25

WELLESLEY vio que los batallones franceses se retiraban por la llanura hacia la colina más alta y se quedó impresionado ante su disciplina. Si hubiese contado con más caballería quizá habría podido ponerles las cosas más difíciles, pero los franceses tenían tantos o más cazadores de casacas verdes como él dragones del 20. Mirando hacia otro lado, el general británico pudo ver la columna del flanco de Ferguson acercándose. Giró a la derecha y vio la cabeza de la fuerza portuguesa haciendo lo mismo. Evidentemente, el general Delaborde los había visto y planeó muy bien su retirada, más allá del montón de casas encaladas que conformaban el pueblo de Roliça. Su caballo se removía debajo de él, pero el movimiento para calmar al animal fue completamente inconsciente. Sin sorprenderse de ver que su subterfugio no servía de nada, decidió probar de nuevo.

Se necesitó un buen rato para reorganizar al Ejército británico para un nuevo ataque. El plan sería el mismo. Avanzar con la fuerza principal para inmovilizar al enemigo en su posición y, después, que las columnas de los flancos rodearan al enemigo. Wellesley fue hasta cada uno de los comandantes de brigada del centro para avisarles de que no realizaran un ataque de lleno hasta que Ferguson y Trant se hubiesen colocado detrás de los franceses en la cima.

La llanura se volvía más accidentada a medida que el 106 se aproximaba a la colina. La línea se hizo irregular a pesar de todos los esfuerzos de los sargentos por mantener a sus hombres en su posición. Moss siguió avanzando. Ya no veían a los franceses, que se habían retirado detrás de la cima. Cuando el batallón se acercó a la pendiente, incluso los hostigadores enemigos que salpicaban la parte superior de la colina desaparecieron de la vista. El terreno era rocoso y los oficiales montados tenían que avanzar con mucho cuidado. Moss decidió bajar de su caballo al darse cuenta de que el avance iba a ir a peor y que había pocas posibilidades de hacer que un caballo subiera por la empinada ladera. De todos modos, era mejor dirigir la carga a pie, como en Egipto. Nada más desmontar el coronel, los dos mayores hicieron lo mismo.

A la artillería francesa le llevó un tiempo volver a ocupar nuevas posiciones de combate en la cresta de la colina. Eso ahorró a los casacas rojas una gran cantidad de disparos mientras avanzaban. Para cuando los artilleros enemigos abrieron fuego, el 106 y otros batallones que iban en primera línea de la formación británica estaban en gran parte ocultos por la pendiente. Los regimientos de la retaguardia tuvieron menos fortuna y quedaron sometidos a constantes disparos. Pringle giró la cabeza justo en el momento en que una descarga alcanzaba a la línea a unos cien metros por detrás del 106. Se alzó una columna de polvo justo delante de los casacas rojas y después una mancha de sangre roja cuando una mezcla de trozos de mosquetes, equipos y carne saltó por los aires. Oyó débilmente los bramidos de los sargentos a sus hombres para que cerraran filas. El regimiento tenía las vueltas y la bandera amarillas, por lo que se trataba del 9 de Infantería de la brigada de Hill.

Moss tropezó entre las piedras sueltas y estuvo a punto de caerse, pero consiguió mantenerse en pie. La pendiente principal era muy escarpada, pero por delante del 106 se abría una quebrada que parecía ofrecer un mejor camino para subir. Por algún lugar de la izquierda estallaron muchos disparos. No se trataba de una descarga, sino de disparos sueltos por parte de los hostigadores. Moss no podía ver de dónde venían. Incluso el 82 había desaparecido de su vista, oculto entre los pliegues del terreno. Moss saltó sobre una roca. Por detrás pudo ver al 9, que seguía avanzando. A su derecha estaban unos cuantos pares de tiradores de las compañías ligeras de la brigada de Hill —veía claramente sus penachos verdes—. Por lo demás, era muy difícil ver nada.

Los disparos de los hostigadores se hicieron más frecuentes. Estaba claro que el ataque seguía adelante y había llegado el momento de actuar.

—Señor Toye, señor MacAndrews, ¿tienen la amabilidad de acompañarme? —Moss decidió ser especialmente tranquilo al dar sus instrucciones, conteniendo la excitación que sentía en su interior. Toye se encontraba a tan solo unos metros. MacAndrews tuvo que atravesar la línea al lado del cuerpo de bandera para unirse a ellos.

—Vamos rectos por la quebrada —dijo Moss—. Yo tomaré el flanco izquierdo con el mayor Toye. Usted suba al flanco derecho para ayudarnos. Formaremos columna a un cuarto de distancia. No resultará ordenado, pero si introducimos una compañía en cualquier momento, conseguiremos algún control —se giró hacia atrás para mirar la hondonada—. Dudo que se vuelva más ancha. Lo más importante es seguir adelante y llegar ahí arriba cuanto antes y después formar cuando lleguemos a la cima y tengamos algo de espacio. Mayor MacAndrews, le agradecería que le explicara al coronel del 9 lo que vamos a hacer y que le pida que le ayude —Moss adoptó una sonrisa traviesa—. No hay tiempo que perder. Vamos.

Se dieron las órdenes. La maniobra fue desordenada, pero llevó a la Compañía Ligera a la boca de la quebrada y los demás se colocaron detrás de ellos. MacAndrews mantuvo a un lado al flanco derecho antes de hacer que formaran una columna para dar algo más de espacio a las demás compañías. Mientras tanto, volvió a montar en su caballo y recorrió los trescientos metros de vuelta para hablar con el comandante del 9.

Moss se humedeció los labios y dio la orden de preparar las bayonetas. Los soldados sacaron las largas puntas de acero de sus fundas, deslizaron las anillas por la boca de sus mosquetes y las colocaron en su sitio con un chasquido. Moss y el resto de los oficiales desenvainaron sus espadas. Con los dos flancos actuando por separado, el cuerpo de banderas se colocó entre las Compañías Segunda y Tercera de la columna. Hanley y Derryck no podían ver al coronel por encima de las cabezas de los hombres que tenían delante, pero sí podían oírle.

—Muchachos, vamos a arrebatarles esta colina a los franchutes. Yo iré primero. Si algún hombre llega antes que yo a la cima, le daré una guinea. Y ahora, soldados del 106, ¡seguidme!

Moss empezó a correr. La pendiente de la quebrada era más suave que la escarpada cresta, pero seguía siendo empinada. Las filas y el orden se deshicieron enseguida. El terreno era blando, con trozos de pedregales sueltos. Los hombres tropezaban, se caían y maldecían a medida que se esforzaban por subir. Pronto, los músculos de la parte posterior de sus piernas empezaron a dolerles y a la mayoría le faltaba el aliento. El barranco había sido tallado por un riachuelo que se formaba con el agua de la lluvia y con el paso de los años ese riachuelo se había movido. Había canales que salían del surco principal y algunos hombres siguieron por ellos. Moss seguía delante y el mayor Toye hacía uso de su espada como bastón mientras trataba con desesperación de seguirle el ritmo. Los hombres de la Compañía Ligera lo rodeaban y un sargento lo ayudó a levantarse cuando se resbaló y cayó al suelo.

Había arbustos y zarzas que crecían a los lados del sendero hundido. Por encima de algunos se podía pisar y otros tuvieron que rodearlos. El cañón francés disparó desde lo alto de la cresta y más de una vez la descarga pasó a baja altura entre las lomas de la quebrada. Luego, un proyectil lanzado por un obús de cañón achaparrado voló despacio formando un arco alto y cayendo en el pequeño barranco. Dio vueltas peligrosamente mientras la mecha se prendía y luego la pólvora del interior explotó con un fuerte estallido lanzando fragmentos dentados de la cápsula metálica que segaran el aire. Un trozo le cortó el cráneo a un sargento con tanta facilidad como si se tratara de un huevo duro. Otro cayó contra el morral de un soldado raso tirándolo al suelo y haciendo trizas su manta, pero dejando al hombre ileso.

El coronel continuó avanzando tan recto como pudo, siguiendo el camino que parecía el más directo, si bien no el más ancho. Los hombres que iban por detrás tendían a seguir las rutas más claras. Las compañías se dividieron y se mezclaron. Los más jóvenes y en forma y los más agresivos siguieron avanzando con fuerza mientras que los demás disminuyeron la marcha y quedaron atrás. El cuerpo de banderas permaneció junto y siguió al coronel. La pendiente era casi siempre lo suficientemente empinada como para que Hanley pudiera ver a Moss. Iba treinta metros por delante, pero junto con Derryck y los sargentos que les protegían, el grupo se las arregló para mantener a su comandante a la vista.

Un grupo de soldados tomó un sendero lateral y rápidamente salieron a la misma pendiente. Un traqueteo de disparos de los hostigadores franceses hizo caer a uno de ellos de inmediato. Los hombres levantaron sus mosquetes para responder a los disparos. Después, fue alcanzado otro de ellos, esta vez en la pierna. El hombre gritó y sus compañeros lo arrastraron hasta llevarlo de nuevo a la quebrada. El otro soldado herido cayó boca arriba, con el vientre lleno de sangre. Gemía lastimosamente y gritó invocando a su madre. Desde el abrigo de las lomas de la hondonada, los casacas rojas respondieron a los disparos abriendo fuego contra los hostigadores.

Desde la boca del barranco, MacAndrews no podía ver a ninguno de los hombres que avanzaban. Había tardado un rato en formar su flanco derecho para convertirlo en columna. No sonaba ninguna descarga desde arriba, así que eso al menos era alentador. El fuego de artillería iba disminuyendo y se oían disparos ocasionales de los hostigadores. Aun así, no había nada más que hacer ahora, tan solo seguir órdenes.

—Vamos, muchachos —gritó, conduciendo a las cinco compañías barranco arriba.

Incluso Moss empezaba a notar que la pendiente le pasaba factura. Pero sabía que llevaban ya recorrido un largo camino y que la cima no podía quedar muy lejos. Había disminuido la marcha hasta ir a poco más que un paso brioso. No miró hacia atrás. Un buen oficial debe confiar en que sus hombres le sigan y, de todas formas, no le cabía duda de que era así. La quebrada tenía ahora el ancho suficiente para que pasaran solo tres hombres. Uno de la Compañía Ligera había llegado casi a su altura. Un sargento de una de las compañías centrales iba al otro lado, clavando el extremo de su media pica en la tierra y utilizándola para tirar de su cuerpo hacia arriba. Moss les sonrió y, de algún modo, encontró la energía para volver a correr, dando brincos para subir los siguientes metros del barranco. Sus lomas se volvieron más bajas y, de repente, salió a un amplio campo de hierba. No estaban en la cima, pero la pendiente que quedaba hasta ella era más suave y no muy larga. Se encontraban en una depresión en forma de herradura, con espolones más altos a cada lado que se extendían por detrás de ellos. No había ningún enemigo a la vista.

El coronel se permitió un momento para respirar hondo. El sargento que estaba a su lado tenía la cara muy sonrojada. El hombre de la Compañía Ligera cayó sobre sus rodillas jadeando. Oyeron el sonido de botas sobre el terreno blando que había detrás de ellos y llegaron más hombres.

—No os preocupéis, muchachos, cada uno tendrá su guinea —Moss se puso un rato de espaldas para mirar hacia la parte baja de la pendiente. Unas cuantas docenas de hombres estaban bastante cerca de ellos. Pudo entrever las banderas por un pliegue del barranco. Era difícil ver a nadie más. El capitán Headley, de la Compañía Ligera, subió corriendo a su lado y parecía tan contento como sereno por lo rápida que había sido la subida.

—Un día caluroso, señor —dijo.

—Ideal para salir de paseo —contestó Moss. El mayor Toye parecía estar a punto de desplomarse, pero se puso derecho cuando llegó. La hoja de su espada estaba sucia a lo largo de varios centímetros desde la punta por haberla ido clavando en el suelo. Y lo que era peor, se había doblado ligeramente por aguantar su peso. Toye la levantó y no pudo evitar sonreír.

—Debería ir con los de la Ligera —bromeó Hanley. Como todos los oficiales de la Compañía Ligera, llevaba un sable de hoja curva en lugar de una espada recta.

Moss los interrumpió.

—¡Sargento Keene! —Un destello de memoria le hizo recordar el nombre justo antes de hablar.

—¡Señor! —contestó el sargento, que había llegado a la cima detrás de Moss y estaba encantado de que este lo reconociera.

—Forme una línea. ¡El marcador derecho allí! —Moss señaló un punto. Había ya treinta hombres con ellos de todas las distintas compañías del flanco izquierdo. El sargento eligió a un cabo como marcador derecho y formó a los demás a su lado. A medida que fueron llegando más soldados fueron colocándose a la izquierda de la línea. En pocos minutos había sesenta hombres en dos filas enfrente de la cuesta. Detrás de la línea había tres sargentos junto con un tamborilero y dos cabos jóvenes. Moss y Toye se colocaron a la derecha de la formación y Headley a la izquierda. El cuerpo de banderas llegó y ocupó su lugar en el centro, detrás de la pequeña línea.

Antes de que pudieran avanzar, aparecieron algunos casacas rojas en la cima entre unos arbustos. Las vueltas y la parte delantera de sus chaquetas eran de color azul oscuro. Llegaron más y empezaron a bajar por la pendiente en dirección a los hombres del 106.

—¿Quiénes demonios son esos? —preguntó Toye en voz alta.

—Deben de ser los hombres de Fane —respondió Moss con tono de convicción. Los franceses iban de azul o con los amplios gabanes que ya habían visto. Solo el Ejército británico vestía de rojo.

Vieron una formación de casacas rojas marcando el paso justo delante del 106. Formaban una compañía y un oficial con la espada en alto marchaba a su derecha.

—Los muy estúpidos deben de haberse perdido —dijo Moss—. Van en dirección contraria.

El grupo aislado de casacas rojas levantó los mosquetes poniéndolos al revés y empezaron a gritar.

Suisse! Suisse! —Estaban más cerca de Headley, que empezó a caminar hacia ellos. Parecía perplejo. La compañía en formación siguió acercándose al 106 y se detuvo al escuchar la orden.

—¿Adónde van? —gritó Moss—. ¿Quién está al mando?

Los soldados de rojo se llevaron los mosquetes al hombro y parecía como si fueran a girar a la derecha. Se oyeron varios chasquidos cuando retiraron el seguro de los mosquetes.

—¿Qué diablos…? —Moss se quedó atónito—. Somos ingleses, imbéciles.

El oficial bajó su espada. «Tirez!». Los soldados con chaquetas rojas de uno de los regimientos suizos de Napoleón apretaron el gatillo de sus mosquetes. El pedernal soltó una chispa y encendió la pólvora de la cazoleta, que estalló y encendió la carga principal. El ruido, las llamaradas y las ráfagas de humo fueron casi simultáneas cuando se lanzó la descarga hacia el 106.

Era difícil disparar desde la parte baja de una pendiente. Instintivamente, los hombres apuntaron demasiado alto y la mayoría de las balas pasaron por encima de las cabezas del 106. Hanley sintió tirones en la bandera del rey por las balas de los mosquetes. Un disparo acertó y dio de lleno en la frente de George Moss, tirando de su cabeza hacia atrás cuando la bala de plomo se le clavó en el cerebro. Ya estaba muerto antes de caer al suelo con una expresión de gran sorpresa en el rostro.