30

LA sonrisa de la muchacha era espléndida y su esbeltez y belleza parecían aún mayores entre las fuertes sombras que proyectaba la luz de la lumbre. El día de la batalla, Pringle había conseguido olvidarse de María. La misma batalla tenía ya un una extraña apariencia de ensoñación en su recuerdo y todo lo anterior a ella parecía confuso y de poca importancia. Sin duda, el hecho de que se hubiese quedado inconsciente durante buena parte del tiempo lo enfatizaba aún más. María había vuelto, pero ya no era una monja. Su cabello largo servía de marco para su rostro. Llevaba una chaqueta ajustada de color marrón anaranjado y una falda de mucho vuelo. Era corta, como las que llevaban muchas mujeres portuguesas, y dejaba ver sus tobillos enfundados en unas medias blancas y unos zapatos negros atados con cintas alrededor de ellos.

María sabía que la estaban mirando y apoyó la espalda en la silla plegable en la que la habían acomodado. Al moverse, el bajo de la falda se le levantó un poco más y eso sirvió para mostrar su figura en todo su esplendor. Levantó la mano aparentemente de manera distraída para alisarse el largo cabello por detrás de la oreja izquierda.

Pringle se deleitó mirando a la joven portuguesa y pudo ver que Truscott, que estaba sentado en una piedra a su lado, mostraba la misma atención. A Hanley y Williams les había tocado estar de vigilantes, pero pudo notar que muchos de los oficiales del 106 buscaban excusas para vagar cerca de la hoguera que habían encendido los oficiales de la Compañía de Granaderos.

El teniente Miguel Mata tosió.

—Necesitamos su ayuda —dijo hablando despacio en francés. Pringle tenía conocimientos básicos del idioma y Truscott lo hablaba bien—. Creo que me deben un favor. —El antiguo estudiante y ahora artillero, si bien de un regimiento de artillería con apenas un cañón que pudieran llamar suyo y sin caballos que movieran los pocos que tenían, había llegado con la muchacha. Rebosaba claramente de orgullo por estar en compañía de una mujer tan hermosa, halagado de que lo hubiera elegido a él entre, literalmente, un ejército de hombres. Truscott sospechaba en silencio que el joven oficial no entendía nada. Pringle pensaba con tristeza que él había descubierto a la monja mientras que Mata había salido ganando descubriendo a la cortesana.

—¿Podemos dar un paseo para hablar en privado? —dijo María con su excelente inglés, aunque con mucho acento. Truscott se preguntó si lo exageraba para parecer más exótica y fascinante. Si era así, tenía que admitir que le había funcionado.

Ella pasó su brazo por el de Mata, que iba sonriendo contento cuando salieron de las líneas del regimiento. Ya no le importaba que la conversación fuera en inglés. María dejó que Pringle la agarrara del otro brazo.

—Denilov es un hombre malvado y desesperado —les explicó—. Ha derrochado en el juego la riqueza de su familia y no puede hacer frente a sus deudas.

—¿Cómo sabe todo eso? —le preguntó Truscott.

—Los hombres me lo cuentan todo.

—Estoy seguro de que es así —dijo Pringle sin poder evitarlo. Por un momento, la expresión de ella volvió a ser la de una monja. Los dos ingleses se sintieron avergonzados. Mata había entendido la conversación y sonrió satisfecho.

—Conocí al conde Denilov en una recepción hace más de un mes. Solía haber rusos en estos eventos desde que su flota llegó a Lisboa. Pero es un soldado, no un marinero, un oficial de la guardia del zar, y me pareció un perfecto caballero. Puede ser encantador.

Truscott soltó un gruñido.

—No hace falta que lo diga.

—Mi tío, al menos así es como lo llamo en público, ya había huido y yo no contaba con ningún protector. Podría haber encontrado alguno entre los franceses, pero hay cosas que no estoy dispuesta a hacer. Jamás. —La crudeza en la voz de María los sorprendió y parecía sincera, aunque Truscott ya no estaba seguro de qué creerse de ella. María había decidido que tenía que contar gran parte de la verdad, aunque seguía resultándole difícil confiar en nadie tras la traición de Denilov—. Era ya bastante peligroso salir de la ciudad y necesitaba ayuda. Todo lo que les conté sobre mi tío y el dinero que dejó para ayudar al convento era cierto, se lo aseguro. El duque es un hombre generoso. Además del dinero, hay otras cosas que me prometió. Solo quiero lo que es mío. He venido con Mata para demostrarles que soy honrada. Él es un buen hombre y se asegurará de que el dinero llegue a manos de las hermanas. No quiero más de lo que me corresponde.

—¿Y qué es? —fue Pringle el que habló, sorprendiendo a Truscott, que había creído ser el único que escuchaba con escepticismo la historia de María. Su amigo había planteado la pregunta que él mismo había estado a punto de hacer.

—Joyas. Sobre todo, perlas. Al duque le gustaba que me vistiera como Cleopatra y ella era famosa por sus perlas.

—Entre otras cosas —murmuró Truscott—. ¿Y Denilov le prometió ir a por ellas para traérselas? —preguntó en voz alta.

María asintió.

—Pero me di cuenta demasiado tarde de que se lo llevaría todo y me dejaría sin nada. Es un animal —se estremeció y, por primera vez, Mata pareció preocuparse. Ella le sonrió para tranquilizarle y le colocó la mano en la mejilla. El antiguo estudiante, que todavía era apenas un muchacho, sonrió.

»Me engañó y yo le dije todo lo que sabía, incluso el nombre del hombre que el duque había dejado a cargo de todo. Yo no sabía dónde estaba y, cuando lo encontré, Denilov y sus soldados también lo andaban buscando. Varandas, el administrador, era un hombre mayor que no me miraba con buenos ojos, pero conseguí convencerle de que me contara lo que sabía.

»Denilov debió de seguirme. Dudo que el viejo siga con vida porque debió de contarles todo a los rusos.

—Puede que lo persuadieran, igual que hizo usted —sugirió Truscott.

—No como yo.

—Entiendo.

—¿Sí? ¿De verdad que lo entiende? —Aquel destello de genio desapareció al instante. María se estremeció, sobresaltando a Mata con su repentino movimiento—. ¿Hay algún hombre que pueda entenderlo?

»Denilov solo sabe matar. Ya vieron lo que le hizo al pobre sacerdote. Lo haría con cualquiera para conseguir su propósito o simplemente por diversión. De todos modos, aquello se había convertido en una competición, pero a mí me costaba ser más rápida que ellos. Necesitaba ayuda y les encontré a ustedes.

—No es que eso le sirviera a usted de mucho —dijo Truscott. La amargura de aquel fracaso había disminuido durante la batalla, pero ahora regresaba atacando con furia su orgullo.

—Ni a nosotros, dicho sea de paso —Pringle se frotaba la herida de la nuca, que le había provocado desagradables punzadas en la marcha de ese día.

—¿Cómo consiguió huir de Denilov? —Truscott no quería parecer muy directo, pero tenía que preguntarlo.

—¿Cómo cree usted? —La expresión de María era tan seria como gélida. Luego se rindió—. Tuve suerte. Poco después nos encontramos con una patrulla de soldados de caballería franceses. Dispararon antes de preguntar quiénes éramos. Al hombre infame que llevaban como intérprete lo mataron a mi lado. Denilov trató de explicarles a los franceses que eran aliados, pero antes de que dejaran de disparar yo me las ingenié para escapar. Los rusos no podían salir tras de mí y al mismo tiempo convencer a los franceses de que eran aliados inocentes. Tanto los franceses como los rusos fueron en mi busca más tarde, pero estaba oscureciendo y les ponía nerviosos encontrarse con milicianos fuera de sí. Me escondí y no me encontraron. Como les he dicho, tuve suerte —se quedó pensativa un momento—. Mucha suerte.

—Comprenda que tenía que preguntárselo —casi se disculpó Truscott.

—Yo también se lo habría preguntado de no hacerlo tú —dijo Pringle sorprendiendo a su amigo—. De todos modos, esto nos conduce a lo más importante. ¿Qué es lo que nos pide usted que hagamos?

—Aquí no. —Aún estaban cerca del campamento de otro batallón y María ya había atraído varias miradas interesadas—. ¿Podríamos ir a algún sitio un poco más discreto? —preguntó.

—Los ejércitos no están diseñados precisamente para la privacidad —murmuró Truscott. Caminaron hacia la playa, alejándose de las líneas de la brigada. Pasaron junto a algún que otro centinela haciendo una pausa en la conversación hasta que quedaban fuera del alcance de sus oídos. Durante un rato dejaron que María les explicara sin interrumpir sus promesas de sinceridad.

—Hay una granja en el camino que va hacia el este desde aquí. Puede que a tres kilómetros. Es propiedad del duque. El dinero está escondido en un entrepaño de la chimenea. Lo que parece una piedra sólida se desliza hacia atrás dejando ver un hueco. Eso es lo único que sabía el sacerdote y, por tanto, lo que sabe Denilov. Yo sé cómo se abre ese hueco.

—¿Cómo sabes que Denilov no ha estado ya allí y lo ha abierto a la fuerza? —Truscott parecía realmente interesado, aunque no dispuesto a comprometerse.

—Puede que lo haya hecho, pero eso no significa que no debamos intentarlo. Y sí que debemos darnos prisa. Pese a todo, no debería resultarle fácil encontrar la granja. El sacerdote no fue muy claro y no está marcada en ningún mapa. Para mí es distinto.

—¿Por qué?

—Porque yo nací allí.

Pringle volvió a pensar en lo poco que sabía sobre aquella mujer. Les había engañado antes y ahora venía a pedirles que volvieran a poner en peligro sus vidas. Había sobrevivido a una batalla y otra estaba por llegar. Pringle no sabía si pensar si aquello significaba que había tantos peligros en la vida que no importaba arriesgarse con este otro. La vergüenza de haber sido vencidos por los hombres de Denilov seguía doliéndole, pero era difícil confiar en María, sobre todo porque era consciente de su belleza y de cómo eso socavaba su capacidad de resolución. La intimidad de caminar a su lado le embriagaba y vio una promesa en el hecho de que ella le apretara el brazo con suavidad.

—No podemos irnos por ahí cuando nos dé la gana, ¿sabe? Somos oficiales y tenemos una responsabilidad —Truscott se libró de tener que decir nada.

—Miguel me va a ayudar —María repitió aquello en portugués y el joven oficial le aseguró fervientemente que estaba dispuesto a ello. A pesar de su desgana, ella recurrió al francés para poder incluirlo—. Pero puede que le resulte difícil moverse entre su ejército y sus patrullas. Además, él solamente cuenta con unos cuantos hombres en los que pueda confiar. Al menos, ¿pueden llevarlo ante sus superiores y pedirles permiso para que pase con una patrulla a través de sus…? No conozco la palabra.

—Puestos de avanzada —le aclaró Truscott. Lo pensó un momento y después asintió—. Al menos eso es algo que me alegra poder hacer. ¿Vamos?

—Lleve al teniente —dijo María sonriendo—. Puede que mi aspecto no sea muy oficial. —Le habló a Mata con rapidez y, de nuevo, le tocó la mejilla con una mano—. El señor Pringle puede acompañarme de vuelta al campamento. Estoy segura de que una monja sigue estando segura a su lado.

Los ojos de Truscott se movieron recelosamente de la expresión inocente de María hacia su amigo, pero Mata estaba impaciente por ir a cumplir con su tarea y se lo llevó de allí rápidamente.

María dejó que se fueran y sus figuras se perdieron enseguida entre las oscuras sombras.

—Me encanta el olor de la sal en el aire —dijo estirándose y arqueando la espalda.

—¿Volvemos? —le preguntó Pringle al cabo de un momento, pero no había en su voz entusiasmo alguno.

—Por ahí —respondió la muchacha apuntando hacia una pequeña arboleda. Inclinó la cabeza hacia un lado mientras levantaba los ojos hacia él—. Todavía tengo que convencerle.

—Quizá no pueda.

María negó con la cabeza.

—Soy muy persuasiva. —Le agarró de la mano y lo llevó entre los árboles. Pringle decidió dejar de pensar.

—Voy con ellos —dijo Billy Pringle asegurándose de no mirar a ninguno de sus amigos a los ojos. Necesitó toda su fuerza de voluntad para no soltar una sonrisa.

Truscott se sorbió la nariz.

—No me sorprende —Hanley lo miró perplejo, pero Williams no pareció darse cuenta. Los otros dos habían salido en su busca cuando volvían de su turno de vigilancia y les explicaron lo que María les había pedido.

—Supongo que se lo debemos al teniente —dijo Truscott sopesando sus palabras—. Al fin y al cabo, él y sus hombres nos sacaron del apuro. Tenemos que agradecérselo.

—¿Tanto como para correr otro peligro estúpido? —Hanley no podía creerse lo que estaban diciendo. Nadie contestó—. Es decir, ¿no hay normas sobre este tipo de cosas? —De nuevo, no hubo respuesta—. ¿Qué diría MacAndrews?

Truscott se encogió de hombros. Su anterior proeza no había sido ningún secreto y no podían irse sin más y sin pedir permiso. Pero dudaba que nadie intentara detenerlos. Era una opinión humilde de la importancia que tenían. No es que ya importara. Pringle era su mejor amigo del regimiento y, si él iba, Truscott lo acompañaría. Sabía que los demás pensaban lo mismo y que irían, a pesar de sus dudas.

Williams estaba comprobando el seguro de su mosquete. Asintió.

—Hay que detenerles —afirmó simplemente.

—Entonces, está decidido —dijo Hanley con desgana, sin estar aún seguro de cómo ni por qué estaba ocurriendo aquello, pero sin estar dispuesto a separarse de sus amigos. No le quedaban muchas más cosas en el mundo.

—Tenemos que reunirnos con María y con Mata en veinte minutos justo detrás de la línea de vigilancia en el camino que va hacia el este —les explicó Billy Pringle.

Cuando emprendieron la marcha, Truscott dejó que Hanley y Williams se adelantaran un poco y, a continuación, le susurró a Pringle:

—Espero que haya merecido la pena.

La única respuesta de Pringle fue una sonrisa radiante.

La luna brillaba e iluminaba de plata el paisaje mientras caminaban hacia la granja en busca del tesoro. A Williams esas noches siempre le habían parecido un poco irreales por su belleza, pero en este caso le parecía más oportuno. Pringle había ido a ver a MacAndrews y le había pedido permiso para sacar a una patrulla con unos soldados portugueses durante la noche. Por lo que pudo ver, el mayor solo quería deshacerse de él rápidamente, aunque se preguntó si MacAndrews sabía algo más de lo que decía, porque su expresión daba a entender que pensaba que Pringle y sus compañeros eran unos malditos estúpidos. Sin embargo, la colaboración con los portugueses era una de las órdenes que seguían en pie y quizá por eso les concedió el permiso. Por otra parte, Pringle había oído que la familia del mayor había llegado y se imaginó que podría haber otras razones para que le mandara retirarse de una forma tan brusca.

Pringle fue a confirmar el asunto con el mayor de la brigada, al que tuvo de despertar y que enseguida le dijo que se fuera al diablo con su patrulla y dejara de molestar a hombres honrados mientras descansaban. Cuando salía, oyó un grito que le decía que se asegurara de decírselo a los oficiales de los puestos de avanzada, a no ser que quisiera que le volaran su cabeza de chorlito soldados de su propio bando.

Mata trajo a media docena de hombres. Todos eran jóvenes, pero cada uno tenía un mosquete, una bayoneta y un morral lleno de munición. También tenía una mula para transportar la caja con el dinero y otro burro para llevar a María. Todos los demás iban a pie. Hanley había insistido en ir a pesar de la herida del brazo. Lo mismo ocurrió con Dobson.

—Soy tu hombre de la fila delantera, Doguillo —dijo—. Voy adonde tú vayas porque es nuestro deber mantenernos con vida el uno al otro. Podemos cuidar también del señor Hanley.

Con cierta renuencia, Williams aceptó. Una parte de él se alegraba de que el viejo soldado estuviera allí porque consideraba que, como poco, era tan duro como los matones de Denilov.

Tardaron más de lo que esperaban en recorrer los casi tres kilómetros hasta la granja. Avanzaron sigilosamente. El ejército había perdido el contacto con los franceses, pero eso no quería decir que no hubiera patrullas extraviadas por ahí. Y luego estaban los rusos. Ninguno de los ingleses quería que los volvieran a sorprender por segunda vez.

No se perdieron y solo una vez tuvo que detenerse María para decidir el camino que debían seguir. Parecía que conocía bien la zona de verdad. No hablaron más que cuando tenían que hacerlo porque, desde el principio, Dobson les había dicho que mantuvieran la boca cerrada, pues el ruido podía llegar mucho más lejos de lo que creían.

No había luces en la granja cuando llegaron. Se agazaparon detrás de un muro de piedra para mirar bien. Estaba al final de un sendero que salía del camino principal. Había dos construcciones más pequeñas a cada lado de la casa, que tenía dos plantas. Los tres edificios proyectaban unas largas sombras bajo la luz de la luna creciente. María les susurró que las más pequeñas eran un granero y un establo. Una familia grande trabajaba en la casa como arrendatarios del duque, pero no había forma de saber si hoy en día seguían allí o no.

—No hay perros —le susurró Dobson a Williams—. Si no hay perros en una granja es que tampoco hay gente. Al menos, no de la que tenga derecho a estar ahí.

María o no lo oyó o no le hizo caso y continuó con su descripción.

—Hay dos puertas en la casa. La principal está en el frente y hay una puerta lateral que da a la cocina en el extremo derecho del muro de atrás. Antiguamente no tenían pestillo, pero ahora… —Había algo más que cierto tono de resentimiento cuando añadió—: Mi familia tenía la casa en mejor estado.

Dos de los hombres de Mata regresaron tras rodear el edificio. No habían visto nada. Williams estaba lo suficientemente cerca como para notar el desprecio de Dobson.

—No son más que unos chiquillos. No saben nada, y mucho menos luchar —murmuró—. La mejor forma de entrar es desde arriba. Estos estúpidos cabrones nunca protegen bien la planta de arriba. Mira —apuntó—. ¿Ves la pared del fondo? Solo hay una ventana en lo alto. Forcemos los postigos y entremos por ahí.

Williams estuvo tentado de preguntarle cómo sabía tanto sobre allanamientos de morada, pero se dio cuenta de que no era el momento y no estaba seguro de querer saber la respuesta. Se agachó mientras recorría el muro para llegar hasta Pringle y Truscott y explicarles lo que Dobson había sugerido.

Truscott no estaba muy convencido.

—¿Cómo demonios subimos hasta ahí?

Enseguida se les unieron Mata y Hanley y hubo una larga conversación entre susurros. Al final, trazaron un plan. Dos de los hombres de Mata iban a vigilar la entrada al sendero. Dispararían si se acercaba Denilov o algún francés y luego volverían corriendo a la casa, que para entonces tendrían protegida los demás. Mata y cuatro hombres entrarían por la puerta principal, mientras que los oficiales británicos irían por la de la cocina. Dejaron que Williams y Dobson trataran de entrar por la ventana de arriba, si es que podían. Cuando le explicaron el plan a María, se mostró reacia y se negó a que la dejaran atrás. Eso provocó más discusión. Por fin, aceptó seguirles desde cierta distancia tras los tres oficiales británicos y esperar a que le hicieran una señal para que se uniera a ellos.

Cuando los dos grupos de hombres salieron, Dobson agarró a Williams por el hombro y lo obligó a quedarse quieto.

—Espera —susurró—. Después de lo de la parroquia, todo el mundo debe saber que venimos.

—Si es que hay alguien dentro.

—Eres un soldado, Doguillo. Ponte siempre en lo peor. Espera.

Williams vio cómo los cinco portugueses caminaban despacio por el sendero que llevaba a la entrada principal de la granja. Sus amigos dieron la vuelta hacia el lateral de la casa con María a pocos pasos por detrás de ellos. Todos proyectaban unas largas sombras y llamaban la atención bajo la luz de la luna. Él se puso en tensión esperando los repentinos fogonazos y el ruido de los disparos.

No pasó nada. Mata llegó a la puerta principal. Se agachó y dos de sus hombres levantaron sus mosquetes y apuntaron a las ventanas cerradas con postigos que había a cada lado de la puerta. Los otros dos se acercaron al oficial.

Pringle y los demás habían desaparecido por el lateral de la casa. Mata esperó a que les diera tiempo a llegar a la puerta de la cocina. Sostenía la espada en la mano derecha y con la izquierda agarró la enorme argolla metálica de la puerta y probó a girarla. Para su sorpresa, se movió y notó que el cierre se levantaba. Con toda la suavidad de que fue capaz, empujó la puerta hacia dentro, haciendo una mueca cuando las bisagras chirriaron con tanta fuerza que pensó que se habría oído en todas partes.

La puerta de la cocina también estaba abierta. Pringle giró el picaporte y luego golpeó la puerta con el hombro, abriéndola con tanta fuerza que casi se cae. Truscott y Hanley apuntaron con sus pistolas a través del hueco de la puerta. No había nadie en la cocina. Pringle tropezó con una silla de madera de respaldo alto, una de las tres que estaban colocadas alrededor de una pesada mesa de madera. Había platos y pucheros encima de ella y otros más colgando de las paredes que rodeaban la chimenea. La habitación tenía cierto olor a carne podrida.

Mata oyó el golpe cuando Pringle forzó la puerta para entrar en la casa y empujó con más fuerza la puerta principal. El interior estaba muy oscuro y, por un momento, no pudo ver nada. Dio un paso adelante con la espada extendida ante él. Había otra puerta a más o menos un metro delante de él y otra a su derecha.

—Desgraciado —susurró Dobson al ver movimiento en una ventana de arriba, justo encima de la puerta principal. Williams vio una diminuta chispa roja volando por los aires. Uno de los soldados portugueses sintió que algo pesado le daba en el hombro y caía con un golpe sordo a su lado. Bajó la mirada y vio una pequeña esfera no más grande que un balón de niño. Una mecha ardía en ella.

La explosión fue ensordecedora y la llamarada roja repentina y cegadora. Los dos soldados portugueses que cubrían las ventanas de abajo murieron al instante cuando los afilados fragmentos metálicos se les clavaron en el cuerpo. Otras piezas puntiagudas segaron el aire hasta llegar a los hombres que estaban al lado de Mata, tirándolos al suelo. El teniente salió indemne, pero quedó aturdido por el ruido. Se abrieron las puertas y, antes de que pudiera esquivar los golpes, unas bayonetas le alcanzaron y se clavaron en su cuerpo. Soltando un bufido de dolor, dejó caer la espada y se desplomó.

—Una granada —dijo Dobson. Tenían el nombre de granaderos, pero Williams nunca había visto ninguna de esas armas antiguas por ser imprevisibles y constituir el mismo peligro para el hombre que las lanzaba como para el objetivo. El Ejército británico había dejado de utilizarlas con regularidad hacía más de cincuenta años.

El sonido sonó apagado en la cocina. Truscott y Hanley estaban junto a la puerta de dentro, que estaba cerrada con llave. María ya los había seguido al interior de la habitación y ayudó a Pringle a ponerse en pie.

—Suena como si fuera la guerra —murmuró Pringle. Truscott dio uno o dos pasos para cargar contra la puerta. María soltó un grito cuando apareció una figura en la puerta de fuera y la cerró de golpe. El cristal de la ventana de al lado se hizo añicos cuando lo rompieron con un palo. Entonces, lanzaron un objeto redondo al interior de la habitación. Una mecha encendida llameaba mientras la granada de hierro caía con un estrépito sobre el suelo y empezaba a dar vueltas sin control.

—¡La mesa! —gritó Pringle. Empezó a levantar la pata que tenía más cerca. Truscott se unió a él mientras Hanley se lanzaba sobre María y utilizaba su brazo bueno para agachar a la muchacha por detrás de ellos. Soltando gruñidos, los dos tenientes se las arreglaron para ladear la pesada mesa de madera y se ocultaron detrás de ella.

Hubo una pausa que pareció durar una eternidad y, a continuación, una explosión más fuerte y atroz que cualquier otra que hubieran escuchado en la batalla. Sintieron cómo la sólida mesa temblaba con el impacto de los crueles fragmentos afilados del revestimiento de la granada. Algunos golpetearon contra la pared de yeso que había detrás de ellos. Las dos puertas se abrieron de golpe y por ellas entraron unos soldados apuntando con sus bayonetas. Truscott se tambaleaba por la conmoción de la explosión, pero consiguió disparar y el hombre que entraba por la puerta exterior gruñó y cayó al suelo desplomado. Pringle y Hanley se giraron para mirar hacia la puerta de dentro y apretaron los gatillos de sus pistolas casi a la vez, de modo que las detonaciones se unieron en una sola. Ambos disparos fallaron.

Detrás del soldado entró Denilov, con los dos cañones de su pistola apuntando directamente a María. Miró a los demás.

—Los mismos imbéciles —dijo con desprecio el oficial ruso.