinario. Cuando iban de vuelta se encontraron con una patrulla de los dragones ligeros del 20 comandada por un sargento cuyo acento delataba que se trataba de un alemán.
—Más malditos extranjeros —murmuró Dobson para sí. El receloso suboficial tardó un rato en convencerse de su identidad, pero por suerte el oficial con el que iban recordaba a Truscott de una cena en Inglaterra. Los escoltaron durante el camino de vuelta y llegaron al campamento del 106 poco después de las cuatro.