16

SI Pringle esperaba que los dos hombres se hubieran olvidado del reto cuando se despertaran, debió de sentirse decepcionado. Trató de razonar con Hatch. El alférez mostró poco entusiasmo por el duelo, pero había hablado con su amigo y sabía que Redman se mantenía inflexible. Hatch no entendía bien por qué. Pringle lo llevó a ver al ayudante de campo y Thomas le dejó bien claro que el coronel no daría su aprobación. Batirse en duelo estaba prohibido según el Código de justicia militar, la estricta recopilación de leyes que la Guardia Montada había impuesto en el ejército. Cualquiera que sobreviviera a un duelo tendría que enfrentarse a un consejo de guerra y cualquiera que matase a otro en un duelo debía ser considerado asesino.

Eran estas unas leyes duras que había que hacer valer y, a menudo, los testigos lo olvidaban todo cuando tenían que prestar testimonio, pues el regimiento aceptaba que el honor estaba en juego. El señor Thomas dejó claro que Moss no permitiría aquello. Si esos jóvenes estúpidos no se mataban el uno al otro, sin duda serían separados del servicio. El ayudante de campo también prometió permanecer en silencio con respecto a todo aquel asunto con la esperanza de que aquellos dos entraran en razón.

Hatch volvió a hablar con Redman y, por otro lado, Pringle pasó asimismo un rato tratando de razonar con Williams. Hanley hizo también lo que pudo y, tras consultarlo, hicieron partícipe del secreto al siempre afable Truscott y consiguieron su apoyo. Nada funcionó. Redman no recordaba el motivo de la discusión, pero sabía que detestaba a Williams. Simplemente no podía permitirse dar marcha atrás. Williams habló con vehemencia del honor y de defender la reputación de una dama. Pasado un rato, quedó en silencio y sencillamente mantuvo su terquedad y tozudez.

De algún modo, consiguieron convencerles de que esperaran. Williams, en particular, era un poco reacio a batirse en duelo un domingo. Asistieron al desfile religioso junto con el resto del batallón. No estaba disponible ningún capellán del ejército, pero Moss tiró de algunos hilos y garantizó el servicio del deán de la catedral más cercana. Parecía apropiado celebrar una ceremonia y pedir la bendición divina antes de que el regimiento partiera para la guerra. Después, Jenny Dobson se casó con James Hanks en una celebración más humilde presidida por el coadjutor local, un individuo extremadamente delgado, que ceceaba y que se mostró muy contento con sus modestos honorarios. Se pronunciaron los pertinentes discursos, se legalizó el matrimonio y Williams leyó un salmo y rezó a petición de Dobson. El viejo soldado había querido que alguien que fuera creyente de verdad participara en la misa, esperando que aquello diera más fuerza al enlace. Había sido él quien había elegido a Hanks para su hija, aunque Jenny aceptó de buena gana. Como hombre callado y gentil que era, seguramente terminaría siendo dominado por ella pero, al menos, sería bueno. Su padre esperaba que ella estuviera a la altura y, a cambio, le fuera fiel. Muchas muchachas tenían peores maridos. Dobson sabía que Hanks no era el padre del hijo que crecía en el vientre de ella. No importaba. Era un hombre bueno y sabía la verdad.

Después de la ceremonia hubo una comida a la que se invitó a la mayor parte de la compañía. Por último, la nueva pareja fue acompañada hasta una tienda que habían dispuesto aparte para que la utilizaran solamente ellos durante el resto del día. A los hombres que dormían en ella los metieron en otras tiendas o dormirían al raso. Probablemente esa sería la única ocasión de privacidad que la pareja tendría durante su vida en el ejército.

Ni siquiera Williams se encontraba de humor como para pensar en luchar durante el resto del día. Era agradable tener un día de ocio, aunque estaba un poco resentido por el hecho de que Pringle y Hanley insistieran en acompañarlo a dar un paseo. En todo caso, fue agradable. Hablaron de historia y de libros y se contaron anécdotas de lugares en los que habían estado y de gente a la que habían conocido. No hubo encuentros fortuitos, ya fueran placenteros o no, y todo el campo parecía estar dormido.

Al día siguiente, el regimiento se puso en marcha a las ocho y media de la mañana. La banda tocó la inevitable «La chica que dejé atrás» y algunos hombres cantaron, cambiando la letra por «y ahora me dirijo al campamento de Portsmouth». En realidad, no salió mucha gente a despedirlos. No habían estado allí el suficiente tiempo como para dejar atrás a muchas muchachas. Las familias de los soldados caminaban detrás de la columna y las esposas de los oficiales iban montadas a caballo o en carruajes.

Los caminos estaban en buen estado y, aunque el día era caluroso, el regimiento avanzó bastante. Cada vez que llegaban a una ciudad, la banda empezaba a tocar y marchaban firmes, pero nunca había mucha gente, ni vítores ni guirnaldas. No era raro ver a soldados y tampoco es que fueran especialmente bienvenidos. Los ingleses no le tenían mucho afecto a su ejército. Las bellezas locales no tenían mucho interés por los regimientos que no se quedaban el tiempo suficiente para flirtear. La gente honrada despreciaba a todos los casacas rojas por lo borrachos y criminales que eran algunos de ellos. Cuidaban de cerrar sus puertas con llave y esconder sus posesiones, tanto mujeres como animales. Lo mejor que podía esperar el 106 en cada lugar era el reconocimiento de las pandillas de niños y ver a algún veterano en posición de firmes o a un oficial retirado levantando su sombrero. Los héroes eran los marineros —que normalmente estaban en el mar y, por tanto, no se les veía—. Los soldados eran una carga para el reino. ¿A quién le importaba que fueran a una expedición lejana? Sin duda, terminaría siendo desastrosa y deshonrosa, como tantas otras. El entusiasmo por ayudar a los españoles no se extendió mucho más allá de Londres ni hizo que nadie mostrara afecto por los soldados que iban a hacerlo.

El segundo día la Compañía de Granaderos, que estaba al frente de la columna, se detuvo en un cruce para dejar que pasara un elegante carruaje. Moss saludó con su sombrero al anciano ocupante, que se limitó a responder con un seco movimiento de cabeza. La mujer que lo acompañaba, una señora elegantemente vestida cuyos años de madurez quedaban ladinamente ocultos bajo su maquillaje, fue más generosa y se acercó a la ventanilla para saludar con la mano. Su rostro era atractivo y pudo verse lo suficiente de ella como para insinuar una excelente figura. Pringle silbó suavemente entre los dientes.

—Las ventajas de ser rico —le susurró a Hanley—. Me pregunto si alguna vez podré permitirme algo así.

Por un momento, el alférez no contestó y Pringle se giró y vio que su amigo se había quedado mirando el carruaje que se alejaba con rapidez.

—Creo que era mi madre —dijo por fin. A Pringle no se le ocurrió ninguna respuesta aparte de una apresurada disculpa. Hanley no se mostró dispuesto a seguir hablando de ello.

Los días de marcha fueron largos y dejaron a todos agotados. Pringle pudo convencer a Hatch de que actuara despacio, de modo que no se fijara ninguna fecha para el encuentro. No se pudo convencer a Williams y a Redman de que cedieran. Aunque hubo rumores de una disputa, siguió siendo un secreto que ya se había propuesto un duelo. Pero se levantaron sospechas y el ayudante de campo le recordó a Pringle lo que le había dicho anteriormente y expresó su deseo de que no se celebrara el encuentro.

El tercer día hubo otra distracción, cuando el regimiento se encontró con el 20 de los dragones ligeros, que también se dirigía a Portsmouth para embarcar. Sus chaquetas de color azul marino tenían las vueltas de color amarillo y estaban muy adornadas por delante con hileras de bordado blanco que se ensanchaban por la parte de arriba, haciendo que los soldados parecieran más grandes. Algunos de los oficiales vestían pellizas del estilo de las de los húsares. Los oficiales y los de mayor rango llevaban cascos altos y negros con tupidos penachos que iban desde la parte delantera hacia atrás.

—Las tropas de Tarleton —murmuró el mayor MacAndrews con tono avinagrado. El casco lo había inventado el sangriento Ban durante la guerra de Estados Unidos. El escocés recordó que la caballería de la Legión británica llevaba los mismos cascos con sus uniformes verdes cuando llegaron galopando desde el campo de Cowpens y dejaron plantada a la infantería. MacAndrews estuvo de mal humor el resto del día y no ayudaron las frecuentes y «fortuitas» observaciones de su esposa y su hija sobre lo elegantes que iban los dragones. Pero se vio obligado a mostrarse educado cuando los oficiales de los dos regimientos almorzaron juntos en unas mesas que se dispusieron en la puerta de una taberna. Presidía Moss, junto al teniente coronel Taylor, del 20.

Normalmente había una sensación de aversión cordial entre los distintos regimientos del Ejército británico. La hostilidad entre la infantería y la caballería estaba aún más arraigada. A los oficiales de caballería se les pagaban mejores salarios que a sus colegas de infantería. Sus gastos eran mucho más altos y el servicio en los regimientos de caballería estaba casi exclusivamente limitado a hombres ricos y bien relacionados. Aun así, el comandante del 20 era un hombre amistoso y se mostró especialmente encantado al descubrir que Pringle había estudiado en Oxford. Taylor había estado en Christ Church y entre los dos llegaron a descubrir que compartían unos cuantos conocidos y bares comunes.

Entre brindis y risas, se intercambiaron las habituales bromas e insultos. Pringle le contó a Hanley la historia del oficial de caballería que era tan estúpido que incluso sus compañeros oficiales lo habían notado. Williams interrumpió para indicar que el primero que contó ese chiste había sido Julio César. Los dragones respondieron con mofas sobre paletos que tenían que ir andando a todos sitios y vestían como si fueran soldados.

Los dragones siguieron la marcha esa noche. El 106 se quedó donde estaba, pero desfiló para despedir a la caballería al pasar. Hubo ovaciones irónicas cuando el tercer escuadrón del 20 emprendió la marcha a pie. El espacio en los buques cargueros militares era limitado y se suponía que les enviarían caballos cuando llegaran a España. Nada agradaba más a los soldados de infantería que ver a soldados de caballería marchando con sus incómodas botas y calzones ajustados. Los sargentos del 106 dejaron que sus hombres se burlaran unos breves momentos antes de gritar la orden de que permanecieran en silencio.

El batallón descansó durante tres horas para dar tiempo a que los de la caballería avanzaran. A la mayoría de los hombres se les dejó tiempo libre, pero el ayudante de campo insistió en que el pelotón de reclutas hiciera una hora de instrucción. En esta ocasión observó cómo Redman les ordenaba el paso que debían seguir. Lo hizo con cierto nivel de competencia. Después, Hanley pensó que aquella era una buena oportunidad para hablar con su compañero alférez.

—Bien hecho, John. Durante un rato he sentido que incluso yo sabía lo que hacíamos —le ofreció la mano a Redman y, un momento después, este la aceptó.

—Bueno, un rato es al menos un comienzo.

—La verdad es que no tiene sentido que yo tenga más antigüedad que tú y, sin embargo, apenas me dejen dar órdenes a un centinela —Hanley se estaba esforzando por ser afable. Incluso estando sobrio, Redman era susceptible y le desagradaba cualquier atisbo de que pudiera ser inferior.

—En fin, si todos tuviéramos influencia… —el tono de Redman era seco.

—Exacto, tuviéramos. La conexión que consiguió mi nombramiento se ha cortado del todo. No tengo amigos fuera de este regimiento. ¡Incluso he de sobrevivir con mi sueldo! —En cuanto dijo aquello, Hanley se dio cuenta de que había sido un error. Por lo que sabía, la familia de Redman le había dado una asignación muy pequeña y eso le hacía sentirse avergonzado. Por suerte, se habían alejado y nadie podía oírles.

—El dinero no lo es todo —no había convicción en la voz de Redman, sino orgullo y recelo.

—Al menos, tienes experiencia y talento —Hanley decidió que la adulación podría funcionarle si parecía sincero—. En la guerra los ascensos son también para los valientes. En mi caso, tendré suerte si no tropiezo sobre mi propia espada, pero es fácil que tú consigas destacar.

—Cumpliré con mi deber —dijo Redman a la defensiva. Poco después, añadió—: Y estoy seguro de que tú también lo harás.

«En fin, todo o nada», pensó Hanley.

—Pero todo eso desaparecerá cuando mates a Williams.

—Él también puede ganar el duelo.

—Venga, hombre, piénsalo bien. No es más que un patán religioso. Yo votaría por ti con la espada o la pistola. Puede que sea peligroso con una porra, pero con las armas de un caballero…

—Williams es amigo tuyo. —El recelo había vuelto.

—Lo es. En fin, no puedo evitar sentir pena por ese pobre tonto. Es como quien tiene un perro —sonrió y le encantó ver que Redman también lo hacía—. Teniéndolo todo en cuenta, prefiero que continúe con vida. También preferiría ir a España contigo en la compañía, sin que te destituya el coronel.

—No voy a dar marcha atrás —dijo Redman con todo el orgullo y la convicción de sus dieciocho años.

—No es necesario. Williams ya lo lamenta. Sabe que hizo mal. Un hombre tan tímido como él debía de estar bebido, de lo contrario nunca lo habría hecho. Tiene miedo de que estés decidido a matarle, pero no quiere que lo sepas. Por eso es por lo que me ha pedido que hable contigo.

Redman parecía contento. Así que Hanley insistió.

—Maldita sea, no merece la pena. Piensa en tu carrera. Él lo lamenta, así que los dos podéis daros la mano y olvidaros de esto.

—¿Se va a disculpar?

—No puede, ¿no lo entiendes? Por el mismo motivo que tú tampoco. No podría enfrentarse al regimiento si supieran que ha dado marcha atrás, pero está desanimado porque no quiere que lo mates. ¿No es eso ya suficiente satisfacción? Como te decía, no merece la pena. Deja que sean los franceses quienes lo maten.

Media hora después Hanley se sentó con Williams en la tienda.

—Tiene miedo, Bills. Está desanimado porque sabe que le vas a hacer pedazos.

—Es más que posible que él sea mejor con la espada. —La madre de Williams solo había podido permitirse las clases más rudimentarias de esgrima y baile cuando era un muchacho. La experiencia reciente había demostrado de una forma muy pública su incompetencia para la segunda de estas aptitudes.

Hanley sonrió.

—¡Vamos! Eres más grande y más fuerte que él. Y apuesto a que luchando tienes mucho peor carácter. Por algo te llaman Doguillo.

Williams se sorprendió de que un oficial conociera su apodo.

—No es lo mismo con las espadas. Aunque soy bueno disparando —reconoció.

—Por supuesto que sí. Mira, Redman es un bufón en el mejor de los casos y esa noche estaba tan borracho que no sabía lo que hacía. Y tú vas a matarle y a echar a perder la oportunidad de que te nombren oficial. ¿Qué vas a hacer? ¿Volver a hacer cuentas trabajando de administrativo? Tú no eres así, Hamish. Eres un buen soldado. Incluso yo puedo verlo y solo llevo aquí cinco minutos. Siempre pareces saber lo que haces. En cuanto tengamos nuestra primera batalla te convertirás en oficial.

—Eres muy amable al decir eso —Williams parecía realmente contento—. Pero no puedo disculparme. No después de lo que dijo sobre… —sin querer mencionar a Jane MacAndrews, terminó la frase de forma poco convincente—. Sobre todo.

Hanley estaba completamente al tanto de la adoración que el voluntario sentía por la hija del mayor.

—Claro que no. No es necesario. De todos modos, una disculpa en público sería admitir que ha habido un agravio y entonces ninguno de los dos podría echarse atrás y eso os costaría la vida o la carrera —Williams parecía menos convencido. «Maldito sea», pensó Hanley, «¿por qué tiene que tomarse palabras tan huecas como “honor” con tanta seriedad?»—. Oye, no vale la pena. No para echarlo todo por la borda. Deja que sean los franceses quienes lo maten.

Pringle, Hanley, Truscott y Hatch vieron cómo los dos hombres se daban la mano. Apenas se miraron entre sí, pero transmitían una sensación de irrevocabilidad y de alivio. Después, Hatch se llevó a su amigo a tomar una copa mientras que los demás se alejaron del campamento. Detrás de un establo de ladrillo había un caballo amarrado y la señorita MacAndrews los esperaba tal y como Pringle había dispuesto siguiendo las instrucciones de Hanley.

Billy Pringle y Truscott habían esperado a Jane cerca del campamento, con la esperanza de verla cuando saliera a dar uno de sus paseos diarios a caballo. A nadie le extrañaría que saludaran y hablaran brevemente con la hija de uno de sus superiores. Estaban a la vista de un buen número de personas pero lo suficientemente lejos para que no los oyeran. Como querían pedirle a la muchacha que acudiera a una cita secreta, les pareció poco razonable hacerlo en otro encuentro a escondidas, así que celebraron la entrevista a la vista de todos.

Las costumbres de la señorita MacAndrews eran fijas y no tuvieron que esperar más de un cuarto de hora hasta que la vieron pasar con su caballo por las filas de tiendas. Cuando se levantaron los sombreros para saludarla, la joven respondió con un movimiento de cabeza y les dedicó una sonrisa cortés aunque no indecente. Pero claramente notó la urgencia en la expresión de ellos e hizo a su yegua detenerse.

—Hemos venido a pedirle un enorme favor —empezó a decir Truscott tras las cortesías iniciales—. Esperamos que se digne a ayudar a alguien a quien, si no considera todavía amigo, sí que lo ve con buenos ojos.

—Qué misterioso —fue su única respuesta, y Pringle intervino antes de que su compañero continuara por el mismo camino, pensando que tenía que resolver ese asunto rápidamente si no querían llamar demasiado la atención.

—Se trata del señor Williams —dijo—. Supongo que una joven de su ingenio ya se ha dado cuenta de que siente por usted una absoluta adoración —Truscott lo miró pensando que aquellas palabras eran demasiado directas.

Jane no mostró sorpresa alguna y adoptó una expresión de fingida decepción.

—¿Solo él? —Williams era un hombre gratamente quijotesco y bien parecido y era cierto que sus encuentros habían aumentado su afecto hacia él, aunque no pasaba de ahí. Había cierto atractivo en su extraña mezcla de orgullo y torpeza y ambas cosas parecían, a veces, casi infantiles. A Jane le encantaban los niños y estos siempre respondían. Ya se había hecho amiga de la mayoría de los niños del batallón, por muy mugrientos que fueran. También le gustaban muchos oficiales. Aunque no iba más allá de eso. Quería un marido e hijos, pero Jane no tenía prisa y deseaba conocer más cosas del mundo y de la vida antes de tomar una decisión tan importante.

Truscott sonrió.

—Estoy seguro de que todo el regimiento la admira, señorita MacAndrews —hizo una reverencia con la cabeza dándole a Pringle la oportunidad de volver a tomar el control de la conversación.

—Pero en el caso de Williams su devoción es absoluta. Es un hombre serio y no se toma nada a la ligera. En este caso, no le culpo —añadió Billy, incapaz de resistirse a la galantería—. Por desgracia, en el caso del señor Williams esto puede acarrearle una desgracia si llega a batirse en el duelo al que se ha comprometido.

Aquello impresionó a Jane. Durante un breve momento el romanticismo de un duelo que iba a celebrarse por ella le pareció excitante, pero después lo vio tan absurdo como terrible.

—¿Con quién?

—El señor Redman, también de los granaderos —contestó Truscott.

—Yo no tengo ningún interés por el señor Redman —dijo Jane con expresión confusa—. ¿Y por qué iba a creer un caballero que está bien enfrentarse por mí?

Pringle pensó que aquella sinceridad era apropiada y, muy probablemente, convincente.

—Lo cierto es que la disputa viene por una difamación con respecto a su reputación. —Rápidamente le explicó lo que había ocurrido y la arraigada aversión que había entre los dos hombres—. Las órdenes del coronel con respecto a este tema son estrictas. Aun cuando nadie muriera serían expulsados del regimiento.

—¿Y qué puedo hacer para evitar algo tan desafortunado? —Los dos oficiales le contaron a la muchacha lo que había planeado Hanley y, en ambos, la ya favorable impresión que tenían de ella quedó reforzada por la rapidez con la que lo comprendió y aceptó. Ahora se encontraban con Hanley y veían cómo Williams se acercaba a la joven, quitándose respetuosamente el chacó.

La señorita MacAndrews le ofreció una mano a Williams cuando este se acercó.

—Así que a su lista de cualidades debo añadir la de campeón —le dijo—. Le agradezco que haya estado tan dispuesto a sacrificarse por defender mi reputación, pero no hubiera podido soportar una carga así.

Él se arrodilló y le besó la mano, y empezó a murmurar que era su devoto servidor y que haría cualquier cosa por ella siempre que se lo pidiera. Jane sonrió y se sorprendió, porque lo cierto es que estaba bastante conmovida por su devoción. No como para llegar a amar, eso es cierto, pero sí como para sentir un cariño más fuerte.

Los demás se retiraron un poco y dejaron que él interpretara su papel en aquella romántica escena. Necesariamente tuvo que ser breve, puesto que la reputación de la señorita MacAndrews no podía permitirse pasar demasiado tiempo lejos de su familia ahora que estaba anocheciendo. Durante el poco tiempo que tuvieron, Williams habló con sorprendente fluidez de su inmensa admiración por ella. Jane volvió a conducir hábilmente la conversación hacia su gratitud y le garantizó felizmente su amistad, con la condición de que nunca más volviera a poner su puesto en peligro con algo así.

—¿Sabes? A veces, me pregunto si a nuestro Bills se le dan mejor las mujeres de lo que aparenta —dijo Pringle, observando cómo el galés levantaba la mirada hacia Jane con una expresión cercana a la adoración. Se giró hacia a Hanley y lo miró inquisitivo—. ¿Estás seguro de que esto va a funcionar?

—Soy un mentiroso elocuente y persuasivo.

—Sí, pero, ¿y si Williams y Redman hablan el uno con el otro?

—Son ingleses —fue su única respuesta.

—Williams no. Es mitad escocés y mitad galés. Como poco, eso puede ser un problema.

—Es lo suficientemente inglés como para no hablar nunca con un hombre al que desprecia sobre un asunto incómodo. Confía en mí. Si fueran españoles tendríamos una pelea a navajazos en diez minutos, pero él y Redman sencillamente se ignorarán a partir de ahora.

—Puede ser —dijo Pringle.

—De todas formas, ella lo convencerá. Y él sufrirá noblemente lo que haga falta si siente que está protegiendo a la señorita MacAndrews. Por eso era importante traerla hasta aquí —Hanley se quedó pensativo un momento—. ¿Sabes? Tengo la sensación de que Hamish está convencido de ser el héroe de alguna novela caballeresca.

Pringle sonrió, se quedó pensando y, después, frunció el ceño.

—¿Y eso en qué nos convierte a nosotros?