23

QUIZÁ no venga —dijo Hanley. Llevaban esperando más de media hora. Habían pasado unos cuantos viajeros, pero no había rastro de María. Los tres amigos de Pringle habían accedido de buena gana a acompañarle. De hecho, sospechaba que podría haber reclutado a la mayoría de los oficiales del regimiento —probablemente de todo el ejército— con el objetivo de ayudar a una monja en apuros. La idea era romántica, pero más que eso pesaba el hecho de que todos estaban nerviosos y llenos de energía, frustrados por una guerra hasta ahora decepcionante y un enemigo que no había aparecido aún para luchar.

Juntos, los cuatro hombres recuperaron el dinero que habían prestado y se gastaron casi todo en pedir prestados cuatro caballos. Ninguno era nada del otro mundo pero, aun así, tuvieron que jurar que los devolverían antes del amanecer. Los cuatro hombres habían sentido la excitación de los caballeros andantes. Y ahora se les empezaba a pasar bajo el tremendo calor de la tarde.

—Puede que te lo hayas imaginado todo —sugirió Truscott—. Quizá fuera un golpe de calor. Al fin y al cabo, la has llamado María.

—En este país, todas las mujeres se llaman María —dijo Pringle con firmeza. Sin embargo, sus dudas habían ido en aumento. Todo aquel episodio le parecía ahora irreal. La monja, su historia y su comportamiento, como si fuera algo ficticio.

—Al menos, muchas de ellas —reconoció Hanley.

—Parecía muy real.

—Por favor, recuerda que se trata de una monja —intervino Williams.

—Sí, no te hagas ilusiones —Truscott se hizo sombra en los ojos con la mano para mirar hacia el cielo. El sol seguía pegando fuerte y una parte de él deseaba tumbarse bajo alguna sombra y no hacer nada en mucho rato—. A menos que sea producto de tu imaginación, en cuyo caso eres libre de satisfacer cualquier tipo de depravación.

—Eso casi hace que sienta tener que decir que ya viene —Pringle apuntó hacia una figura envuelta en una capa negra montada sobre un burro saliendo de la ciudad. Los cuatro ingleses adoptaron poses respetuosas. María los saludó con recato y, al instante, contó con la devoción de todos. Se mostró humilde y agradecida, e incluso las sospechas de Williams sobre la Iglesia romana en todas sus formas se convirtieron en admiración por una piadosa joven dispuesta a correr peligros por ayudar a los menos afortunados. Al mismo tiempo, no pudo evitar darse cuenta de que, a pesar de la ropa sencilla que le ocultaba todo el cuerpo, era una mujer notablemente atractiva. Trató de reprimir ese pensamiento, pero no lo consiguió. Cuando ella le dedicó la más ligera de las sonrisas, él le devolvió otra mucho más entusiasta.

Tardaron más de una hora en llegar a la pequeña iglesia. Pasaron junto a unas cuantas granjas encaladas, pero no vieron ningún pueblo. Incluso el mismo Óbidos quedaba fuera de su vista, oculto tras unas pequeñas colinas. No había rastro de franceses y apenas indicio alguno de gente de ningún tipo. Los pocos viajeros con los que se cruzaron trataron de evitar ser vistos y se alejaron corriendo.

—Antes era más importante —les explicó la hermana María—. Hace casi trescientos años una niña le llevaba agua a su madre cuando vio a la misma Virgen de pie sobre una roca. Era muy hermosa y, al verle la cara, la niña supo al instante quién era —Williams apenas consiguió contener un ruido escéptico.

»Más tarde, la niña se convirtió en abadesa de mi orden. Mientras tanto, un noble del pueblo pagó para que se construyera esta iglesia. —Habían llegado y pudieron ver que tenía una imponente torre con una nave pequeña pero muy alta—. Durante más de un siglo la gente venía a encender una vela al sepulcro y a rezar para ser curada. Hubo algunos milagros —el tono de María era muy natural—. Hoy en día la gente apenas la visita. —Los rastros del deterioro eran obvios en la mampostería que se desmigajaba y las baldosas sueltas.

—¿Por qué dejaron de venir? —preguntó Hanley.

—Hay otros sepulcros y milagros nuevos —contestó María encogiéndose de hombros y aquel gesto extrañó a Truscott, pues no le pareció propio de una monja; pero como él no sabía muy bien cómo debían comportarse ese tipo de señoras, no volvió a pensar en ello.

Se quedaron en silencio cuando se detuvieron junto al arco de la entrada que daba al cementerio de la iglesia. Tras desmontar, ataron a los caballos y al burro a un poste que no parecía demasiado podrido. María estaba a punto de atravesar la verja cuando Pringle la detuvo. Sacó su pistola y entró primero. Los tres oficiales llevaban pistolas cargadas además de sus espadas y Williams portaba su mosquete. No había indicios de vida en la iglesia y quizá por ese motivo Billy Pringle sintió la necesidad de ser cauteloso. Los cuatro hombres registraron el lugar en busca de alguna amenaza y mantuvieron a la hermana María en medio de ellos.

Pringle bajó su pistola cuanto llegó al pequeño umbral de la puerta de doble hoja de la iglesia. Le pareció que era una muestra de respeto obligatoria, pero siguió mostrando recelo. Giró el pomo y trató de no usar más fuerza de la necesaria para abrir la puerta. Las bisagras chirriaron de manera alarmante. Miró en el interior, pero pasó un momento hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad tras la brillante luz del sol. No había nada, ningún movimiento ni rastro de vida. Entró, con la pistola preparada a un lado.

No pasó nada. Levantó la vista hacia el techo alto y abovedado y después hacia el altar con ornamentación de escayola. No, no se trataba de escayola, pensó, sino de adornos dorados que habían sido encalados con la esperanza de engañar a los saqueadores franceses. Los pasos de Pringle resonaron en la iglesia vacía. No había más sonidos. Les hizo una señal para que se acercaran y María y sus tres amigos entraron.

—Este lugar parece abandonado. Quizá se haya marchado el sacerdote —le dijo a María—. Al fin y al cabo, no sabía cuándo iba a venir usted.

Ella no le hizo caso y entró por una puerta lateral. Pringle fue detrás.

—Esperad aquí —les ordenó a los demás—. Ah, y que alguien vigile a los caballos. Me temo que hemos hecho un viaje en balde. ¡No quiero empeorarlo teniendo que volver a pie!

María ya había desaparecido. Pringle la siguió, justo a tiempo de ver que la monja cruzaba otra puerta que salía del pasillo. Cuando llegó a ella pudo verla inmóvil en el centro de lo que parecía una cocina. Giró la cabeza para mirarlo, sin expresión. Pringle oyó un ruido por el pasillo que había detrás de él, pero antes de que pudiera darse la vuelta, algo le golpeó con fuerza en la nuca. Hubo un instante de dolor agudo y, después, nada. Se dejó caer con todo su peso y las gafas se le torcieron, de modo que el filo de la montura de alambre le hizo un corte en la nariz.

El sargento tuerto adoptó un gesto de satisfacción. Después les hizo una señal a sus hombres. Dos de ellos salieron del edificio y dieron la vuelta para dirigirse a la puerta de entrada de la iglesia. Otro lo siguió por el pasillo. Todos llevaban bayonetas caladas. Denilov fue detrás, agarrando a María fuertemente del brazo y con una pistola apretada contra su cabeza. El otro soldado dejó al sacerdote atado a una silla y muy magullado, y cubrió al inconsciente Pringle.

Los dos soldados agarraron a Williams de los brazos antes de que se diera cuenta de que estaban allí. Había dejado su mosquete apoyado en la pared mientras daba un largo trago a su cantimplora. Casi se ahoga cuando el agua se le fue por el otro lado.

Truscott y Hanley oyeron que la puerta principal se abría con un fuerte golpe y vieron cómo arrojaban por ella a Williams, que cayó al suelo con fuerza. Dos soldados con chaquetas y pantalones de color verde oscuro salieron tras de él, con sus mosquetes apuntando directamente a los oficiales. Con otro fuerte estrépito, la puerta lateral se abrió golpeando la pared y dos soldados más entraron en la estancia. No tuvieron tiempo de levantar ni amartillar sus pistolas. Después, entró un hombre más alto, agarrando a la monja y apuntándola con una pistola de doble cañón. En los hombros llevaba charreteras y un gorjal en el cuello.

—Bienvenidos, caballeros —habló en inglés—. Consideraría como un favor personal que dejaran caer sus armas. Y también María. De otro modo, me veré obligado a volarle los sesos.

Las pistolas cayeron al suelo con estrépito.

—Y las espadas.

Hanley y Truscott agarraron suavemente sus espadas y las sacaron despacio. Cogiendo las empuñaduras simplemente con los dedos pulgar e índice, las tiraron al suelo.

—Estupendo. Veo que podemos ser buenos amigos —dijo el conde. El otro soldado arrastró a Pringle hasta la sala y lo apoyó contra la pared. Tanto Hanley como Truscott se abalanzaron sobre él para ver si estaba herido. Empujado por las bayonetas, Williams tropezó y cayó al suelo junto a ellos.

—¿Quién demonios es usted? —le exigió saber Truscott, aliviado al ver que Billy Pringle solo estaba inconsciente y que no parecía tener heridas graves.

—Un simple visitante de estas costas. No se encuentran ustedes en posición de exigirme más información que esa. De hecho, no están ustedes en condiciones de poder exigir nada de nada. —Denilov espetó una orden en un idioma que ninguno de ellos reconoció y los tres soldados dieron un paso adelante y se quedaron vigilando a los ingleses. Sus bayonetas parecían afiladas y aquellos hombres parecían estar acostumbrados a utilizarlas.

—Me alegra ver a María de nuevo. Ahora hermana María, claro. Me parece un desperdicio para una mujer de tus indudables talentos, querida. —La muchacha lo miró, pero no dijo nada. El oficial alto la alejó un paso de él y le arrancó el pañuelo de la cabeza, dejándole suelto el largo y rizado cabello moreno.

Williams se puso de pie para acercarse, pero los soldados levantaron sus bayonetas y lo detuvieron.

—No tiene mucho aspecto de monja —susurró Hanley.

—Pero sigue siendo una mujer y él es un bestia.

El oficial se rio.

—¿Dónde has encontrado a estos idiotas, María? —Ella le contestó con un insulto en un rápido portugués. Hanley solo llegó a reconocer alguna de las palabras.

—Definitivamente, no es una monja —dijo.

—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó Truscott, tan enfadado como confundido.

Denilov no le miró, simplemente observaba a María.

—¿Continúo? No sería la primera vez, ¿verdad, querida? —Ella se había agachado, con las manos cruzadas sobre el pecho agarrándose los hombros—. Este recato es nuevo. Aunque puede que siempre lo hayas necesitado con alguno de tus clientes.

—He tratado de olvidar lo que necesitaba por ti, Denilov —María escupió aquellas palabras, esta vez en inglés.

El oficial sonrió.

—Esa sí que es la María de siempre. Vamos, querida, tenemos cosas de las que hablar. Discúlpennos, caballeros —hizo una lánguida señal con la mano e hizo pasar a la mujer por la puerta lateral. El sargento y uno de los soldados fueron tras de ellos, llevándose las armas de los ingleses.

—Pero, ¿qué diablos pasa? —volvió a preguntar Truscott, esta vez susurrándoselo a sus amigos. Él y Hanley se sentaron con la espalda apoyada en la fría piedra de la pared. Williams estaba de pie sintiendo, en cierto modo, que aquello era una pequeña muestra de desafío.

—Somos prisioneros de los franceses —respondió el voluntario.

—¿Los franceses visten de verde? —preguntó Hanley, feliz de estar hablando en lugar de limitarse a esperar en silencio rodeado de hombres armados con aspecto asesino.

—Algunos de los regimientos alemanes sí —respondió Truscott—. Y la caballería, pero estos tipos no son soldados de caballería.

—Puede que sí, si nos roban los caballos. —Williams se rio de su propio chiste. Aquello era mejor que pensar, puesto que por más que lo intentaba no se le ocurría un modo de coger por sorpresa a sus guardias para dominarlos.

—No son alemanes. No sé qué idioma era ese, pero no era alemán. ¿Quizá polaco? —se atrevió a decir Hanley—. O ruso. Denilov me suena un poco a ruso.

—¿Qué narices harían los rusos aquí, en Portugal? —preguntó Truscott.

—¿Qué narices hacemos nosotros aquí? —contestó Hanley.

—Ayudar a una monja que más bien parece una perdida —dijo el teniente.

—No deja de ser mujer que necesitaba nuestra ayuda —la voz de Williams sonaba con su habitual seguridad cuando hablaba de cualquier asunto relacionado con el honor. Dio un pequeño paso a un lado. Los soldados levantaron los mosquetes. Uno se lo llevó al hombro y apuntó directamente a la cabeza del voluntario. Williams retrocedió y levantó las manos a ambos lados. Un momento después, los guardias bajaron los mosquetes—. ¿Cómo está Billy?

Truscott se inclinó para acercarse.

—Durmiendo tranquilamente. Demasiado tranquilamente para ser el hombre que nos ha metido en esto.

—Los franceses tratan bien a los prisioneros, ¿verdad? Eso suponiendo que se trate de renegados que combaten con los franceses —Hanley trataba de no recordar los sables que reducían a la muchedumbre aterrorizada en Madrid, deseaba encontrar algún consuelo. Había en Denilov algo amenazante que le hacía sentir muy intranquilo.

—No son renegados. Rusia se ha aliado con Francia. Pero se supone que son civilizados.

Un grito interrumpió su nerviosa conversación. Era un alarido lleno de amargura y angustia. De nuevo, Williams se movió hacia delante y no se detuvo hasta que una bayoneta casi le rozó el pecho.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó con voz bastante débil.

—No parecía que fuera una mujer —dijo Hanley.

—El sacerdote —Truscott hizo una mueca de dolor cuando otro grito irrumpió en la tranquilidad de la iglesia—. Sería demasiado esperar que se tratara de Denilov —otro grito más—. Pobre hombre.

—Creo que voy a tener que matar a estos hombres —dijo Williams en voz baja.

—Una actitud admirable, pero no muy práctica, por ahora —Truscott dio una sacudida a Pringle—. Nada, todavía está inconsciente.

Hubo más gritos, pero en cierto sentido, el silencio era aún peor. Unos minutos después, Denilov volvió a la sala. No había rastro de María. No hizo caso a las preguntas y se limitó a levantar su pistola para apuntar directamente a la cabeza de Truscott. Luego esperó a que se hiciera el silencio.

—Gracias, caballeros. Ya tengo lo que venía buscando. Les sugiero que se olviden de María. Hay muchas más putas en Lisboa, aunque ninguna tan especial. Aun así, eso ya no les incumbe. Siento que no hayamos tenido tiempo para una presentación formal. —Tiró de los dos percutores para amartillar los dos cañones de la pistola. Los tres soldados hicieron lo mismo con sus mosquetes y Williams se preguntó si alguna vez se había oído un sonido con tanta claridad. Trató de prepararse para un último salto sabiendo que moriría antes de alcanzar siquiera al soldado que tenía más cerca. El miedo hizo que aumentara su rabia.

Entonces entró el sargento por la puerta de la entrada principal. Se llevó un dedo a los labios. Se oyeron voces que venían del exterior. El sargento le susurró algo a Denilov y el conde sonrió.

—Mucho mejor —dijo. Mantuvo la pistola apuntándoles con firmeza mientras caminaba hacia atrás. Los soldados hicieron lo mismo. Hasta el último momento, no se dieron la vuelta para salir corriendo por la puerta lateral. Williams salió disparado tras ellos, pero la puerta se cerró con pestillo antes de que él la alcanzara y se hizo daño en el hombro cuando chocó contra ella. Truscott había ido a la puerta principal. Miró hacia fuera y vio a unos soldados de caballería con casacas verdes en el cementerio de la iglesia. Uno lo vio y gritó.

Volvió a meter la cabeza y echó su peso contra la puerta, buscando a tientas el cerrojo.

—¡La caballería francesa! —gritó.

Hanley se acercó a ayudarle.

—¿Así que esta vez vamos a ser de verdad prisioneros de los franceses?

—Que me maten si es así —gritó Williams, aunque los otros dos ni siquiera se dieron cuenta de lo que había dicho. El voluntario buscaba algo que pudiera utilizar como arma.

Una ráfaga de disparos llegó desde el exterior. Hubo gritos y, después, más disparos. Hanley estaba a punto de sugerir que Truscott se subiera en él para poder ver por las ventanas de arriba cuando una bala de mosquete hizo añicos el cristal.

Los gritos cesaron y, a continuación, hubo un silencio. Pringle gimió y se despertó.

—¿Me he perdido algo? —preguntó con voz débil. Los demás no hicieron caso a la pregunta. Alguien estaba tratando de forzar la puerta principal y, entonces, una voz gritó.

—Son portugueses —dijo Hanley aliviado—. ¡Somos ingleses! ¡Ingleses! —gritó con toda la fuerza de que fue capaz, quitando el cerrojo de la puerta para abrirla. Inmediatamente, dos mosquetes los apuntaron. Los ingleses retrocedieron para dejar entrar a sus aliados. Hanley trató de hablar en español, pero con los mismos pocos resultados que antes.

—Ah, monsieur Hanley, ¿verdad? —dijo una voz familiar. El teniente Mata sonrió desde detrás de dos de sus soldados. Aquella casualidad facilitó las explicaciones. Menos mal, puesto que en pocos minutos las tropas portuguesas habían registrado la iglesia y descubierto el cuerpo del sacerdote torturado. Ya estaban acostumbrados a ver cosas así, pero eso no hizo que su rabia fuera menor. Hanley había intentado hablarles solamente de la caballería francesa, pero le había gustado Mata cuando se conocieron y, al final, le contó toda la historia.

—Usted corre riesgos, amigo mío —fue el único comentario que hizo el teniente cuando terminó el relato. Hanley no estaba seguro de que el oficial portugués se hubiese creído que un grupo de soldados rusos era el responsable del asesinato. Los franceses habían hecho cosas iguales y peores en tantas ocasiones que tendía a culparles a ellos.

En la escaramuza habían herido a uno de los caballos que les habían prestado. Los portugueses terminaron de rematar al animal y, al andar escasos de carne fresca, enseguida se dispusieron a cortarlo en pedazos. Como habían cogido dos caballos de la patrulla francesa, Mata les prestó uno de ellos a los oficiales británicos. Los portugueses habían encontrado también las armas de los casacas rojas tiradas en la puerta de la iglesia y se las devolvieron.

El camino de vuelta al campamento se hizo largo. Billy Pringle empezó a hacer un montón de preguntas, pero se quedó en silencio cuando vio que nadie le respondía. El fracaso y la derrota les remordía a todos en la conciencia. Eran jóvenes e incluso Hanley estaba ya dispuesto a considerarse un soldado. Aquella era su primera guerra y esperaban ganarla. La euforia, la inquietud y el aburrimiento habían provocado que cada uno de ellos se sintiera atraído por la aventura de ayudar a una doncella en peligro. María había demostrado no ser inocente, les había mentido y los había manipulado. Seguían teniendo la vaga sensación de que habían decepcionado a una mujer y eso hacía que su sentido del honor se resintiese. Pero muchísimo peor era la sensación aún mayor de derrota. Se suponía que los soldados tenían que luchar y vencer. Ellos no habían hecho ninguna de las dos cosas y la humillación les calaba hondo.

Por fin, cuando casi estaban de vuelta en el campamento, Truscott transigió y le explicó lo que había ocurrido. Quiso culpar a su amigo por haberlos enredado en aquella inútil desventura, pero no pudo. No importaba cómo se hubieran metido en ello. Les habían puesto a prueba y no habían dado la talla. Aquello era muy duro de soportar.

Los británicos y una pequeña fuerza portuguesa siguieron avanzando en busca de los franceses que se retiraban hacia Lisboa. La mayor parte del ejército de Junot seguía desperdigado y lejos, y solo una brigada fuerte se había enfrentado con los aliados. El 15 de agosto, Pringle pudo escribir en su diario que habían lanzado los primeros disparos. Al menos los primeros de la guerra oficial en la que estaba implicado el Ejército británico. Había empezado a escribir religiosamente un diario desde que habían desembarcado, algo que nunca antes había conseguido hacer. No escribió sobre María ni sobre la aventura de la iglesia, pero eso no le impidió pensar en ella. El fracaso tenía un sabor amargo.

Ni Pringle ni ningún otro del 106 vio el combate. Hubo disparos desde la parte delantera de la columna durante más de media hora. A pesar de su continuado avance, parecía que los disparos eran más lejanos. Luego, cuando empezó a anochecer, hubo un nuevo estallido de disparos y también el sonido más fuerte de descargas ordenadas.

Hubo actividad por la parte delantera, pero aunque se metió prisa a la brigada del general Hill para que avanzara, a la Tercera Brigada y el 106 no se les pidió que lo hicieran. Claramente, Moss estaba descontento y finalmente consiguió información de uno de los ayudantes del general Spencer cuando pasó por su lado. Los fusileros habían hecho retroceder a los franceses. Después quedó claro que los casacas verdes estaban muy excitados y fueron con enorme entusiasmo detrás del enemigo en retirada. Dejaron atrás a las compañías de apoyo y luego se encontraron con un batallón francés en formación. Tras retroceder, los fusileros formaron un holgado cuadro de concentración en lo alto de una colina y pasaron una noche de nervios a la espera de un fuerte ataque que nunca llegó.

Los franceses se habían vuelto a replegar y a la mañana siguiente el Ejército británico los siguió. Williams se sorprendió al ver más contento a Dobson cada día que pasaba. La cercanía del enemigo parecía excitarle. El coronel estaba también animado, bromeando con los oficiales y los demás hombres de alto rango.

—Lamentable —fue su única observación cuando vieron a un riflero con una venda en la cabeza llevando a tres prisioneros franceses hacia la parte posterior de la columna. A aquellos hombres les habían arrancado las bandoleras y los morrales de modo que sus guardapolvos sueltos se agitaban con la brisa. Llevaban sus anchos chacós cubiertos con una tela gris y vestían pantalones bombachos marrones que les habían confeccionado allí mismo. Solo sus sombreros les identificaban como soldados. Los tres eran jóvenes y parecían avergonzados—. Absolutamente lamentable —volvió a decir Moss—. Solo son niños desaliñados de los barrios bajos. No entiendo cómo demonios estas criaturas han tenido aterrorizada a toda Europa.

—Simples reclutas —dijo Toye—. Boney ha enviado un montón de sus tropas más jóvenes a España y a Portugal. Y supongo que los soldados menos voluntariosos son los que más probabilidades tienen de rendirse.

MacAndrews iba en su caballo justo detrás de ellos y se preguntó si aquella era una difamación dirigida a él, pero decidió que Toye simplemente estaba siendo irreflexivo. Recordó la confusión y el miedo de ser capturados.

—Junot tiene un montón de batallones de tercera en su ejército. La mayoría de ellos de formación bastante reciente. —El emperador francés había ampliado su ejército recientemente y la mayoría de las unidades nuevas contaban con pocos hombres con experiencia.

Moss lanzó un gruñido, algo molesto por el conocimiento pormenorizado que demostraba el anciano general.

—Aun así, sirve para explicar las noticias que llegan de España. Si el Ejército francés lo componen allí niños como esos, no es raro que los españoles los derroten. —Habían recibido informes de un Ejército francés al que los españoles habían forzado a rendirse. Se habían contado muchas historias sobre triunfos españoles en el pasado y los gallegos habían alardeado de ellos ante Wellesley cuando rechazaron su ayuda, pero todas habían resultado ser inventadas. Esta parecía cierta y les servía como estímulo. Una derrota en España haría que fuera menos probable que los franceses pudieran enviar refuerzos a Junot en Portugal.

—Batalla en uno o dos días —dijo el coronel—. Lo huelo. Y si los españolitos pueden derrotar a los gabachos, nosotros podremos atravesarlos como un cuchillo caliente a la mantequilla.

Ninguno de los generales quiso mencionar Buenos Aires, donde los «españolitos» habían arremetido contra una expedición británica obligándola a rendirse. Aun así, Wellesley no era Whitelocke.

Los tres oficiales levantaron sus tricornios en señal de respeto al pasar junto a una escena más triste. Un grupo de fusileros echaban tierra sobre una tumba reciente. Esa noche Pringle pudo registrar en su diario la muerte del alegre primo de Derryck, el pobre Bunbury del 95. La noticia había llenado de pesimismo el comedor del 106, pero enseguida las conversaciones se volvieron más animadas a medida que el vino pasaba de uno a otro y empezaron a cantar canciones. Habían llegado órdenes de que el ejército tenía que avanzar al día siguiente. Dejarían el equipaje atrás y las brigadas irían a atacar directamente a los franceses, que por fin parecía que se habían detenido. Hanley pensó que la risa y la charla de esa noche eran algo tensas y, a veces, casi histéricas, pero luego se preguntó si se debía a su propio nerviosismo. Williams se retiró bastante pronto para leer su Biblia a la luz de las velas a cielo abierto. Pringle se quedó en el comedor y trató de no hacer caso del ruido mientras escribía una pequeña entrada en su diario.

—Espero sinceramente que ésta no sea la última anotación de este diario de William Pringle, teniente de infantería del 106 —escribió al final. «Por favor, Dios mío, que sea así», pensó. Esa guerra parecía ya mucho más peligrosa y confusa de lo que había esperado.