EL sargento Darrowfield sostenía su morral abierto ante la primera de las esposas de la Compañía de Granaderos. La señora Howell era una mujer regordeta de cara sonrojada y brazos gruesos y blancos. Aunque aún no había cumplido los treinta, su cabello moreno ya tenía mechones grises y le hacía parecer mucho mayor. Vaciló por un momento y, después, cerró los ojos y metió la mano en el bolso. Hurgó durante unos segundos, notando entre sus manos las bolas de papel arrugado y, a continuación, agarró una y la sacó. Se la entregó al cabo Bower, que llevaba puestas sus gafas. Él era el administrativo de la compañía y, como tal, sabía leer. También estaba soltero y, por tanto, no tenía un interés personal en aquello.
—No va —dijo con voz solemne.
—¡Ay, Dios mío! —casi gritó la señora Howell—. ¡Ay, Dios mío, no! Mis pobres hijos y mi pobre Tom —estaba sollozando, pero mantenía los ojos cerrados. Tom Howell la agarró de los hombros y se la llevó. Sus ojos estaban húmedos.
Mary Murphy dio rápidamente un paso adelante, frotándose las manos con nervios. La joven vivaracha metió la mano y sacó un papel.
—No va —volvió a decir Bower. Mary soltó un grito y hubo quejas entre los congregados porque era muy querida.
Nadie quería ser la siguiente. Por fin, le tocó a Sally Dobson.
—Va —leyó Bower por primera vez. Ella dejó escapar el aire aliviada. Hubo sonrisas. La señora Dobson llevaba con la compañía más que ninguna otra y fue un consuelo saber que sería una de las seis mujeres que irían con los granaderos. Ellas y el resto del batallón se embarcarían en dos horas. Las mujeres que habían cogido un papel con el fatídico «No va» se quedarían en el muelle.
—¿Por qué no hicimos esto anoche? —les susurró Hanley a Pringle y Williams mientras veían a la siguiente esposa tratando de calmarse antes de probar suerte—. Al menos, habrían tenido tiempo para una verdadera despedida. —Wickham había ordenado a su teniente que supervisara las papeletas, para garantizar que todo se hacía bien. En realidad, los sargentos lo habían hecho todo, pero él observaba diligentemente. Temía tener que enfrentarse a alguna de las desafortunadas esposas sin saber cómo iba a responder a sus súplicas.
—Tiempo es lo que menos necesitan. ¿De qué les iba a servir? —dijo Billy en voz baja.
—Aun así, esto me parece muy cruel —Hanley había empezado a dibujar la escena, pero se detuvo. Sencillamente, era demasiado emotiva.
—Si les damos tiempo, los hombres cuyas mujeres hayan perdido podrían salir huyendo —contestó Pringle.
—¿Desertar? —Hanley estaba impresionado. El regimiento no había perdido a ningún hombre desde que él se había alistado y lo cierto era que nunca se le había ocurrido esa idea.
—¿Tú no lo harías? —preguntó Williams. Hanley se sorprendió por su conformidad, e incluso aprobación, ante el incumplimiento de la disciplina por parte de un hombre que se tomaba tan en serio sus obligaciones. Pero Pringle les mandó callar antes de que pudiera decir nada más.
Así pues, la melancólica escena siguió su curso. Había miedo antes de cada turno y después alegría o absoluto terror, dependiendo del resultado. Poco a poco, las plazas se fueron ocupando. Molly Richards tuvo suerte y hubo pocas que se alegraran por su éxito. Conocida por su mal carácter, con fama de cotilla y sospechas de que fuera una ladrona, aquella grandullona irlandesa gozaba de poca popularidad. Para empeorar las cosas, se mofó de las demás por su suerte, sobre todo de la pobre Mary Howell, que una vez más estalló en lágrimas. Varias de las mujeres empezaron a contestarle con gritos y Pringle temió que estuviera a punto de desencadenarse una pelea. Por suerte, el sargento Probert intervino para separarlas y el pequeño Jacky Richards se las ingenió para sacar de allí a su exultante esposa.
Jenny Hanks no formaba parte del sorteo. Pringle se había encargado de ello, convenciendo a Wickham y al ayudante de campo de que siguieran contando con ella como hija de Dobson. Fácilmente podrían haber surgido rencores si a una esposa de pocos días se le hubieran concedido las mismas oportunidades que a las demás. Ya que Sally iba, Jenny iría también.
El sorteo terminó por fin. Williams y Hanley se quedaron para ayudar a Pringle mientras este les daba a cada una de las desafortunadas esposas una prueba por escrito de su estatus. En teoría, eso obligaría al párroco de sus ciudades a proporcionarles el suficiente dinero para que tuvieran un tejado sobre sus cabezas y comida. En realidad, pocas parroquias aceptaban una nueva carga. Ni tampoco las ayudaban demasiado durante el a menudo largo viaje de vuelta a sus hogares. Algunas tenían familias que podían decidir ayudarlas. Para la mayoría, las perspectivas eran inseguras y poco buenas. No sabían cuándo regresarían sus maridos, si es que lo hacían, y algunos volverían ciegos, tullidos o lisiados, con pensiones exiguas para que no murieran de hambre. Para las mujeres serían meses, quizá años, de espera y de falta de información, con el hospicio o la prostitución sobrevolando sobre ellas como espectros que esperan que los reclamen.
A las esposas de los oficiales se les permitía seguirles durante la campaña, a menos que el comandante del regimiento o todo el ejército lo prohibiera de manera expresa. No se dio tal orden pero, como era habitual, tampoco habría asistencia oficial para quienes decidieran ir. El espacio escaseaba en los cargueros y no se podía prescindirse de nada para alimentar bocas inútiles.
MacAndrews se alegró mucho cuando el ayudante de campo le informó de esto y de la decisión del coronel de no hacer excepciones. El mayor había elevado una petición formal para que su familia lo acompañara, esperando tener esa misma respuesta.
—Supongo que estarás contento, MacAndrews —dijo después su esposa.
—Una batalla no es lugar para una mujer, mucho menos para una niña como Jane.
—En realidad, no habíamos pensado luchar en ninguna batalla. Y tu hija no es tan niña como dices. Cuando te pones muy escocés conmigo sé que te traes algo entre manos. Ya hemos ido detrás de ti a todas partes en otras ocasiones.
—En acuartelamientos, no en una guerra.
—¿Y no eran peligrosos? —MacAndrews no podía negarlo. Esther vio cómo los ojos se le humedecían ligeramente y casi se arrepintió por haber revivido aquellos antiguos y oscuros recuerdos. Apartó la mirada un momento antes de continuar, tratando de suavizar el tono—. Entonces, ¿ya te has cansado de mí?
Alastair la rodeó con los brazos y la besó. Se quedaron abrazados durante un largo rato antes de que él hablara.
—Más vale que no me lo preguntes —la besó en el pelo—. Estos dos últimos años han sido de los más duros de mi vida. Desde que has vuelto, todo ha sido… —no encontraba las palabras, así que, en lugar de hablar, la volvió a besar. No fue necesario decir nada más durante un rato—. No confío en que tengamos éxito —dijo por fin.
—¿En el regimiento? —preguntó su mujer.
—En la expedición. Hay muchos riesgos y todo podría terminar en desastre. El regimiento lo hará bien, pero eso no significa que los demás también lo hagan. —Decidió no mencionarle sus dudas sobre Moss. No tenía sentido alarmarla innecesariamente, aunque su comandante le parecía tan imprudente como despistado—. Como poco, será peligroso.
—Peligros hay en todas partes. Podría caerme del caballo o caer enferma y morirme aun quedándome con tu aburrida hermana en Inverness. Y lo mismo podría pasarle a Jane. Los franceses son civilizados, así que no va a ser como si te estuvieras enfrentando con salvajes que no toman prisioneros. Si te capturan, estaré contigo. Más me vale después de la última vez. ¡No voy a permitir que huyas con una francesa!
MacAndrews sonrió.
—Pero, ¿y si muero? ¿Dónde estarías?
—A tu lado. Y al menos, sabría que he hecho todo lo que he podido. Mejor eso que recibir una carta y preguntarme si yo habría podido evitarlo. Normalmente no eres tan morboso.
—¿Y Jane? —preguntó él—. Habrá cosas que ninguna muchacha joven debería ver.
—Será una aventura. Aprenderá más que si se queda sentada en Inverness cosiendo.
—He hecho todo lo que he podido. —Su mujer desdeñó aquel comentario—. No hay camarote para ninguna de las dos. No podéis venir, querida, y no hay nada que yo pueda hacer para cambiarlo.
—¿Y si pudiéramos? ¿Lo permitirías? —Había cierta decisión en su tono que preocupó a MacAndrews.
—Es imposible que vengáis —quizá si lo decía con firmeza haría que fuera verdad, pero varios años de experiencia le habían vuelto cauteloso a la hora de subestimar el ingenio y la determinación de Esther.
—Eres mi esposo, mi señor y mi dueño. Si me dices que no haga algo debo obedecer. —Su vida pasada no sugería tal cosa, pero ella lo estaba mirando a los ojos y casi parecía sincera—. Si lo prohíbes, así será. Así que deberé preguntarte si permitirías que Jane y yo fuéramos contigo a España en caso de que se me ocurra un modo de llegar allí.
MacAndrews sabía que debía de haber alguna trampa. Pero llevaba más de dos décadas de oficial y una de las lecciones más importantes que había aprendido era la de no dar nunca una orden que sabía que no sería obedecida.
—En ese caso, por supuesto que podréis venir —dijo. Por nada del mundo podía imaginarse cómo se las ingeniaría ella y, sin embargo, aquella seguridad suya flaqueaba. Esperaba no acabar de cometer un grave error.
El 29 de junio de 1808, a las tres de la tarde, el 106 embarcó en los buques que les habían designado. La banda no tocó, pero un penoso grupo de mujeres y niños fue al puerto para darles la última despedida a sus hombres. Algunas permanecían mudas, pero la señora Howell lloriqueaba y los dos niños aferrados a sus faldas sollozaban con ella. Mary Murphy sostuvo a su bebé firmemente en los brazos y acallaba sus gritos. Tenía el rostro tenso pero, de algún modo, contuvo las lágrimas, deseando que su marido supiera que era fuerte y que le estaría esperando cuando regresara. Sin embargo, la desesperación la desgarró cuando una imagen de su Jim muerto en el suelo apareció en su mente.
Jim Murphy se aferraba con la misma fuerza al borde del barco, con los ojos fijos en su esposa y en su pequeño hijo. El soldado raso Howell ya se había ido de la cubierta, incapaz de aguantar. Lo mismo habían hecho Richards y su mujer, Molly; esta última ya no festejaba tanto su buena suerte porque empezó a sentir náuseas con el suave movimiento del barco. Williams se colocó al lado de Murphy y trató de pensar en algo que decirle. El capitán del barco les gritaba a sus soldados que fueran abajo y dejaran libre el paso. Hamish apoyó suavemente la mano en el hombro del soldado irlandés, incapaz de encontrar las palabras. Dobson apareció al otro lado de Murphy y le pasó una botella. Los sargentos habían inspeccionado a la Compañía de Granaderos para comprobar que nadie de a bordo había subido alcohol a escondidas, pero el veterano se las arregló de alguna forma para llevar brandy. A Williams no se le ocurría cómo había podido hacerlo y eso le hizo darse cuenta de lo mucho que aún no sabía sobre la vida de los soldados. Los voluntarios eran siempre unos intrusos. Sin embargo, por mucho que detestara las borracheras, por una vez se alegró de que Dobson estuviera proporcionando el consuelo más común entre los casacas rojas.
Siete compañías del batallón se embutieron en las cubiertas de artillería vacías del buque de guerra Hasdrubal, un viejo barco de sesenta y cuatro cañones que hacía tiempo había dejado atrás sus mejores días. MacAndrews se llevó a los granaderos y a las Compañías Primera y Segunda en el Corbridge, un mercante más pequeño que habían contratado para tal fin. Era aún más estrecho y era evidente que había sido empleado en muchas ocasiones para transportar carbón, por el polvo que había por todas partes. Ellos eran el único «cargamento» aparte de un par de oficiales ingenieros. Los dragones ligeros y los artilleros iban en otros barcos.
Con la marea de la tarde, la pequeña flotilla zarpó. Los vientos que habían retenido a la flota principal en la bahía de Cork soplaban a su favor y en menos de una semana se habían unido a los otros barcos, pero volvieron a quedar anclados casi el mismo tiempo. No había opción de acercarse a la costa y los oficiales y los hombres de rango sufrían. Pringle se había ido a su catre casi desde el momento en que embarcó y apenas se movió después. Williams casi se sentía igual de mal, pero mostró algún síntoma de recuperación mientras permanecieron al lado de Cork. Hanley se acostumbró más rápido al movimiento del barco, al igual que Redman, lo cual aumentó su sensación de superioridad por encima de Williams y le provocó una actitud casi benevolente. El capitán del barco era un hombre grosero de Yorkshire y ordenó que ninguno pisara la cubierta más de una hora al día. Solo en una ocasión invitó a MacAndrews y a los tres capitanes a un exiguo almuerzo. Ellos pusieron la bebida.
El 12 de julio la flota al completo, incluidas las naves que llevaban al 106, zarpó hacia España y hacia la guerra.