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EL oficial portugués se quedó mirando fijamente y sin expresión después de que Hanley terminara de hablar con él. Volvió a probar, hablándole en español, despacio y con claridad.

—Estos granujas ni siquiera entienden su propio idioma —dijo el teniente coronel Moss en voz muy alta por detrás de él. Hanley notó que el oficial aliado se daba cuenta del tono, aunque no del contenido de su desdeñoso comentario. Estaba enfadado, pero siguió mostrándose claramente educado en su forma de hablar. Hanley solo pudo entender algunas palabras. Su acento era muy marcado y muy diferente al castellano. Sabía que, al menos, podría hacerse una idea general con el portugués escrito, pero no estaba preparado para la diferencia en el sonido.

La Compañía Ligera del 106 proporcionó puestos de avanzada la segunda noche de la marcha y Moss los estaba visitando cuando llegó un grupo de portugueses armados. Eran de apariencia heterogénea. Dos de ellos llevaban unas chaquetas azules descoloridas y llenas de remiendos, pero la mayoría vestían unos simples blusones. Todos portaban sombreros de ala ancha, pero ninguno se parecía entre sí. Algunos tenían grandes plumas de distintos colores clavadas en ellos. La mayor parte llevaban sencillas sandalias de cuero que les dejaban los dedos al aire. Formaban parte de las fuerzas portuguesas del general Friere que se habían unido a las británicas, pero nadie podía comprender lo que querían. Entonces, Moss se acordó de Hanley e inmediatamente mandó que fueran en su busca.

El alférez trató de explicar que había vivido en España, no en Portugal, y que los idiomas eran diferentes, pero Moss no hizo caso de tal nimiedad.

—No necesitamos mantener una discusión, solo saber qué quieren estos hombres.

Hanley lo había intentado y se iba sintiendo cada vez más estúpido con cada esfuerzo que terminaba en fracaso y estaba más pendiente de la frustración y el enfado del coronel. Aquello fue una decepción más para Moss, que reforzaba su idea de que si quería que el batallón triunfara, debía hacerlo todo él mismo.

Por fin, Hanley pensó que podía probar también con el francés. La respuesta fue inmediata. El oficial portugués sonrió y contestó en un francés con poco acento y, en muchos aspectos, bastante mejor que el de Hanley. Aquel hombre se presentó como el teniente Mata del Cuarto Regimiento de Artillería. Se les había roto una rueda de sus pocos cañones y necesitaban ayuda y herramientas para sustituirla.

Hanley le explicó la situación al coronel, que ya había perdido el interés. Moss le dijo que llevara a los portugueses a la media batería de la Brigada Tercera para que los artilleros lo solucionaran. Hanley lo hizo y le pidió a Mata que le hablara de la invasión francesa y de lo que habían hecho los hombres de Junot. Fue un relato deprimente y, si no hubiese visto la masacre de Madrid, habría estado dispuesto a no creerse nada, puesto que del odio surgían historias fantásticas y mentiras. Pero aquello lo abatió. Su admiración por la revolución y su fomento de la razón, por el nuevo emperador y su imposición del orden, seguía constituyendo un cálido recuerdo. En cierto modo, lo empeoraba todo el hecho de que unos ideales tan fuertes se hubiesen corrompido hasta convertirse en aquella salvajada. Mata odiaba a los franceses con un rencor feroz y Hanley no podía culparle por ello. También él había llegado a odiarlos y, sin embargo, había algo horrible en el hecho de ver a aquel joven teniente tan bien educado —otro producto más de Coimbra— consumido por una rabia así.

Se encontraron con Pringle cuando iban de camino y, tras las presentaciones, la alegría de Billy aligeró el tono de la conversación. Ayudaba el que hubiera algo intrínsecamente ridículo en el hecho de que el francés fuera el único medio de comunicación que tenían. Aun así, Hanley se alegró de dejar a los portugueses con los artilleros.

Williams estaba de pie mientras actuaba como centinela vigilando el equipaje del regimiento. Dobson debía haber estado allí, pero estaba demasiado borracho siquiera para ponerse de pie, así que Williams se las arregló para convencer al sargento Darrowfield de que mirara para otro lado con su ojo tuerto y le dejara sustituir al veterano. Ese mismo día el voluntario había notado que Jenny Hanks tenía una mejilla magullada. Unas horas después, el soldado Hanks había aparecido en la formación con un ojo morado y signos de que la nariz le había estado sangrando recientemente. Ni él ni Dobson dijeron nada, pero se sabía que habían salido solos y que el veterano había vuelto el primero.

Dobson empezó a beber en cuanto se ordenó el rompan filas. Llevaba muchos meses bebiendo más de lo habitual y estaba claro que en aquel incidente había algo más que un padre demostrándole a su yerno el peligro de perder los estribos con su mujer. Obviamente, Dobson sabía o suponía algo, aunque Williams había permanecido en silencio. Sin embargo, el regimiento era siempre un hervidero de chismorreos y Jenny habría sido una estúpida si hubiese creído que todo quedaría en secreto.

Williams la veía ahora llevando un cubo de agua hacia el campamento principal del regimiento. Vio cómo flirteaba y bromeaba con los hombres al pasar, pero la muchacha siempre había actuado así y, por lo general, aquello no hacía daño a nadie. Las familias de los soldados vivían su vida de una manera muy pública dentro de la familia aún más grande que constituía el regimiento e inevitablemente la mayoría se volvían bastante insensibles y con un saludable sentido del humor. Entonces, Jenny lo vio y se acercó.

—Mamá le está agradecida, señor Williams. Papá dormirá la mona hasta mañana. Ese viejo desgraciado debería tener más cabeza.

—No hay que ser viejo para cometer estupideces, señora Hanks.

La muchacha hizo una mueca y dejó el cubo en el suelo. Cuando se incorporó levantó una mano para apartarse el pelo castaño. La inmediata mirada para ver la reacción de él demostró que aquel no era un simple gesto natural.

—Yo no quiero pasarme toda la vida en el ejército. Hay un mundo ahí afuera de ciudades y cosas bonitas y tengo la intención de llegar a vivir ahí algún día. Es mi decisión.

—Redman no te va a dar eso —dijo Williams, sorprendido por la franqueza de ella.

—Ese… no es más que un entrenamiento —el tono de aquella muchacha de dieciséis años era asombrosamente desdeñoso—. Igual que los demás. Me han regalado cosas bonitas, pero eso es solo el principio —lo observó un momento—. Si quiere, a usted se lo hago gratis. En señal de agradecimiento.

Disfrutó ante la clara sorpresa de él. Williams estaba estupefacto y se limitó a negar con la cabeza. Jenny soltó una risita de niña, sin que hubiera en ella restos de su anterior cinismo.

—Bueno, quizá podría levantarme el cubo. No me cuesta trabajo una vez que se ha levantado del suelo.

Los buenos modales tomaron el mando y, como Williams no estaba en posición de firmes, se inclinó y cogió el asa. Al bajar, Jenny se lanzó hacia delante y lo besó ligeramente en la mejilla.

—Eso es de parte de mamá —dijo bajando después el tono hasta hablar con un susurro—: Y este de la mía —acercó los labios a los de él y, antes de que se diera cuenta, abrió la boca para recibir su lengua. Abrió los ojos de par en par y dejó caer el cubo los pocos centímetros que lo separaban del suelo. Cayó en vertical, pero salpicó agua sobre el dobladillo de su falda marrón.

—¡Patoso! —le riñó guiñándole a continuación un ojo, lo cual le trajo al instante a la mente la imagen de cuando se tropezó con ella y Redman. Estaba demasiado aturdido como para pedir disculpas—. No se preocupe, yo lo haré —Jenny cogió el cubo—. No sé qué harían ustedes los hombres sin las mujeres. En fin, gracias, señor Williams, de mi parte y de la de mi madre. —La muchacha se alejó con lo que parecía un contoneo más acusado de lo habitual y mayor de lo que exigía el peso del cubo hacia un lado.

Williams tragó saliva y retomó su vigilancia, tratando de no pensar en lo que había ocurrido en los últimos minutos. Lo más extraño era que, a pesar de todo, aquella muchacha le gustaba.

Al día siguiente, vieron los primeros indicios de los franceses. Entraron en una ciudad y vieron casas a las que habían entrado para saquearlas. Otras tenían marcas de tiza en la puerta que indicaban que los oficiales encargados del acantonamiento habían alojado en ellas a los soldados de distintos regimientos. Se habían ido un día antes y no habían permanecido allí mucho tiempo, por lo que los daños no fueron muchos. Con la luz de la tarde, Hanley fue con Truscott, Pringle y Williams a ver la abadía medieval. Pocas veces lo habían visto tan animado como con el entusiasmo que le producía aquel magnífico y antiguo edificio. Incluso Pringle reconoció que nunca antes había disfrutado tanto viendo un montón de tumbas.

Cuando el ejército siguió avanzando pudieron ver de forma más clara la rapacidad del enemigo al pasar junto a un convento de cuyos tejados y muros habían arrancado bruscamente todos sus adornos dorados. Hanley casi se echa a llorar cuando vio aquellas ruinas y los suelos cubiertos de yeso. Entonces se preocupó al pensar que los ataques sobre los edificios parecían afectarle más que el maltrato a las personas y se sintió culpable por ello. La mayoría de los otros oficiales se sintieron decepcionados al ver que en el convento ya no quedaban monjas. Casi todos habían leído novelas en las que unas núbiles aristócratas eran encarceladas en conventos por sus severos padres y se sentaban en sus celdas a esperar a que llegara un heroico salvador. Incluso Pringle se sorprendió por el grado de deseo que el simple hecho de mencionar a las monjas provocaba en los oficiales anglicanos que habitualmente se comportaban de forma devota.

Por un momento, se preguntó cuántas monjas habían vivido allí antes de la guerra. A cada paso que daba, sus botas aplastaban los trozos de escayola que habían caído al suelo. Se encontraba en una habitación pequeña —probablemente una celda de verdad, pensó— y trató de imaginarse cómo sería vivir en aquel aislamiento. Su familia había querido que él fuera clérigo después de que su padre aceptara a regañadientes que aquel absurdo mareo del niño en los barcos no se le iba a curar nunca. Él se había mostrado de acuerdo con aquella idea porque era más fácil que ponerse en contra. Incluso entonces, a Pringle le había gustado la vida fácil y Oxford le había proporcionado muchos placeres. Lo cierto es que nunca le había preocupado qué ocurriría después, pero siempre supo que el mundo eclesiástico no era para él. Sus creencias eran confusas y, aunque un examen general del clero le indicaba que aquello no era un defecto grave, supo que él no seguiría aquel camino que parecía tan seguro y aburrido.

Primero sugirió entrar en el ejército como una broma y se sorprendió de lo bien que su padre había recibido la idea. Un tiempo después, también a él le pareció bien. Le gustaba que muchas de sus decisiones las tomaran por él y gran parte de la compañía le parecía agradable. Pringle sonrió al oír a Hanley discutiendo con Williams después de que el voluntario le hubiera hecho algún comentario mordaz sobre el boato de los papas. Las fuertes carcajadas de Truscott resonaron por el amplio y vacío vestíbulo.

Pringle dejó que se fueran. Curiosamente aquella pequeña estancia irradiaba seguridad. Se sentó en el colchón de paja. Por algún motivo, los franceses no habían destrozado aquella habitación, como sí habían hecho con las otras celdas. Con la mano notó algo que había metido por dentro del armazón de madera y sacó un pequeño libro negro y estropeado. Pasó distraídamente las páginas. La letra era diminuta. Se sacó las gafas y se acercó el libro a la cara. Para su sorpresa, aquello no era latín ni era un texto religioso. Por lo que pudo adivinar entre las palabras en portugués, se trataba de una novela que hablaba de caballeros y damiselas de la Edad Media. Había algo escrito a mano en el interior de la cubierta. Mientras iba hojeando las páginas, como le ocurría con tanta frecuencia, en su mente aparecieron pensamientos de mujeres. Quizá una interna joven y guapa del convento había guardado aquel libro como un placer secreto. Sonrió ante aquella idea.

—¡Señor, señor![11] —La voz le sobresaltó, al igual que las manos que se abrazaron suplicantes a sus rodillas. No había oído a la mujer que había entrado a toda prisa a la habitación y se había lanzado al suelo ante él—. Señor, ¿es usted inglés? Le suplico que me ayude, por favor.

Pringle dejó caer el libro sobre su regazo y se agarró torpemente las gafas. La mujer iba vestida con una toga negra que le cubría la cabeza inclinada. Pudo entrever su rostro antes de que se echara hacia delante para apoyar la frente sobre las rodillas de él. Su voz y sus movimientos indicaban que era joven, pero hasta que se colocó las gafas en las orejas no pudo verla con claridad. Cuando lo hizo —casi se mete un dedo en el ojo— no pudo evitar reírse. Se trataba de una monja en apuros.

—¡No se burle de mí, señor! ¡Tenga compasión! —la mujer hablaba con un marcado acento y hacía que su dulce voz sonara aún más encantadora—. ¡Sé que los ingleses son unos caballeros y no tengo a nadie más a quien pedir ayuda! —levantó los ojos implorando. Solo llevaba descubierta la cara, pero se trataba de un rostro singular de una delicada belleza que incluso en circunstancias normales habría hecho que cualquier hombre hubiera desarrollado un instinto protector. Su tez era oscura y sus ojos del color gris más claro que había visto jamás. Ahora estaban vidriosos por las lágrimas—. ¡Por favor, ayúdeme, señor!

—No llore, hermana —Pringle extendió los brazos y agarró ligeramente a la joven por los hombros—. Soy el teniente Pringle, oficial inglés, y estoy a su servicio. —Sus palabras sonaron muy ampulosas cuando las pronunció. Sintió que lo estaba soñando o que se encontraba dentro de una novela romántica. Habría resultado difícil darle otra explicación. Por un momento, se preguntó adónde habían ido sus amigos y por qué el ruido no les había hecho volver. Trató de no reírse otra vez por lo absurdo de la situación, pero no pudo evitarlo.

Hubo más lágrimas y Pringle murmuró palabras de consuelo e incluso se atrevió a acariciarle la cabeza. Era un poco difícil saber cómo tratar a una monja. Mientras ella seguía arrodillada tan cerca de él y se aferraba a sus piernas, fue consciente de que, además, se trataba de una mujer y ningún hábito basto y desgarbado podía ocultar el hecho de que era también atractiva. Suavemente, le levantó el mentón y sonrió de la forma más alentadora que le fue posible. Con la otra mano agarró la de ella y la apretó con suavidad.

—Y bien, ¿en qué necesita que la ayude? —Con el dedo pulgar empezó a acariciarle la palma de la mano.

Le contó la historia despacio, con varios estallidos más de llanto. Le contó que era la hermana María y tenía un apellido muy largo que Pringle supo que no podría pronunciar y que se esforzaba por recordar. Era huérfana, pero su tío era rico y había dado una generosa donación al convento, donde se había criado hasta entonces, que tenía diecinueve años. Pringle le hubiera echado unos cuantos años más, pero no iba a discutírselo. Ella no había retirado la mano y él continuó frotando su dedo pulgar contra la palma. Con la otra ya no le agarraba el mentón y apretaba el tejido ahora áspero de la manga.

Cuando estalló la guerra, su tío había subido en un barco con destino a Inglaterra. Era comerciante de vinos y tenía muchos conocidos en aquel país. De nuevo, la historia tenía cierto tinte ficticio pero, en ese momento, resultaba difícil no creerla. En fin, lo cierto es que aquello importaba poco teniendo a una joven atractiva tan desesperada por su compañía —y tan cerca—. Una pena que fuera monja, pero al menos la vida de Pringle se había vuelto más interesante en ese momento, por muy breve que fuera.

—Por eso, me aseguró que siempre podría confiar en un inglés —dijo María levantando la vista para mirarle a los ojos—. Son hombres buenos, aunque herejes.

—Muy generoso de su parte. Un hombre sensato, su tío —aquello fue lo mejor que Pringle consiguió decir. María había movido el brazo y la mano de él se deslizó hasta colocarse por encima del costado de ella. El instinto parecía estar apoderándose de la situación y a ella no parecía importarle que él estuviera recorriendo el contorno de su cuerpo. El tejido del hábito era sorprendentemente delgado.

—Antes de que mi tío se fuera, me envió una enorme cantidad de dinero para mantener a las monjas durante la crisis y permitirnos continuar con nuestras obras de caridad. Él supuso que los franceses serían crueles, pero desgraciadamente no creyó que se ensañarían tanto. Le dio el dinero a un sacerdote que lo llevó a una pequeña iglesia que está a ocho kilómetros de Óbidos y lo escondió cerca de allí. Luego vino a verme aquí, al convento, pero cuando venía de camino, un grupo de soldados franceses lo arrestó por espía. Lo ahorcaron junto al cruce.

—Malditos canallas —murmuró Pringle. María no pareció escuchar la blasfemia. Billy se esforzaba por escucharla. Movió las dos manos para sostener el cuerpo de la muchacha. Ella tampoco pareció notar aquello, aunque a él le costaba creerlo. La historia de María no le parecía real. En ese momento, a Pringle no pareció importarle.

—Solo su criado consiguió escapar y vino a darme la noticia.

—Un tipo valiente, estoy seguro.

—Luego salió huyendo con su caballo y los de su señor.

—¡Qué cerdo!

—Debo ir a Óbidos para hablar con el sacerdote de esa iglesia. Él debe saber dónde está escondido el dinero. Después puedo traérselo a mi abadesa y así podrá utilizarlo para ayudar a los necesitados. Por favor, ayúdeme a hacerlo. No es seguro viajar sola. Hay soldados franceses por todas partes y no respetan a nadie. Incluso ha habido monjas que han sido presas de su lujuria —María hizo una pausa y bajó la mirada, como si hasta entonces no hubiese notado que Pringle tenía los brazos alrededor de ella. El inglés tosió y retiró la manos, murmurando una disculpa. Incluso entonces se preguntó si realmente era ella tan inocente. ¿Una monja de verdad se habría mostrado más indignada o aún más inocente?

—Ah, es usted tan simpático, amable y honrado —continuó ella—. ¿Me acompañará hasta allí para protegerme? Es mucho pedir, pero le suplico que como caballero inglés que es me ayude en este momento de angustia. Por favor, señor, por favor. Se lo suplico por su honor. —De nuevo apretó la cabeza contra las piernas de él implorándole.

—Bueno, por supuesto, si se trata de una cuestión de honor… —dijo Pringle acariciándole vacilante la cabeza, pero asegurándose de no sugerir nada más aparte de simple simpatía.

Siguió sentado casi cinco minutos después de que María se marchara. Todo aquello le parecía ya irreal. Pero había acordado encontrarse con la monja en la capilla que se hallaba en un cruce a las afueras de la ciudad a las tres. A menos que hubieran cambiado las órdenes, el ejército no volvería a moverse ese día. Traería caballos y a algunos amigos para ir más seguros y entre todos llevarían a María en busca de la iglesia y de su sacerdote, y luego la acompañarían de vuelta con el dinero a buen recaudo. Parecía bastante sencillo, aparte del asunto de tener que pedir los caballos, buscar al hombre y evitar a las patrullas francesas que estuvieran merodeando por la zona. Sencillo, pensó, y se preguntó por qué había accedido de forma tan inmediata, aun cuando sabía que nunca podía resistirse a una cara bonita. Por mucho que faroleara, en el fondo era un romántico —o quizá un maldito estúpido, pero puede que no hubiera diferencia entre las dos cosas—. Ahora tenía que encontrar a otros malditos estúpidos que le ayudaran.

Hanley, Truscott y Williams aparecieron en la puerta. Pringle sonrió.

—No podéis imaginar lo que me acaba de pasar —dijo.