EL 106 reunió a setecientos ochenta y cuatro soldados y a veintisiete oficiales cuando emprendió la marcha con el resto del ejército el día después de la batalla. A pesar de las pérdidas, seguía siendo más fuerte que muchos otros batallones. Hanley marchaba con la Compañía de Granaderos. Tenía el brazo izquierdo vendado y, por ahora, sujeto en cabestrillo, por lo que era poco viable que pudiera llevar la bandera. Se quedó muy sorprendido cuando sintió que aquello le causaba decepción y que tenía una ligera sensación de fracaso, pero no dijo nada de ello a sus amigos.
Williams se sentía extrañamente liberado. Había experimentado una curiosa e incluso perversa satisfacción al rechazar el ascenso. De algún modo, aquello le hacía sentir que podía controlar su destino. Durante la lucha, había sentido miedo y terror y, sin embargo, también algo de esa lucidez y control. Todo le había parecido muy sencillo y fue capaz de pensar claramente y hacer lo que debía. Nada había resultado ser como esperaba y, aun así, su inicial repulsión por las muertes de Redman y Galbert se había desvanecido. Pronto llegaría otra batalla, puesto que todos sabían que los franceses estaban reuniendo a sus tropas. Sería una batalla mucho mayor y solo podía imaginar que eso significaba que sería más violenta. Esa posibilidad hacía que le fuera difícil pensar mucho en el pasado. Simplemente se encogió de hombros cuando Dobson lo saludó con un brusco «¿Sigues con nosotros, Doguillo?». Aún no estaba seguro de qué debía pensar del veterano, aunque no le cabía duda de que podría contar con él cuando reiniciaran la lucha. Sencillamente resultaba más difícil decidir qué era lo que importaba.
Billy Pringle estaba contento solo por estar viviendo ese momento. Habían conseguido una victoria, aunque pequeña, y compartía la sensación de seguridad casi generalizada de que vencerían al ejército principal de los franceses en cuanto se enfrentaran a él. Wickham seguía detrás con el equipaje del regimiento. Había terminado la batalla con un grave corte en la cabeza —Pringle sospechaba que era resultado más de una caída que de una acción enemiga—. Hoy se quejaba de dolores y fiebre, por lo que se excusó de sus deberes y le dijo a Pringle que cuidara de los muchachos por él y que esperaba estar bien de nuevo al día siguiente. A Billy no le importó. Pasarían la mayor parte del día marchando en dirección sur. El ejército se dirigía otra vez hacia la costa porque habían llegado nuevos convoyes de refuerzo y Wellesley iba a cubrir el desembarco. Los franceses habían vuelto hacia el interior, así que era poco probable que pasara nada en unos días. No parecía que hubiese nada en particular por lo que preocuparse y le alegraba dejar que el futuro se encargara de sí mismo. Había algo de tranquilizador en el hecho de que el ejército tomara todas las decisiones por él.
Los británicos siguieron el camino de la costa hacia el sur. Atravesaban colinas onduladas y, a veces, podían ver el mar a la derecha. Williams no había visto nunca un agua tan azul hasta que había llegado a Portugal. Centelleaba bajo la luz del sol. Incluso desde aquella distancia servía para que el día pareciera más fresco, aunque el sol se cernía sobre ellos y una fina capa de polvo cubría todo y a todos. Pringle se detuvo un momento para dejar que la compañía le adelantara, comprobando así que todos iban bien y que ninguno de los hombres necesitaba ayuda para llevar su equipo. Cuando Hanley pasó por su lado, dijo algo que hizo sonreír a Pringle. Sí, había estado pensando en Jenofonte. El gran grito de los Diez Mil fue: «¡El mar! ¡El mar!». Para aquellos antiguos mercenarios griegos había supuesto el fin del viaje y de su duro esfuerzo.[14] No era lo mismo para el 106, pero aun así era una visión agradable y un pensamiento entretenido.
Esa noche el ejército acampó en el terreno alto que rodeaba el pueblo de Vimeiro, que se encontraba en el camino principal. Un poco más al este se hallaban los cerros de Torres Vedrás y después la misma Lisboa. Hacia el oeste, el camino bajaba hasta la costa en la pequeña aldea de Porto Novo, que daba a la bahía donde desembarcarían los refuerzos.
MacAndrews seguía muy ocupado y, una vez más, tuvo que quedarse trabajando hasta bien entrada la noche. Brotherton le ayudó en todo lo que pudo, pero a pesar de su entusiasmo, no podía compararse con Thomas, que conocía tan bien el batallón. Habían dejado a un pequeño grupo en Roliça con los heridos que no se podían mover, el ayudante de campo entre ellos. De algún modo, seguía aferrándose a la vida. Otros regimientos habían dejado también soldados y se había instalado un pequeño hospital en la iglesia. MacAndrews había hablado con el médico para saber cuáles de los heridos que aún seguían en el batallón estaban listos para cumplir con su deber. La lista de nombres con los pormenores de sus heridas y actual condición estaba ahora delante de él.
Era una lista más en una vida que ahora parecía estar completamente plagada de listas. En general, se encontraba contento con el ánimo del batallón. Habían sufrido un golpe, pero se habían recuperado y sentían que habían demostrado ser más que un igual para el enemigo. Personalmente, él no estaba aún seguro de ello. A decir de todos, los franceses habían sido muy superados en número y, por tanto, se habían visto forzados a cambiar de posición. Aun así, el 106 lo había hecho bien y lo mismo parecía haber ocurrido con el resto del ejército. Parecía que el general sabía lo que hacía, pero como pronto iba a ser reemplazado, podían cambiar mucho las cosas. En fin, no había nada que él pudiera hacer al respecto. La llegada del convoy significaba que habría barcos que volverían a casa después y podrían enviar el correo. Tenía que escribir cartas de pésame a las familias de los oficiales caídos. Había decidido que todas serían de la misma extensión, pero la costumbre del rango también implicó que decidiera empezar con la que escribiría al padre de Moss. Luego tenía que escribirle también al general Lepper. Quizá al final le quedaría aún suficiente energía para dedicarle unas palabras a su amada Esther. El deber era siempre lo primero.
Los refuerzos de los barcos venían desde Harwich y Ramsgate, y entre los dos traían a otros cuatro mil hombres. Había seis batallones de infantería y un par de compañías más de fusileros del 95. También había soldados de artillería, pero los habituales problemas para encontrar caballos que tiraran de los armones hizo que de inmediato tuvieran menos valor. El oleaje era fuerte y la bahía ofrecía solamente un refugio limitado. Algunas barcas volcaron y varios hombres se ahogaron pero, dos días después, casi todos habían llegado a tierra y marchaban a lo largo de los pocos kilómetros que tenían que recorrer para unirse a la fuerza principal que rodeaba Vimeiro. Los nuevos regimientos habían prescindido de los polvos para el pelo y las coletas, y traían la orden oficial dada por la Guardia Montada de acabar con aquella odiada práctica. Algunos de los integrantes del 106 se sentían un poco decepcionados por el hecho de que eso les hacía tener menos exclusividad dentro del ejército, pero la alegría generalizada se extendió enseguida entre ellos.
A ello se le unía la alegre expectación por la batalla. La noche del 20 de agosto, se extendió el rumor de que el principal Ejército francés había salido de Lisboa y se acercaba hacia ellos. Ahora que habían llegado los refuerzos, se estaban llevando a cabo los preparativos para volver a salir. Con el mar a sus espaldas, el único camino que cabía seguir era hacia delante para encontrarse con los franceses. Los recién llegados y los regimientos que habían prestado poco servicio en Roliça estaban especialmente deseosos de demostrar quiénes eran. El 106 y las demás unidades que se habían encargado de la mayor parte del enfrentamiento se mostraban igual de entusiastas por demostrar cómo había ocurrido todo.
Los ánimos de Sir Arthur Wellesley eran menos optimistas mientras se aproximaba a la costa en uno de los últimos botes que desembarcaban ese día. El teniente general Sir Harry Burrard había llegado y eso significaba el final de su periodo de mando independiente. Nada podría cambiar eso y salió a saludar al general que estaba a bordo de la fragata que le traía. Con cautela y respeto, le fue explicando la situación. Junot había concentrado por fin a unos catorce mil soldados y estaba avanzando. Era algo bueno el hecho de que no esperara más tiempo para reunir a más soldados de su ejército. Quizá pensaba que tenía que reservar más guarniciones para mantener el control sobre los portugueses. Lo más probable era que simplemente confiara en que aquello era suficiente para aplastar a la fuerza británica. Sin embargo, con las dos brigadas recién llegadas, los británicos podían juntar a más de dieciséis mil hombres, sin contar con el contingente portugués, cuya efectividad aún no había quedado demostrada.
Wellesley se fue animando mientras explicaba su plan sirviéndose de un mapa extendido en la mesa de la cabina del capitán de la fragata. Cabía la posibilidad de realizar una acción audaz. Junot estaba confiado y era poco probable que tuviera noticia de los refuerzos británicos. Si el Ejército británico marchaba hacia el sur, podrían rodear a los franceses por detrás. En el mejor de los casos, Junot sería alejado de Lisboa y la pérdida de la capital animaría aún más a que los portugueses se alzaran contra los franceses. Como poco, alcanzarían al enemigo en su marcha y podrían decidir cuándo y dónde derrotar al general francés. Todo estaba dispuesto. Se había dado a los hombres comida para dos días, llevarían más en los carros, mientras que los de la munición y el equipaje esencial estarían listos para salir antes del amanecer.
Burrard escuchó con educación, pero cuando por fin habló, dio la impresión tener muchos más de sus alrededor de sesenta años. Elogió el celo y la valentía de su subalterno, pero tuvo que reprenderlo por su imprudencia. Aunque había posibilidades de éxito, también había riesgos y estos eran innecesarios. Se decía que Sir John Moore se estaba acercando a la costa. Con sus fuerzas serían el doble de fuertes que los franceses y, por mucho que hiciera, Junot no podría igualar esa cifra en un futuro próximo. El tiempo estaba de su lado, no del de los franceses. Incluso podría ser que resultara innecesario librar una batalla una vez que lo tuvieran todo a su favor. El ejército se quedaría en Vimeiro a esperar.
Mientras la pequeña barca se mecía entre el oleaje, Wellesley sentía el agua salpicándole en la cara y pensaba con nostalgia en los años que pasó en la India, cuando le habían dado libertad para hacer lo que debía y actuar. Burrard había preferido pasar una noche más a bordo del barco en lugar de hacerlo bajo una lona, lo que significaba que, a efectos prácticos, él seguiría al mando hasta que Sir Harry desembarcara al día siguiente. No podía desobedecer una orden directa. El ejército permanecería en el campamento, pero se aseguraría de que estaban listos para salir en el improbable caso de que Burrard entrara en razón. Aquel viejo estaba más preocupado por detalles menos importantes de administración, había dado orden de que dos hombres de los regimientos fueran trasladados a su equipo como ayudantes de campo adicionales. Influiría en el trabajo, sin duda, pero no tenía nada de malo.
La lancha llegó a tierra. Wellesley se agarró a la mano que le tendía uno de los marineros y saltó al agua que le llegaba por las rodillas. No, no podía desobedecer una orden directa pero, hasta el momento en que Burrard tomara oficialmente el control, seguiría actuando como le pareciera conveniente. Junot estaba cerca y, con suerte, los dragones ligeros localizarían a los franceses durante la noche. Si Junot atacaba o se hacía vulnerable, Wellesley entraría en combate a menos que le ordenaran específicamente que no lo hiciera. Aún quedaba una posibilidad de hacer las cosas bien.
Billy Pringle pensó que Wickham parecía de buen humor. Estaba sentado en la puerta de su tienda, jugando a las cartas con Anstey, Howard y varios más de los jugadores habituales. Faltaba Mosley, al que habían dejado en el improvisado hospital de Roliça recuperándose de una operación en la que le habían sacado la bala que se le había alojado en el hombro. Las cartas favorecían al capitán de granaderos esa noche y se reía y bromeaba con los demás. Al principio, se estuvo llevando la mano a la cabeza de vez en cuando y luego hizo una ligera mueca que indicaba un fuerte dolor que controlaba con esfuerzo. A Pringle seguía gustándole Wickham. Pocos hombres constituían una compañía tan agradable. Pero se había hecho preguntas sobre aquel hombre. Era difícil conocerlo, ver más allá del consumado actor y su encanto elegante. Pringle no había visto mucho a Wickham durante la batalla. Era cierto que había estado bebiendo mucho durante las horas previas, pero igual que tantos otros. El mismo Pringle había tomado unos cuantos tragos de su petaca, aunque desde que empezaron a avanzar, se cambió al agua. Se separaron cuando subían por la quebrada, pero el forzado y extraño silencio de los demás hizo que se preguntara por la conducta del capitán. Había intentado que Williams le contara más, pero el voluntario parecía aferrarse con fuerza a su promesa y le dijo que no podía decirle nada. Lo mismo pasó cuando le preguntó por Redman.
Durante un descanso entre partidas, Pringle le preguntó a Wickham cómo estaba.
—Aguantando —fue la alegre respuesta—. Me he sentido un poco estafador dejándote hoy todo el trabajo. —Como siempre, su sonrisa era encantadora. Inmediatamente, Pringle empezó a decirle que no pensara eso, que no le diera importancia y que debía esperar a estar recuperado del todo.
—Es un verdadero incordio. También una suerte, supongo. Una diferencia de uno o dos centímetros en la puntería del francés y, en fin, quién sabe lo que… Una tumba poco profunda y el fin del viejo Wickham, que intentó hacerlo lo mejor posible y al que nunca se le dieron bien los naipes.
—Pues me habría ahorrado un poco de dinero —dijo Howard, que era uno de los que más perdía—. Si veo a ese francés voy a tener que darle una paliza para saldar cuentas.
—Yo lo evitaría, si fuera tú —intervino Anstey—. ¡Las cabezas de algunos son objetivos más fáciles!
—Los hay que tenemos perfiles majestuosos, es verdad —respondió el capitán—. Otros se pueden permitir tener un cráneo pequeño porque no necesitan guardar nada en su interior. En serio —Wickham volvió a dirigir la conversación hacia su persona—. No estoy tan mal. Si los franchutes aparecen mañana, creo que me las arreglaré. Estoy seguro. Así que despertadme temprano si vienen esos mesiés. No puedo dejar que luchéis sin mí, muchachos. ¡Os podríais perder y atacar a los de vuestro propio bando! —Dejó que las carcajadas desdeñosas se pasaran. Luego miró a Pringle a los ojos, dejando ver un leve indicio de humedad en los suyos—. Si no, tendré que ordenarte que dirijas la compañía un día más. Estoy seguro de que puedo dejarla en tus manos.
Era lo que cabía esperar. Una valiente falta de confianza en sí mismo superada por la determinación de cumplir con su deber si había que realizar algún trabajo importante. Preocupándose por los demás y fingiendo seguridad. Así era como debía comportarse un caballero, así que, ¿por qué Pringle no terminaba de creérselo? No, eso no estaba bien. Simplemente no estaba seguro de si creer o no en la sinceridad del capitán. Al fin y al cabo, ¿importaba? ¿No eran todos ellos en mayor o menor medida actores que cumplen las normas y hacen lo que se espera de ellos? Lo que importaba de verdad era cómo se comportaba y eso no se vería hasta que llegara la batalla, si es que llegaba. Así que Pringle se quedó con ellos para disfrutar de la conversación.
Williams leía la Biblia bajo la luz que desprendía una vela casi extinguida. Tendría que ver si podía conseguir otra nueva. Tenía que esforzarse para distinguir las diminutas palabras impresas, pero estaba leyendo los Salmos y hacía uso de la memoria. Una tos cortés delató la presencia de Hatch, el amigo de Redman.
—¿Buscando consuelo? —preguntó el alférez.
—Y encontrándolo, como siempre —Williams se preguntó qué querría aquel hombre y estaba dispuesto a responder ante cualquier burla. Entonces, se preguntó si es que Hatch sospecharía algo de la muerte de su amigo.
—A mí nunca me ha servido de mucho. Tuve que recitarla muchas veces en la escuela. Sobre todo el Deuteronomio. Nuestro director era un cabrón despreciable. Muchos fragmentos sobre niños que eran apedreados por desobedecer a sus padres. Nada estimulante.
—Hay mucho más que eso y, de todos modos, cada pasaje tiene su porqué.
—Especialmente asustar a los niños. Cuando crecí me gustó bastante el Cantar de los Cantares. Hay cosas más maduras ahí —Hatch parecía muy incómodo. También parecía estar completamente sobrio y eso era extraño a esas horas—. Oye, Williams, quería hablar contigo.
De nuevo, hubo un inmediato destello de sospecha. ¿Sabía algo? No parecía muy probable. Por lo que sabía, Hatch había permanecido con el grueso del batallón durante toda la batalla.
—Claro, lo que quieras —respondió Williams.
—¿Sabes que Forde ha muerto?
Williams asintió.
—Yo estaba con él cuando pasó… Un disparo de cañón… Lo curioso es que no le dio. Le pasó junto a la cabeza y no le hizo más que un arañazo. Sencillamente soltó un suspiro y murió. Algunos de los más viejos dicen que ya han visto antes algo así. Es el viento, el susto o algo así —Williams no había visto nunca a Hatch hablar de nada con tanta seriedad—. El caso es que ha muerto. Igual que tantos otros. Echo mucho de menos a Redman.
—Siento oírlo —dijo Williams sorprendido—. Ya sabes que teníamos nuestras diferencias, pero nunca habría deseado nada así.
—Eres muy amable al decir eso, mucho —Hatch parecía profundamente conmovido—. Era un imbécil, pero buena persona. Y valiente también. No lo había más valiente —Williams asintió porque parecía que con ello ayudaba a aquel hombre—. Bueno, esto es lo que quiero decir. Puede que pronto muramos todos. Tú y yo. Sé que nosotros también hemos tenido nuestras diferencias los últimos meses. En fin, eso no importa ya. Solo quería decirte… es decir, pedirte… Bueno, darte la mano y decirte que no te guardo rencor.
Williams aún no se creía que no se tratara de algún tipo de juego y que no resultara ser una burla. Pero parecía que Hatch era del todo sincero y, de hecho, muy afectivo y que claramente necesitaba de aquel gesto. Williams se puso de pie y le extendió la mano. Hatch la estrechó y la sacudió fervientemente.
—Gracias, Williams. Pase lo que pase, ya hemos ajustado las cuentas. Gracias —Hatch dio un paso atrás—. No deberían quedar riñas sin resolver. Eso no significa que tengamos que hacernos amigos.
—Bueno, puede ser —respondió Williams de manera imprecisa.
—No, la verdad es que no tengo ningún interés por ti, pero eso da igual —su tono era realista, ni desdeñoso ni hostil. Hatch se dio la vuelta y salió. Williams negó con la cabeza y volvió a los Salmos. Era más fácil entenderlos a ellos que a las personas.
MacAndrews envió a Brotherton para que hablara con Wickham. La orden había llegado tarde, pero el capitán Wickham del 106 tenía que informar al Estado Mayor del general Wellesley de inmediato antes de quedar bajo el mando del general Burrard. Estaba claro que los amigos de Wickham habían estado trabajando por él. Los puestos en el Estado Mayor implicaban trabajar duramente, pero proporcionaban unas comodidades y unas recompensas mucho mayores que un servicio más anónimo en un regimiento. A MacAndrews no le cabía duda de que el capitán estaría lo suficientemente recuperado como para ocuparse de sus nuevas obligaciones, puesto que aquello constituía una gran oportunidad. En fin, la ambición era algo bastante natural, aunque MacAndrews sentía un profundo recelo por el Estado Mayor, quizá porque nunca le habían concedido la oportunidad de prestar servicio en unos círculos tan eminentes.
Aquella era la última orden que tenía que dar ese día. Había escrito cinco cartas de condolencia y había decidido que quizá podría por fin dedicarse a su correspondencia personal. Mandó retirarse a su secretario, el cabo Atkinson, de cara redonda y gafas, para que se fuera a dormir. Esto otro lo haría a solas. Sacó el relicario que siempre llevaba colgado del cuello y abrió el cierre. Aquel retrato en miniatura de Esther lo habían pintado quince años atrás y, sin embargo, la reflejaba mejor que ninguna otra imagen. Tenía una sonrisa traviesa. El retrato de Jane no era tan bueno. Lo habían hecho cuando tenía trece años y había posado incómoda para el pintor. La muchacha había crecido tanto que iba a tener que encargar que le hicieran otro retrato.
Era extraño pero, aunque pensaba siempre en ellas, le resultaba difícil imaginar sus rostros cuando se encontraba lejos de ellas. Sabía cómo eran, pero le costaba poder verlas. Aquellos retratos eran un consuelo y un recuerdo, y se quedó mirándolos durante un largo rato antes de mojar la pluma y empezar a escribir.
Queridas esposa y dulce hija:
¿Estáis bien? Pienso siempre en vosotras, incluso cuando estoy ocupándome de mis tareas. Estáis las dos conmigo, formáis parte de mí. Os echo de menos y estoy deseando volver a estar con vosotras.
Oyó que el centinela le daba el alto a alguien en la puerta pero, por un momento, intentó no hacer caso de los ruidos del campamento. Entonces, los faldones de su tienda de campaña se abrieron.
—Hola, señor MacAndrews —dijo su esposa—. ¿No les das la bienvenida a unas viajeras agotadas?