14

EL teniente coronel George Moss saboreó el oporto de Sir Richard Langley. Era sumamente bueno, al igual que los puros y la conversación, pero aquella cálida sensación de bienestar se debía más a la satisfacción por los acontecimientos de la velada. Había llegado a Longville House a las cuatro y media, tras un duro trayecto a caballo desde el campamento del regimiento. La irritación por los ejercicios de aquella mañana hizo que cabalgara aún más rápido y de manera más temeraria de lo habitual. A las cinco y cuarto le había propuesto matrimonio a la hija de Sir Richard, Emily, y ella lo había aceptado. A las seis su padre había dado su consentimiento al matrimonio. La fortuna de Sir Richard era moderada —menor que la de la familia de Moss— pero, desde luego, aceptable si a ella se le unía su influencia. La muchacha era bastante bonita, aunque algo sosa, pero no avergonzaría a Moss ante ninguna compañía y, sin duda, podría llevar adelante una casa. Por todo ello, Moss se sentía satisfecho.

Después de que las damas se hubiesen retirado, comenzó la conversación más seria. Entre los invitados de Sir Richard se encontraban un almirante y un general. Moss ya conocía buena parte de lo que Langley les estaba contando y le gustó la sensación de disfrutar de una mayor confianza. Pero aun así, se enteró de cosas nuevas, como cuando Sir Richard confirmó el rumor de que el duque de York estaba desesperado por capitanear la expedición a España, pero el Gobierno se había negado en firme. El general se mostraba cauteloso con respecto a todo aquel asunto, aunque el almirante le aseguró que la armada trasladaría al ejército adonde quisiera ir y se lo llevaría de nuevo en caso de que fuera necesario. Los dos estaban preocupados por la magnitud del Ejército francés en España y Portugal. Sir Richard les hizo saber que las fuerzas de Sir John Moore, que estaban de vuelta de una travesía por el Báltico, irían como refuerzo de Wellesley.

A Moss le pareció importante aquella noticia.

—¿Se pondría Moore al mando? Es un oficial de alto rango —Sir John Moore tenía una buena reputación, aunque un poco maltrecha tras ciertos incidentes recientes que habían llevado a que lo arrestaran brevemente en Suecia.

Sir Richard negó con la cabeza.

—Moore es un liberal. Además, es solo un poco mayor que Wellesley. Van a enviar a varios generales mayores más, así que será uno de ellos quien esté al mando. —No sabía quién sería porque, una vez más, el Gobierno no lo había resuelto—. Hay cambios cada día. De hecho, George, tú has sido especialmente afortunado por haber sido incluido en la operación —Moss lo miró sorprendido esperando no revelar la alarma que aquello le hizo sentir—. Había muchos otros regimientos que pedían a gritos ocupar tu lugar alegando más antigüedad y una mayor preparación. Lord Johnny se mostró especialmente apasionado defendiendo las demandas de sus fusileros.

—No hay un regimiento más preparado para prestar un servicio activo que el 106 —aseguró Moss—. Que nos dejen los franceses para nosotros. —El general y el almirante dieron un golpe en la mesa en señal de aprecio. En realidad, Moss estaba menos contento que antes, puesto que ya no se sentía tan seguro de algunos de sus oficiales. Toye parecía demasiado prudente y estaba ahora menos convencido de lo acertado de ascender a MacAndrews, aunque sabía que el no haberlo hecho hubiera sido causa de resentimiento. Ahora se preguntaba cómo se sacaría de encima a los dos mayores y a algunos de los capitanes.

—¿Qué es lo que ocurrió en realidad con Hawker? —preguntó Sir Richard con fingida inocencia—. Lord Johnny insistió mucho en ese asunto. Dijo que un regimiento que ha estado dirigido por un loco no podía estar en muy buena forma.

—Ya ha habido muchos otros antes que él —intervino el almirante, encantado con su propia agudeza.

Moss se aseguró de permanecer calmado y se alegró de que las risas le dieran un momento de respiro.

—El mayor Hawker simplemente estaba enfermo y murió de repente. Nada más. Confío en que a la Guardia Montada no le queden ya más dudas con respecto al 106.

—Oficialmente no —Sir Richard elegía sus palabras con cuidado—. En privado debo evitar cualquier señal de escándalo o desorden. Al menos, hasta que hayáis embarcado.

Una cena mucho menos solemne se había celebrado en la casa que habían alquilado los MacAndrews y, en principio, la conversación era más frívola. Las señoras Mosley y Kidwell fueron las únicas otras damas. Habían invitado a los Wickham, pero habían declinado la oferta debido a un compromiso anterior. Además de los maridos de estas señoras, estaban también Truscott, Pringle, Hanley, Williams, Anstey y el joven Derryck.

El mayor no se había mostrado demasiado entusiasta ante aquella reunión cuando su esposa le informó de ella. Tras la instrucción de la mañana no estaba seguro del humor del coronel y no quería dar la impresión de estar creando una facción dentro del batallón. Aun así, hacía tiempo que había aceptado que su esposa impondría su voluntad en lo referente a eventos sociales. Le impresionó aún más de lo habitual lo bien y lo rápido que lo había preparado todo, especialmente teniendo en cuenta que Jane había estado fuera buena parte del día dando un paseo a caballo. Había regresado con un sombrero destrozado y con la ropa un poco manchada de barro, pero todavía no había conseguido saber qué le había ocurrido.

La cena fue agradable. Tenía que admitirlo. Incluso Derryck, que normalmente comía como si llevara un mes sin probar bocado, parecía haber quedado satisfecho y rechazó otra ración de ternera. Al principio, MacAndrews no consiguió comportarse más allá de la educación formal, pero a medida que avanzaba la velada, se relajó y empezó a disfrutar de verdad. Estaba orgulloso de su mujer y de su hija —acostumbrado a ver cómo la primera salía impune de ciertos comentarios atrevidos e impresionado con la tranquilidad con la que la segunda conversaba con todos—. Incluso había conseguido desatar la lengua del oficial de intendencia, que tenía fama de mostrarse incómodo y taciturno en la mayoría de las compañías.

A las nueve y media, las señoras fueron a dar un paseo por el pequeño jardín que había detrás de la casa. Los hombres se relajaron y compartieron un poco de brandy después de acabar con la botella de oporto. El tema de la conversación cambió rápidamente a la próxima campaña.

—Los franceses son buenos. Muy buenos —dijo Mosley tras un arranque de entusiastas bravuconadas de Derryck. Había estado luchando en la India con otro regimiento antes de cambiarse al 106.

—Sí, son valientes —convino Kidwell. Cuando de joven fue soldado raso había prestado servicio en Flandes y, más tarde, en otra desastrosa expedición, esta vez en la costa holandesa—. Y hábiles.

—No debemos olvidar que han machacado a media Europa. Por mucho que despreciemos al presuntuoso de su emperador, él y sus hombres saben luchar —Mosley parecía haber decidido que aquello era suficiente y volvió a quedarse en silencio, dando un largo trago a su copa.

—Pero Napoleón no está en España —dijo Pringle tras una pausa, cuando quedó claro que el señor Kidwell tampoco se disponía a decir nada más.

—Aún no, según los periódicos —Truscott hizo otra pausa para rellenarse la copa—. Podría llegar antes que nosotros si decide unirse a su ejército. Depende un poco de cuánto confíe en que los austriacos y los prusianos permanecerán callados.

—Muchos de sus mejores regimientos siguen en el Rin y en el Danubio —dijo Williams con sorprendente seguridad, sintiéndose por una vez menos incómodo ante una compañía formal. Llevaba una chaqueta que le había prestado el soldado Murphy, que era casi de su talla. La suya se la estaba arreglando la señora Dobson después de que la hubiera encontrado colgada de una rama sobre el río. Sus pantalones habían desaparecido del todo. Por suerte, tenía otro par, aunque esa noche se había puesto los de etiqueta con las polainas.

—Sí, los oficiales franceses con los que hablé en Madrid se quejaban de que la mayoría de sus hombres eran reclutas con poca formación. —Todos miraron a Hanley sorprendidos. Aunque algunos de ellos sabían que había estado en España durante la invasión, no había contado nada al respecto—. Vi a algunos. Parecían más jóvenes que nuestro Derryck —por un momento tuvo una visión de los cadáveres mutilados de Madrid—. Pero saben matar.

—Nosotros no es que seamos el batallón más maduro —Kidwell, el oficial de intendencia, estaba a punto de terminar la treintena, pero parecía mayor—. Yo solo tenía diecisiete años cuando fui a mi primera batalla. En ciertos aspectos, era más fácil para los más jóvenes. A esa edad la muerte es algo que solo les puede pasar a los demás.

Quisieron saber más sobre las experiencias de Hanley. De mala gana al principio, les habló de los desfiles por las calles, del espectáculo de las tiendas y equipos del emperador en uno de los parques y, por último, de la violencia salvaje del 2 de mayo. Trató de ser comedido en su relato, pero su rostro se tensó al recordar los sables levantándose y cayendo en medio de la muchedumbre que huía.

Hubo un silencio grave después de que hubiese terminado.

—Rara vez la guerra es un asunto agradable —dijo por fin MacAndrews. Antes de esto había hablado poco, contentándose sobre todo con escuchar y hacer alguna que otra pregunta, pero era consciente de su obligación como anfitrión—. Especialmente una guerra en la que luchan los civiles. —Su mente le había devuelto a las crueles luchas en América, las escaramuzas y batallas cuando no estaba presente ningún británico y los colonos leales a la Corona británica se enfrentaron a los patriotas rebeldes, los conservadores a los liberales, y los linchamientos eran algo común. Aquel no parecía un asunto apropiado para tratar en la mesa, así que en lugar de ello, volvió a contar su historia preferida.

—Recuerdo la primera vez que luché contra los franceses. Habían llevado un ejército para ayudar a los rebeldes que nos atacaron en Savannah. El peor campo que hayáis visto en toda vuestra vida. Marismas, arroyos y bosques tan densos como la jungla. Y moscas, muchas moscas. —Se hacía extraño escuchar a MacAndrews hablando en público y más aún oírle hablar con tanto entusiasmo. Todos le escuchaban con mucha atención.

»De todos modos habían decidido lanzar un ataque sorpresa al amanecer, yendo contra lo que ellos consideraban que era el punto más débil de nuestras fortificaciones. Los de mi antiguo cuerpo del ejército, el 71, éramos los únicos profesionales de allí. El resto de la guarnición era una mezcolanza de voluntarios. Bastante valientes, pero sin experiencia.

»Sabíamos que los franceses y los yanquis estaban de camino, así que se movilizó al 71 para que se enfrentara al ataque. Nuestros gaiteros recibieron el amanecer tocando «Hey, Johnny Cope». Les hicimos saber que los habíamos detectado y los highlanders los estaban esperando para entretenerlos —MacAndrews sonrió al recordar—. Aun así, atacaron. Entonces era difícil determinar si fue un acto heroico o una locura. Probablemente era demasiado tarde para cancelarlo. Simplemente los segamos como hace la guadaña con el trigo. Pero nunca vi a ningún hombre avanzar mejor. Era un desastre, pero los franceses especialmente siguieron avanzando.

—Ya está de nuevo mi marido hablando de Savannah. —No se habían dado cuenta de que Esther MacAndrews había entrado seguida de las demás damas—. Siempre le levanta el ánimo, aunque me atrevo a decir que no ha mencionado que ese día mataron a uno de mis primos que luchaba por construir un país nuevo.

—Nunca te gustó demasiado —contestó el mayor con tono alegre.

—Eso no tiene nada que ver. Charles Swanson bien podía ser una sabandija de hombre, pero seguía siendo familia mía y tú y tus escoceses derramasteis su sangre.

—Es que éramos unos casacas rojas crueles y tiranos.

—Lo sé. Estoy casada contigo —MacAndrews besó la mano de su esposa—. Ya basta de charla castrense —sentenció ella—. He decidido que hay suficiente luz para que nos acompañéis a las señoras a dar un pequeño paseo por la ciudad. Así que debéis estar todos presentables —Williams se dio cuenta de que ella le lanzaba una mirada cómplice al decir aquello y se preguntó si su hija le habría contado todo lo que había pasado. No podía decirlo, porque la mayoría de las miradas de Esther MacAndrews tenían esa característica complicidad. Por desgracia, Pringle y Derryck se apresuraron a acompañar a Jane, poniéndose uno a cada lado. Williams se disponía a acompañar a los Kidwell pero, ante una señal imperiosa de la señora MacAndrews, se colocó al lado del mayor y su esposa.

—He oído que ha leído usted mucho a los clásicos, señor Williams —dijo un rato después la mujer del mayor con su marcado acento—. Venga, cuéntenos todo lo que sepa sobre las ninfas y los sátiros.

—Creo que voy a contratar a una nueva criada —dijo María mirando el puñado de monedas de oro que el conde Denilov había puesto sobre la mesa. Le habló en inglés porque él no entendía el portugués y odiaba usar el francés ahora que los hombres de Napoleón habían invadido su país.

—Tú pareces una buena criada —contestó él con relajada sonrisa. Habló con acento fuerte, pero no había vacilación en su uso del idioma. María tenía varios disfraces que sabía que eran del gusto de sus clientes. Uno era un vestido negro sencillo con un delantal blanco y una cofia de sirvienta. La falda del vestido llevaba un miriñaque, como antiguamente, y era mucho más corta que cualquier vestido normal. Fingía que limpiaba la casa y se inclinaba hacia delante para que se le vieran las piernas hasta las rodillas o incluso más arriba. Antes o después, el hombre terminaría abalanzándose y ella fingiría ser una inocente sorprendida, resistiéndose de una forma que les solía gustar hasta que «dejaba» que la sedujeran o la vencieran.

—Pero yo no limpio mucho —contestó ella y sonrió al atractivo oficial ruso que estaba tumbado en la cama solamente vestido con sus pantalones y su camisa—. Sobre todo contigo. —Denilov había descubierto sus disfraces e insistió en que se pusiera uno cada vez, pero su preferido era el de criada. Él pagaba, y bien, pero le dio más dinero porque en las dos últimas semanas ella no había aceptado ningún otro cliente. Por primera vez en meses se sentía segura. Él era un hombre fuerte y eso a ella le gustaba.

La mayoría de los demás clientes con dinero eran franceses y se negó a aceptarlos a ningún precio, pero muchos eran muy insistentes. Había estado con un joven y ambicioso abogado que había decidido que era mejor ganarse la confianza del ejército ocupante que morir luchando contra él. Incluso había estado dispuesto a sacrificar a su nueva amante para satisfacer el capricho de un gordo coronel francés que se mostró interesado cuando María acompañó a su amante a una recepción oficial. El abogado se había esfumado, pero luego apareció Denilov entre la multitud y ahuyentó al francés. María lo llevó de buena gana a su habitación aquella noche. Desde entonces, él había apartado a todos los demás conquistadores que la habían importunado. Básicamente, ella se quedaba en su habitación alquilada y cuando él la visitaba cada día rara vez salían.

—Mira eso —María estaba desnuda, a excepción de las medias y el lazo rojo del pelo, pero podía notar que él la observaba mientras ella cogía un plato de pan duro del suelo y lo llevaba hasta la ventana. Estaba abierta, porque era una tarde calurosa, rompió el pan con los dedos y tiró los trozos—. Los ratones se van a morir de hambre y los pájaros van a engordar. Este lugar es asqueroso —dijo con voz cansina. Estaban en la planta superior de una de las casa altas que había por debajo del castillo de Lisboa y que daban al puerto. Había ropa de ella amontonada en sillas porque tenía pocos armarios. Una jarra con agua yacía al lado de una palangana sobre la mesa, pero el surtidor estaba en el patio de abajo y tenía que ir ella misma a por más—. Hace un año podría haberte entretenido de forma esplendorosa.

—Hace un año no me habrías necesitado. Tenías al duque.

La muchacha de cabello moreno le sacó la lengua.

—Lo que necesito y lo que quiero no son la misma cosa. Ni tampoco lo que tengo —se acercó a la cama—. Tú habrías querido tenerme y el duque no era celoso, siempre y cuando yo fuera discreta. Puedo ser muy discreta —se puso las manos en las caderas.

—Ya lo veo —contestó él. María cogió una almohada y le golpeó con ella—. Es un hombre bueno —dijo al cabo de un momento. El duque había sido su protector durante dieciocho meses. La familia de ella había sido arrendataria de una granja cerca de la costa. María apenas tenía quince años cuando su madre enfermó y murió. Su padre no supo asimilarlo y se gastó el dinero en alcohol. Perdieron su casa y viajaron allá donde él conseguía trabajo. A menudo se emborrachaba demasiado como para saber cuándo iban hombres a verla. Después, una mañana simplemente no se despertó.

María había sobrevivido. Aprendió a complacer y manipular a los hombres y, de algún modo, a mantener escondida una pequeña parte de sí misma. Era muy guapa y encantadora. Pronto pudo negarse a recibir a brutos y borrachos, y escoger a clientes ricos y aceptables. Le sorprendía lo desesperados que muchos de ellos se mostraban por complacerla. En sus mejores años varios protectores costearon su apartamento, su sirvienta y un estilo de vida cercano a la opulencia. Después, el duque la vio del brazo de otro hombre en una cena en Coimbra. La reconoció y sintió compasión, además de deseo. El duque tomó a María como su amante principal y ella vivió cómodamente y con la mayor seguridad que había sentido desde su infancia.

Entonces llegaron los franceses y el duque escapó a las colonias portuguesas en América junto con la corte real. Se llevó toda la riqueza que fue capaz de reunir de inmediato y también a su esposa. Esta no le dejó que se llevara a su amante. Había intentado enviar a María suficientes regalos como para mantenerla a salvo durante la confusión de la guerra, pero su mujer había impedido que el administrador se los hiciera llegar.

—Si hubiera podido ver a Varandas estoy segura de que le habría convencido —dijo María con tono firme, y dio un paso atrás, juguetona, cuando Denilov alargó las manos para agarrarla—. A ese viejo se le caía la baba conmigo.

El ruso se recostó y dijo:

—Y Varandas es el administrador —su expresión había cambiado sutilmente y, por primera vez, María se dio cuenta de que podría haber cometido un error. Tardó un momento en responder.

—Claro que sí, ¿quién si no?

Denilov se encendió un puro y dio una calada fuerte y casi sensual. El duque no había tenido tiempo de recoger todos sus objetos de valor ni tampoco confiaba del todo en la seguridad de los bancos cuando los invasores estaban ocupando el país. Denilov había escuchado esos rumores junto con muchos otros cuando se mezcló entre el ejército ocupante y los portugueses destacados que colaboraban con ellos. Podría no haber pensado más en ello y seguir otra pista, hasta que alguien le señaló a María y le dijo que era la antigua amante del duque.

Denilov confiaba en su suerte e inmediatamente supo que aquel era el camino que debía seguir. Apartó a los franceses que la estaban molestando y pasó las siguientes dos semanas cultivando su relación con ella. Ahora lo sabía casi todo. El nombre de Varandas era prácticamente la última pieza importante del rompecabezas, porque era el hombre en quien había confiado el duque para ocultar y proteger el resto de su fortuna cuando los franceses empezaron a saquear Portugal. Los regalos para María no eran más que una pequeña parte del oro y las piedras preciosas que había escondidas en alguna de las propiedades de aquel hombre. Una parte sería confiada a órdenes religiosas para financiar obras de caridad y mantenerla a salvo de una forma sencilla. Se había enterado de buena parte de ello a través de la muchacha, que le confirmó lo que ya sospechaba.

—Claro que te habría hablado de Varandas. Tendrás que saberlo para ayudarme a encontrar lo que me pertenece —María trataba de parecer confiada, pero había ahora una frialdad en el oficial ruso que no había visto antes. Había deseado encontrar a un hombre que la rescatara, alguien de quien poder fiarse, quizá incluso enamorarse durante más tiempo que simplemente unas cuantas semanas. El atractivo oficial extranjero le había parecido muy fuerte y amable después de la poca amabilidad que había conocido últimamente. María quería fiarse. Ahora él la había asustado. Cruzó los brazos. Llevaba muchos años sin sentirse nerviosa por estar desnuda delante de un hombre, a menos que formara parte de una representación para complacer a un amante.

Denilov acusó el gesto y sonrió.

—No lo vas a encontrar sin mi —María no estaba segura de si quería el tesoro aparte de los regalos que el duque había destinado para ella. A veces, se imaginaba siendo rica durante el resto de su vida. Otras, era una patriota que destinaba el dinero del duque a pagar y armar a los soldados que expulsarían a los franceses de su país. Sería una heroína. Y puede que eso hiciera que la gente se olvidara de su pasado y ella pudiera convertirse en alguien respetable. En su mente había borrosas imágenes de una casa en una finca, de un marido que era un hombre bueno, y de niños… Un mundo tan seguro y realmente feliz como los recuerdos de su infancia.

El ruso no dijo nada y le dio una fuerte calada al puro.

—Si preguntas demasiado la gente sabrá qué es lo que buscas.

—Tú sabes dónde está —dijo él rompiendo su silencio, pero hablando en francés.

—Te lo puedo mostrar —contestó la chica, aferrándose al inglés.

—Me lo vas a decir. Ahora —se puso de pie e hizo una demostración de fuerza, pero sin apartar los ojos de ella un solo momento.

—Podría ponerme a gritar —dijo ella con una seguridad que no sentía.

—Ya te han oído antes. ¿Quién crees que va a venir? —El ruso tiró al suelo el puro y volvió a sonreír.

Denilov se marchó media hora después, saliendo a la calurosa luz del sol y quedándose quieto un momento para dejar que el calor penetrara en su cuerpo. La muchacha no le había dicho dónde estaba Varandas y un rato después ni siquiera se había molestado en repetirle la pregunta. No importaba y no sería difícil averiguar su paradero. Denilov se detuvo junto a la puerta, buscando otro puro en sus bolsillos. Se había fumado el último, así que salió a comprar más con las monedas que había cogido de la mesa de la joven. Le había gustado tomarla por la fuerza, ver verdadera emoción y miedo en lugar de su estudiada representación típica de una puta. Debía estar suficientemente aterrorizada como para no causarle ningún problema pero, en realidad, no había mucho que ella pudiera hacer.

En su habitación, María estaba acurrucada junto a la cama, sujetando una sábana alrededor de su cuerpo, con los nudillos blancos de tanto apretar y sollozando. Había dolor y sueños destrozados y, por primera vez en muchos años, todos sus peores recuerdos la volvían a inundar. Le temblaba todo el cuerpo al llorar. Una hora después dejó de hacerlo y empezó a maldecir. Dedicó a Denilov todos los insultos que conocía en portugués, luego pasó al inglés y, por último, lo llamó con los nombres más obscenos que pudo recordar en francés. Llamaron a la puerta, quejándose por el ruido. Curiosamente, aquello la calmó. María gritó una disculpa y no hizo caso de la hosca respuesta. Luego se puso de pie haciendo muecas de dolor por las magulladuras. Quería lo que era suyo y quería hacer daño a Denilov, pero la desesperación regresó cuando no se le ocurrió ningún modo de conseguir ninguna de las dos cosas. Sin embargo, ya no lloraba. Utilizando el agua que quedaba en la jarra, María empezó a asearse.