EL 9 de agosto el Ejército británico marchó tierra adentro. Las patrullas de los dragones ligeros del 20 iban en primer lugar, aunque los jinetes tenían que atender bien a sus caballos, porque aún no se habían recuperado del todo de las semanas que pasaron encerrados en los improvisados establos de los buques cargueros. El personal del ejército se había esforzado por conseguir monturas, pero tuvieron poco éxito. Los dragones desmontados seguían sin caballos, así que se quedarían en la playa. También una docena de cañones, porque solo había caballos suficientes para tirar de dieciocho de ellos por los caminos en mal estado de la zona.
Después de la caballería, iban los puestos de avanzada del 60 y el 95 de fusileros, y después las brigadas, que marchaban ocupando su lugar correspondiente. Nada de eso era visible a los ojos de Hanley, al que le costaba trabajo llevar la bandera enfundada del rey en el centro de la columna del 106. Lo único que podía ver eran las espaldas de los hombres de la compañía que iban por delante de él a través de la densa polvareda que parecía flotar en el aire. Nadie cantaba pero, a pesar del creciente calor y del polvo, se respiraba una sensación de optimismo y alegría por el hecho de que por fin se estuvieran moviendo. Todos querían ponerse en marcha y romper con la aburrida monotonía que hasta entonces había sido la guerra. Durante la primera hora, la columna se detuvo tres veces y esperó antes de reanudar la marcha. Nunca se dio señal alguna de por qué ocurría aquello. Los oficiales del Estado Mayor pasaban con sus caballos de vez en cuando, pero no dieron ninguna explicación. Al menos, no a él. Tenía esa sensación tan familiar de que todos los demás entendían lo que pasaba y no compartían con él su secreto.
La Compañía de Granaderos iba al frente del batallón como era debido. Wickham marchaba a la cabeza del centro de su formación como también debía ser y pasó la mayor parte del tiempo arrepintiéndose de no haberse puesto sus viejas botas. El nuevo par parecía más elegante, pero seguía rígido y le rozaba despiadadamente. Miró con envidia a Moss y a los dos mayores que iban a caballo a la derecha de su compañía. En una ocasión los adelantó Wellesley y sus hombres y uno de los oficiales se detuvieron para intercambiar algún comentario gracioso con Moss. Wickham se esforzó por escucharles, pero estaba lejos y no podía dejar su puesto. Más tarde, marcharían con menos formalidad pero, por el momento, se había marcado un paso rápido y todos tenían que permanecer en su posición. Se dio cuenta de que el edecán llevaba unos pantalones de peto bien confeccionados, con el interior reforzado con piel para usarlo durante los viajes largos y las costuras de fuera adornadas con botones de latón. Era de suponer que, con el tiempo, a los oficiales de la compañía se les permitiría comprar caballos y montarlos. Lydia disfrutaría viéndole así.
Pensar en su mujer le provocó una punzada momentánea. El capitán se tenía por un hombre apasionado al que le gustaba el contacto físico y aquel celibato obligado desde el comienzo del viaje había supuesto un enorme esfuerzo. Lydia compartía su entusiasmo e incluso ahora, seis años después de que se fugaran para casarse y de que la tuvo por primera vez, el deseo seguía estando presente en los dos. En su caso, sentía también deseo por otras mujeres, pero había cuidado de ser discreto. Ahora que se movían, cabía la oportunidad de que el ejército saliera de aquellos desiertos y pudiera encontrar esos placeres en una ciudad más grande. Estaba seguro de que Lisboa contaría con muchos establecimientos para ello. Le vendría bien porque aquella obligada abstinencia —incluso la ausencia de la compañía de señoras— le había vuelto más imprudente en el juego. Sus deudas aumentaron de una forma alarmante, mucho más de lo que podía pagar sin tener que pedirle más dinero a su cuñado. Su suerte tenía que cambiar y con unas cuantas victorias en la mesa haría que su situación mejorara o, al menos, se atenuara. Parte de su mente se preguntaba si las balas francesas le ayudarían a resolver su problema quitando de en medio a Anstey o a Brotherton, puesto que entre los dos acumulaban la mayoría de sus pagarés.
A Wickham lo sacó de sus pensamientos un grito del mayor Toye. Tenía que avanzar rápido para no obstaculizarle el paso a la fila delantera de su compañía, que se hacía a un lado para unirse a los oficiales de la caballería montada. Tras escuchar las instrucciones, dio rápidamente las órdenes.
Diez minutos después, Williams apoyó todo su peso sobre la rueda con cubierta de hierro de un cañón y empujó hacia delante. Oyó que Dobson murmuraba: «Muévete, perra» desde el otro lado de los altos radios de madera. Se había ordenado a veinte granaderos que ayudaran a otros tantos artilleros a sacar el cañón de la estrecha zanja donde se había hundido. Juntos empujaron mientras los conductores azotaban a los caballos para instarlos a que siguieran adelante. Williams gimió mientras hacía fuerza para empujar el pesado cañón. El carro del cañón estaba pintado de gris, como todos los demás cañones, armones y carretas de la Artillería Real. El metal que recubría la rueda quemaba por el calor del sol.
Por fin, la rueda empezó a girar, al principio levemente y después subió de golpe la pequeña pendiente, llegó a lo alto y siguió adelante. A Willliams le sorprendió que todo el mundo se las arreglara para guardar el equilibrio cuando el carro salió disparado hacia delante.
—¡Creía que habían dicho que esto era un cañón ligero de seis libras! —dijo con una amplia sonrisa a Dobson.
—Sí, así que debemos estar contentos de que no fuera uno de los pesados —respondió el veterano—. Y menos mal que no somos artilleros. Todos esos cabrones están sordos —le gritó con su sorna habitual al bombardero de chaqueta azul que estaba a su lado frotándose las manos. El hombre sonrió y se llevó una mano a la oreja, fingiendo no haberle oído. Entonces, le cambió la cara y señaló hacia delante. Esta vez se habían quedado atascados el armón y el cañón, hundiéndose en la arena no más de ochenta metros más adelante. Se suponía que aquello era un camino, pero al menos aquella parte estaba llena de baches, atravesada por canales esculpidos tras las inundaciones de las fuertes lluvias del final del invierno o tan secos que el suelo era poco más que polvo. A los tres cañones de seis libras que acompañaban a la Brigada Tercera les costaba avanzar y habían enviado a veinte hombres de la Compañía de Granaderos del 106 para que ayudaran a los artilleros. Aquella prometía ser una mañana de trabajo demoledor, pero al menos sus morrales, mosquetes y equipos los llevaba ahora un carro de artillería.
Williams caminaba junto a Dobson mientras el grupo se acercaba para liberar de nuevo el cañón. El voluntario estaba nervioso y se preguntaba si debía o no decirle algo al soldado más mayor. Dos días antes Pringle le había enviado desde la línea avanzada con un mensaje para Wickham. Atajó por uno de los olivares que estaban junto a la ladera, abriéndose paso por encima de los muros de piedra. Fue por puro azar y, al menos, tuvo la suerte de no caerse desde lo alto, pero cuando se estaba subiendo a uno de los muros miró hacia abajo y vio a una pareja haciendo el amor. El hombre estaba encima y tan concentrado que no se dio cuenta de la presencia del galés, pero Williams pudo ver que se trataba de Redman. Jenny Dobson —bueno, ahora Jenny Hanks— lo miró directamente e incluso le guiñó un ojo mientras seguía gimiendo.
Williams se limitó a darse la vuelta y saltar volviendo por donde había llegado y dando una vuelta más larga alrededor del olivar. Aún no estaba seguro de si debía haber retado a Redman. Estaba claro que aquel hombre no era un caballero y que en su anterior disculpa no había sido sincero. Pero no quería enfrentarse en un duelo. No es que tuviera miedo, simplemente había comprendido el consejo de sus amigos. Ahora se encontraba tan cerca de conseguir una distinción que le resultaba difícil pensar en otra cosa. Tenía que luchar bien y arriesgarlo todo para llegar a ser oficial y, después, seguir destacando hasta que lo ascendieran a un rango lo suficientemente alto como para mantener a su madre y pedir la mano de la señorita MacAndrews. No podía poner en peligro tales objetivos por una cuestión de honor con un hombre que claramente carecía de él. Williams pensó que estaba siendo egoísta, cosa que no le gustó, pero aun así no cambió de idea.
Seguía planteándose la pregunta de si debía o no decírselo al padre de la chica. No era precisamente fácil hablar con el taciturno Hanks, así que ya había descartado la idea de hablar con el marido de la muchacha. En realidad, no era asunto suyo. Por el momento, había muchos otros con los que podía abordar la cuestión. Incluso eso le hizo sentir un poco cobarde. Deseaba simplemente no haber tenido la oportunidad de presenciar la escena de adulterio. Mejor hubiera sido no haber sabido nada.
—Venga, Doguillo, otra vez a por ello —Dobson le dio una palmada alegremente en el hombro mientras se colocaban alrededor del armón.
—Quitaos las chaquetas, muchachos —ordenó el sargento Darrowfield haciendo un gesto al bombardero, cuyos hombres se estaban quedando igualmente en mangas de camisa—. Pensad en una buena cerveza y haced el esfuerzo por Inglaterra. —Los hombres hicieron una mueca nada más oír hablar de líquido. Algunos de ellos llevaban ya más de mediadas sus cantimploras. Williams había bebido solo un poco, haciendo caso de otra lección que había aprendido de Dobson. Negó con la cabeza y se echó sobre la rueda.
El ejército iba avanzando. Los caminos no eran buenos, pero Sir Arthur Wellesley los había visto peores en la India. Durante todo el día estuvo en continuo movimiento, acercándose con su caballo hasta la delantera para inspeccionar el terreno, yendo a hablar con los oficiales portugueses y los dirigentes civiles, y siempre comprobando en persona que estaban haciendo todo lo que debían. Hacía tiempo que había aprendido a ver tanto los detalles como el conjunto. No conocía bien a todos sus oficiales de mayor rango, así que le echó un vistazo a la apariencia de sus brigadas. Por lo general, estaba contento.
Dejar los cañones había resultado difícil. En la India, los cañones habían sido importantes y no quería sufrir otra batalla como la de Assaye cinco años atrás, cuando la artillería enemiga había sido mucho más numerosa y de mayor calibre que la suya. Conforme fue pasando el día se iba asombrando de que alguno de sus hombres sobreviviera a la avalancha de artillería pesada. Muchos no lo consiguieron, pero el resto siguió avanzando y ahuyentando al enemigo.
Dieciocho cañones no eran muchos, sobre todo si solo una de las tres baterías estaba equipada con los más pesados de nueve libras. Sin duda, los franceses contarían con más cañones y estarían bien servidos. Estaba previsto que los aliados portugueses se unieran a su ejército al día siguiente, pero parecía poco probable que llevaran más que un puñado de armas, si es que llevaban alguna. Tenían muchas carencias, aunque los miles de mosquetes que habían traído desde Inglaterra serían de ayuda.
Tenía que darse por satisfecho. No había más caballos, así que de lo único que disponía era de dieciocho cañones. Al menos, estaban bien atendidos y contaban con amplios equipos de soldados, aunque los carruajes estuvieran sufriendo la paliza del mal estado de los caminos. Ya había visto que la rueda de uno de los cañones había quedado destrozada, pero le impresionó la velocidad con la que sus artilleros la habían sustituido y habían seguido avanzando. También hubiera sido mejor tener más soldados de caballería. En Assaye había dirigido personalmente una brigada completa en una carga. Ahora solo contaba con un débil regimiento y era difícil que pudieran satisfacer todas sus necesidades como exploradores, patrullas, escoltas y mensajeros. Aun así, al menos ahora tenía sus propios caballos en tierra y podía cambiar de un pura sangre a otro conforme se fueran cansando.
Su infantería era buena y, en el fondo, eso era lo que más importaba. Por lo que había visto del país hasta ahora, no era muy idóneo para grandes agrupaciones de soldados de caballería. Se trataba de un paisaje monótono, sin la intensidad de colores y olores que recordaba de la India. También echaba de menos a los soldados de la Compañía Británica de las Indias Orientales, a los cipayos y los sowars, que tenían un aspecto tan alegre y luchaban tan bien. Pero el suyo era un ejército pequeño y bueno, y estaba deseando seguir adelante y enfrentarse al enemigo.
Aquel no sería su ejército durante mucho tiempo y admitió de buen grado —al menos para sí— que eso le hacía estar más impaciente. Había estudiado con atención a los franceses, aprendiendo cómo luchaban los hombres del emperador y cómo este había deslumbrado al mundo, aplastando a un ejército tras otro. También sabía que podía derrotarlos y ansiaba tener la oportunidad de demostrarlo. Aquello era ambición —las victorias en la India podían desestimarse, pero no el éxito en Europa—, porque él era un hombre ambicioso, pero no solo eso. Desde que había decidido dedicarse a la vida militar, se había dado cuenta de que su talento en ese aspecto era prodigioso. Había prestado servicio a las órdenes de comandantes poco eficientes en campañas temerarias y mal dirigidas, y aquella experiencia le había ofendido. Despreciaba el derroche y la incompetencia. Temía que se volvieran a repetir fracasos parecidos si dejaba de estar al mando. El servicio a su país era fundamental para él, su sentido del deber era algo tan natural como el respirar y, según su opinión, cualquier cosa que se hiciera como parte integrante de la política estatal tenía que hacerse bien. Por tanto, era mejor que él tuviera un papel clave.
A lo sumo, era cuestión de semanas, o algo menos. Sir John Moore se encontraba de camino para actuar como refuerzo del ejército en Portugal, tras regresar del fiasco que había supuesto la expedición a Suecia. Unos planes confusos en Londres y la comprensible desconfianza en las intenciones británicas por parte de los suecos habían dado lugar a que el ejército no llegara a desembarcar. Todo aquello había sido un desperdicio de tiempo y de esfuerzo, aunque Wellesley sospechaba que Moore tenía poca culpa de lo que había pasado. Tenía una buena reputación pero, por otro lado, no era del agrado de poderosos miembros del Gobierno. Por lo tanto, se había designado a dos tenientes generales de rango aún superior como comandante y subcomandante de las fuerzas enviadas a Portugal. Aquello no había sido todo. Había más tenientes generales de camino y pronto Wellesley ocuparía el octavo lugar en el mando del ejército.
Sir Harry Burrard podría llegar en menos de una semana. Ya había recibido una carta de él. Su contenido no indicaba ninguna idea en particular y mucho menos un objetivo claro. Por suerte, había llegado otra carta de Castlereagh, secretario de Estado y amigo. Wellesley se desanimó al leer los pormenores de los nuevos nombramientos, pero también recibió instrucciones de que siguiera con la campaña según su propio criterio y eso era lo único que necesitaba. Así que ahora avanzaría y buscaría una rápida confrontación con los franceses. La noche anterior le había escrito a su viejo amigo, el duque de Richmond, cuyo hijo menor prestaba servicio como edecán: «Espero derrotar a Junot antes de que llegue ninguno de ellos, y luego que hagan lo que quieran conmigo».
Así pues, siguió avanzando. Era un riesgo, pero calculado. Y los riesgos nunca le habían asustado. Buscaría a los franceses y los derrotaría, abriendo el camino hacia Lisboa. Realizaría adecuadamente esa tarea antes de que los demás lo echaran a perder. Les demostraría que podía vencer a los disciplinados franceses tan fácilmente como a los vastos y coloridos ejércitos de los príncipes indios.
Wellesley y sus hombres fueron con sus caballos hacia la cola de la columna. Le encantó ver que no había demasiados rezagados. Algunos soldados se habían separado de sus batallones, por culpa del calor y del peso de sus equipos. Los fardos de los soldados eran grandes. Tenían un armazón de madera y los llevaban atados al pecho, lo que dificultaba la respiración. Se decía que los de los franceses tenían un mejor diseño y merecería la pena echarles un vistazo cuando se les presentara la ocasión. Aunque era poco probable que el Ejército británico cambiara sus equipamientos simplemente porque estuvieran mal diseñados.
—George, ocúpese de que todos los que no puedan caminar sean llevados en carros. Nadie deberá abandonar la columna. —El edecán fue rápidamente para encargarse de todo. Wellesley no quería perder a ningún hombre de manera innecesaria. Realmente, algunos no se habrían recuperado de la inactividad de la travesía. Y más importante aún era que, por algún motivo, los hombres que se apartaban de sus unidades eran propensos a portarse mal. Se alejaban y molestaban a la población, robándoles comida y objetos de valor, e incluso cometiendo violaciones y asesinatos. Un ejército cuyo reclutamiento contara con la asistencia de magistrados tendría muchos individuos peligrosos y malos. Algunos de los integrantes de la precaria fuerza de caballería patrullaban los flancos de la columna para evitar que ningún casaca roja se apartara. Contaba con algunos prebostes —la policía del ejército—, pero no los suficientes.
En las últimas semanas, el Ejército francés había merodeado por Portugal, perpetrando todo tipo de atrocidades. Los hombres de Napoleón se dedicaban de forma rutinaria a buscar comida y saquear, pero ahora estaban masacrando a hombres, mujeres y niños. Esperaban aterrorizar a los portugueses, pero habían propagado tanto odio como miedo y ahora todos los campesinos estaban en su contra. Se solía cortar el cuello a cualquier francés que fuera visto solo. Wellesley estaba decidido a que sus hombres no provocaran un odio ni unas represalias parecidas.
Wellesley saludó con la mano al general Bowes al pasar por su lado. Bowes daba gritos con el rostro enrojecido mientras supervisaba a un grupo de hombres que trataba de liberar una carreta de munición que se había hundido en el barro. Una sucesión de maldiciones irlandesas casi ahogaban los gritos de aliento del general de brigada. Le había costado un enorme e insistente esfuerzo convencer a las autoridades de que le proporcionaran dos compañías de la Caravana Irlandesa para transportar las provisiones de la expedición, pero aquellos hombres y sus carros ya estaban demostrando valer su peso en oro.
El general y sus hombres siguieron cabalgando y pronto un fuerte ruido de chirridos metálicos anunció la cercanía de la comitiva principal con los equipajes. Por alguna razón, los encargados de conducir los carros de bueyes de la zona nunca engrasaban los ejes. El contraste con la eficacia y los vehículos uniformados de la caravana del regimiento saltaba a la vista, pero esos cientos de carros hacían que la campaña fuera posible. Por detrás de ellos iban miles de mulas, conducidas por algunos de los hombres más viles que había visto jamás en su vida. Podrían haber ido más rápido, pero era necesario que fueran todos juntos, por lo que mantuvieron el ritmo lento pero constante de los bueyes de tres kilómetros por hora.
Despacio, la larga columna avanzaba serpenteante en busca del general Junot para acabar con él.