15

LAS tres mañanas siguientes el batallón hizo instrucción con el ayudante de campo desde las ocho hasta las diez y media. Después hubo más instrucción por compañías y entrenamiento con los mosquetes hasta la una. Tras una pausa de dos horas para descansar y refrescarse, hubo más marchas y carreras de entrenamiento y más ejercicio físico. Moss presionó a su batallón durante los últimos días antes de salir para Portsmouth y embarcar. Hubo poco tiempo para otros placeres sociales, aunque la vida en el comedor seguía siendo, a veces, bulliciosa. Sin embargo, el coronel les había hecho saber que no se permitirían malas conductas. Se recordó a los oficiales que por encima de su personal sentido del honor tenían una obligación hacia su regimiento. Su conducta de la siguiente semana debía ser impecable. Moss dirigió al 106 con mano dura.

Hanley estaba cansado y, al final del tercer día, se sentó para hacer un dibujo de Jenny Dobson. Una semana antes había sentido por primera vez deseos de dibujar desde que había salido de Madrid. Se sentó en la entrada de la tienda e hizo un dibujo de los granaderos mientras comían, sentados o de pie, con los uniformes puestos o quitados, con sus esposas e hijos alrededor. Jenny lo vio y se acercó para mirar por detrás de él. Normalmente no le gustaba que lo observaran mientras trabajaba, pero había en aquella muchacha un entusiasmo infantil que se iba mostrando cada vez más y que no concordaba con su habitual actitud. Cuando lo terminó, le regaló el dibujo y ella le preguntó si le podría hacer un retrato. No había tenido oportunidad hasta ahora, aunque desde entonces había sentido en varias ocasiones el deseo de coger su lápiz y su cuaderno y había hecho apresurados bocetos de hombres marchando o de instrucción. Para su sorpresa, empezaba a disfrutar de aquella vida nueva y se sentía lo suficientemente contento como para querer dibujar. Se había preguntado incluso si pedir un papel mejor y sacar sus acuarelas del baúl.

Una vez más, se sentó en un fardo de paja que había entre las tiendas de la compañía. La muchacha se sentó en una silla plegable que le pidieron a Billy Pringle con la lona blanca de una tienda por detrás de ella. Al principio, se congregó mucha gente alrededor y unos cuantos le hicieron muecas a Jenny para que se riera. Ella bromeó y les insultó hasta que por fin la mayoría perdió el interés y regresó a sus respectivas tareas.

A Hanley siempre le habían gustado la claridad y el contraste de los dibujos a lápiz y disfrutaba del modo en que había que insinuar las sombras y las texturas. Estaba sombreando el rostro de la joven con toda la delicadeza de la que era capaz. Jenny era joven, sus rasgos aún no estaban muy marcados y Hanley trataba de capturar su suavidad. Su cabello rizado le recordaba un poco a Mapi, al menos cuando lo dibujó y se volvió negro, como el de la española. Parecía que nadie sabía aún a qué parte de España iban. Algunos decían que a Gibraltar y otros que a la costa norte. Los dos lugares estaban muy lejos de Madrid, pero se preguntó si terminarían yendo allí y si volvería a ver a Mapi, suponiendo que siguiera viva. Si era así, ¿qué le diría?

Jenny trataba de permanecer quieta, aunque él le había dicho que no era necesario. Empezó a arrugar nerviosamente la nariz y tras una enconada lucha, se rindió por fin y movió una mano para rascarse. La muchacha pareció sentirse culpable.

Hanley sonrió.

—Ya casi está, señorita Dobson. —Mantenía un tono formal, deseando demostrar al temible padre de la muchacha que se estaba comportando con el debido respeto. La familia acababa de anunciar el día anterior que la joven se iba a casar con el alto y silencioso soldado Hanks. Hubo muchos rumores, tanto sobre el comportamiento supuestamente licencioso de ella como sobre la posibilidad de que Jenny estuviera embarazada. Dobson había llevado a la joven pareja ante el capitán Wickham y este les dio permiso para que se casaran. Se celebraría una breve misa tras el desfile religioso de la mañana siguiente. Jenny llevaba el vestido nuevo que le habían comprado sus padres y que también se pondría para la ceremonia. Tenía encaje alrededor del cuello y se sentía muy orgullosa de él. Hanley cuidó de dibujarlo lo más minuciosamente posible. El dibujo sería su regalo, aunque los oficiales de la compañía estaban recolectando dinero para la joven pareja.

El dinero era un motivo de preocupación para Hanley. Como alférez, se suponía que debía recibir cinco chelines con tres peniques al día. Más de un chelín desaparecía antes de que la paga le llegara, perdido en gastos de impuestos, representación y comisión de peso. Se le deducían dos y medio más que iban directamente al comedor y, aunque el coronel Moss completaba esa cuota con dinero de su propio bolsillo, seguía siendo una cantidad importante. Después estaban los seis peniques para el soldado que le hacía de sirviente, también lo necesario para comprar el desayuno y un poco de té para el resto del día y, por último, otros cinco peniques para que las mujeres de la compañía le lavaran y arreglaran la ropa. Por lo que veía, servir al rey y a su país casi le causaba pérdidas cada día. No era vida que le permitiera ningún tipo de lujos.

Le quedaba menos de una libra del dinero que le había dado la familia de su padre. Había tenido más, pero le había prestado treinta y cinco guineas al capitán Wickham. En su momento, le pareció una petición razonable —una muestra de amistad y confianza que indicaba que ya lo habían aceptado en el batallón—. Pero habían pasado varias semanas y aquel préstamo «hasta el final de la semana» no mostraba indicios de ser devuelto. También era un asunto difícil de abordar.

Hanley miró el dibujo. Ya estaba terminado. Sabía que podía pasar varias horas haciendo ajustes y modificaciones, pero con cada mejora que hiciera iría perdiendo su esencia. Sonriendo, se puso de pie, se acercó a la muchacha y le pasó el cuaderno. Jenny Dobson lo miró con atención.

—Soy yo —dijo con voz firme—. Soy yo —giró la cabeza para llamar a su familia—. Venid a ver mi retrato.

—Ya te tengo muy vista —murmuró su hermano mientras se acercaba a ellos.

—Gracias, señor Hanley. Es precioso, señor —se levantó y, poniéndose de puntillas, mientras él se inclinaba para arrancar la página del cuaderno, ella le dio un beso en la mejilla, deslizando la boca hasta que por un breve momento le metió la lengua en la oreja. El tupido cabello de la joven impidió que nadie pudiera verlo.

Hanley se puso erguido y, después, inclinó la cabeza para despedirse manteniendo el rostro lo más inexpresivo que le fue posible. Realmente en aquella joven ya no quedaba mucho de niña.

—Un placer, señorita Dobson. Rara vez puedo dibujar algo tan agradable. Permítame decirle que el soldado Hanks es un hombre afortunado.

—Sí que lo es —contestó ella.

Hanley consiguió retirarse lo suficientemente rápido tras unas breves expresiones de admiración por parte de la gente que se fue congregando. Dobson se limitó a hacer un gesto de aprobación, se quedó pensativo un momento y, después, le ofreció la mano al alférez. Aunque lo esperaba, Hanley se quedó sorprendido por la fuerza con que lo agarró. Aquel hombre parecía estar hecho de hierro.

Tras una rápida visita a la tienda que compartía con Pringle, Redman y Williams para dejar el cuaderno y los lápices y poder arreglarse, Hanley se presentó ante el ayudante de campo para hacer instrucción durante una hora. Aquella era una rutina diaria para todos los oficiales que recientemente habían ingresado en aquel batallón. Había dejado de ser una molestia para él. De hecho, había descubierto una extraña poesía en los movimientos de la instrucción, una curiosa sensación de perderse dentro del grupo que nunca antes había experimentado. Era una especie de danza, casi espiritual.

—¡Señor Hanley! ¡Mantenga derecho el maldito brazo! ¿A quién se cree que está saludando? —vociferó el sargento mayor Fletcher—. Pelotón, alto. ¡Derecha! ¡Presenten armas! —por un segundo, el sargento mayor del regimiento contuvo la respiración—. Descansen, descansen. —Caminó a lo largo de la línea con la espalda recta y el bastón sujeto con fuerza debajo del brazo—. Me alegro de que el señor Thomas no pueda verles. Está enfermo, ¿saben? ¡Se moriría si les viera! Ahora, vamos a hacerlo otra vez.

Hubo más bien poca espiritualidad en las celebraciones de la misa de esa tarde. Al día siguiente era domingo y el batallón descansaría y se dedicaría a sus «reparaciones», arreglando y limpiando los uniformes y el equipo. El lunes por la mañana emprenderían la marcha a Portsmouth.

El sábado por la noche se celebró una cena en honor del compromiso de Moss. Se esperaba que asistieran todos los oficiales, pero en esta ocasión no estaba permitida la presencia de las esposas, lo cual era un claro indicativo del tipo de celebración que el coronel preveía. El champán traído especialmente de su bodega corrió libremente durante más de tres horas, antes de que aparecieran otras botellas.

Se hicieron brindis por el coronel y su señora, por el regimiento, por el ejército, por el rey, por Inglaterra y por cualquier otra cosa que se les ocurrió. Entonaron canciones, en voz alta y con energía, aunque con escaso respeto por la melodía y el ritmo. Como era habitual, «Spanish ladies» fue una de las más populares. Se libró una batalla sin cuartel entre los subalternos del flanco izquierdo y del derecho, que se lanzaron panecillos desde lo alto de las largas mesas con caballetes que se extendían a cada lado de la habitación. Moss y los oficiales de mayor rango miraban desde la galería de arriba y, de vez en cuando, lanzaban manzanas a todo aquel que se merecía convertirse en diana. Después de aquello, la cosa se puso más animada.

El evento principal fue la justa, con los oficiales divididos en parejas en las que uno hacía de corcel y otro de caballero. Fue inevitable que los granaderos hicieran de caballos. Williams llevaba al joven Derryck, que demostró ser muy diestro con la almohada que usaba como arma. Especialmente satisfactoria fue la rápida victoria sobre Redman como caballo y Hatch como caballero, gracias en gran parte al avanzado estado de embriaguez del último. Hanley y Anstey ofrecieron más resistencia, al igual que, sorprendentemente, una diminuta combinación de la Compañía Ligera. Al final, se enfrentaron al último reto con Pringle y el joven Trent.

La batalla duró más de cinco minutos y los dos caballeros sudaron tinta con sus almohadas mientras los caballos daban vueltas en círculo. Williams casi se resbala sobre un charco de oporto derramado, pero consiguió mantener el equilibrio y agarró a Derryck antes de que se cayera. Probablemente, todo habría ido bien de no ser porque Pringle aprovechó ese momento para empujar el hombro del voluntario. Williams y Derryck fueron lanzados hacia atrás golpeándose con una de las mesas. Trent se cayó, pero Pringle lo agarró y lo sostuvo del revés por las piernas, proclamando a gritos su victoria. Las opiniones que los demás gritaron al ver aquello parecían más a favor que en contra y los comentarios de Truscott sobre el valor de haber sido educado en Oxford casi quedaron ahogados.

En general, la noche fue un éxito, especialmente porque las heridas no fueron graves. Tras la justa, todo fue menos formal pero continuó durante otro par de horas. Para entonces, había varios oficiales desplomados sobre las mesas roncando con fuerza y expuestos a las bromas de sus camaradas.

Williams se las había arreglado para evitar a Redman y a Hatch a excepción del tiempo de la justa. Al compartir tienda, era imposible no tener contacto con Redman, pero el alférez contenía su ahora mayor hostilidad cuando estaban presentes otros oficiales granaderos. En la medida de lo posible, los dos hombres se ignoraban entre sí.

Eran alrededor de las dos cuando Hanley, Pringle y Williams salieron a tomar el fresco de la noche. Los dos oficiales necesitaban orinar, así que el voluntario se quedó esperándolos apoyado contra el muro lateral de la taberna. Había descubierto que le gustaba bastante el champán, lo cual era una desgracia, dado el estado de su economía. Aunque los aspectos más desenfrenados de la vida en el comedor nunca le atrajeron, había una excitación en aquella noche que le contagió. La perspectiva de ir a la guerra y el saber que tanto la vida como el honor podían depender en gran parte de la calidad de los hombres que uno tuviera al lado, constituía un vínculo poderoso. A pesar de la embriaguez y el humor obsceno, Williams se sentía muy unido a los oficiales del 106.

Desde atrás le llegó el sonido de fuertes arcadas. Se dio la vuelta y vio a Hatch inclinado sobre sí mismo mientras vomitaba en el suelo. Redman le daba palmadas en la espalda. Williams pensó que estaban en medio de una tregua.

—Menuda noche, ¿eh?

—¡Qué diablos sabrás tú, campesino de mierda! —El odio de Redman le sorprendió. Incluso Hatch levantó la cabeza perplejo.

—Solo intentaba entablar conversación —la respuesta de Williams fue moderada, pero sintió que la rabia le invadía.

—¡Bésame el culo! —Redman casi gritaba, Hatch trató de hacerle callar, pero no le hizo caso—. Es una maldita desgracia tener a personajes como tú que fingen ser caballeros.

Williams se encogió de hombros.

—Estás borracho. Si no, me lo tomaría como algo personal.

—Yo no estoy lo suficientemente borracho —aseguró Hatch.

Williams se dio la vuelta para irse, asegurándose de moverse despacio. Pringle y Hanley habían aparecido y parecían confundidos.

—No te atrevas a darme la espalda —gritó Redman—. ¿Me has oído? ¡No eres más que un mierda galés! —Williams flexionó los dedos pero siguió caminando.

—Esa no fue la primera vez que estuve con Jenny Dobson. Hatch tampoco. Te gustó verle las tetas, ¿verdad? —Hatch se había incorporado ya y observaba nervioso el enfrentamiento—. No es más que una putita. ¡Una puta como tu madre! —Redman se mofaba de Willliams a sus espaldas, animado al ver que este se negaba a responder.

Pringle y Hanley se acercaron al voluntario. Se pusieron uno a cada lado de él y Pringle le dio una palmada en el hombro. Williams se sobresaltó al sentirla.

—Olvídalo, Bills. Está borracho. No vale la pena molestarse —susurró Pringle.

—Te consideras un caballero. ¿Dónde está tu honor? Maldita sea, eres un cobarde. Un cobarde sin agallas —Redman lo seguía, disfrutando de su victoria. Hatch trató de tirar de él, pero se zafó de su amigo—. Crees que eres mejor que yo. Tú y tu Dios.

Williams continuó caminando con los otros dos, cada uno a un lado suyo. Redman dejó de seguirlo, estaba a punto de irse pero, después, añadió una cosa más:

—¿Eres mejor que yo, maldito santurrón? ¿Qué me dices de Jane MacAndrews? Te vimos. A mí también me gustaría pasármela por la piedra. ¿Es buena?

Redman se estaba riendo cuando Williams se dio media vuelta, se zafó de sus amigos y fue directamente hacia él.

—Me enfrentaré contigo cuando y donde sea. Con pistola o con espada —casi le escupió las palabras. Los ojos de Redman mostraron sorpresa, pero no miedo.

—Un placer —dijo, pareciendo ahora mucho más sobrio—. Me gustará matarte.

—El señor Pringle me representará. —Billy había olvidado su promesa, al no haberse imaginado nunca que sería aceptada.

—Y a mí Hatch. —El segundo en ser nombrado estaba ocupado vomitando de nuevo.

—Entonces, no hay más que hablar. Buenas noches —Williams dio una media vuelta exacta y se alejó cinco pasos. Luego se detuvo. Despacio, se giró y volvió sobre sus pasos con el mismo esmero con que se había ido. A pocos centímetros de Redman lazó un puñetazo y su puño derecho golpeó al alférez limpiamente bajo el mentón. Redman cayó al suelo.

—Se me había olvidado el insulto —dijo Williams, y volvió a dar media vuelta. Pringle se unió a él mientras se alejaba, colocándole un brazo en el hombro. Hanley los alcanzó.

—No es así como se supone que debes hacerlo —dijo Pringle con suavidad. Tenía miedo de que su amigo hubiera echado a perder su carrera.