EL joven ayudante de campo había cometido un error, pero ya no había tiempo para solucionarlo. Una hora antes del amanecer, cuando había pasado las órdenes al sargento mayor de brigada, le había dicho que formara a la izquierda en el frente. La formación debía haber sido a la derecha, como era habitual. A la izquierda implicaba que todas las disposiciones quedaban al revés. El 106 formó delante del 82 y ambos batallones tenían a la Compañía Ligera en la parte delantera de su columna y a los granaderos en la cola. Para Hanley y Trent, que iban con el cuerpo de banderas, no suponía mucha diferencia. Seguían estando en el centro del batallón, pero ahora miraban hacia la trasera de una compañía distinta. Pringle y Redman estaban colocados detrás de los flancos de la Compañía de Granaderos, así que quedaban en la parte más posterior del 106. Pringle miró de forma inquisitiva al ayudante de campo que iba a caballo a su lado.
—Estas son las órdenes —le respondió Thomas—. Ha debido de haber algún cambio. —Había visto las órdenes que había dado el general la noche anterior en las que se especificaba que las brigadas marcharían a la derecha en el frente. Eso permitía un rápido despliegue hacia la línea de combate normal, bien hacia el frente o bien para enfrentarse al flanco derecho. De lo contrario, el hecho de marchar a la izquierda en el frente facilitaba girar a la izquierda—. Pero mejor será que lo compruebe. —Thomas pudo entrever a un grupo de jinetes y oyó que hablaban en voz alta. Espoleó a su caballo para unirse a ellos, pero antes de que los pudiera alcanzar, el grupo se disolvió. Moss se acercó a él, adelantándose a los dos mayores.
—Seguimos como estamos —le gritó al ayudante de campo—. Está mal, pero eso nos coloca más cerca del enemigo, así que no pienso quejarme. —No se detuvo y regresó rápidamente a la cabeza de la columna. Toye parecía nervioso al pasar por su lado. MacAndrews se limitó a encogerse de hombros. Antes de que Thomas llegara a su posición, oyó el eco de la voz del sargento mayor Fletcher por la llanura.
—El batallón se dispone a avanzar —hizo una pausa y después—: ¡En marcha! —Los tambores y la banda empezaron a tocar «The British Grenadiers»[12] mientras el 106 emprendía la marcha.
—Entonces, no se molestan en presentarse por sorpresa —le susurró Williams a Dobson, que marchaba delante de él.
—Sabrán que estamos acercándonos. Les pondrá nerviosos escucharnos durante un rato. Nadie quiere pensar en un día como este. Anímate, Doguillo. Vamos a demostrarles quiénes somos.
—Silencio en las filas —gritó el sargento Darrowfield, que prefirió ignorar a Murphy cuando le oyó susurrar «cabrón miserable».
Sir Arthur Wellesley quería que el general francés Delaborde oyera a la columna central de su ejército. En total, tenía a nueve mil hombres, con el grueso de la caballería y una docena de sus preciados cañones. Marchaban directamente hacia la posición francesa sobre las colinas, delante del pequeño pueblo de Roliça. Por el telescopio podía ver las casas encaladas apiñadas alrededor de la iglesia. El sol no había salido del todo y tendría que volver a mirar cuando estuvieran más cerca. Vio una loma en la llanura que constituiría un buen lugar desde donde observar. Por ahora podía ver manchas oscuras en la ladera que debían de ser las tropas francesas. Miró a la izquierda, pero aún no podía ver mucho. Delaborde tenía una sola brigada —no más de cuatro o cinco mil hombres entre los que se incluía un regimiento de caballería—. Pero había otra brigada francesa al mando del general Loison a solo veinte kilómetros de distancia y si acudía para actuar como refuerzo de Delaborde, aparecería por aquellas colinas.
Los franceses querían retrasar a los británicos hasta que Junot pudiera concentrar tropas suficientes para derrotarlos. Wellesley se imaginaba que Delaborde estaría deseando darles en las narices a los británicos que avanzaban. Tenía el deseo tanto de aumentar su reputación como de animar a sus soldados demostrándoles que eran mejores que el enemigo. Sir Arthur contaba con ello para mantener a la brigada francesa en su sitio el tiempo suficiente como para atraparla. Quería que Delaborde se quedara hipnotizado por su columna central, que solo los viera a ellos. Mientras tanto, el general Ferguson llevaría a dos brigadas marchando en círculo hacia la izquierda. Una columna portuguesa más pequeña dirigida por el coronel Trant —un soldado de fortuna inglés que parecía de fiar a pesar del hecho de que rara vez estaba sobrio— iba por la derecha. Si el comandante francés era estúpido o se confiaba demasiado, funcionaría.
—Muy bonito —dijo Henri-François Delaborde mientras se frotaba las manos. Había pasado una hora y media y él y sus hombres habían visto a las columnas británicas avanzando hacia ellos por la ondulada llanura. Había en ello cierta sensación de fiesta, sobre todo ahora que las brigadas enemigas se desplegaban de forma inmaculada formando una línea a partir de sus columnas. Uno de sus edecanes más jóvenes aplaudió. El general mandó callar al joven con una mirada. Se estaba poniendo de buen humor —si no fuera por ese condenado reúma en las articulaciones—.
—Por lo menos, vamos a enfrentarnos de nuevo con un ejército en condiciones —comentó su jefe del Estado Mayor. Junot había disuelto los regimientos de Portugal poco después de su llegada. Cuando los portugueses se alzaron contra los franceses, se componían de fuerzas organizadas a la ligera, a menudo poco más que pandillas de delincuentes. Sofocarlos había sido una tarea cruel e ignominiosa. Los franceses lo habían hecho dejando siempre claro que eran mucho más crueles que el enemigo, pero con esas tareas ningún hombre conseguiría un ascenso ni ningún elogio por parte del emperador. No ayudaba el hecho de que el emperador continuara en Francia, porque no se mostraba muy generoso en condecoraciones en campañas que no había dirigido él en persona.
—Marchan en buena formación —gruñó Delaborde asintiendo—. Y parecen apuestos —murmuró mientras abría la lente. Por el telescopio los batallones más cercanos se convertían en algo más que una franja roja. Podía ver los chacós negros y las bandoleras blancas—. Ocho batallones por lo menos. Puede que algunos más. Digamos que dos o tres brigadas.
—Entonces, nos superan en número —el tono de la observación de su jefe de Estado Mayor era neutro.
—Somos franceses —dijo Delaborde automáticamente. Había algunas compañías de infantería suiza con su brigada, los restos de un batallón que se había quedado atrás en su guarnición, pero eran casi tan dignos de confianza como sus paisanos—. ¿A cuántos han llegado a ver los cazadores por la derecha, Jean?
Un oficial del Estado Mayor de aspecto vigoroso consultó sus notas.
—Al menos una brigada, general. Ingleses también. Un par de cañones y un puñado de soldados de caballería.
—¿A qué distancia? —La columna del flanco británico quedaba cubierta por los olivares y las ondulantes colinas. Delaborde había visto un poco de polvareda y algunos destellos metálicos, pero no había podido distinguir nada más concreto desde su puesto. Sin embargo, una patrulla de su caballería de uniformes verdes había localizado ya al enemigo y enseguida le envió un informe detallado. No habían visto a la columna más pequeña de Trant compuesta por portugueses y que se acercaba por un camino más largo.
—Una hora, quizá hora y media.
Delaborde supuso que estarían a menos de hora y media. Los británicos maniobraban bien, pero su marcha parecía lenta. Aun así, era una opinión cautelosa. Quería que el núcleo británico permaneciera desplegado. En líneas, la infantería enemiga se movería con mayor lentitud aún, porque el terreno era accidentado y ondulado y cada muro de piedra, arboleda y afloramiento rocoso les obligaría a detenerse y corregir sus filas. Lo importante era el tiempo. Retrasar y agotar al enemigo. No tenía intención de enfrentarse desde aquella posición, pero quería que el general inglés creyera que estaban bloqueados allí.
—Jean, ve con tu caballo hasta los batallones y diles que envíen a sus hostigadores. —Una de cada diez compañías de cada batallón francés estaba entrenada para las escaramuzas. Eran el equivalente a una compañía ligera británica, con penachos amarillos y verdes, y collarines y charreteras amarillos para indicar su estatus de élite. Los hostigadores franceses eran considerados los mejores del mundo—. Diles que actúen con rapidez cuando oigan la orden de retirada. Que solo les tomen el pelo a los británicos durante un rato.
Delaborde vio cómo las cuatro compañías de hostigadores salían desde detrás de las colinas y subían hasta la cima para bajar por el otro lado. Poco después, desaparecieron de su vista. Se preguntó si debía avanzar para comprobar que no se alejaban demasiado, pero se contuvo. Podía confiar en sus capitanes. Entonces, le deslumbró un pequeño reflejo. Había un grupo de oficiales enemigos sobre la loma más alta que quedaba por debajo de él. Sonrió. Ahí es adonde él pensaba haber ido. Supuso que los oficiales británicos estaban examinando a su infantería ligera con sus anteojos.
Delaborde se acercó con su caballo hasta un cañón de ocho libras colocado en la cima, uno de los seis que llevaba su brigada. Debía haber dos más, pero no tenían caballos suficientes para tirar de ellos, así que los dejaron en la plaza fuerte. Un teniente de artillería lo saludó y sus hombres se colocaron en posición de firmes.
Delaborde saludó al hombre con un movimiento de cabeza.
—¿Merece la pena hacer un disparo?
El teniente tenía solo veintiún años y se sintió halagado porque el general le pidiera su opinión. Por un momento, se puso nervioso y, después, se apoderó de él el orgullo de ser artillero. Había entresijos de la ciencia militar que él comprendía mejor que ningún general, salvo el mismo emperador. Negó con la cabeza.
—Sería un derroche, general. Les puede provocar un dolor de cabeza, pero nada más.
Era la respuesta que Delaborde esperaba.
—Bien, esperaremos. Tendrán muchos objetivos buenos antes de que acabe el día. —Miró hacia atrás y vio el armón y el tiro del caballo esperando y, detrás, un cajón de municiones con sus caballos. La artillería estaba lista para la retirada cuando diera la orden. No era necesario decir nada más. Avanzó por la línea y su media docena de oficiales del Estado Mayor lo siguieron.
MacAndrews vio, o quizá simplemente intuyó, movimiento en las colinas que había por delante de ellos. Se hizo sombra en los ojos con la mano mientras aguzaba la vista. Parpadeó y entonces vio unas pequeñas figuras que bajaban por la pendiente.
—Señor —dijo señalando. Al igual que Moss y Toye, sacó su telescopio. La lente de MacAndrews era vieja y tenía una pequeña grieta en la parte superior izquierda, pero enseguida vio alguna de las figuras y pudo darse cuenta de que eran franceses.
—Por lo que parece, son sus hostigadores —dijo Moss—. Bueno, el baile está a punto de empezar. —Aún quedaban casi dos kilómetros desde la posición francesa, así que no había por qué precipitarse. Moss se preguntó si debía pedirle permiso al general de brigada para volver a formar una columna desde la línea. Eso aceleraría el avance, pero también precisaría de cautela para volver de nuevo a la línea antes de toparse con el enemigo. Una columna en marcha era vulnerable. Decidió no hacerlo.
El 106 avanzaba sin pausa. Las banderas iban ahora en el centro de la línea y, de vez en cuando, la seda de las grandes banderas aleteaba lentamente con el viento suave. A Hanley el peso de la suya le suponía una fuerte carga y el pobre Trent, que iba a su lado, tenía la cara enrojecida y claramente le costaba sujetar su bandera. Ninguno de los dos había visto ningún movimiento en el enemigo y nadie les había dicho nada. Supusieron que los franceses estaban allí, pero tuvieron que darlo por hecho.
Pringle, Williams y los demás granaderos se alegraban de ir en línea más que en columna. Marchar en la cola habría supuesto tragarse el polvo de los que iban por delante. Pero se sentían raros por ir a la izquierda del batallón —el 106 seguía en el orden contrario—. Continuaron avanzando bajo el sol ardiente. Williams sintió que la espalda se le empapaba de sudor y que la boca se le secaba y le sabía a sal. Por algún motivo, trataba de no pensar mucho y concentrarse solamente en caminar sin cesar. La banda de música iba detrás de ellos y ya había repasado todo su repertorio, así que tocaba «The British Grenadiers» por tercera vez. La banda del 82 parecía seguir tocando la más alegre «Downfall of Paris»[13] y cada una de las melodías luchaba por imponerse a la otra.
Diez minutos después, uno de los ayudantes del general Nightingall se acercó a Moss.
—El general le envía saludos y ordena que los batallones desplieguen a las compañías ligeras en el frente —siguió avanzando para pasar la orden al 82.
—Si me hace el favor, señor Toye —dijo Moss a su mayor, quien cabalgó hacia el final de la línea. El coronel se dio la vuelta y buscó un momento el cuerpo de banderas en el centro de la línea —su línea— y le invadió la emoción de estar dirigiendo a su propio regimiento a la batalla. Entonces se dio cuenta de que el joven Trent, que llevaba la bandera del regimiento, parecía a punto de caerse. Mejor sería liberar a aquel muchacho de la carga, porque iba a ser un día largo—. ¡Señor Thomas! —le gritó al ayudante de campo que iba detrás de la línea de doble fila de hombres.
En la cumbre de la colina, Delaborde le gritó al teniente artillero.
—¿Lo intentamos? —Las líneas de infantería británicas estaban ahora más cerca y en poco rato la pendiente haría que les fuera más difícil dar en el blanco. Si abrían fuego ahora podrían realizar media docena de disparos antes de que los británicos quedaran guarecidos por la pendiente.
—Todo recto —le dijo el oficial al sargento a cargo del cañón—. Solo un grado a la izquierda. —Miró por el cañón de bronce, apoyando la cabeza cerca de la enorme N grabada en el metal. El sargento metió el barrote de acero en la ranura. Con la ayuda de dos artilleros levantó el carro pintado de verde y giró el cañón ligeramente a la izquierda. El teniente volvió a mirar por el visor. La muesca que había en el extremo del cañón estaba casi exactamente en línea con las dos banderas que iban en el centro de una de las lejanas líneas rojas. Ordenó un ajuste en el tornillo que controlaba la elevación. Aquella labor se basaba tanto en conjeturas como en ciencia pero, en este caso, el joven oficial calculó bien.
Tanto MacAndrews como Moss vieron la nube de humo negro sobre la cima de la colina. Un momento después, Moss creyó ver la imagen oscura y borrosa de la bala del cañón y contuvo la respiración porque estaba seguro de que se dirigía directamente hacia él. Parecía estar sostenida en el aire y ahora veía claramente su forma esférica. Entonces, una fuerza enorme atravesó el aire cuando la bala pasó por encima con una rapidez y un estruendo que nunca antes había visto.
El cañonazo de ocho libras alcanzó al ayudante de campo por debajo del hombro derecho cuando se giraba en su caballo hacia el cuerpo de bandera. Le arrancó el brazo salpicando sangre y fragmentos de hueso y lo lanzó aún en la manga dando vueltas en el aire. Hanley vio cada detalle, pese a que todo había ocurrido muy rápidamente. No hubo sonido alguno. Thomas abrió la boca con un grito silencioso mientras caía hacia atrás desde su montura. La bala seguía su trayectoria hacia el suelo con demasiada rapidez como para que Hanley pudiera verla volando por delante del miembro que seguía girando. Vio a Trent lanzándose a un lado como una muñeca de trapo cuando la bala le arrancó la parte derecha del cuello y del hombro, dejándole la cabeza casi colgando. Un momento después, el brazo de Thomas le golpeó y la punta afilada del hueso roto se clavó en el pecho del alférez ya muerto. Aún en su recorrido hacia el suelo, la bala golpeó en el estómago al sargento que estaba detrás de Trent y lo cortó en dos, pero Hanley no lo vio y solo escuchó el ruido sordo y escalofriante y sintió el líquido caliente que le salpicó en la espalda.
MacAndrews consiguió agarrar a Thomas antes de que se cayera del caballo. La sangre del ayudante de campo le empapó la chaqueta y los pantalones mientras sostenía al hombre y les gritaba a los miembros de la banda. Uno de los sargentos se acercó corriendo para sujetar al ayudante terriblemente herido. El cuerpo de Trent cayó de rodillas, agarrado todavía a la bandera y, después de lo que pareció una eternidad, cayó al suelo. La bandera lo cubrió.
Hanley vomitó. Se dobló por la mitad, utilizando el mástil del estandarte como apoyo y arrojó sobre el suelo todo el contenido de su estómago. El sargento que estaba detrás de él le daba palmadas en la espalda.
—Mejor fuera que dentro, señor —dijo.
Fueron a buscar a Derryck a su compañía. Como siguiente alférez más joven, le tocaba a él relevar a su amigo muerto. Hanley pensó que tenía la cara pálida cuando lo vio levantar la bandera del regimiento, cuya cruz roja sobre un fondo blanco estaba empapada con la sangre de Trent. Pero Hanley pensó que él también debía de estar pálido. Llamaron a otro sargento para que ocupara el lugar del muerto, porque las banderas siempre debían ir protegidas. Cuatro tamborileros se llevaron a Thomas envuelto en una manta. Había perdido el conocimiento y, probablemente, eso era una suerte.
Sobre la cima de la colina, Delaborde miraba al 106 cuando la bala de ocho libras cayó sobre ellos. Vio caer las banderas y sonrió.
El avance continuó. Volvieron a disparar el cañón, pero la siguiente bala pasó por encima del batallón sin producir daños. La siguiente estuvo más cerca, pero también falló. Una cuarta bala golpeó el alto penacho del tricornio de Wickham, arrancándole el sombrero de la cabeza. Se rio nerviosamente por un momento, recogió el indemne sombrero y lo volteó en el aire saludando a sus hombres. Los granaderos sonrieron y aplaudieron. A continuación, el capitán dio otro largo trago a la botella que llevaba en una funda de mimbre sujeta a su cinturón junto con su morral. Había bebido mucho desde el amanecer y ya se había tomado más de las tres cuartas partes del brandy.
El Ejército británico mantuvo su paso constante. Las líneas flaquearon a veces por culpa de los obstáculos que encontraban por el camino y en alguna ocasión en la que las balas de los cañones franceses daban en el blanco. Aun así, siguieron adelante. A la izquierda de la brigada de Nightingall, el general Fane mandó a sus fusileros que se colocaran al frente. De inmediato se oyeron disparos esporádicos. También llamaron a la Compañía Ligera del 106. Un soldado raso con ribetes rojos regresó cojeando al batallón; otro hombre con insignias de la compañía ligera y penacho verde en el chacó lo ayudaba.
Moss envió a Toye para que reprendiera al soldado que no estaba herido y para que lo enviara de nuevo a la primera línea de combate. Había dado la orden estricta de que nadie ayudara a ningún hombre herido. Tenían que dejarlos hasta que los músicos los encontraran y fueran en su ayuda. De no ser así, aquello se convertiría en una fácil excusa para los más asustadizos.
MacAndrews iba con su caballo por detrás de la línea del batallón ahora que el pobre Thomas no estaba. Aquel era el puesto habitual del segundo mayor, pero a Moss le gustaba tener a sus dos subordinados de mayor rango junto a él. Sin embargo, era importante contar con un oficial superior a caballo que vigilara la alineación y mantuviera estables las filas de la retaguardia. MacAndrews se alegró de alejarse de su inquieto coronel. No era una posición más segura, pero sí le ofrecía una mayor libertad.
Los disparos desde el frente y a la izquierda aumentaron durante un rato y, después, amainaron. Cuando siguieron adelante, cesaron del todo. Llegaron noticias de que los franceses se habían ido, retirándose detrás del pueblo a una colina más alta.
No quedaba mucho para el mediodía, pero la batalla aún no había empezado en serio. Tras un breve descanso, el Ejército británico retomó la marcha. Con solo un puñado de bajas, la mayoría de los músicos del 106 aún no se habían separado para llevar a los heridos. La banda tocó de nuevo «The British Grenadiers».
—Hoy somos muy populares —le murmuró Murphy a Dobson. Williams sonrió, pero sentía las piernas pesadas mientras seguía la marcha y sabía que no era por cansancio.