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ORDEN GENERAL DEL 7 DE AGOSTO DE 1808

Tras haberse unido al ejército el cuerpo del general de división Spencer, los regimientos quedarán organizados en las siguientes brigadas desde la derecha:

Brigada Primera – regimientos 1/5, 1/9 y 1/38

al mando del general de división Hill.

Brigada Tercera – regimientos 1/82 y 106

al mando del general de brigada Nightingall.

Brigada Quinta – regimientos 1/45, 1/50 y 1/91

al mando del general de brigada Crauford.

Brigada Cuarta – regimientos 1/6 y 1/32

al mando del general de brigada Bowes.

Brigada Segunda – regimientos 36, 1/4 y 1/71

al mando del general de división Ferguson.

Brigada Sexta o Ligera – regimientos 2/95 y 5/60

al mando del general de brigada Fane.

La antes mencionada será la formación general de las brigadas en una línea, a no ser que a la Brigada Ligera se le ordene que ocupe su puesto en el frente o en la retaguardia o en alguno de los flancos, según dicten las circunstancias. La caballería quedará en la reserva y se colocará donde sea necesario. Media brigada de artillería acompañará a cada brigada de infantería. Se asignará un obús a las brigadas Primera, Segunda, Quinta y Sexta, y la brigada del cañón de nueve libras quedará en la reserva.

SPENCER es ahora el segundo de a bordo tras Wellesley —dijo Moss leyendo el resto de la orden general. Unas semanas antes se había planeado que el comandante de la fuerza de Gibraltar dirigiría una brigada en la que se incluyera al 106. Evidentemente, ese plan había sido desechado incluso antes de que esa fuerza desembarcara—. ¿Ha quedado claro el nuevo orden de batalla? —les preguntó a Toye, MacAndrews y Thomas.

El general de más edad sonrió.

—Veo que han separado a los highlanders. Muy inteligente, o podríamos haber terminado ocupándonos de otros cuarenta y cinco.

Moss soltó un resoplido riéndose. MacAndrews solo había dicho sutilmente que había una idea, ¿y sabía alguien dónde se compraban las escarapelas que llevaban los hombres del gentil príncipe Carlos?[10]

—Bueno, por fin nos vamos —Moss volvió a sus instrucciones—. El avance comenzará antes del amanecer en el noveno. Eso nos proporcionará una marcha de algunas horas antes de que el sol sea muy fuerte.

—¿Adónde vamos, señor? —Toye tenía la piel muy quemada y había empezado ya a pelarse. Le costaba mucho trabajo no quitársela.

—Aún no tenemos los pormenores, pero anoche, en la mesa del general, se hablaba todo el tiempo de Lisboa. —Habían invitado a Moss a cenar con Wellesley junto con dos comandantes de los demás batallones. Le gustaba dar la impresión de tener información privilegiada, aunque lo cierto era que la conversación había girado en torno a la caza y los caballos.

—De todos modos —continuó—, a última hora del día de mañana daremos a cada hombre suministro para tres días. Le agradecería que hablara de ello con el señor Kidwell —le dijo Moss al ayudante de campo.

—¿Munición? —preguntó MacAndrews.

—Por ahora, solo sesenta cartuchos por hombre. El resto permanecerá con la recua, junto con la comida para dieciocho días más —Moss miró a sus dos generales con atención. Su descontento con respecto a ellos había crecido aún más. No se trataba de que no hubieran cumplido con sus obligaciones. Los dos eran eficaces y dignos de confianza, pero al mismo tiempo parecían carecer de entusiasmo alguno. «Demasiado viejo», pensó Moss mirando el pelo canoso de MacAndrews. Sin embargo, Toye era apenas unos años mayor que el mismo Moss y siempre parecía como un cachorro nervioso porque le fueran a dar una patada. ¿Qué le pasaba a aquel hombre?

—Bueno, al menos no estamos muy lejos del frente de la columna —dijo MacAndrews—. No habrá mucho polvo.

Eso era cierto, pero a Moss le pareció un síntoma más de preocupación por aspectos menores.

—Mejor aún. Nos coloca más cerca del enemigo si nos encontramos inesperadamente con los franceses. La pena es que ya no estaremos con los de la Ligera, que nos habrían garantizado un derramamiento de sangre antes. De todas formas, no queda ya mucho para eso. Recuerden, caballeros. Si tienen alguna duda vayan directos al enemigo y enséñenle el acero británico. Quiero que los franceses conozcan al 106… ¡Y que nos teman!

Toye sonrió con cortesía. MacAndrews se preguntó por la creciente tendencia del coronel a pronunciar discursos cada vez que tenía ocasión.

—Los muchachos están listos —se limitó a decir—. Y el 82 parece un cuerpo sólido.

—Sí, a grandes rasgos estamos bien colocados. El general Nightingall es un buen hombre. —El tono de Moss sugería una generosa condescendencia al hacer aquella observación. Antes de que los demás salieran de su tienda, el sirviente del coronel les trajo una copa de vino mediocre y brindaron por el regimiento y por la gloria que conseguiría. MacAndrews tenía un paladar poco sofisticado, pero Toye casi no pudo reprimir una mueca por el sabor tan amargo. La pérdida de sus reservas personales había supuesto un disgusto adicional y quizá eso hacía que fuera mayor la decepción de Moss con sus oficiales de más alto rango. Hasta ahora no se había dado la oportunidad de separar a ninguno de ellos del batallón. Thomas sí lo haría, puesto que un ayudante de campo requería un esmero y atención por el detalle que claramente aquel hombre poseía, por muy aburrido que fuera como compañero. Los otros dos carecían de la vivacidad y del fuego que quería transmitir a todo el regimiento.

Moss hizo una mueca al dar un sorbo a aquel oporto tan repugnante. Era lo mejor que su sirviente había podido comprar y como solo quedaban unas cuantas botellas, se las reservaba para su propio uso. En el comedor tendrían que apañárselas con una porquería aún peor. En fin, tendrían que sacarle el mejor partido y él también. Le correspondía a él animar al regimiento y por Dios que eso es lo que haría. También tendría que asegurarse de que sus oficiales entendían cómo estaban las cosas. Los años de espera para tener otra oportunidad para destacar casi habían llegado a su fin y en ese momento él debía dar la talla.

—Las matemáticas no han sido nunca mi fuerte, pero me parece una extraña forma de contar —dijo Hanley. Un grupo de subalternos del regimiento estaba sentado alrededor de una mesa del comedor y estudiaban un ejemplar de la nueva orden general—. Es decir, uno, tres, cinco, cuatro, dos y seis.

—Bueno, es el orden en que nos colocaremos cuando formemos para la batalla —se ofreció a explicarle Williams.

—Aun así, me parece extraño. ¿Por qué no numerarnos simplemente de derecha a izquierda? ¿O de izquierda a derecha, si se prefiere?

Por un momento, hubo un silencio de asombro, de modo que la voz de Anstey diciendo: «Creo que esta baza es mía», se oyó claramente desde el grupo de oficiales que estaban sentados en los taburetes de la puerta jugando una partida. «Son diez chelines lo que me debéis, granujas».

—Es por superioridad de rango, William —dijo Pringle con un tono que sugería que esa debía ser la explicación más adecuada. Hanley parecía aún confundido, lo que hizo saltar el fuerte instinto pedagógico de Truscott.

—No me lo puedo creer —dijo negando con la cabeza—. A veces te comportas como un recién llegado. ¿Y llevas ya un par de meses con nosotros? Es realmente sorprendente. El rango lo es todo y un granadero debería saberlo mejor que nadie. ¿Entiendes por qué a tu compañía la colocan siempre a la derecha?

Hanley contestó que suponía que todos tenían que ocupar alguna posición y que era más fácil si ellos ocupaban siempre la misma.

Derryck estalló en un ataque de risa. Los demás sonrieron con pesar ante tan increíble ignorancia.

—No —continuó explicándole Truscott con paciencia, como si le hablara a un enfermo o a un niño pequeño, o lo que era peor, a un civil—. Es porque eres superior a todas las demás compañías del regimiento. Por tanto, ocupas el lugar de mayor honor, la derecha de la línea. Los ligeros van a continuación en la escala, así que están a la izquierda, el segundo puesto de honor.

Williams pudo ver que su amigo se disponía a formular la pregunta, así que la contestó antes de que tuviera oportunidad de ello.

—Esto viene de los griegos. Un hombre llevaba la lanza en la mano derecha y el escudo en la izquierda. La lanza era la que atacaba y el escudo lo que defendía, así que la derecha se asociaba con el ataque y, por tanto, se convirtió en el lugar de mayor honor. Se consideraba a todo el ejército como si fuera un solo hombre, así que el flanco derecho era el más prestigioso. Si recuerdas a Tucídides…

Truscott estaba agradecido por la lección sobre la Antigüedad, sabiendo que Hanley lo tendría en cuenta, pero no estaba de humor como para escuchar una larga digresión por parte de Williams.

—Cuando se trata de oficiales del mismo rango —lo interrumpió—, se da preferencia al hombre que fue nombrado en primer lugar. Tenemos dos generales de división, así que lógicamente se les dan las brigadas Primera y Segunda. El general de división Hill lleva más tiempo en el rango, así que es igualmente lógico que él y su Brigada Primera ocupen el puesto de más honor a la derecha de nuestra línea.

»El general Ferguson y su Brigada Segunda están en el segundo puesto de honor a la izquierda de la línea. Después van nuestros generales de brigada según su antigüedad.

Vio que Hanley estaba a punto de hacer otra pregunta, pero levantó la mano para pararlo porque creyó que era importante terminar su explicación.

—El tercer lugar de honor está nuevamente a la derecha de la línea, justo a la izquierda de la primera brigada, por lo que se le da al general de brigada de más antigüedad —Truscott empezó a organizar las copas de la mesa para marcar sus puestos, sin hacer caso de los gritos de: «¡Eh, yo no la he terminado!» por parte de Pringle. La explicación continuó y Hanley se esforzó por seguirla con atención.

—Y así, cada brigada ocupa su posición de acuerdo con su rango y preferencia en dirección al centro. La Brigada Sexta o Ligera es la única excepción. En ella están nuestros fusileros, por lo que es diferente a las demás. Su deber les obliga a cubrir cualquier avance o retirada y, a menudo, a acercarse al enemigo y realizar una escaramuza. Por tanto, el lugar que ocupen variará, pero normalmente se les trata como si fueran la compañía ligera de un regimiento y, como tal, se les coloca en el extremo izquierdo al resto de nosotros. —Miró a Hanley, esperando alguna muestra de entendimiento.

—Me parece muy complicado —se atrevió a decir. Truscott puso los ojos en blanco.

—La verdad es que es sencillo, William —dijo Pringle—. Una vez que te acostumbras, se convierte en algo tan natural como comer. ¿Puedo volver a coger mi copa o se romperá el ejército? —Cogió la copa de peltre y la vació—. ¡Ay de la Brigada Tercera! Morituri te salutant.

—Pero estoy seguro de que las brigadas podrían desplegarse siguiendo la secuencia lógica de su numeración —sugirió Hanley—. ¿No sería eso aún más fácil?

—¡Que el Señor nos libre de los granaderos que utilizan la lógica! —Truscott decidió volver a intentarlo—. De esa forma, no se respetarían los puestos de honor y de peligro. En una línea, los flancos son vulnerables, por lo que los mejores oficiales y regimientos y los más firmes deben ir ahí. El rango garantiza que esto se cumpla. Lo mismo ocurre con los batallones, aunque solo Dios sabe por qué debemos dar más prioridad a los granaderos.

—Porque sus mentes funcionan tan despacio que permanecen en sus puestos incluso después de muertos —propuso Derryck.

Truscott, como siempre, no le hizo caso.

—Pasa lo mismo en las brigadas. El rango de cada regimiento determina su posición con respecto a los demás. Estoy seguro de que eso lo sabías.

—Yo había supuesto simplemente que nos colocábamos donde nos decían. —Hanley se esforzaba por hacer un buen uso de la gramática de aquel lenguaje nuevo.

—Entonces, dinos, fuente de conocimiento, ¿dónde iremos colocados en la Brigada Tercera? —le preguntó Pringle con picardía.

—Sé que somos un cuerpo nuevo del ejército —se atrevió a decir Hanley.

—El más nuevo, en realidad —Williams había decidido intervenir otra vez—. Y por tanto, el regimiento de menor antigüedad de la línea.

—¡Pero el mejor! —afirmó Derryck con rotundidad, y los oficiales más entusiastas aporrearon la mesa en señal de aprobación.

—Silencio. Apenas puedo oír lo que digo —gritó una voz desde el exterior de la tienda. Dieron más golpes y lanzaron gritos y pasó un rato hasta que el ruido cesó.

—Ah, entonces, ¿un número inferior indica mayor preferencia? —Hanley sentía que estaba haciendo progresos y se sorprendió ante las expresiones de consternación general por el hecho de que se hubiera dado cuenta de algo tan obvio—. ¿Significa eso que nosotros iremos en el centro? —Hubo un regocijo generalizado aunque aún incrédulo.

—En una brigada más grande sería así —Truscott elevó la voz para hacerse oír por encima del ruido—. Pero como solo llevamos con nosotros a los del 82, nuestra posición es a la izquierda. ¿Ves? Es muy fácil. Cada compañía, cada regimiento y cada brigada ocupan su lugar lógico. Y luego, cada uno de nosotros tiene una posición dentro de la compañía. Somos los hilos de una red más grande.

—Muy poético —dijo Pringle—. Tengo la sospecha de que te gusta leer libros.

—¿Y por qué no los ladrillos de un muro, como los espartanos? —propuso Williams.

—Vas a confundir a este hombre, era mucho más feliz siendo un hilo.

—¡Malditos granaderos! —exclamó Truscott con tono de cansancio—. Por lo menos, ya sabe en qué consiste esto.

Hanley levantó la cabeza.

—¿Y exactamente qué es un obús? —Todos los que estaban en la mesa empezaron a refunfuñar.

—Está muerto, señor —dijo el sargento tuerto, masajeándose los nudillos.

Denilov había prestado poca atención a los últimos minutos del interrogatorio, pero un rápido vistazo confirmó que Varandas había muerto por fin.

—Este viejo cabrón era más duro de lo que parecía. —Había una cierto respeto insinuado en la voz del sargento. Ni él ni ninguno de sus soldados era tan alto como su oficial, pero todos tenían anchas espaldas y estaban acostumbrados al trabajo duro. Habían empezado simplemente golpeando a aquel hombre y, después, Roberto, el intérprete, había traducido las preguntas del conde mientras los soldados se turnaban para golpearle en la cara, las costillas y el estómago si el viejo no respondía satisfactoriamente. Durante un tiempo Varandas se había empeñado en alegar que no sabía nada, hasta que el dolor se volvió por fin demasiado fuerte y empezó a responder entre gemidos. Roberto se lamía los labios mientras miraba, primero estremeciéndose ante los golpes y luego sonriendo mientras disfrutaba de estar del lado de hombres que eran capaces de dar rienda suelta a tanta violencia.

—No importa. He oído todo lo que necesitaba saber. —Eso había sido un rato antes, pero les pareció lógico continuar con el interrogatorio, por si había algo más que pudiera saber. Denilov hizo un gesto desdeñoso y el sargento ordenó a dos de sus jaegers que sacaran el cadáver. Lo llevaron al jardín de la casa y lo lanzaron sobre un montón de estiércol. A continuación, removieron los desechos para cubrir el cuerpo, quejándose a medida que cada palada liberaba oleadas de hedor del abono.

—Lo has hecho muy bien, Roberto —le dijo Denilov en francés.

—Gracias, señor —el hombrecillo se tocó la frente mostrando respeto. Como era habitual, estaba agachado, tratando de pasar lo más desapercibido posible. Tenía la piel cetrina y la cara picada y no paraba de mover los ojos para no mirar a nadie directamente. El oficial ruso le ponía, como poco, nervioso y el cruel interrogatorio que habían hecho al administrador no había hecho más que infundirle más miedo, pero también hizo que aumentara su codicia. Hasta ahora le habían pagado bien y le habían prometido que habría más.

Denilov lo había contratado en una taberna de Lisboa apenas una semana antes. El conde había tardado casi un mes en localizar a Varandas, porque se movía con cautela. Luego necesitó unos días más antes de estar listo para ir en su busca. La llegada de los británicos había sido una feliz coincidencia, porque la confusión de una guerra haría más fácil el cumplimiento de su tarea. ¿Quién notaría unas cuantas muertes más ni se quejaría por la pérdida de algún patrimonio cuando había ejércitos rivales en plena campaña saqueándolo todo a su paso? La llegada del Ejército británico hubiera sido del gusto del viejo general, pero a Denilov no le cabía duda de que fracasaría. No es que le importara, porque estaba ya muy cerca de las riquezas escondidas del duque. Varandas había confesado por fin que había dispuesto ocultar un cofre lleno de las cosas del duque cerca de Óbidos. Un sacerdote de la zona, persona de confianza del mismo duque y del administrador, se había encargado de los últimos detalles. Ahora lo único que tenían que hacer era buscar a ese hombre y convencerle de que hablara.

—¿Conoces ese sitio? —le preguntó Denilov al intérprete.

—¿Óbidos? Sí. Sí, señor. Creo que sí —tartamudeó Roberto—. Al norte, cerca de la costa. —Cuando fue criado de un comerciante francés, lo habían sorprendido robándole a su jefe y lo despidieron. Desde entonces, se había convertido en un ladronzuelo de las callejuelas de Lisboa. Era de utilidad porque hablaba francés y pocos portugueses hablaban otro idioma que no fuera el suyo propio. Denilov dudaba de que hubiera salido mucho de aquella ciudad y sospechaba que lo que conocía del pueblo que estaba buscando era más bien poco. No importaba. Si los llevaba hacia aquella zona, lo encontrarían sin muchas dificultades.

—Creo que aquí ha estado una mujer. Sí, una mujer, no hace mucho —la expresión de Roberto era de lascivia—. Ese viejo se sabía divertir, ¿eh? No era demasiado mayor para eso.

Denilov ya había notado que había dos platos dispuestos en la mesa con los restos del desayuno, y la ropa de la cama estaba probablemente más revuelta que si Varandas hubiera dormido solo. No había ropa de mujer ni ninguna señal de que en aquella casa de campo viviera nadie más. Quizá el administrador había llevado a alguna prostituta del pueblo más cercano, pero Denilov lo dudaba y sospechaba que podría ser María. Así que no se había rendido. Él se había divertido poco durante las últimas semanas y le gustaba la idea de volver a encontrarse con ella. Denilov adoptó una sonrisa perversa, haciendo que el nervioso intérprete se encogiera, y el conde no pudo evitar reírse. Roberto lo miró confundido y, después, se unió a las carcajadas, esperando dejar clara su lealtad a su perturbador jefe.

—Una pena que no siga ella por aquí, señor —dijo con una mirada maliciosa. Denilov no le hizo caso. Si María había estado ahí esa mañana es que había tardado mucho tiempo en encontrar a Varandas. Quizá era verdad que no sabía dónde estaba, aunque era evidente que al final había podido localizarle. Se le había adelantado un poco, pero él y sus hombres podrían avanzar más rápido. Quizá la muchacha había conseguido que algunos hombres la ayudaran, aunque era poco probable que supiera que él también había iniciado su propia búsqueda. Tendrían que ir con cuidado, pero Denilov había planeado hacerlo de todos modos y confiaba en que su sargento mantuviera a sus hombres en alerta. Pero no podían permitirse ser demasiado lentos.

Salieron de la casa y se dirigieron al norte, siempre manteniendo a un explorador a cierta distancia por delante y a otro que vigilaba la retaguardia. El campo parecía extrañamente vacío y casi no vieron a nadie. La gente estaba nerviosa por la presencia de los dos ejércitos y pocos salían de casa a no ser que no tuvieran otra opción. Hubo un momento en que vieron a media docena de hombres a lo lejos y un destello del sol reflejándose sobre el metal, lo que daba a entender que se trataba de armas. Esa noche acamparon en una pequeña hondonada y no encendieron ninguna hoguera para no llamar la atención. Podían verse grandes fogatas y Denilov imaginó que las habían encendido grupos de milicianos y voluntarios entusiastas que rondaban por el campo esperando tender emboscadas a franceses aislados.

Al día siguiente la suerte les cambió apenas media hora después de que emprendieran la marcha. El frío de la noche no se les había quitado todavía y se alegraban de poder abrigarse con sus gabanes grises. El jaeger que iba el primero levantó la mano de repente para que se detuvieran. Lo hicieron y cada uno de ellos escrutó los achaparrados arbustos que cubrían los lados del pequeño valle. El sargento estaba a punto de preguntarle al soldado qué era lo que había visto cuando aparecieron varios hombres por las laderas que los rodeaban. Eran por lo menos cuarenta. Muchos llevaban picas u horcas, pero unos cuantos llevaban restos de uniformes, mosquetes y pistolas. Instintivamente, los soldados levantaron sus mosquetes listos para disparar, apuntando con ellos a los campesinos que estaban más cerca.

—¡Alto! —gritó Denilov a sus hombres—. Bajad las armas —los jaegers obedecieron, moviéndose suavemente para apuntar al suelo, pero ninguno soltó el gatillo. Los ojos de Roberto miraban a uno y otro lado y el sargento se dio cuenta de que saldría corriendo a la menor oportunidad. Le susurró una amenaza y, aunque el hombre de rostro cetrino no hablaba ruso, sí entendió la intención y empezó a asentir y sonreír fervientemente en un esfuerzo por tranquilizarle.

A continuación, Denilov gritó algo en un idioma que el sargento no entendía. Su tono era amistoso y los campesinos lo miraron vacilantes. Un hombre que parecía ser el cabecilla se acercó unos cuantos pasos y preguntó algo en portugués. El conde volvió a intentarlo, pero no se entendieron. Entonces Denilov le habló a Roberto en francés.

—Dile que soy un oficial inglés y que somos soldados ingleses, aliados suyos que han venido a luchar contra el enemigo común y liberar a su país.

Hubo un rápido intercambio de palabras en portugués.

—Pide alguna prueba —susurró Roberto.

—Abríos los abrigos, dijo el conde con voz calmada, hablando en su propio idioma a sus soldados. Se desabrochó el gabán y se lo echó hacia atrás para demostrarles lo que decía. Entonces, Denilov volvió a hablar en francés—. Dile que puede ver que llevamos chaquetas verdes. Somos soldados ingleses de élite. Como vuestros caçadores. Cazadores que van en busca de franceses. —El uniforme de la Guardia Jaeger tenía un corte y forma diferente al de los fusileros británicos, pero el color era lo único que de verdad importaba. No era el azul de los franceses.

No fue tarea fácil, pero Denilov se mostraba seguro y amistoso y elogiaba al cabecilla de los portugueses por la destreza y claro coraje de sus hombres. Le ofreció un trago de su petaca y pronunció un solemne brindis por los dos reinos de Portugal e Inglaterra y por su incondicional alianza. Uno de los campesinos los guio durante cinco kilómetros hasta un camino de tierra que, según les aseguró, les conduciría hasta Óbidos.

—Mañana, quizá pasado —tradujo Roberto—. O dentro de dos días, cree él—. Denilov se preguntó si aquellos hombres solían viajar mucho. No preguntó por el sacerdote. Podía esperar para eso hasta que estuvieran más cerca.