18

EL teniente general Sir Arthur Wellesley espoleó a su cansado caballo para que subiera la cuesta y después tiró de las riendas para detener al pobre animal. Se permitió un momento para contemplar la vista sobre bahía de Mondego dejando que tres oficiales del Estado Mayor le alcanzaran. Sus caballos eran solo un poco más débiles que el caballo castrado que montaba él pero, como siempre, presionaba a su montura un poco más que los demás, ya estuvieran de caza o de campaña militar. Mañana estaría mejor. Esa mañana habían desembarcado dos de sus caballos y los mozos de cuadra habían pasado el resto del día ayudándoles a recuperarse de tantas semanas en el mar.

Acarició el cuello de su caballo y pudo notar que al animal le costaba respirar. La criatura estaba delgada y algo hambrienta, pero era lo mejor que el comandante portugués le pudo proporcionar. No es que entendiera mucho de caballos. Hasta hacía unas semanas, aquel hombre preocupado y de rostro gris había sido profesor de Derecho en la Universidad de Coimbra, hasta que él y sus alumnos tomaron las armas para enfrentarse a los franceses y se hicieron con el fuerte que dominaba la bahía. Unos días después, la Armada Real había desembarcado a varias compañías de marines para dar más apoyo profesional a la guarnición. Wellesley se alegraba de que estuvieran allí porque se tardaba mucho en reclutar y formar a un ejército y los portugueses solo habían contado con algunas semanas.

Los estudiantes constituían un grupo de aspecto andrajoso. Solo unos pocos contaban con mosquetes y un trapo rojo atado al brazo era lo único que la mayoría de ellos llevaba como uniforme. Cuando atravesó la puerta de entrada con su caballo, el saludo entusiasta que le brindaron los jóvenes portugueses casi pareció una parodia de la elegante presentación de armas de los marines. De todos modos, lo agradeció exactamente igual que si lo hubiera hecho la Guardia Real de Londres. Del mismo modo, había saludado y felicitado al antiguo profesor.

Los portugueses no se habían organizado aún, pero le habían recibido bien y mostraban entusiasmo y, en el fondo, eso era lo que importaba. Las cosas habían sido muy diferentes en España. Las primeras órdenes de Wellesley habían sido llevar al ejército a La Coruña y ayudar a las autoridades de la región de Galicia. Él había liderado el principal convoy de barcos, pero no encontró ningún entusiasmo por la expedición británica. La junta militar gallega había acogido con agrado las armas y el dinero ingleses, pero se negó a aceptar ningún soldado y, mucho menos, todo un ejército. Con recursos podrían luchar ellos solos contra los franceses y alardeaban de una importante victoria que ya había conseguido el ejército español más al sur.

Decepcionado, Wellesley volvió a bordo de la fragata de la Armada y navegó hacia Portugal. En Oporto había un obispo que estaba liderando la resistencia ante los franceses. Aquel hombre no era soldado, pero parecía tener talento para la organización y no cabía duda de su afán por expulsar a los franceses. Aquella fue la primera muestra de una mayor voluntad por parte de los portugueses de admitir su debilidad y colaborar, ayudados por el hecho de que ya había un oficial británico que trabajaba en colaboración con el obispo. Los dos países eran antiguos aliados, pero Gran Bretaña no había hecho nada por ayudar a los portugueses el otoño anterior, cuando el general Junot llevó sus columnas hasta Lisboa. No podrían haber hecho gran cosa, pero aquello hubiera constituido un consuelo para los portugueses. Con los levantamientos en España apareció la oportunidad de dividir a las fuerzas francesas que estaban en la península y volverlas vulnerables.

Oporto estaba demasiado lejos de Lisboa y de las principales concentraciones de las tropas francesas como para constituir un buen lugar para hacer desembarcar al ejército. Así que Wellesley volvió a bordo del buque de guerra Crocodile y, una vez más, navegó hacia el sur. No podían atracar en el río Tajo en la misma Lisboa. Seguramente los franceses saldrían al paso de un avance así o cerca de las playas antes de que el Ejército británico hubiera desembarcado del todo y se hubiera preparado. Además, en el Tajo estaba el escuadrón de la armada rusa. El zar era aliado de Napoleón y, aunque su país no estaba activamente en guerra con Gran Bretaña, era muy difícil estar seguros de su neutralidad. La Armada Real estaba sedienta de lucha y aún más del dinero que podría reportar, pero Wellesley quería evitar cualquier confrontación. Ya era suficiente tener un enemigo al que enfrentarse.

Entonces, los estudiantes tomaron el fuerte de Figueira da Foz en la boca del río Mondego y resolvieron el problema.

—Una bonita vista, ¿verdad, Bathurst? —le espetó Wellesley a su segundo intendente general, que acababa de conseguir convencer al inútil de su caballo de que subiera los últimos metros de la pendiente. Un joven oficial del Estado Mayor estaba a su lado. El otro había desmontado y examinaba con pesar la pata delantera izquierda del caballo. La herradura había perdido dos clavos y parecía estar a punto de desprenderse. El oficial esperaba que durara una hora más. Ninguno de los tres hombres estaba preparado para el ritmo de avance de su comandante de treinta y nueve años. Estaban doloridos y cansados, pero imaginaban que aún quedaba mucho tiempo antes de que pudieran descansar.

La escena que aparecía ante ellos era realmente impresionante. Había lanchas acercándose o alejándose de la costa cargadas con filas bien amarradas de casacas rojas sentados o cajas, barriles y sacos con provisiones. Por detrás estaban algunos de los sesenta y ocho barcos que habían salido de Cork. El mar parecía haberse calmado un poco y los barcos más grandes apenas se movían por estar anclados, pero los botes de remos seguían sufriendo las sacudidas de las olas. Uno de ellos parecía estar en apuros y la corriente lo estaba alejando hacia los peñascos que había cerca de un pequeño cabo. Bathurst sacó su telescopio y miró hacia la lancha de color casi negro. Los soldados que iban sentados en el centro aún parecían rígidos e impasibles, pero pudo imaginar su creciente nerviosismo. No se oía ruido alguno, pero pudo ver a un oficial de la Armada con la mano levantada —probablemente se tratara de un joven alférez de fragata sin edad suficiente como para afeitarse y que, sin embargo, daba órdenes tranquilamente con agudo falsete a unos hombres que le doblaban la edad—. Por un momento, el bote resistió una sacudida del agua pero, a continuación, fue arrastrado repentinamente hacia las rocas. Extendieron los remos para empujar la barca y alejarla de las rocas, pero con otra oleada el bote golpeó con fuerza contra ellas y se inclinó.

Bathurst ahogó un grito.

—Pobres diablos —murmuró mientras aquellas pequeñas figuras rojas y los marineros de camisas blancas eran lanzados al agua gris. Otra vez, notaba un misterioso silencio a través del cristal.

El general observaba con atención, pero sin recurrir a su telescopio. Su visión era buena y desde ahí arriba no podía hacer nada para ayudar a aquellos hombres. Había otros botes dando vueltas tan cerca como podían atreverse y uno o dos supervivientes estaban subiéndose ya a las mismas rocas.

—Averigüe cuántos hombres hemos perdido hoy y si se ha estropeado alguna parte de las provisiones —le ordenó Wellesley al joven edecán.

—Podría haber sido peor, señor —se atrevió a decir Bathurst. Había visto la pequeña figura azul del alférez de fragata que era arrastrado hasta la roca por un casaca roja y se alegraba por ello.

Wellesley dejó escapar un gruñido. Quedaba una hora de buena luz y después necesitarían parar el desembarco de hombres hasta el amanecer del día siguiente. La brigada de Fane estaba ya en tierra. Los fusileros habían sido los primeros en llegar, pequeños piquetes de tiradores con chaquetas verdes que rápidamente formaron por toda la playa y conectaron con el fuerte. Los batallones habían reforzado los puestos de vanguardia. Ahora, los hombres de otras brigadas empezaban a unirse a ellos. Unos dos mil ochocientos hombres habrían desembarcado al terminar el día y ese era un buen comienzo.

Considerando que los demás ya habrían descansado lo suficiente —y esa había sido la única razón por la que se había detenido tanto rato—, Wellesley decidió continuar.

—Seguimos adelante —dijo cuando ya descendía trotando por la arenosa colina. Necesitaba hablar con el general de brigada Fane y después volver al fuerte para recibir los últimos informes que traerían los exploradores portugueses. Bathurst y los dos edecanes le siguieron, y el que tenía el caballo con la herradura suelta avanzaba con toda la cautela que podía, aunque mantenía el ritmo.

Pasaron junto a media compañía de casacas rojas. Las hombreras y los penachos blancos sobre sus chacós indicaban que se trataba de granaderos y, entonces, Bathurst tuvo que adivinar qué regimiento del ejército llevaba puños rojos en sus chaquetas. Como siempre, el general iba por delante de él y saludó con la cabeza al joven teniente coronel que estaba de pie hablando con un grupo de oficiales al lado de sus hombres.

—Buenas tardes, Moss. Me alegra ver que el 106 se encuentra con nosotros —gritó Wellesley mientras pasaba rápidamente por su lado, persuadiendo a su caballo de que empezara a ir a medio galope.

—Gracias, señor —gritó Moss con entusiasmo a la figura que se alejaba—. ¡Siempre listos y siempre firmes! —Era una nueva consigna que se le había ocurrido para el regimiento y esperaba que se hiciese popular.

El breve saludo y la mirada de Wellesley habían sido poco cálidos, pero Moss sabía que no era más que la forma habitual de comportarse del general. Bathurst sonrió contento al pasar. Los dos hombres se habían conocido durante el servicio de Moss en Irlanda.

—¡Me alegra volver a estar en tierra firme! —gritó Bathurst mientras trataba de alcanzar la figura de su jefe que se alejaba—. Debo irme —se giró un poco en su montura y saludó con la mano hacia atrás—. No sé dónde podremos encontrar mil mulas, ¿y tú? —gritó y, a continuación, desapareció seguido por los edecanes.

—¿Mulas? —preguntó Hanley, que estaba con Pringle a poca distancia de Moss. El mayor Toye y el ayudante de campo estaban hablando.

—Se parecen a los burros, pero mucho más torpes —le explicó Pringle—. Probablemente de Gales, o eso espero.

—Entonces deben de ser animales muy nobles —afirmó Williams—. Sin duda, el general quiere que estén de nuestra parte. Si tales guerreros se unen a los franceses podemos tener problemas.

—Es curioso que se preocupen por eso el día en que hemos desembarcado en un país tomado por el enemigo —Pringle se encogió de hombros y Williams, como era habitual, transmitió su fe absoluta en la sabiduría de sus superiores, pero Hanley seguía confundido—. Me esperaba que los franceses ocuparan todos sus pensamientos.

Wellesley sí pensaba en los franceses, pero no constituían su preocupación más inmediata. El obispo de Oporto había calculado que el ejército del general Junot era de unos quince mil hombres. Si lo pensaba bien, ese cálculo se había quedado corto. Unos treinta mil soldados franceses habían invadido Portugal el otoño anterior. Wellesley confiaba en que ahora se hubieran dispersado por el país. El pueblo de Portugal se había alzado en armas durante la primavera, igual que habían hecho los españoles. Los franceses los habían provocado, porque sus soldados hacían saqueos libremente, pero había una rabia más profunda hacia el invasor que tan fácil y rápidamente había ocupado su tierra. Aparecieron milicias por todo el país. Se tendieron emboscadas a las patrullas francesas y se apresó y asesinó a los rezagados, a menudo tras muchas horas de tortura. La respuesta de los franceses fue salvaje y Junot dividió a su ejército en columnas más pequeñas que marcharon por los valles provocando incendios y matando.

Los franceses extendieron el miedo, pero el odio era aún más fuerte y cada vez más gente decidía enfrentarse a ellos. Junot no tenía suficientes hombres para guarnecer cada ciudad y pueblo, así que sus soldados siguieron moviéndose y al hacerlo cometían saqueos y violaciones. Los informes dejaban claro que el enemigo se había dispersado en varios grupos y que no había ninguno cerca de la bahía de Mondego. Contaban con una semana al menos antes de que Junot considerara siquiera lanzar un ataque y, mientras tanto, había mucho que hacer. Era más difícil calcular cuántos hombres podrían concentrar los franceses para entonces. Wellesley confiaba en que sus soldados derrotarían a un mismo número de franceses. Aun así, ningún general quería luchar de igual a igual, a menos que no cupiese otra alternativa.

Ese era el mayor problema pero, por el momento —y de hecho, durante el resto de la campaña—, debía dedicar gran parte de su atención a mulas, caballos, bueyes y carretas. Los animales ocupaban mucho más espacio que los hombres en los cargueros y necesitaban un trato mejor si querían que sobrevivieran al viaje y seguir siendo útiles. Su solitario regimiento de caballería había llevado más soldados que caballos, con la esperanza de encontrar más a su llegada. Lo mismo pasaba con la artillería. De hecho, una batería de artillería exigía casi más caballos que un regimiento de caballería como el 20 de dragones ligeros. Más de la mitad de sus cañones carecían de caballos que tiraran de ellos, y también de la munición de repuesto y los carros que llevaban las provisiones.

Aparte, se necesitaba munición y comida para el resto del ejército. Repasaba la aritmética mentalmente. Los ejércitos consumían comida en cantidades pasmosas, incluso más que pólvora y proyectiles. Ya estuvieran luchando, marchando o sin hacer nada, aquellos hombres y caballos tenían que comer y beber. Los hombres necesitaban carne, pan y bollos —y si les daban cereal debían tener la opción de poder machacarlo para convertirlo en harina y después hornearla para hacer pan, lo cual necesitaba una copiosa cantidad de leña y combustible—. Los reglamentos del ejército también daban a cada soldado derecho a una cantidad de alcohol todos los días. Los caballos necesitaban comida y forraje y un buen cuidado para que su salud no se deteriorara.

Los años que había pasado en la India le habían enseñado que, antes que cualquier otra cosa, un general debe mantener a su ejército bien alimentado e hidratado si quiere que llegue a conseguir algo. Guardar las provisiones para que estuvieran a salvo en las bodegas de los barcos o amontonarlas en alto en un depósito en tierra era en sí casi tan poco útil como no tenerlas. Todo tenía que moverse allá donde el ejército lo quisiera y estar disponible de manera inmediata. Eso implicaba transporte, ya fuera con bestias de carga o animales de tiro que movieran los carros. Sin estos, no podría ir a ningún lado. Pero, además, las bestias de carga debían tener comida y forraje, así que también había que transportarlo y los animales que lo hacían querrían a cambio abastecimiento. Los bueyes eran fuertes —habían utilizado miles de ellos en la India junto con muchos elefantes—, pero desesperantemente lentos. Las mulas eran más rápidas, pero necesitaban más hombres que se encargaran de ellas.

Era poco probable que pudiera elegir. Una vez que llegara la segunda flota desde Gibraltar pocos días después y desembarcara, tendría a casi quince mil hombres. Por lo que había visto, le costaría mucho trabajo conseguir suficientes animales y carros para mover siquiera a la mitad. Los portugueses se mostraron de nuevo dispuestos, pero el país era pobre e incluso reuniendo a todos los animales no era probable que pudieran satisfacer todas sus necesidades. No contaban con una vasta cantidad de caballos percherones como los de Inglaterra. Así pues, no se trataba de elegir entre bueyes o mulas, sino de buscar desesperadamente el máximo número posible de cada uno. El general y su personal dedicaron a ello sus mayores esfuerzos y seguirían haciéndolo durante los días siguientes. Preguntarían, convencerían con halagos, suplicarían y, lo que era casi igual de importante, pagarían a sus aliados por cada bestia de carga o de tiro que pudieran encontrar.

A Wellesley y sus hombres les quedaba todavía mucho trabajo por hacer esa noche y recorrerían a caballo varios kilómetros más. A los jóvenes caballeros de la Compañía de Granaderos no les preocupaban esos importantes asuntos y avanzaron mucho menos. Dos horas después del anochecer, el piquete formado por la mitad de la compañía fue relevado por la otra mitad que estaba al mando de Wickham y Redman. Los hombres regresaron para hacerse la comida en el vivaque del batallón que estaba justo encima de la playa. En los barcos no habían traído tiendas para los regimientos, así que dormirían al raso. Algunos de los oficiales tenían tiendas, pero no habían descargado todavía ninguna, ni tampoco la más grande que haría las veces de comedor. A nadie le importó, puesto que había una atmósfera alegre y festiva mientras se sentaban en cómodas piedras o en el suelo. Poco menos de la mitad de los oficiales del regimiento estaban presentes mientras el resto estaba de servicio. MacAndrews se había enrollado en sus mantas y dormía junto a una roca grande. Entraría en servicio a las dos y media de la madrugada y estaría al cargo de los piquetes del batallón. De todos modos, él ya había visto desembarcos como ese —e incluso mayores— y aquel día le había parecido casi rutinario.

Ninguno de los oficiales de menor rango pudo imitarle, aun cuando algunos de ellos tenían que entrar también en servicio con él. Estaban demasiado excitados. No se veía a los franceses por ningún sitio, pero ahora se encontraban a poca distancia y la perspectiva de un rápido encuentro con el enemigo les entusiasmaba a todos.

Derryck había recibido la visita de su primo el teniente Bunbury, de los fusileros, y estaba ansioso por presentárselo a todos. Resultó ser un joven agradable con buena voz. Cantaron «Spanish ladies» otra vez y rieron a carcajadas cuando hubo alguno que trató de cambiar la letra y adaptarla a las mujeres portuguesas.

Williams sabía que no podría dormir y estuvo encantado de poder hablar mientras quedara alguno despierto. Casi le gustaba saber que volvería a estar de servicio a las dos y media. Había odiado las semanas pasadas en el mar, pero ahora se le hacía raro estar de pie o sentado sobre una superficie que no se movía y no escuchar los constantes crujidos y gemidos que hay en un barco de madera. El desembarco de ese día había sido impresionante y espectacular. MacAndrews les había dicho que se esperaran una confusión organizada y eso lo había resumido bastante bien. Al parecer, su barco llegó a la costa antes de lo esperado, pero el capitán se negó en redondo a obedecer las órdenes de volver al mar de nuevo y, finalmente, llegaron las lanchas que los llevarían a la orilla. Las tres compañías del 106 desembarcaron varias horas antes que el resto del regimiento y eso pareció molestar al coronel, que los había escogido para realizar trabajo extra en la línea del piquete y le había dado al mayor MacAndrews el turno más duro como oficial de servicio.

Williams había llegado en el primer bote que había salido del barco. Wickham se sentó en la proa con el mayor. Ninguno de ellos parecía preocupado mientras el bote sufría las sacudidas de las altas olas. El capitán de los granaderos iba tan elegante como siempre aunque, al mirarlo con atención, Williams notó que sus manos enguantadas se aferraban con fuerza al borde de la barca. Curiosamente, aquellas sacudidas violentas de la pequeña lancha le parecieron al voluntario menos molestas que el balanceo del barco más grande, pero quizá fuera por la perspectiva de estar llegando a tierra firme. El viejo capitán del barco se inclinó hacia un lado cuando partieron y les gritó que volvería en un mes para recogerlos de nuevo, si es que no habían muerto para entonces. MacAndrews se limitó a levantar su tricornio en el aire como respuesta ante aquel recordatorio de tantas expediciones a Europa que habían terminado en fracaso.

Tardaron veinte minutos en llegar a la orilla y hubo un momento en que pareció que los marineros encargados de los remos estaban perdiendo la batalla contra la corriente. Repuntaron pero, cuando estaban consiguiendo retomar el rumbo, tuvieron la lúgubre visión de un cadáver vestido con la chaqueta verde con vueltas rojas del 60 regimiento flotando hacia ellos. El hombre estaba boca abajo y tenía el cabello moreno recogido en una coleta y los brazos extendidos. Por un momento, el cuerpo siguió el mismo ritmo que ellos balanceándose sin que pudieran alcanzarlo. Entonces, llegó otra ola y desapareció durante unos segundos, reapareciendo de nuevo un poco más lejos. Parecía irreal y a Williams le costó aceptar que aquel objeto en el agua había sido hacía poco un hombre vivo que respiraba.

Solo después de haber llegado a tierra entendieron que había habido barcas que se habían anegado y hombres que se habían ahogado durante el desembarco del ejército. A Williams aquella idea le asustó un poco y se sintió molesto por aquella reacción. Siempre había supuesto que se mostraría valiente, pero ahora le preocupaba la idea de poder haberse ahogado durante el desembarco, a pesar de que no había sido así. Sintió terror —no podía llamarlo de otra forma— cuando se dio cuenta de que podría haber muerto antes de que la batalla le hubiera dado la oportunidad de destacar y ser ascendido. Confiaba en hacerlo bien cuando llegara el momento y en seguir subiendo de rango. Al final ocuparía un alto cargo y sería lo suficientemente rico como para ayudar a su familia y pedirle al mayor MacAndrews la mano de su hija. Todo aquello parecía obvio y sencillo, incluso inevitable, pero luego llegó la visión de la muerte azarosa y sin sentido.

Hanley y Redman habían llegado en un segundo bote que transportaba a los granaderos. Su trayecto había sido más cómodo y estable, pero también los acompañó durante un rato el riflero muerto. Redman trató de sonreír ligeramente, pero fue incapaz de pensar en una broma que demostrara su tranquilidad. Hanley se preguntó quién sería aquel hombre, pero pensó que al menos parecía más en paz que los cuerpos destrozados y mutilados de Madrid tantas semanas atrás. Lamentó el hecho de que no estuvieran en España y, sin embargo, estaba también ansioso por conocer Portugal, sobre todo Lisboa. Había leído que existía un teatro romano allí que había quedado al descubierto tras un terremoto y estaba deseando verlo. Pero no estaba seguro de si habría franceses entre el ejército y la ciudad y, de repente, no pudo evitar reírse al pensar que estaba planeando visitar unas ruinas en mitad de una guerra. Le parecía que eso tenía más sentido que la guerra en sí.

Pringle llegó en la última barca con los oficiales ingenieros. Billy se alegraba de haber salido de la espantosa prisión de un barco que nunca estaba estable. Estaba seguro de que había perdido peso y, sin embargo, aquella mañana en el espejo su rostro le pareció tan redondo como siempre. Dado el hecho de que había comido muy poco y vomitado tanto, aquello le parecía injusto. El tercer bote también estuvo acompañado por el riflero, que siempre conseguía mantenerse fuera de alcance. Pringle estuvo de acuerdo cuando uno de los ingenieros murmuró que algunos pobres compañeros tenían una espantosa mala suerte.

La compañía formó en la playa y casi de inmediato se les acercó el general de brigada Fane para darles órdenes. Fane estaba al mando de la Brigada Ligera, con el Segundo Batallón del 95 de fusileros y el Quinto Batallón del 60 —oficialmente Regimiento Real Americano, aunque ahora generalmente sus miembros eran reclutados entre alemanes y otros extranjeros—. Los dos batallones llevaban fusiles Baker, que eran mucho más precisos, aunque más lentos a la hora de cargarlos, que el mosquete de la infantería de línea. Por el momento, el 106 quedaba adscrito a la brigada de Fane, al igual que otros dos batallones que se habían unido a la expedición justo antes de que salieran de Cork. Todos sabían que aquella disposición era temporal pero, por ahora, los habían llevado a tierra entre los primeros durante los desembarcos, lo cual era una suerte. El mayor de la brigada de Fane los llevó a pie —no había caballos en tierra a esa hora tan temprana— hasta la posición que reforzaba los puestos de avanzada de los fusileros.

Eso había sido muchas horas antes y habían pasado el resto del día sobre todo esperando. Cambiaron dos veces de posición a medida que la línea del puesto de avanzada se expandía. Williams no había visto nunca un sol tan potente ni había sentido tanto calor. Hanley estaba acostumbrado a él, aunque eso le hizo recordar lo bien que sentaba una siesta en días así. Parecía tener poco sentido estar en formación alejados de las sombras. Hubo un momento en que los llevaron a un campo de naranjos, pero aquello era el ejército, así que casi al instante los movieron a cien metros de las sombras y otra vez bajo el sol. Al final del día, la cara de Williams estaba casi tan roja como su chaqueta.

Era casi la medianoche cuando una lancha llegó a la orilla de otra playa portuguesa. Dos hombres habían saltado ya por la borda y caminaban con esfuerzo entre las olas, sosteniendo los mosquetes por encima de su cabeza. Siguieron adelante, sus pies descalzos hundiéndose en la arena, hasta que llegaron a un montículo de guijarros que había traído la marea. Entonces se arrodillaron y apuntaron con sus mosquetes, escudriñando en la oscuridad en busca de alguna amenaza. La luna no había salido todavía, pero las estrellas brillaban y hacia el este se veía el pálido resplandor de las luces de Lisboa.

Los dos hombres estuvieron vigilando durante más de un minuto y, después, el que estaba a la izquierda levantó el brazo y susurró una orden a los que estaban en el bote. Un hombre saltó ágilmente al agua poco profunda y fue dando zancadas hasta la orilla. Otros tres le siguieron, cargados con morrales, incluyendo los de los dos exploradores. Fueron hasta la playa y, después, amontonaron los bultos con cuidado y dejaron sus mosquetes encima de ellos. A continuación, los tres se dieron la vuelta y empujaron el bote con los hombros para volver a sacarlo. El timonel les dio unas breves órdenes con una voz que casi se perdía entre las sacudidas de las olas. Con destreza, los marineros alejaron el bote unos cuantos metros y lo giraron antes de remar hasta su barco, uno de los del escuadrón ruso anclado en el río Tajo.

El timonel se alegró de salir de allí. Normalmente, cualquier tiempo pasado fuera de aquel pesado barco de dos cubiertas, con sus setenta y cuatro cañones y ochocientos hombres, constituía un agradable descanso, pero esta vez había sido distinto. Había algo extraño en las órdenes del teniente primero. Había rumores de que el capitán estaba enfermo y llevaban días sin que nadie lo viera, pero estaba seguro de que no había llegado ninguna orden del buque insignia para aquella misión especial. Sus veinte años de servicio le habían enseñado que nunca debía cuestionar una orden, así que hizo lo que le habían dicho. Ni siquiera tantos años le habían quitado el vicio de pensar.

Era difícil no especular sobre sus pasajeros, aunque intentara no hacerlo. El jefe era un hombre peligroso. Llevaba uniforme de la guardia del zar, unos de sus jaegers o cazadores. Aquello era suficiente para confirmar que el conde Denilov estaba muy bien relacionado, incluso para ser un aristócrata. Pero aquel noble tenía mirada de asesino.

El timonel había luchado en varias batallas. Se había abierto paso a hachazos en cubiertas atiborradas de turcos que esgrimían sus espadas y había apaleado hasta dejar sin sentido a muchos otros en peleas en tabernas, callejones y barcos a lo largo de su vida de marinero. No se dejaba impresionar fácilmente, pero incluso él tenía que admitir que el conde le ponía nervioso. ¿Qué demonios hacía a bordo un oficial del ejército con cinco de sus soldados en lugar de los marineros que prestaban servicio en el barco? En fin, por el momento aquello no era de su incumbencia —al menos hasta que tuvieran que regresar a la misma hora seis noches después y, luego, durante las tres noches siguientes—. Tres hogueras a diez metros de distancia cada una serían la señal para que fuera a recoger a los soldados.

Cuando uno de los que remaban perdió el ritmo, el timonel decidió que ya estaban lo suficientemente lejos de la orilla para poder maldecir a gritos al marinero. Sabía que estaban todos nerviosos, pero eso no era excusa para una mala navegación. Trató de ver el lado bueno. Se suponía que en Portugal había una guerra y quizá el conde y sus hombres se las ingeniaran para ser asesinados. Pero, por desgracia, lo dudaba. Aquellos soldados parecían más asesinos que víctimas. El tipo de hombres al que no solo hay que liquidar, sino también rematar, para que un día no vuelvan para rajarte el pescuezo. Unos degüellos ordenados por un aristócrata que azotaría a un hombre hasta morir solo por mirarle, en opinión del timonel. Y Portugal les daba la bienvenida.

En la playa, los cinco soldados se colocaron las botas y se ajustaron los morrales, examinándose los unos a los otros para asegurarse de que el equipo provocaba el menor ruido posible. Ninguno habló. El sargento tuerto le dio una palmada a uno de ellos en el hombro para ordenarle que emprendiera la marcha. El sargento iba detrás, seguido del oficial y, después, los otros tres soldados. Todos llevaban los mosquetes sueltos, listos para ponérselos al hombro. El oficial se había metido de nuevo la pistola de dos cañones en el cinturón y agarraba la espada para evitar que la vaina se enganchara con algo. Casi en total silencio, los seis hombres se deslizaron hacia el interior de la noche con el propósito de cometer un robo que devolvería la fortuna al conde. Nadie sabría nunca cómo había conseguido Denilov aquel milagro. También serían necesarias algunas muertes, pero eso no era algo que le hubiera preocupado nunca.