19

EL cuarto día Hanley ya estaba aburrido y notó que aquella sensación era común en todo el 106 y muy probablemente en todo el ejército. La mayor parte de los alrededor de diez mil soldados que habían llegado desde Cork estaban ya en tierra firme, pero seguían trabajando en la tarea mucho más ardua de descargar los cañones y los caballos de artillería y de los dragones ligeros. Casi habían terminado, pero se esperaba que el convoy procedente de Gibraltar que traía a los cuatro mil hombres restantes llegara al día siguiente, por lo que tendrían que empezar de nuevo con el mismo proceso.

La excitación de desembarcar en una costa tomada por el enemigo fue desvaneciéndose poco a poco con el paso de los días. No había indicios de los franceses y el ejército permanecía cerca de la playa. El 106 realizaba tareas de piquete y organizaba grupos de trabajo que ayudaran a descargar y, en varias ocasiones, a transportar enormes cantidades de provisiones a una distancia aproximada de un kilómetro y medio sin tener muy claro cuál era el motivo. La gran aventura se había estancado convirtiéndose en rutina. Y lo que era aún peor, se pasaban las horas haciendo instrucción, tal y como habían hecho en Gran Bretaña. Realizaban instrucción por batallones y por compañías individuales, y el ayudante de campo insistió también en que desfilaran y entrenaran en instrucciones adicionales los reclutas y oficiales más nuevos. Se había hablado de maniobras de brigada, pero aún no se habían hecho.

No había peligro ni excitación, ni siquiera miedo, y Hanley expresó su frustración:

—¿No estáis hartos de estar sentados aquí sin nada que hacer?

—Lo siento mucho, ¿la guerra no está siendo del agrado del señor? —preguntó Pringle—. ¿Quiere que traiga a la cocinera para que le prepare otra con una ración extra de franceses rabiosos?

Con la decepción por la falta de aventura, se empezó a practicar un nuevo deporte en la Compañía Ligera y enseguida se extendió al resto del 106. Al descubrir que a sus homólogos franceses se les conocía como voltigeurs o saltadores, los soldados de la infantería ligera le cogieron el gusto a saltar cualquier zanja o hueco que se encontraran. Incluso los oficiales se les unieron, fingiendo que simplemente se ahorraba tiempo saltando por encima de un obstáculo en lugar de rodearlo. A Truscott se le daba bastante bien. Un día después alguien empezó a caminar por encima de un muro de piedra en lugar de pasarlo por el lado y aquello se convirtió en un nuevo motivo de entusiasmo. Williams sucumbió, provocando un ataque de risa en Hanley y Pringle cuando se resbaló y cayó con todo su peso con una pierna a cada lado del muro. Los oficiales de más experiencia como MacAndrews no veían nada malo en aquellos juegos; recordaba que en su primera campaña parecía tener mucha energía y que no sabía en qué emplearla. Moss pensó que aquello era indigno y lanzó una orden por la que prohibía a sus hombres saltar. La ignoraron, a menos que hubiera cerca algún oficial de alto rango.

En general, Hanley y los demás oficiales jóvenes se sentían como si no hubieran salido nunca de Inglaterra, pero hubiesen perdido sus comodidades. El 106 tenía ya su tienda que hacía las veces de comedor, donde los oficiales podían cenar y beber, pero el bote que llevaba las provisiones personales del coronel había volcado cuando se dirigía a la costa y se había perdido todo. Habían conseguido vino de la zona, pero hasta ahora solo tenían un oporto muy malo e incluso los subalternos más jóvenes notaban la diferencia entre este y las mejores cosechas de Moss. La comida dependía también principalmente de los víveres del ejército, puesto que los pocos manjares que estaban disponibles en la zona habían aumentado su precio rápidamente tras la llegada del ejército.

A Hanley no le importaba contar con una comida y una bebida más sencillas. Ni tampoco puso objeción al hecho de dormir al raso. La tienda de Billy Pringle había sido mal guardada en la travesía y las atenciones de ratas y demás bichos la habían dejado en un estado lamentable y llena de agujeros. Aparte de eso, no había perspectivas de que se fuera a comprar un burro que la transportara en cuanto se trasladaran tierra adentro. Las noches eran clementes y había cierto romanticismo en el hecho de dormir sobre las dunas arenosas envueltos en una manta. Incluso algunos de los oficiales que tenían tiendas preferían dormir así.

Era la espera lo que no le gustaba. Desde que habían desembarcado —quizá desde que vio aquel cuerpo flotando lentamente cerca del bote—, William Hanley había dejado que el miedo creciera en su interior. Los recuerdos de la masacre en Madrid se volvieron más frecuentes. Si cerraba los ojos podía ver los sables franceses levantándose y cayendo, y podía oír los gemidos de esfuerzo por parte de los soldados de caballería y los gritos de sus víctimas y aquel espantoso maullido del francés con la cara destrozada. Todo aquello volvía a parecer real. Inglaterra se le hacía como un mundo distinto y apartado, lejano en todos los aspectos de aquella carnicería e incluso del hombre que él mismo había sido durante los años que pasó en España.

Sobre todo, recordaba su propio miedo, el pánico que crecía a medida que esquivaba a los jinetes y huía después por los oscuros callejones, sin parar de correr hasta que ya no pudo más, con la respiración entrecortada y el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. ¿Volvería a salir corriendo? Los pensamientos de venganza, de conseguir de algún modo la absolución por haber abandonado a María Pilar, habían desaparecido del todo.

En su lugar, la preocupación por ceder al miedo y salir corriendo le atormentaba cada vez más. No le importaba la reputación, y mucho menos el honor que sus compañeros oficiales aseguraban que determinaba sus vidas. Si seguía teniendo orgullo era porque él mismo se sentía por encima de esa vanidad humana. Un artista —y en el fondo lo seguía siendo, pese a que su capacidad como tal se quedara corta— debía ver la realidad de las cosas y no perder el tiempo con ilusiones. Lo único que de verdad importaba era la capacidad de crear objetos maravillosos y bellos.

Hanley sonrió al pensar aquello, reconociendo su pomposidad pero, aun así, sintiendo que había en ello algo de verdad. Le sorprendió encontrarse bastante contento con el regimiento, incluso feliz a veces. Pero no le importaba tanto el 106 y, a pesar de la feroz lealtad de sus camaradas, por lo que él veía no era muy diferente al resto de regimientos del ejército —probablemente de cualquier ejército—. Sí que le importaban sus amigos, Pringle y Truscott, y Williams, que se tomaba la vida tan en serio, y algunos más. Lo que más temía era la idea de que pudiera sufrir un ataque de pánico y abandonarlos. Comparada, con eso, la muerte le parecía mejor.

Aquella idea se hizo más fuerte y terminó por abrazarla. Un rápido movimiento, la bala limpia del mosquete en la frente y todo terminaría. Sin más sueños, sin más decepciones, sin más búsqueda de un sentido, solo «dormir la noche eterna» de Catulo. Aquello tenía la atracción de la simplicidad. Entonces recordó los gritos y las mutilaciones y el frío miedo de la agonía, y el horror se agarró a él con más fuerza. La espera le proporcionaba mucho tiempo para pensar y para que el miedo se enconara en su interior.

Se sobresaltó al sentir que le tocaban en el hombro.

—¿No dibujas? —le preguntó Pringle sentándose a su lado en la loma que daba a la bahía. Hanley negó con la cabeza. Lo había intentado el día anterior, pero el lápiz se quedó inmóvil tras apenas unos cuantos trazos. La imagen de la muchacha muerta de Madrid le obsesionaba y fascinaba tanto que hacía desaparecer todo lo demás.

—Bueno, come algo —Pringle le tendió una barra de pan negro—. Bills trae el embutido de carne, pero tenemos esto para acompañarlo —en la otra mano tenía una botella verde. El corcho apenas estaba metido y Pringle lo sacó con los dientes—. A ver si te acuerdas de esto.

Hanley cogió la botella y se la llevó a los labios. El otro hombre lo miraba con una amplia sonrisa en el rostro. Hanley confesó que sabía muy poco de vino, pero que el sabor de ese le parecía familiar. Por fin lo reconoció.

—Es el brandy favorito del coronel —Pringle asintió—. Esto debería alegrarle. ¿Lo cogiste del comedor?

—No exactamente. Se lo saqué a un irlandés del 95.

—¿Y cómo…?

—He oído que algunos de nuestros fusileros son muy buenos nadadores.

—¿Quieres decir que es el brandy del coronel?

—Ya no. Tampoco está mal para mojar pan en él —Hanley se rio, aunque no estaba tan contento como su amigo. Williams se unió a ellos con un fardo. Cortaron un poco de embutido y comieron y el voluntario bebió de su cantimplora de madera. Era la de reglamento, de color azul claro y con una plantilla pintada con el número CVI del regimiento.

Al cabo de un rato, Billy Pringle empezó a tocarse los bolsillos.

—Ah, sí. Me había olvidado de mi deber solemne como superior vuestro. ¿Dónde demonios lo he puesto? No importa. Ni siquiera a mi mente le costará recordarlo. El general os envía a los dos un mensaje personal. De todos modos, la gran noticia es que formaremos en dos filas.

Hanley se quedó pensando un momento.

—Pero eso es lo que hacemos siempre.

—Nosotros y el resto del ejército pero, tal y como tú y Bills deberíais saber si os hubieseis estudiado bien el manual de instrucción, no es eso lo que nuestro augusto Sir David Dundas nos ordena.

—Se supone que una línea debe ser de tres en fondo, a menos que las bajas dejen a la unidad tan débil que no pueda mantener su frontal —explicó Williams.

—Me dejas impresionado. ¿Son palabras textuales? —Pringle parecía aún más pletórico de lo habitual.

—No, son mías.

—Entonces, estoy más impresionado, joven Bills. Un día deberías escribir algún libro aburrido sobre el tema más críptico que se pueda uno imaginar. Sospecho que tienes un talento natural para ello.

—No lo entiendo —Hanley estaba realmente confundido—. ¿Por qué nos ordena que hagamos lo que ya estamos haciendo?

—No esperarás que haya lógica en el ejército, ¿verdad? —Pringle hizo una pausa para beber otro sorbo de la botella—. Ahí es donde se encuentra el camino a la locura. O puede que a la gloria.

—Una línea de tres en fondo es más sólida. Los franceses y la mayoría de los demás ejércitos forman así —Williams se mostró extremadamente seguro en su afirmación—. Pero los hombres de la tercera fila no podrán ver bien y tendrán problemas para disparar con eficacia. —Un momento después otra idea vino a su mente—. Puede ser peligroso.

—Yo pensaba que supuestamente la guerra era peligrosa —Hanley sonrió.

—¿De verdad? Nadie me lo había dicho. Voy a tener que presentar mi renuncia —dijo Pringle con la boca llena de pan salpicando a los otros dos de migajas. Al reírse por su propio chiste le dio un ataque de tos—. Lo siento —añadió.

Williams no le hizo caso, deseando trasmitir lo que sabía.

—Quiero decir peligroso para los hombres de la segunda fila y la de delante. A veces, los de la tercera les disparan.

—¿Qué? —preguntó Hanley incrédulo—. Seguro que eso te lo has inventado.

—La verdad es que no —intervino Pringle para apoyar a Williams—. Se oye eso mismo con mucha frecuencia. Al parecer, antiguamente era común, y todavía lo es entre los franceses. Me temo que de nuevo estáis esperando que los ejércitos actúen con lógica.

—Pero ¿por qué aceptar que vas a matar con regularidad a tus propios hombres?

—Por orgullo, tradición o porque siempre lo han hecho así en el pasado. No parece que eso haya impedido que los franceses ganen batallas.

—Una línea con más fondo es más sólida —repitió Williams.

—De todos modos, el resto depende de la formación que adopten las brigadas del ejército. Nosotros estamos en el extremo izquierdo, junto a la Brigada de las Highlands. Durante la marcha estaremos siempre en la delantera. Bueno, lo estarán los dos batallones de fusileros y nosotros los asistiremos. Un par de cañones acompañarán a la brigada, así que estad preparados para algunas explosiones fuertes. ¿Lo habéis entendido? —Los dos asintieron—. Bueno, no os hagáis mucho a esta idea porque tal y como están las cosas, cambiará dentro de uno o dos días, cuando desembarquen las nuevas brigadas. Esa es la formación con la que vamos a luchar o marchar por ahora, pero como no vamos a ir a ningún sitio y los franceses no aparecen, no tiene mucha trascendencia.

Se quedaron un rato en silencio, pensando en los misterios del ejército, hasta que habló Williams.

—Tengo que pediros un favor a los dos —la voz le temblaba un poco. Estaba pálido, algo que los demás habían notado que solía pasarle en momentos de fuerte emoción—. Es importante. —Billy Pringle pensó en alguna respuesta frívola, pero luego decidió que no era el mejor momento.

—A tu disposición, como siempre —dijo. Hanley hizo una promesa parecida.

—He escrito estas cartas y os estaría muy agradecido si pudierais enviarlas en caso de que yo muera.

—Tú no vas a morir, Bills —había aplomo en la voz de Pringle—. Ninguno de nosotros. Somos demasiado guapos.

Williams siguió hablando en serio.

—Y sin embargo ocurre. Sería un consuelo saber que si alguno de los dos sobrevive —«muchas gracias», pensó Pringle—, os aseguraréis de que estas cartas lleguen a su destino. No puedo pedírselo a nadie más, pero eso ya lo sabéis. Las guardo en el fondo de mi morral, envueltas en tela impermeable con mis libros —vaciló y siguió hablando sonrojado ahora por la vergüenza—. Una es para mi madre. La otra… En fin, la otra… es para la señorita MacAndrews —examinó sus rostros con atención, tratando de ver si les sorprendía o incluso si les divertía. Los dos se mostraron serios y eso le tranquilizó.

—Por supuesto, pero no será necesario. Tú mismo las verás a las dos algún día. Y estarás crecido y orgulloso con tu rango de oficial —Pringle trató de no hablar con un tono demasiado ligero porque sabía que Williams lo decía muy en serio.

—Te doy mi palabra —añadió Hanley, bastante sorprendido de utilizar aquella expresión, pero había algo curiosamente trascendental en aquella escena y, por una vez, le pareció que era lo lógico.

—Yo también —dijo Pringle—. Y es la palabra de un hombre que casi fue pastor de la Iglesia —se dio cuenta de que no había hecho bien en decir aquello, así que añadió—: Y lo que es más importante, es la palabra de un amigo de verdad.

Williams estrechó la mano de los dos mirándolos directamente a los ojos. Después de eso tenía que volver a la playa a ayudar a un grupo para transportar suministros.

—Bueno, ha sido todo muy solemne y un poco morboso —dijo Pringle después de que el otro se hubiera ido—. Espero que no vayas tú a pedirme que haga lo mismo por ti.

—Yo no tengo a nadie a quien merezca la pena enviar mi última carta.

—¿En serio? ¿Ningún viejo enemigo al que te gustaría enviarle una última tanda de insultos? —Pringle notó que su amigo estaba claramente emocionado—. ¿Tú también?

Hanley lo miró.

—Confieso que estos últimos días mi mente ha estado llena de pensamientos sobre la muerte.

—La tuya y me atrevería a decir que la de todo el ejército —Hanley se sorprendió, aunque aquella conversación con Williams había empezado a hacer que se preguntara si su humor sombrío era más común de lo que se había imaginado—. El truco está en no permitir que los demás lo noten. De todos modos, no vas a morir, y es una orden. No puedes dejarme solo con ese imbécil de Redman por compañía. Ah, y Bills, claro, pero todo se puede volver demasiado solemne si pasas mucho tiempo a solas con él.

Hanley sonrió obediente. Por extraño que pareciera, la idea de que no le iba a importar a nadie si vivía o moría le había puesto furioso. Una parte terca de él estaba decidida a vivir simplemente por fastidiar a un mundo que le había lanzado a la deriva.

—En fin, si es una orden… —dijo.