A Wellesley le era difícil interpretar la batalla. Sus brigadas centrales habían atacado demasiado pronto, antes de que las fuerzas de los flancos aparecieran. Los soldados se habían abierto paso lo mejor que pudieron por las cuatro quebradas principales de la empinada ladera. Apenas podía ver su avance, fuera por donde fuera. El sonido de los disparos había aumentado enormemente y, durante un rato, se trató tanto de descargas completas como de disparos aislados. Había pocos franceses a la vista y solo de vez en cuando podía localizar algún grupo de casacas rojas. Le costaba resistirse al deseo de meterse por una de las quebradas y encargarse personalmente de la lucha. Pudo notar la misma reacción instintiva en los comandantes de su brigada mientras pasaba con su caballo de uno a otro. Podrían subir pronto. Era necesario dar más tiempo al ataque y seguir adelante solo cuando pudiera dirigir la batalla de una forma útil.
MacAndrews acercó a sus hombres a veinte pasos de los franceses antes de ordenar que se detuvieran. Aquello era un riesgo y provocó que recibieran tres descargas de los enemigos. En la primera cayó una docena de casacas rojas, en la segunda la mitad y la última ráfaga desordenada de disparos pasó sin causar daño por encima de las cabezas del 106.
—¡Presenten armas! —ordenó—. ¡Preparados! —Los franceses pudieron ver lo que se les venía encima. Aun estando a veinte pasos las bocas de los mosquetes ingleses parecían enormes y amenazantes—. ¡Fuego! —La orden de MacAndrews fue seguida por una descarga cronometrada casi a la perfección, inundando el espacio entre las dos líneas de un humo denso—. ¡106, preparen sus bayonetas! —gritó el mayor antes de que ninguno de los soldados pudiera empezar a recargar—. ¡Preparen… —los hombres extendieron los brazos hacia atrás para coger la empuñadura de las bayonetas de pica—… bayonetas! —Sacaron las hojas y las colocaron sobre las bocas calientes de sus mosquetes—. ¡A la carga!
MacAndrews se lanzó hacia delante. En la mano no llevaba la espada reglamentaria, sino el sable de empuñadura de cesta al que se había acostumbrado cuando prestaba servicio con los highlanders. Se trataba de una espada más pesada y bien afilada. Un arma elegante y un magnífico instrumento para matar.
En este caso no fue necesario. La línea francesa se había mostrado vacilante antes de que la descarga segara sus filas. Cayeron muchos hombres —algunos en silencio y otros lanzando gritos—. Los sargentos que estaban detrás de las tres filas trataron de mantener a los soldados en sus puestos, pero cuando los británicos empezaron a lanzar vítores y aparecieron entre el humo, la infantería francesa se disolvió. El noveno cargó un momento después desde otra dirección y completó la derrota. Cuando MacAndrews llegó a la posición de los franceses, solo había unos treinta hombres muertos o heridos desperdigados por la hierba. Sus compañeros casi habían desaparecido ya por la cima de la colina. Los prisioneros y sus escoltas ya se habían marchado. El 106 los siguió. MacAndrews no quería dejar que se alejaran demasiado, y esperaba llegar a la misma cima.
—Había dos franchutes escondidos entre las rocas. Vestían de rojo, los muy desgraciados. Alcanzaron al señor Redman con una bayoneta. Yo terminé con ellos. —Dobson hablaba con rotundidad, pero había un despecho en sus ojos que indicaba que no estaba de humor para responder a más preguntas. La sangre de su larga bayoneta respaldaba su historia. Pero a Williams le costaba creerle. Aquellos dos hombres le habían parecido dóciles. Sabía que Dobson había descubierto de algún modo lo del alférez y su hija. Williams se preguntó si habría cometido un asesinato. Era una idea espeluznante, pero ese día había habido muchas cosas que le habían parecido igual de escalofriantes. Se preguntó si podría hacer algo al respecto y entonces se sorprendió al considerar incluso si debía hacerlo.
—¿Quién es este? —preguntó Dobson, señalando al oficial francés.
—Soy el subteniente Jean Galbert, del 70 regimiento del emperador —respondió el hombre en un buen inglés ante la sorpresa de Williams—. Y soy su prisionero. O, al menos, el prisionero de sus oficiales, cuando lleguen.
—Todos son iguales, ¿verdad? —dijo Dobson—. Malditos caballeros. Vaya, lo siento, Doguillo —hizo un gesto hacia el voluntario—. Verá, mesié, el señor Williams es un oficial. Bueno, lo será después de esto.
Aquello sorprendió a Williams. No había pensado que nada de lo que había hecho pudiera ser suficiente como para conseguir su nombramiento. El batallón había perdido las banderas y él las había rescatado. Incluso tras pensar en aquello se preguntó si Dobson estaría en lo cierto. Entonces regresó la persistente idea de que podría haber participado en un asesinato.
Se oyeron unos gritos y varios hombres abriéndose paso entre la maleza. Los granaderos aparecieron de repente entre los árboles. El capitán Wickham venía con ellos y el sargento Darrowfield detrás. El capitán parecía furioso y muy diferente de su habitual carácter afable y controlado. Gritaba con todas sus fuerzas y movía en el aire su espada con una mano y una pistola con la otra.
Galbert se levantó para saludarlo. Wickham no varió el paso, pero fue corriendo hacia el francés. Puso la pistola contra el pecho de Galbert y apretó el gatillo. Una enorme herida apareció en la espalda del oficial francés mientras caía con fuerza hacia atrás. Wickham siguió corriendo, aún gritando como loco y lanzando vítores entusiastas.
—Está borracho —dijo Dobson en voz baja. Darrowfield se encogió de hombros al pasar por su lado y siguió detrás de su oficial. La mayoría de los granaderos los seguían.
Williams miró al difunto Galbert.
—Asesino —dijo con un susurro ronco—. ¡Maldito asesino! —le gritó a Wickham mientras el capitán continuaba con la carga. Dobson lo agarró por los hombros y le impidió que saliera corriendo detrás del capitán.
—Está borracho. No sabe lo que hace. No ha sido más que mala suerte —Williams temblaba enfurecido.
Media hora después, el mayor MacAndrews había reunido a más de seiscientos cincuenta hombres del 106. Varias compañías habían quedado muy reducidas, pero haciendo uso de cierta improvisación, el batallón formó en algo parecido a su orden habitual. Las compañías del flanco derecho eran más fuertes y estaban casi al completo, solo les faltaban unas cuantas bajas y rezagados. En el extremo izquierdo de la línea, la Compañía Ligera contaba solamente con cuarenta hombres a las órdenes del teniente Black, el antiguo oficial de milicia. Las Compañías Octava y Séptima habían quedado tan débiles que se habían juntado en una sola, al igual que la Sexta y la Quinta. También hubo algún intercambio de hombres entre las demás compañías para hacerlas viables como unidades de maniobra. En general, el flanco izquierdo reunía apenas a doscientos hombres. Al cuerpo de banderas —que ahora sostenían los siguientes alféreces de mayor y menor antigüedad y que estaban escoltados por otros sargentos— lo colocaron entre las Compañías Cuarta y Tercera en lo que ahora era el núcleo duro del batallón. Siguieron llegando rezagados y, por el momento, al teniente Anstey se le asignó la tarea de que formara con ellos un pelotón que estaría en la reserva. A la derecha del 106, el 9 de Infantería formó su propia línea y permanecía a la espera. En la cima, los dominaba un pliegue más alto de la colina que ocultaba a los franceses. MacAndrews se reunió con el coronel del 9 y con un edecán del general Hill, que había subido para averiguar qué estaba pasando. Acordaron mantener aquella posición de momento.
Al principio, los franceses exploraron la posición de los británicos con indecisión. Dos compañías de hostigadores se acercaron a la cima más alta y empezaron a disparar a los batallones británicos. En respuesta, las compañías ligeras avanzaron y se extendieron por la pendiente, actuando en parejas y tratando de hacer retroceder al enemigo. Más grave fue la llegada de dos cañones de campaña franceses, colocados en la cumbre. A tan poca distancia, los artilleros tuvieron que empujar el cañón hacia delante hasta que consiguieron que apuntara hacia abajo en dirección a los británicos.
Las primeras balas pasaron altas, así que los artilleros redujeron la carga de pólvora. Esta vez, cuando los cañones dispararon y saltaron hacia atrás pendiente arriba, las balas alcanzaron al extremo izquierdo de la línea del 106, y cada bala de ocho libras hizo picadillo a dos hombres. Pero el ángulo era difícil y los siguientes disparos no tuvieron el mismo éxito. De todos modos, los artilleros tuvieron poco tiempo para actuar. Casi de inmediato dos batallones franceses marcharon desde la cumbre. Entraron en columna, dos compañías hombro con hombro y, detrás de ellos, las otras seis en parejas a un cuarto de distancia. Para Williams fue como si una sucesión de líneas más pequeñas apareciera por la cima. Los franceses gritaban y golpeaban sus tambores al ritmo de la carga. Los oficiales salieron corriendo hacia delante, gesticulando frenéticamente con sus espadas. Un soldado casi iba bailando en su afán por mostrar su desprecio por el enemigo. Los hostigadores se apartaron para dejar que pasaran. Los tiradores británicos de avanzadilla lanzaron unos cuantos disparos antes de que los silbatos de sus oficiales les ordenaran retroceder, volviendo a ocupar sus puestos a la izquierda de los batallones.
Los dos batallones británicos dejaron que los franceses se acercaran. Cuando estaban a treinta pasos, apuntaron y dispararon. A lo largo de toda la fila delantera de cada columna fueron cayendo hombres. Milagrosamente, el oficial danzarín resultó ileso. Los franceses pararon, se llevaron los mosquetes al hombro y las compañías que estaban delante dispararon una descarga irregular. El coronel del 9 fue alcanzado en el pecho, pero se negó a que lo movieran hasta que hubiesen repelido el ataque. Al lado de Williams, una bala alcanzó al soldado raso Murphy y le arrancó la parte superior de la oreja derecha. Maldijo durante un largo rato en gaélico, pero no dejó de recargar su mosquete. Cayeron otros hombres que fueron retirados de las filas. Los sargentos les gritaban a sus soldados que se acercaran al centro.
Los británicos hicieron una segunda descarga y después cargaron sus armas. Las dos columnas retrocedieron y los soldados de las compañías que estaban en la retaguardia se dieron la vuelta y salieron corriendo, mientras que los que se encontraban en la parte más delantera fueron andando hacia atrás poco a poco y unos cuantos se detuvieron para lanzar disparos aislados. Justo detrás de la cima, sus oficiales consiguieron contenerlos y empezaron a formar de nuevo. Los dos batallones británicos se detuvieron y volvieron a preparar sus filas. Ahora estaban más cerca del enemigo. Cargaron uno de los cañones franceses con un bote, una caja llena de balas de mosquete. Cuando dispararon el cañón, la caja se desintegró al salir de la boca de fuego y las balas se desperdigaron como la explosión de una escopeta gigante. Siete hombres de la Compañía de Granaderos del 9 fueron lanzados hacia atrás como si los hubiera rebanado una guadaña.
El ayudante de campo del otro batallón fue corriendo a decirle a MacAndrews que su coronel había muerto y que el mayor de más alto rango aconsejaba avanzar hacia la cima. MacAndrews estuvo conforme. Volvieron a ordenar a las compañías ligeras que avanzaran para que dispararan a los artilleros franceses y contener a los hostigadores. Después, las dos líneas avanzaron a paso regular. Los cañones lanzaron dos series de ráfagas antes de que los artilleros los subieran de nuevo a la cima para prepararse. Los hostigadores no pudieron hacer frente a las compañías ligeras y los batallones y los siguieron poco después. Los casacas rojas lanzaban vítores mientras llegaban a la cima de la colina. Entonces, fueron alcanzados por las descargas de los dos batallones franceses que ahora habían vuelto a formar en línea y los esperaban en la otra ladera. El capitán Mosley recibió una bala en el hombro que le hizo girarse. Se tambaleó, pero continuó con la compañía tratando de ignorar el dolor. El 9 fue el primero en responder con una descarga. MacAndrews ordenó a los pelotones del 106 que realizaran descargas y las secciones de cada compañía fueron disparando en orden, de modo que los disparos salían a lo largo de toda la línea sin parar.
El soldado Scammell dio la vuelta al cuerpo del sargento y le registró el uniforme con manos expertas. Su compañero, el soldado Jenkins, observaba. Había bultos a lo largo de la costura de la guerrera del sargento muerto, así que Scammell la rajó con un cuchillo sacando las monedas que llevaba escondidas. Sonrió y levantó las monedas para enseñárselas a Jenkins. Había un oficial debajo del sargento. Estaba boca arriba y tanto su cara como su pecho estaban cubiertos de sangre oscura. Scammell lo reconoció como el nuevo de la Compañía de Granaderos, pero ni sabía ni le importaba cuál era su nombre. «En fin», pensó, «vamos a ver si es rico».
El oficial se revolvió y abrió los ojos. Jadeó tratando de respirar. Hanley volvió a jadear cuando vio la expresión depredadora en el rostro que se alzaba sobre él. Entonces, el soldado lo miró con una sonrisa desdentada.
—¿Está bien, señor? —preguntó Scammell, decepcionado, pero dispuesto como nunca a ayudar—. ¿Puede levantarse? —Hanley asintió. Trató de hablar, pero su voz salió como un graznido. Al sentarse, le dolieron el pecho y el cuello.
»Es usted un cabronazo con suerte, señor, si me permite la expresión —el soldado hablaba con tono alegre y levantaba en el aire un trozo retorcido de metal. Era la gorguera de Hanley, el adorno en forma de herradura que llevaban todos los oficiales en el cuello. Se había hundido una bala en el latón—. Si no llega a dar contra esto estaría muerto.
Ayudaron a Hanley a levantarse. Le costaba respirar y le dolía, pero una rápida inspección demostró que no estaba herido.
—¿Dónde están todos? —consiguió decir con dificultad.
—¿El batallón, señor? Por ahí arriba. Jenkins y yo hemos estado buscándolos. Pero más vale que lo llevemos con el médico —dijo Scammell con tono optimista.
—No, no. El batallón. —Hanley se mostró firme. No sabía por qué, pero lo único que quería era estar con sus amigos. Se preguntó qué habría pasado con las banderas.
Scammell se encogió de hombros y los dos soldados subieron por la ladera con el oficial. No caminaban deprisa. Se oían muchos disparos provenientes del otro lado de la cima, así que eso indicaba que la batalla estaba ahí, y probablemente también el batallón.
Williams perdió la noción del tiempo. Tenía la boca seca de tanto arrancar cartuchos de un mordisco y saborear la pólvora salada. Tenía las mejillas manchadas de negro y le dolía el hombro por el retroceso del pesado mosquete cada vez que disparaba. Dobson cargaba y disparaba delante de él y no había tiempo de pensar en lo que ese hombre podría haber hecho. Simplemente realizaba de manera mecánica los movimientos de la carga, igual que en las largas horas de entrenamiento, y luego disparaba hacia donde estaba el humo. No podía ver a los franceses, pero estaban ahí y, de vez en cuando, aparecían balas entre la densa nube de humo. Con un sonido sordo, como quien da una cachetada a unas nalgas, un disparo alcanzó al soldado Tout que estaba de pie a su lado.
Pareció quedarse perplejo y se giró hacia Williams.
—Oh, señor, me han matado —dijo con voz monótona cayendo hacia atrás.
Williams se llevó otro cartucho a los labios. Se detuvo un momento. Después, arrancó la bala de un mordisco, puso una pizca de pólvora en la cazoleta, dejó caer la culata del mosquete al suelo, metió la carga por la boca del arma y escupió la bala dentro. Sacó la baqueta fácilmente de su funda. Le dio la vuelta, la empujó hacia dentro y la giró de nuevo antes de sacarla para meterla en sus anillas. Volvió a colocarse el mosquete sobre el magullado hombro y tiró del percutor hacia atrás. Apuntó hacia donde había visto por última vez a los franceses. Dejó escapar a medias el aire de su interior y apretó el gatillo. El ruido apenas se escuchó por encima del clamor general de la batalla, pero la culata le golpeó en el hombro y volvió a empezar.
Billy Pringle estaba a la derecha de la Compañía de Granaderos y, por tanto, en el extremo derecho de la línea del batallón. En realidad, ese era el sitio del capitán, pero Wickham había sucumbido a la emoción y al brandy y ahora dormía tranquila y profundamente al abrigo de un bosquecillo custodiado por un soldado herido leve. Era el único oficial que quedaba en la compañía aunque, por fortuna, habían dejado a los sargentos en la reserva. De todos modos, tenía poco que hacer. Las descargas ordenadas de los pelotones degeneraron en que cada hombre disparara y cargara lo más rápido que pudiera. No había más órdenes que dar por el momento, así que simplemente permaneció allí y trató de dar una apariencia de valentía y seguridad con la esperanza de que eso sirviera de estímulo a los pocos hombres que pudieran verle. Apenas podía ver la línea francesa entre las nubes de humo. Y lo que era peor, pudo ver que colocaban un cañón en el flanco de la infantería.
Apareció alguien a su lado. Era Hanley, con un aspecto pálido y manchado de sangre.
—¡Creí que habías muerto! —Hanley lo miró con expresión vacía, así que Pringle gritó aún más fuerte para hacerse oír por encima de los constantes disparos.
—¿Quieres decir que no lo estoy? —Hanley se había colocado las manos alrededor de la boca para gritar. Al bajarlas sintió un repentino dolor por encima del codo del brazo izquierdo. Lo miró y vio que tenía la manga rasgada y que la sangre oscura se extendía.
—¡Maldita sea! —dijo. Pringle sacó un pañuelo y empezó a vendarle la herida. A su lado, un grupo de soldados con casacas azules de la Artillería Real se esforzaban por subir un cañón ligero de seis libras por la ladera. La mayoría de los hombres de la media batería estaban allí, juntándose para arrastrar uno de sus cañones hasta la cima de la colina. Pringle se sorprendió al ver que lo conseguían. Vio cómo los artilleros cumplían con pericia con la rutina de la carga y le produjo enorme satisfacción ver que todos daban un paso atrás y alguien acercaba el fósforo al detonador. El cañón saltó hacia atrás con un estruendo. Por una vez, el humo pareció disolverse y Pringle vio que tres de los artilleros franceses eran arrancados de su propio cañón en el momento en que el bote con la metralla lanzaba una nube de polvo a su alrededor.
Apareció el teniente Brotherton, actuando de nuevo como ayudante de campo.
—Di a los soldados que dejen de disparar, Billy —se inclinó hacia delante para gritar sus instrucciones—. Vamos a avanzar otra vez.
A medida que la infantería británica iba subiendo la colina, a Sir Arthur Wellesley le era más fácil seguir el avance. El enfrentamiento era violento, pero estaba claro que estaban avanzando. Había llegado el momento de que subiera él y, por un instante, perdió la perspectiva general de la batalla al subir con su caballo por el camino más fácil que encontró. Él y sus hombres no tardaron en pasar junto a los restos de la batalla. Había enviado a un edecán para que trajera al 20 de los dragones ligeros de la reserva, y les dijo que siguieran ese camino y después formaran una sola línea al llegar a la cima. Con eso quizá convencería a los franceses de que contaba con más soldados de caballería.
El enemigo estaba ya cediendo. Dudó si habría involucrado ya a más de una tercera parte de su ejército y si con esas tropas no superaría en número a los franceses. Aun así, estaban obligando al enemigo a que se moviera de una posición a otra y, al menos, eso era alentador. Menos satisfactoria era su incapacidad, una vez más, para importunar a los franceses en su retirada. El repliegue del enemigo era disciplinado y estaba bien cubierto por sus cazadores. Su caballería era demasiado débil como para constituir un obstáculo aunque su simple aparición pudiera hacer que Delaborde adelantara la retirada. El comandante francés se vio obligado a abandonar tres de sus cañones porque no había tiempo para hacerlos pasar por el estrecho desfiladero. Sí que se llevaron los tiros de los caballos y, sin ellos, los cañones le servían de poco a Wellesley por ahora. Aun así, constituían una señal de éxito y un estímulo para su nuevo y joven ejército —solo por poco tiempo, pero aun así, suyo—.
Delaborde se sentía casi igual de contento mientras volvía con su caballo junto a uno de sus batallones de infantería. Habían hecho que el enemigo se demorase y habían causado al menos casi tantas bajas como ellos habían sufrido. Los casacas rojas habían demostrado valor, pero no parecía que fueran igual de diestros que los hombres del emperador. Su opinión del general Junot no era muy buena. En el fondo, era un húsar y, como tal, nunca había sido una lumbrera. Pero pese a todo, podría destrozar a los británicos una vez que hubiese reunido a un ejército lo bastante grande. Delaborde se había esforzado mucho para concederle tiempo para ello y tendría que asegurarse de que el emperador estaba al corriente de sus logros. El resto dependía de Junot.
Williams levantó su cantimplora con la vana esperanza de que quedara una simple gota de agua. Nunca había tenido tanta sed. Sentía la lengua enorme e inflamada y la boca como papel de lija. Casi todos los hombres del batallón estaban sentados formando una línea desigual a lo largo de la cumbre de la colina en la que habían estado luchando. Los franceses se habían ido y supuso que otros regimientos los estarían siguiendo. Aún se oía algún disparo de mosquete, pero llevaba rato sin haber grandes descargas.
Estaba de pie junto a Pringle, pero ninguno estaba de humor para hablar. Simplemente estaban cansados y sus oídos seguían zumbando por el ruido de las descargas. Hanley había vuelto con los demás heridos para que le vendaran la herida y con ellos se habían llevado todas las cantimploras que habían encontrado entre los muertos. El capitán Wickham se había ido también con el grupo y Williams se alegraba de no tener que verle, porque su rabia seguía intacta. Dobson se había ido con los porteadores y el voluntario se alegraba también de que, por el momento, no hubiera necesidad de hablar con el veterano. Era más fácil no pensar y no tener que preocuparse por nada. Sabía que si se tumbaba, o incluso si se sentaba, se quedaría dormido poco enseguida. Sin duda, Pringle pensaba lo mismo y con tal de dar ejemplo ante los soldados, se obligó a permanecer de pie. De repente, el teniente miró a Williams y le sonrió.
El voluntario intentó hablar, tosió y luego consiguió hablar con voz ronca.
—No se parece mucho a lo que me esperaba. —Se refería al modo en que la batalla había cesado sin más, al menos para el 106. Había habido poco dramatismo. El enemigo se retiró y ellos estaban demasiado agotados como para ir tras él. Aquello no parecía seguir ningún patrón y sus recuerdos de ese día empezaban ya a mezclarse.
Pringle se limitó a encogerse de hombros. A continuación, se le iluminó la cara cuando vio a un oficial del Estado Mayor acercarse con su caballo hasta MacAndrews. Con suerte, aquello implicaba que darían nuevas órdenes y que, a su debido tiempo, descansarían.