26

TOYE observó la muerte del coronel sin gran emoción. Simplemente fue demasiado repentina.

—¡106, presenten! —gritó. Los hombres se llevaron los mosquetes al hombro—. ¡Preparados!

Tiraron hacia atrás del pedernal hasta que sonó un chasquido. Los soldados habían colocado las bayonetas, lo cual no ayudaría a apuntar ni a recargar, pero Toye solo quería que efectuaran una descarga rápida. La compañía suiza se detuvo a recargar. Casi fue como si todos respiraran hondo. El grupo aislado que había puesto los mosquetes del revés se arremolinó y empezó a correr para ponerse a cubierto.

—¡Fuego! —La descarga del 106 fue un poco irregular, pero con mucha mejor puntería. Disparar pendiente arriba solía provocar mayor precisión. Un humo denso tapó al enemigo, pero Toye estaba al lado de la formación principal y pudo ver hombres cayendo al suelo por toda la fila del frente de la línea suiza—. ¡A la carga! —gritó—. ¡Que os oigan llegar, muchachos! —Toye iba ya corriendo, olvidándose de su cansancio y con la espada doblada extendida delante de él. El 106 lanzó vítores y se lanzó al ataque tras el mayor, precipitándose a través del humo sobre los suizos. Estos últimos no habían cargado. Aun así, uno de ellos levantó el mosquete, retiró el percutor y dejó que cayera sobre la cazoleta vacía. Otros trataron de recargar sus armas, pero la mayoría empezó a alejarse. Uno de los heridos de la fila frontal gritaba de dolor. Cuando el 106 estaba a diez metros de distancia, los suizos vacilaron y, después, salieron huyendo. Su oficial agarró a un hombre y trató de hacer que volviera, pero cuando el soldado consiguió zafarse, el oficial salió también huyendo.

Quedaron cuatro suizos en el suelo, uno de ellos muerto. Toye se detuvo a su lado. Sus hombres estaban demasiado cansados como para salir detrás del enemigo.

—Bien hecho, muchachos —dijo. Se giró para mirar la pendiente. Una docena o más de hombres del 106 se abrían paso en la salida del barranco. Entonces vio el cuerpo de Moss, con los brazos y las piernas extendidos en una postura poco natural.

—Sargento Keene, envíe a dos hombres para que se lleven al coronel colina abajo.

Toye miró el espolón que había a la izquierda por detrás de ellos. Una línea de hombres con chacós cubiertos de un color pardo y largos gabanes de color beis subía en dirección a ellos. La infantería francesa marchaba con tres en fondo y a poca distancia por detrás venía otra compañía. Estaban a apenas cien metros de distancia.

—¡Compañía, media vuelta! —gritó Toye con toda la fuerza que fue capaz. La respuesta fue vacilante y la orden los sorprendió, pero un momento después, los hombres se giraron—. ¡Carguen!

Los sargentos y alféreces, al igual que todo el cuerpo de banderas, estaban ahora en el frente de la formación. Hubo más confusión cuando trataron de abrirse paso. Hanley y Darryck se giraron y permanecieron con las banderas en lo que ahora era la fila frontal. Los sargentos se quedaron en la segunda fila para cubrirles. El viento se había ido levantando a medida que fueron subiendo y las dos banderas sobresalían moviéndose por detrás de ellos. A su alrededor se revolvían para volver a cargar, algunos de ellos rozándose la piel de los nudillos al manejar las baquetas demasiado cerca de las bayonetas montadas. Se trataba de una competición y, seguramente, ganarían los franceses.

Cuando estaba a cincuenta metros, la primera compañía francesa se detuvo. La segunda había girado a la izquierda y avanzaba para ampliar la línea. Los recién llegados del 106 corrieron colina arriba para unirse a los hombres de Toye.

La primera compañía francesa disparó con un sonido parecido al rasgado de una tela gruesa. Se oyeron los golpes sordos de las balas alcanzando su objetivo. El tricornio de Hanley salió disparado de su cabeza. A su lado, alcanzaron a un casaca roja en la mejilla y cayó hacia atrás. Otro hombre gritó al recibir un disparo en el vientre. Había dos hombres muertos y otros seis heridos. Los sargentos arrastraron de los heridos hacia atrás y arrojaron a los muertos hacia delante. Normalmente, una línea debe cerrar la formación hacia el centro, pero esta era demasiado pequeña, así que simplemente se instó a los hombres de la fila de atrás para que llenaran los huecos de las bajas.

Toye se preguntó si debían atacar. La compañía francesa que había disparado preparó las bayonetas y empezó a avanzar. La segunda se detuvo y se preparó. Toye vio que algunos de sus hombres cargaban sus armas esperando que pasara lo que tuviera que pasar.

—¡Presenten armas! —gritó—. ¡Apunten bajo, muchachos, apunten bajo! —Solo alrededor de dos tercios del 106 habían cargado las armas. Aun así, algunos de los otros tiraron hacia atrás del percutor de sus mosquetes.

—¡Fuego! —Hanley se estremeció cuando un mosquete estalló a solo unos centímetros de su oído izquierdo. Por un momento, se quedó aturdido, sin poder oír. El humo se extendió alrededor de todos ellos y, después, el viento lo movió y lo llevó hacia sus caras. Hanley tosió al sentir el hedor de la pólvora quemada en la garganta. Aunque no habían estado bien preparados, la descarga fue buena. Cuatro hombres cayeron en la compañía francesa que estaba delante y su oficial se tambaleó hacia atrás, dejando caer su espada cuando lo alcanzaron en el hombro.

A continuación, la segunda compañía francesa disparó. Hanley sintió que un percutor le golpeaba en la parte superior del pecho y cayó hacia atrás. Después no vio nada. El estandarte del rey se le cayó de las manos y el polvo manchó la bandera del Reino Unido. Al capitán Hanley se le había roto el brazo izquierdo, que colgaba sin vida pero, por ahora, estaba conmocionado y no sentía dolor alguno. Un sargento de su compañía ligera fue alcanzado en el muslo y estaba tirado en el suelo, tratando de atarse un fajín para hacer un torniquete. Al tiempo que lo hacía, animaba a sus hombres. Otros de los heridos se limitaban a gemir.

Los franceses cargaron con grandes gritos de: «Vive l’empereur!». Detrás del 106 volvieron a aparecer los suizos e hicieron una descarga desordenada sobre la retaguardia. A Toye lo alcanzaron en un costado. A un sargento le dieron en la parte posterior del cráneo y cayó sobre Hanley. Cayó media docena más de hombres. Los soldados británicos se giraron en plena confusión. Los hombres se separaron y miraban en todas direcciones mientras los soldados de infantería franceses seguían gritando y avanzaban hacia ellos, con las colas de sus gabanes agitándose en el aire y las puntas de sus largas bayonetas extendiéndose ávidas hacia delante.

Un francés con aspecto de no ser más que apenas un muchacho muy joven clavó la bayoneta en el vientre de un casaca roca que trataba de cargar su mosquete. El hombre jadeó al quedarse sin respiración y después empezó a gritar mientras el joven recluta francés se esforzaba por liberar la hoja de la bayoneta. A su lado, un veterano de largos bigotes despachó a otro casaca roja con una pequeña estocada girando después ligeramente su mosquete para sacar la hoja. Un cabo del 106 acababa de recargar su mosquete cuando disparó al veterano a bocajarro volándole la parte de atrás de la cabeza y salpicándolo todo de sangre y sesos. Fue a clavarle la bayoneta al recluta, que se agachó, pero después lo apuñaló en el muslo otro francés. Trató de darse la vuelta sobre sí mismo para empujar a su oponente a pesar del terrible dolor de la herida, pero la bayoneta de otro francés se le clavó en la garganta. La mayoría de los casacas rojas hicieron poco por defenderse, aturdidos ante la ferocidad del ataque y sabiendo que no había remedio. Dejaron caer sus mosquetes y levantaron los brazos o los sujetaron con la culata hacia arriba, tal y como habían hecho los suizos.

Al principio, eso no detuvo a los franceses. Siguieron embistiendo con las bayonetas. Los hombres gritaban mientras las puntas se hundían en su carne. Toye gritaba deseando poder hablar francés y tratando de llamar la atención de un oficial. Al verse ya cara a cara con la muerte, algunos de los casacas rojas volvieron a coger sus mosquetes o se enfrentaron a los soldados franceses.

Un grupo de franceses comandados por un oficial fue directo al cuerpo de banderas. Un sargento había recogido la bandera del rey y la bajó para apuntar con la pesada y decorada punta de la lanza a los enemigos que se acercaban. Era un arma tosca con una hoja sin afilar, pero emitía gruñidos mientras hacía cortes en el aire con ella. El oficial francés se detuvo, apuntó atentamente con su pistola y disparó al sargento en el pecho. Un momento después, le clavó la espada con la mano izquierda a Derryck, que se esforzaba por sostener el estandarte con una mano y sacar su propia espada con la otra. El joven emitió un bufido de dolor, pero no gritó. Mientras buscaba a tientas su espada, un sargento lanzó su media pica por encima del hombro hacia la cara del oficial. El francés dio unos pasos hacia atrás perdiendo el equilibrio pero evitando la vil y afilada punta. Un soldado francés intentó apuñalar a Derryck, pero solo consiguió hacerle un rasguño en el brazo. El alférez liberó su hoja y se la clavó torpemente al soldado, que hizo una mueca por el dolor provocado por su propia arma. El francés paró el golpe levantando en alto su mosquete. Aporreó con la culata la cara del joven oficial, dándole en la nariz y tirándolo al suelo. La media pica del sargento le dio al francés en el ojo. Gritó y agarró la pica, pero antes de que el sargento pudiera sacarla, el oficial francés embistió y le abrió el cuello. La sangre salió a chorros como una fuente por encima de la bandera que estaba en el suelo y del mismo sargento moribundo.

Fue el último de los casacas rojas que resistió. Los demás estaban muertos, heridos o tratando de rendirse. Los franceses los agruparon. Mientras tanto, varios más del 106 fueron apuñalados. Toye agarró a un hombre que acababa de clavar su bayoneta sobre un soldado que ya estaba herido e inmediatamente lo apuñaló también a él, hincándole la hoja bien profundo en la pierna. Aun así, protestó con gritos. Al llegar un oficial de caballería —con su larga casaca azul cubierta de encaje y con un penacho de plumas en el tricornio, por lo que evidentemente se trataba de un hombre de alto rango, probablemente un general— les gritó a sus hombres que pararan. Obedecieron, algo hoscamente en algunos casos. Dos oficiales franceses levantaron las banderas del 106 ante el general para que este las inspeccionara. A Toye ver aquello le pareció completamente humillante.

Otros franceses caminaban entre los muertos y los heridos, despojando a unos y a otros de cualquier objeto de valor. Derryck tosió cuando un hombre empezó a registrarle los bolsillos. El alférez se incorporó. Si el general no hubiese estado allí, el soldado francés habría estado tentado de liquidar al muchacho. Por el contrario, lo ayudó a levantarse. Derryck se acercó tambaleante a los demás prisioneros. Un sargento, con la cabeza toscamente vendada, fue a ayudarle. Uno de los soldados franceses le impidió el paso hasta que un oficial gritó una orden.

—Mal asunto —dijo Headley, que se había sentado junto a Toye.

—Muy malo —fue todo lo que al mayor se le ocurrió decir como respuesta—. Debían de estar en el espolón detrás de nosotros. No se podía ver nada en ese barranco —se oyó una nueva salva de tiroteos desde algún lugar en lo hondo de la pendiente—. ¿El resto del batallón?

—Probablemente —confirmó Headley—. Pero se están tomando su tiempo.

Los tiros se iban acercando y aquello provocó un frenesí de actividad entre los franceses. Se instó a los prisioneros a que se pusieran de pie y retrocedieran. En total, había cinco oficiales y más de veinte soldados, de los que todos menos seis estaban heridos, algunos por varios sitios y, la mayoría, por bayonetas. Se ayudaron unos a otros a subir la cuesta renqueando. Los franceses ordenaron que una docena de guardias los acompañaran, así como los dos oficiales que llevaban orgullosos las banderas capturadas. Derryck sollozaba, más por su sensación de fracaso que por el dolor de las heridas, aunque eran bastante malas.

Williams y Dobson miraron por encima del saliente del barranco habiéndose ocupado antes de quitarse los chacós. Actuaron con cautela y un arbusto de tojo les cubría. No parecía que ningún francés los hubiera visto. El flanco derecho también se había disuelto durante la subida por la quebrada y los soldados se separaron por los distintos cauces. La Compañía de Granaderos iba en primer lugar y, cuando Dobson miró hacia atrás, pudo ver a unos cuantos hombres más subiendo con esfuerzo la cuesta para unirse a ellos en el borde. Le hizo una señal al sargento Darrowfield para que avanzaran lo más silenciosamente posible. Habían subido por el espolón izquierdo que había por encima de la hondonada, donde habían aplastado a los primeros hombres del 106. Había cadáveres apiñados en la pendiente y la mayoría vestían casacas rojas.

Extendiendo el brazo hacia atrás, Williams realizó la difícil tarea de sacar el telescopio de la larga funda que llevaba atada en el lateral de su morral. Dobson lo ayudó.

—Deberías cambiarlo por uno más pequeño, Doguillo —susurró el veterano. Dobson miró hacia las formaciones francesas y la actividad que se veía detrás de ellos—. Cabrones —dijo con tono amargo—. Tienen nuestras banderas.

Williams se había concentrado en la línea francesa. El potente telescopio hacía que sus rostros estuvieran muy cerca. No estaban a más de ciento cincuenta metros y, a través del cristal, podía ver cada detalle. Después movió el pesado reflector hacia la pendiente que había detrás de ellos. Pasó el objetivo por un grupo de franceses y, después, volvió a ellos. Los dos oficiales franceses se reían mientras subían triunfantes hacia la cima llevando las banderas del 106. Un par de soldados de infantería marchaban detrás de ellos con los mosquetes ceremoniosamente apoyados en el hombro.

Las banderas simbolizaban al regimiento. Eran su orgullo y su honor. Perderlas ante el enemigo, sobre todo mientras había soldados del batallón que aún estaban vivos y podían luchar, implicaba una absoluta humillación y deshonra. Williams sintió que la vergüenza y la desesperación lo inundaban. Después, llegó la rabia.

—Las vamos a recuperar —dijo con tono firme.

Dobson le dio unas palmaditas en el hombro y le dedicó una adusta sonrisa que el voluntario no vio. Williams volvía a mirar hacia la pequeña columna de prisioneros. Vio a Toye y a Headley y a algunos alféreces que solo conocía de vista. Después vio a Derryck, apoyado pesadamente sobre un sargento. No había rastro de Hanley. Williams sintió una punzada de dolor por la pérdida de su amigo, pero luego la emoción hizo que aumentara su fría rabia. Movió el reflector para mirar pendiente arriba. Había una zona de árboles detrás de los franceses y cerca de la cima. Alrededor de ella había rocas aisladas. Si pudieran llegar hasta allí con solo unas cuantas docenas de hombres quizá podrían inmovilizar a los franceses hasta que llegara más ayuda. La mayor parte era una pendiente abierta, pero había unos cuantos huecos que podrían servir de escondite.

Los gritos de los franceses lo interrumpieron. Por un momento, supuso que los habían visto, quizá porque no había sido lo suficientemente cauteloso y había dejado que el sol brillara sobre el cristal.

—Es el mayor —dijo Dobson excitado—. El bueno de MacAndrews.

Williams no se molestó en usar el telescopio. Miró hacia la derecha y vio un cuerpo formado del 106 marchando por el espolón. Eran al menos ciento cincuenta y se movían en dos filas algo desordenadas. Un oficial —el mayor MacAndrews— marchaba a la cabeza a la derecha de los demás, con el pelo blanco moviéndose despeinado mientras levantaba en el aire su tricornio.

Los oficiales franceses gritaron órdenes y empezaron a formar otra vez para enfrentarse a aquella nueva amenaza. Después, se oyeron más gritos cuando otro grupo de casacas rojas apareció por el mismo sitio de la quebrada que había seguido Moss. Estos soldados lucían vueltas amarillas en lugar de las rojas del 106. Debían de ser del noveno. Unos sesenta hombres iban en formación, de modo que ahora los franceses eran amenazados por el frente y por el flanco.

El sargento Darrowfield se agachó al lado de Williams. El voluntario apuntó hacia la pendiente.

—Es solo una sugerencia, pero podríamos llegar a aquellos árboles y entrar detrás de ellos. Incluso un puñado de tiradores de avanzadilla podrían ayudar al batallón. Es más, si somos rápidos podemos recuperar las banderas. Puede que también podamos liberar a los prisioneros. Solo necesitamos llegar todo lo lejos que podamos sin ser vistos.

Darrowfield asintió. Aquello tenía sentido.

—Dob y yo iremos primero. Hemos tenido más tiempo de inspeccionar el terreno.

—No —interrumpió bruscamente una voz familiar y odiada. El alférez Redman jadeaba por la falta de aire, pero su tono seguía emanando desprecio—. No tenemos tiempo para su caza heroica, señor. Yo estoy al mando y decidiré lo que es mejor.

Darrowfield le informó rápidamente a Redman y le explicó el plan, teniendo la precaución de hacerlo como si fuera una sugerencia, tal y como Williams había hecho con él. Redman miró por encima del saliente y vio que la pequeña fuerza del 9 y los soldados de MacAndrews estaban casi listos para atacar. Los franceses habían formado en forma de L con media compañía mirando al 9 y la otra media hacia la fuerza más grande del 106.

Williams tuvo que reconocer que Redman era un soldado lo bastante bueno como para ver que se trataba de una oportunidad, por mucho que lo despreciara.

—Sí, eso es lo que vamos a hacer —dijo con firmeza. Después, con una sonrisa burlona miró al voluntario—. Señor Williams, le agradecería que usted fuera por delante de nosotros hasta los árboles. Un hombre solo llamará menos la atención. Si llega hasta allí, Dobson y yo iremos detrás —miró a Darrowfield—. Si lo conseguimos, luego traerá usted a los demás hombres, sargento. Que nadie abra fuego a menos que ellos empiecen a dispararnos. ¿Listos? —Los hombres que había alrededor asintieron. Mientras Williams se quitaba el morral para avanzar más rápido, Redman se inclinó para susurrarle al oído:

—Si no tienes agallas para hacer esto puedo enviar a otro.

Williams no respondió, ocultando su rabia por aquel insulto. En lugar de ello, subió a gatas por el saliente. Se oyeron tres vítores —tres aclamaciones británicas— y miró a la derecha para ver que MacAndrews y el 106 avanzaban. Respiró hondo, salió y empezó a correr llegando hasta el primero de los huecos, pero al ver que no había ningún grito ni disparo, siguió adelante rodeando el escondite. La mochila, la cartuchera, la funda de la bayoneta y la cantimplora le golpeaban al correr y notó que la correa del mosquete se le resbalaba del hombro, así que la agarró y se la colgó cruzándosela por el pecho. Respiraba con fuerza y las piernas le dolían al correr pendiente arriba esquivando las piedras.

Aun así, nadie pareció ver a aquella figura solitaria serpenteando por la colina. Se oyó una fuerte descarga, seguida casi de inmediato por otra más. Los franceses estaban claramente preocupados por el ataque principal. Williams siguió corriendo. Llegó a una roca que se encontraba en el filo de un pequeño socavón y se apretó con fuerza contra la piedra para saltar por encima de la hondonada. Se sorprendió al ver que dos soldados de los casacas rojas levantaban la vista hacia él. Ellos parecieron sorprenderse aún más. Uno se movió bruscamente hacia arriba y el pie trasero de Williams le dio de refilón en la frente. Al voluntario se le cayó el chacó, pero no podía preocuparse de eso ahora.

Williams aterrizó con torpeza, pero siguió corriendo. Llegó al abrigo del grupito de árboles poco después y hasta entonces no se giró para mirar hacia atrás. Los dos soldados habían desaparecido. Sus uniformes no le habían parecido británicos, pero estaba claro que ahora estaban agachados en la hondonada. Decidió que no constituían una amenaza y movió la mano en el aire para dar la señal a los granaderos. Darrowfield movió su media pica como respuesta y dos hombres, Dobson y Redman, se acercaron al borde. Williams decidió seguir adentrándose en el bosque. Las zarzas se le enganchaban en los pantalones blancos y se le cayó un botón de las polainas, pero la maleza no era lo suficientemente espesa como para hacer que tuviera que aminorar mucho el paso. Hubo más descargas, mucho más irregulares esta vez.

Corrió entre dos árboles más grandes y se encontró en un descampado en mitad del bosque. Un camino lo atravesaba y en él había cuatro franceses que se quedaron mirándolo sorprendidos. Eran dos oficiales con las banderas y sus escoltas. Antes de que le diera tiempo a pensar, Williams giró su mosquete para apuntar al oficial que tenía más cerca y apretó el gatillo. La detonación pareció inmensa. El oficial cayó lanzado hacia atrás, llevándose la bandera con él. Una enorme mancha roja se expandió por la delantera blanca de su guerrera azul oscuro.

Williams cargó. Un extraño alarido gutural inundó el aire y tardó un momento en darse cuenta de que procedía de él mismo. No había tenido tiempo de montar la bayoneta. Los franceses estaban mejor preparados y los dos soldados dieron un paso adelante para proteger al oficial que quedaba vivo. El primero tenía un galón dorado de cabo en la manga de su ancho gabán. Vio su rostro cetrino y sus pocos dientes amarillos y manchados mientras embestía a Williams. El voluntario esquivó el golpe, echando el mosquete del francés a un lado con un golpe del suyo. Después, se sirvió de ese movimiento para darse la vuelta y golpear el mentón del francés con la culata metálica de su mosquete. El segundo soldado enemigo trató de clavarle la bayoneta a Williams, pero falló el golpe cuando este se giró y la bayoneta terminó dándole en la mochila. El cabo cayó al suelo con la mandíbula colgando y claramente rota. Mientras el soldado trataba de liberar su arma, Williams volvió a girarse hacia el otro lado y golpeó al otro hombre con la culata en la frente.

El oficial trató de desenvainar su espada mientras sostenía la pesada y rígida bandera. Era la del regimiento y su enorme cruz roja lo rodeó por un momento obstaculizándole la visión. Williams dejó caer su mosquete y se agachó para coger el arma del cabo. Cuando el oficial se apartó la seda de la bandera de los ojos y tuvo lista la espada, Williams retiró el percutor con un chasquido que casi sonó tan fuerte como el disparo de un momento antes. El cabo lanzaba unos gemidos terribles.

Williams no sabía si aquel extraño mosquete estaría cargado. Ni tampoco el oficial. Despacio, apuntó con él al francés.

—¿Prisionero? —preguntó.

El oficial era bajito y delgado. Por un momento, se quedó pensando y, después, se encogió de hombros. «Oui, monsieur». Dejó caer la espada. Williams le hizo una señal para que dejara la bandera en el suelo y se sentara. Vacilante, el francés le obedeció.

—Los avatares de la guerra —dijo Williams despacio. El hombre sonrió ligeramente.

En ese momento, Dobson apareció entre la maleza y llegó hasta el sendero. Miró a su alrededor y vio las dos banderas y a los tres franceses tirados en el suelo.

—¡Por todos los diablos, Doguillo! —exclamó admirado.

Williams sonrió.

—¿Dónde está el señor Redman?

El rostro de Dobson era inexpresivo.

—No lo ha conseguido.