28

ESA noche el ambiente en el comedor del 106 estaba enrarecido. Hasta última hora de la tarde no se montó la tienda ni se colocaron las mesas y los bancos de madera. Todos estaban cansados, pero MacAndrews envió a Brotherton para que se asegurara de que a la cena de esa noche acudieran todos los oficiales que pudieran asistir y no tuvieran que vigilar los puestos de avanzada. Fue una comida bastante sencilla, toda ella fría y acompañada de una modesta cantidad de vino barato. Los lujos de Moss eran cosa del pasado, al igual que el mismo coronel. Habían cambiado muchas cosas más y una muestra visual de ello eran las banderas acribilladas a balazos y manchadas de sangre cruzadas una sobre la otra y apoyadas en un pie de medias picas de los sargentos en un rincón de la tienda.

Al principio, las conversaciones consistieron en saludos y preguntas sobre los demás. Hatch se quedó blanco cuando le dijeron que Redman había caído, pero consiguió hacer un chiste malo sobre que era capaz de cualquier cosa con tal de no pagarle diez chelines que le debía. Se supo que algunos oficiales habían muerto. Otros se encontraban con los médicos y, más o menos, tenían posibilidades de recuperarse. Thomas seguía aferrándose a la vida, aunque cuando MacAndrews lo visitó tenía el rostro gris y costaba creer que el ayudante de campo fuera a sobrevivir. Aunque lo hiciera, sus días en el ejército habían acabado y lo mejor que podría esperar era una media paga o unas buenas ganancias por la venta de su cargo, lo cual podría evitar los peores estragos de la pobreza. Faltaban varios oficiales, Toye y Headley entre ellos. Al principio, no se sabía si es que no los habían encontrado y yacían muertos o heridos en alguna sombría hondonada de la colina, o si los habían capturado.

Williams pudo decir que había visto que se los llevaban prisioneros. Cuando los ejércitos volvieran a establecer contacto, no había duda de que se intercambiarían mensajes entre las líneas con las listas de los cautivos. En su momento, los prisioneros del mismo rango podrían ser intercambiados unos por otros para que volvieran con los suyos. Los Ejércitos británico y francés se habían comportado de acuerdo con los más altos valores del mundo civilizado. La crueldad de la campaña francesa contra los portugueses no era motivo para que no siguiera siendo así.

Eso le hizo pensar en Wickham disparando descontrolado Galbert. La rabia se iba convirtiendo en simple desprecio, pero había también un miedo real a que un francés pudiera cometer asesinatos con la misma facilidad e igual de aleatorios. Estaba demasiado cansado como para temer de verdad por los oficiales del 106 apresados, ni siquiera por el pobre Derryck. Cansancio mezclado con resignación, porque no había nada que pudiera hacer. De todos modos, Dobson le había dicho una vez que el momento más peligroso era el que seguía a la rendición. Si no se mataba a un hombre durante la primera hora, probablemente lo tratarían bien.

Como el mayor Toye no estaba, MacAndrews se convirtió en el oficial de mayor rango del batallón. El capitán Howard tenía el rango temporal de mayor desde hacía unos años, pero eso implicaba que solo disfrutaba de ese rango en ciertos servicios. En el regimiento era simplemente un capitán y ni siquiera el de mayor antigüedad, puesto que había otros dos por encima de él. Pringle y Truscott trataron de explicarle esto a Hanley en tres ocasiones sin ningún éxito. Para él, era incomprensible que el ejército tuviera dos sistemas paralelos de establecer el rango de sus oficiales, de modo que a un hombre pudiera considerársele mayor o coronel, pero no fuera más que capitán en su propio regimiento. A Hanley le habían limpiado la herida y se la habían cosido y vendado. Tuvo suerte de que la bala no le hubiese llegado al hueso.

MacAndrews estaba por el momento al mando del 106. Lo había aceptado con normalidad, sin estar dispuesto a mostrar demasiada emoción, puesto que presumiblemente solo sería durante un periodo de tiempo muy breve. Toye podría regresar y era bastante probable que, aun cuando no lo hiciera, alguien comprara el puesto que Moss había dejado vacante. Unos meses atrás, cuando era un capitán de bastante edad y sin perspectivas de futuro, ni siquiera se hubiera atrevido a soñar con que podría dirigir un batallón en plena batalla. Ahora tenía esa oportunidad y cumpliría con su deber. Rápidamente desechó la idea de aprovechar esa ocasión para darse a conocer. Moss lo había intentado y eso le había conducido casi al desastre, así como a su propia muerte. El 106 había peleado duro y, lo que era más importante, había recuperado sus banderas. Habían salido sin deshonra, pero aún quedaba mucho que demostrar. Eso era más importante que cualquier ambición personal.

Al final de la cena, MacAndrews se puso de pie. Carecía de la facilidad de Moss para los discursos. También sabía que no era momento de dar sermones. La mayoría de los que rodeaban la mesa eran buenos soldados y no necesitaban que les aconsejaran nada. Nunca era agradable perder a compañeros, pero las conversaciones cada vez más animadas indicaban que se estaban haciendo a la idea. Simplemente, aquello formaba parte de la vida de un soldado. Tampoco había necesidad de anunciar que ahora estaba él al mando. Era el de mayor rango, así que asumía el cargo con naturalidad. No era necesario decir nada.

—Caballeros —MacAndrews empezó a hablar cuando el alboroto fue decreciendo—. Estoy encantado de transmitirles las felicitaciones del teniente general Sir Arthur Wellesley, que se muestra satisfecho de haber encomendado el ataque al 106 y al 9 de Infantería. Vamos a ser mencionados en su informe. —Al oír aquello, empezaron a dar golpes en las mesas casi con el mismo entusiasmo con el que recibían los discursos de Moss. El sacrificio sentaba siempre mejor cuando era reconocido. Que los mencionaran en un informe era un honor para el regimiento y algo de lo que todos podían sentirse orgullosos. MacAndrews levantó la mano pidiendo silencio.

—Hoy hemos perdido a buenos compañeros. Se han ido, pero el 106 sigue vivo. Caballeros —levantó la copa—, por el rey y por el regimiento.

—Por el rey y por el regimiento —repitieron los hombres casi en perfecta sincronía.

—Entonces, ¿qué es lo que ha pasado exactamente? —MacAndrews miró a Williams a la cara cuando le hizo la pregunta. Casi era medianoche y el mayor había estado trabajando sin descanso desde la cena. Había muchas cosas que hacer: poner al día la lista de integrantes del regimiento, equilibrar las compañías y asegurarse de que todos los oficiales que tenían que sustituir a sus superiores estaban al tanto de sus nuevas obligaciones. En general, todo había ido bien, pero tuvo que dedicarle tiempo y el mayor hubiera deseado no encontrarse con este otro problema.

—Nos separamos del resto de la compañía cuando subíamos por el barranco —se explicó Williams—. Dobson y yo llegamos los primeros a la cumbre, poco antes de que usted y el grueso principal se pusiera a nuestra derecha. El sargento Darrowfield se unió a nosotros con algunos de los soldados y nos preparamos para dar la vuelta por el flanco enemigo y, a ser posible, recuperar las banderas y a los prisioneros. Llegó el señor Redman y se puso al mando. Avanzamos en pequeños grupos y, tras pelear un poco, conseguimos recuperar las banderas. El señor Redman fue nuestra única baja cuando él y Dobson se encontraron con dos franceses con uniformes rojos que estaban escondidos. Los dos franceses resultaron también muertos. Poco después llegó el señor Wickham.

MacAndrews se quedó mirándolo un momento, preguntándose si le daría alguna información más. Ya había hablado con Darrowfield y Dobson, y había intentado sin éxito que Wickham le dijera algo coherente. También había visto el cuerpo de Redman y los de los dos soldados suizos que estaban cerca de él —su identidad la habían confirmado unos desertores del mismo regimiento—. Habían desnudado a los cadáveres. Siempre sorprendía lo rápido que esto ocurría. Los soldados cometían saqueos, y también sus familias. Los aldeanos de la zona parecían aún más rápidos y más aficionados a llevárselo todo por si podían darle alguna utilidad o tenía algún valor. Redman seguía teniendo puesta su camisa blanca y sus calzones. A los tres hombres los habían matado con bayonetas. A uno de los suizos se la habían clavado en la garganta y el otro tenía varias heridas en el vientre. A Redman lo habían matado con una sola estocada limpia en el corazón. Su pálido rostro mantenía una expresión de sorpresa y su camisa unas enormes manchas de sangre, lo cual podría ser la razón por la que se la habían dejado, aunque los saqueadores habían desnudado a los suizos, cuyas heridas debían haber sangrado también. MacAndrews supuso que Williams había estado también allí. Darrowfield se había mostrado evasivo, mientras que Dobson simplemente había contado su versión de una forma breve y sin rodeos. El alférez y él habían saltado al hoyo para ponerse a cubierto. Los dos soldados enemigos mataron a Redman y él, a continuación, los mató a ellos.

—¿Había muchos suizos? ¿De los que vestían de rojo? —le preguntó el mayor.

—Yo solamente vi a dos. Casi caí encima de ellos cuando subía. —Williams había aprendido de los demás soldados, sobre todo del mismo Dobson, a no mirar a los ojos a los oficiales y permanecer firmes con la mirada al frente. MacAndrews se levantó y se acercó desde la pequeña mesa de campaña, tanto que ese viejo truco no funcionó.

—¿Parecían especialmente agresivos? Unos cuantos hombres del Cuarto Regimiento Suizo han desertado para venirse con nosotros.

—En ese momento, no. Me dejaron pasar. Sin embargo, es probable que estuvieran demasiado sorprendidos como para hacer nada. Yo lo estaba —Williams sonrió al confesar aquello y, de inmediato, se dio cuenta de que había cometido un error. MacAndrews lo miró serio.

—¿Y unos momentos después esos soldados asustados, probablemente hombres que estaban tratando de entregarse, atacaron con furia y mataron a uno de nuestros oficiales? —MacAndrews dejó la pregunta en el aire.

—Eso parece.

—No juegue conmigo, señor —gritó el mayor, y Williams apenas se las arregló para no dar un salto hacia atrás. MacAndrews se calmó—. Muchas veces ha pasado que un soldado descontento ha matado a algún oficial poco popular aprovechando la confusión de la batalla —su tono era tranquilo ahora—. Dios sabe que he tenido noticia de ello con bastante frecuencia. A veces, se puede pensar que hay oficiales que merecen que los maten. Otras, no.

Hizo una pausa de nuevo. Williams no dijo nada. Estaba claro que MacAndrews compartía su opinión de que Dobson había matado a Redman. Puede que también conociera la probable causa, puesto que MacAndrews se enteraba de todo lo que ocurría en el batallón y, sin duda, estaba al tanto de los rumores sobre Jenny.

El rostro de MacAndrews se encontraba ahora a pocos centímetros del de Williams.

—Esas cosas pasan, pero no se pueden consentir. Si algún hombre llega a levantarle la mano a un oficial, se le azota. Si la agresión es grave, se le ahorca o se le fusila. No puede haber excepciones. Ni siquiera con hombres con un buen historial y demostrada valentía —el escocés hizo una pausa para que asimilara sus palabras—. Por tanto, debo preguntarle si sabe si el alférez Redman no murió en manos del enemigo.

Williams tenía la boca seca. Se lamió los labios y tosió antes de poder hablar.

—No tengo conocimiento de lo contrario, señor, y no vi nada.

MacAndrews tomó nota de la precisión de la respuesta. Durante más de un minuto se quedó mirando al voluntario.

—Queda aún el asunto del oficial francés que fue capturado.

—Vi que el capitán Wickham lo mató —contestó Williams con firmeza.

—Estaba dirigiendo un ataque, ¿no es así?

—Cierto, pero el subteniente Galbert se había rendido ante mí y estaba desarmado.

—Quizá le interese saber que el capitán Wickham le ha elogiado a usted oficialmente por su valentía y ha recomendado que sea de inmediato ascendido a alférez del regimiento. —Lo cierto es que Wickham recordaba pocas cosas de ese día, pero había respondido de buena gana a la sugerencia de MacAndrews.

—Eso no cambia la verdad de lo que yo vi. No creo que deba aceptar esta recompensa si es por la recomendación de un hombre así.

MacAndrews volvió a la mesa y se sentó en la silla de lona que había detrás de ella. Observó al voluntario durante un momento.

—¿Importa de quién proceda la recomendación? —preguntó un rato después—. Tiene usted madera de buen oficial.

—No de un hombre así que es capaz de asesinar a alguien indefenso.

—Esa es una palabra muy fuerte. En la batalla puede correr la sangre de cualquier hombre —MacAndrews no tenía una buena opinión de Wickham y no sentía más que desprecio por su conducta, pero no podía hacer nada al respecto.

—Estaba bebido, señor —Williams no se esforzó por ocultar su desdén. Hasta ese día jamás se habría atrevido a criticar tan abiertamente al comandante de su compañía. Pero se sentía distinto. Nada le había preparado para la realidad de la batalla. Para las cosas que vio, a veces espantosas y, otras, extrañas o incluso curiosamente hermosas. Los olores habían sido en ocasiones aún más espeluznantes. Nunca se hubiera imaginado que los cuerpos humanos pudieran mutilarse de esa forma y que apestaran tanto cuando eso ocurría.

MacAndrews hizo otra pausa.

—Muchos hombres beben durante la batalla. —Eso era cierto, pero Wickham había traspasado el envalentonamiento típico que puede producir el alcohol. No había podido cumplir con su deber al final del combate. Aun así, algunos soldados normalmente valientes terminaban forcejeando la primera vez que entraban en combate. MacAndrews podía perdonarlo, siempre que no ocurriera una segunda vez.

Williams sintió que aquel silencio le oprimía. Casi no podía creer estar rechazando el puesto que tanto había deseado. Pero sabía que no podría mirarse al espejo si debía su ascenso a unas circunstancias así.

—Lamento decir, señor, que no puedo aceptar la recomendación del capitán Wickham. Deseo seguir sirviendo como voluntario del Regimiento 106 de Infantería si se me concede ese honor.

—Piénselo bien. Se ha comportado usted con mucha valentía y ha recuperado las banderas cuya pérdida habría supuesto una vergonzosa mácula en el honor de este regimiento. Esa hazaña es mayor que las que normalmente realizan los caballeros que buscan un ascenso —MacAndrews no estaba seguro de si debía mostrarse impresionado o ligeramente molesto por la tozudez del galés. Se preguntó cómo se comportaría él en las mismas circunstancias, sabiendo que su propio orgullo y conciencia sobre lo que está bien quizá le llevaran a comportarse con la misma maldita estupidez—. ¿Cambiaría algo si le digo que es una orden?

—Aun así, no podría obedecerla —contestó Williams tercamente. Al darse cuenta de lo que había dicho, añadió—: Con todo el respeto, señor —y manifestó una idea a la que le había estado dando vueltas—, quizá estaría bien decir a los padres del señor Redman que cayó mientras dirigía un valiente ataque para recuperar las banderas.

MacAndrews se permitió soltar una leve sonrisa. Un maldito estúpido enamorado del honor y que seguía encontrando romántica la vida de soldado. Eso le recordó a él mismo, pero no iba a admitirlo.

—Redman no llegó a acercarse a las banderas —dijo—. De todos modos, usted llegó el primero.

—Aun así, él estaba al mando, señor, y dirigía al grupo.

—Como usted diga —MacAndrews transigió. Tenía que escribir muchas cartas y, al menos, esto le facilitaría una de ellas. Sería más difícil redactar la carta para el padre del coronel y para su prometida. Maldita sea, se había olvidado de ella. Volvió a mirar a Williams—. Muy bien. Puede retirarse, señor Williams. Buenas noches.