13

WILLIAMS silbaba mientras caminaba por el sendero a la sombra. El sol de última hora de la tarde calentaba con fuerza e incluso sin fardo ni cinturones, la chaqueta de lana le pesaba. Hacía un fresco agradable bajo los árboles que se levantaban a cada lado del camino embarrado y se cerraban por arriba como si formaran un túnel. Estaba ya al menos a tres kilómetros del campamento del regimiento y, como era habitual, era estremecedora la sensación de libertad que aquello le provocaba. No había que preocuparse de comportarse bien, de equilibrar la necesidad de ser sociable pero sin tomarse demasiadas confianzas y de mostrarse respetuoso y entusiasta con respecto a sus obligaciones sin parecer servil. Y, lo que era aún peor, nunca había intimidad. Solitario por naturaleza y acostumbrado después de los años a pasar mucho tiempo solo felizmente leyendo o soñando, era esto lo que le costaba más trabajo. Eso hacía que aquellos paseos ocasionales en su tiempo libre fueran muy preciados. Simplemente, era un alivio alejarse de la arcilla blanca y de las órdenes gritadas a voces, del humo del tabaco y de las continuas conversaciones.

Como siempre, Williams estaba pensando en la señorita MacAndrews. Sabía que era hermosa y, sin embargo, le seguía costando dibujar en su mente una imagen clara de su rostro. Ojalá tuviera un retrato e incluso un mechón de su cabello rojo para llevarlos colgados alrededor del cuello. Los oficiales casados se habían alojado en el pequeño pueblo que había al lado del campamento y Williams había visto solamente dos veces a la muchacha durante la última semana. Era cierto que el coronel los había mantenido ocupados y que su entusiasmo porque todos ellos pasaran el mayor tiempo posible en el comedor le había impedido realizar la mayoría de los paseos de la tarde y con ello se había esfumado la esperanza de un encuentro casual. Sin embargo, esa noche Moss asistía a una cena en una casa que estaba a algunos kilómetros de distancia, por lo que estar presente en el comedor era menos importante. Los ánimos de los oficiales estaban también un poco enrarecidos y había una sensación general de que aquella no sería una velada especialmente alegre. Había muchos otros que habían planeado ausentarse.

Williams lo había pasado bien en el simulacro de batalla de esa mañana. Había sido emocionante hacer algo más que simples maniobras para practicar. La emboscada de la fuerza que avanzó por el flanco había salido a la perfección y había sido una satisfacción especial para los granaderos sorprender y aplastar a los de la Ligera, que siempre eran dados a la fanfarronería. Después llegó la marcha rápida de vuelta al campamento en la que MacAndrews condujo a los hombres con dureza. La Primera Compañía estaba decidida a no quedar por detrás de los granaderos, así que ambas avanzaron rápido. Pudo notar una sensación de excitación cuando a aquellos hombres les dio por demostrar que eran mejores que el resto del batallón. La espera había sido más dura una vez que ocuparon su posición tras la cima de la colina. MacAndrews les había permitido sentarse, pero resultaba desagradable no saber qué estaba pasando. Entonces oyeron que los defensores del reducto lanzaban su primera descarga y supieron que el ataque había comenzado. Tras ordenárseles que se pusieran de pie, aún siguieron sin emprender su propio avance durante lo que pareció una eternidad, hasta que Wickham movió en el aire su gorro dando la señal.

Los defensores sabían que habían ganado, y Williams supuso que se lo dejarían claro a los soldados de las demás compañías cuando tuvieran la primera oportunidad de hacerlo, fuera cual fuese la opinión del coronel. El simulacro de batalla había sido de todos modos un poco más real alrededor del reducto, dando como resultado unas cuantas heridas y algún que otro ojo amoratado. Williams admiraba el modo en que MacAndrews había burlado al enemigo, aun cuando resultara un poco desconcertante por el hecho de que el enemigo era su propio comandante. Para la compañía también había sido tranquilizador que fuera Pringle quien los liderara. El capitán Wickham era un gran caballero y, sin embargo, había cierta imprecisión en su comportamiento que resultaba un poco perturbadora en un comandante. MacAndrews había sido siempre —y aún lo era— muy claro y preciso en sus órdenes.

Por desgracia, parecía que los últimos días de entrenamiento los pasarían haciendo la instrucción más típica. Williams sabía que la mayoría de los oficiales de la fuerza atacante deseaban tener otra oportunidad y estaba convencido de que lo harían mucho mejor la próxima vez. Los de la infantería ligera deseaban especialmente tener la ocasión de mostrarse más listos que los patanes granaderos. Sin embargo, Moss había anunciado que no habría más simulacros de enfrentamientos. Corría el rumor de que estaba enfadado con los oficiales de la fuerza atacante por haberle defraudado y con los de la defensa por haberlo hecho demasiado bien. Williams esperaba que aquello no fueran más que chismes malintencionados y seguía admirando al coronel, aunque una pequeña parte de él se preguntaba si no se precipitaba demasiado. De los dos, MacAndrews parecía tener mano más firme, si bien carecía de la extravagancia y el carisma del coronel.

Williams se salió del camino y se subió al escalón de una cerca. Había un camino que subía una pequeña colina y después bajaba atravesando un bosquecillo hacia el río. Diez minutos después estaba nadando tranquilamente en la suave corriente, disfrutando del frescor del agua que le rodeaba. Había doblado cuidadosamente el uniforme y lo había dejado sobre el tronco de un árbol caído. Tuvo una sensación de lujo y relax, e incluso de gran libertad. Las preocupaciones por las tensiones dentro del batallón desaparecieron mientras disfrutaba de aquel momento. Hundió la cabeza bajo el agua fría y buceó.

—El nivel de este lugar ha caído mucho últimamente —dijo una voz cuando Williams volvió a emerger. Aquel tono burlón le resultaba familiar, pero por un momento no pudo ver de quién se trataba.

—Sí, se ha llenado de puñeteros palurdos —confirmó otra voz. Era Hatch, lo cual significaba que el otro era Redman. Aquel lugar era conocido y a menudo acudían allí los oficiales del 106, pero incluso así Williams había esperado encontrar algo de paz.

—Al infierno los dos —gritó Williams, ligeramente sorprendido ante su propia vehemencia.

—Vaya, sabe utilizar expresiones feas, Redman —dijo Hatch.

—Es que se junta con soldados rasos, Hatch.

—Oye, ¿podéis dejarme en paz? Estaba muy a gusto hasta que habéis aparecido —probó a convencerlos Williams en un tono más suave.

—Así que no quiere nuestra compañía. Supongo que no somos lo suficientemente buenos para él —dijo Hatch—. Bueno, pues dejemos a Su Excelencia con sus abluciones.

—De todas formas, mejor nos vamos río arriba donde el agua está más limpia —propuso Redman. Hubo una risa femenina después de aquello. Williams se quitó el agua de los ojos y se giró hacia la orilla. Redman estaba junto al tronco del árbol, con el brazo alrededor de la cintura de Jenny Dobson. En la otra mano llevaba un palo con el que jugueteaba con la ropa de Williams. Hatch estaba detrás de él, sosteniendo las riendas de un par de caballos.

—Jenny, ¿sabe tu padre que estás aquí? —preguntó Williams, dándose cuenta al hablar de lo necio que debió de sonar.

Ella pareció avergonzarse un poco, pero después recobró la confianza.

—Ya soy una mujer adulta, señor Williams, y puedo ir adonde me plazca —levantó el mentón, desafiante. Su rostro era un poco delgado, pero había una ligera hermosura en él, puede que incluso belleza, resaltada por sus densos rizos castaños.

—Eso lo puede ver cualquiera —Redman dejó caer la vara y alargó la mano para deshacer el lazo delantero de la blusa de la muchacha. Forcejeó un momento. Jenny parecía un poco sorprendida, pero después utilizó su propia mano para ayudarle. Tras deshacer el nudo, el joven alférez le bajó la blusa y empezó a acariciar el pecho izquierdo de la joven—. Y sabe lo bien que los caballeros la van a tratar. Toda una señora, nuestra Jenny.

Williams estaba estupefacto y un poco avergonzado, pero no consiguió apartar la vista. Se alegró de que el agua le llegara hasta los hombros. Hasta que Jenny Dobson se movió para apartar de un empujón la mano de Redman y volver a colocarse la blusa, Williams no pudo bajar la mirada.

—Deberías irte a casa, Jenny —dijo con todo el tacto que le fue posible—. Tus padres estarán preocupados. Más vale que pares ahora, antes de que cometas un error.

—No es ningún error —Redman estaba acariciando ahora la mejilla de la muchacha—. Vamos a cuidar de ella y a pasarlo muy bien todos.

—Vete a casa, Jenny —repitió Williams. Empezó a nadar hacia la orilla. Hatch ya se había subido al caballo.

—Ocúpate de tus asuntos y no finjas que te comportas como un caballero —la voz de Redman estaba llena de desprecio. Colocó las manos alrededor de la cintura de Jenny y la levantó. Hatch la cogió de los brazos y tiró de la muchacha para subirla al caballo y colocarla detrás de él. Ella no se resistió, pero Williams notó que ya no le miraba. A continuación, montó Redman en el suyo.

—Déjame que te lleve a casa, Jenny —le imploró Williams.

—¡Maldita sea! ¡Deja de entrometerte, bastardo galés! —exclamó Redman. Hatch se fue cabalgando con la muchacha. Redman acercó su caballo al tronco y alargó la mano para coger el montón de ropa. La camisa de Williams se cayó, pero el alférez se alejó galopando, dando gritos y levantando en el aire la chaqueta y los pantalones. Estaban ya a cincuenta metros cuando Williams consiguió subir a la orilla. El desprecio que habían mostrado hacia él no le importaba, pero que llevaran por el mal camino a la hija de Dobson le puso furioso. Ya no podría alcanzarlos pero, al menos, sí podría seguirlos y hasta llevarse a la joven antes de que la deshonraran. Los dos oficiales estaban muy borrachos, así que quizá llegara a tiempo.

Williams se puso la camisa sobre la piel húmeda. Era larga y le caía por encima de los muslos; resultaría casi decente si no fuera porque con la humedad quedaba demasiado transparente. Lo mismo ocurría con sus calzones, que los había llevado puestos mientras nadaba. Se puso las botas y se alegró de no haberse puesto las largas polainas negras para salir a pasear con los pantalones del uniforme. Cogió el chacó del suelo y se lo puso en la cabeza. Era más fácil que llevarlo en la mano. A continuación, vestido con los faldones, las botas y el sombrero, el voluntario salió a buscarlos para proteger el honor de la joven soltera, aunque fuese en contra de su voluntad.

Pensándolo bien, probablemente fuera una mala idea atajar a través del bosque esperando ponerse por delante de los jinetes que iban siguiendo el camino. Como estrategia tenía sentido. El río se curvaba en un enorme meandro antes de llegar al siguiente punto donde la orilla era poco empinada y una pequeña playa favorecía el baño u otro tipo de actividades. El recorrido estaba prácticamente cubierto de vegetación y en algún momento le costó abrirse paso. Williams pensó que los caballeros andantes llevaban al menos una armadura para protegerse de las zarzas y las ortigas en lugar de ir simplemente con las piernas desnudas. No estaba seguro de qué iba a hacer si los alcanzaba y esperaba que se le ocurriera algo. Si Jenny se negaba a marcharse, no podría obligarla y dudó de si podría hacer que los alféreces se sintieran avergonzados y la dejaran marchar.

Unos minutos después, Williams empezó a preguntarse si se habría perdido. Siguió avanzando, sabiendo que el bosque no era grande y que llegaría hasta el camino si seguía adelante. Un poco después vio que el suelo se elevaba ligeramente y se dio cuenta de que debía de haberse alejado demasiado por la izquierda. Giró en el otro sentido y por fin llegó a una zona donde había menos densidad de árboles. El sendero estaba cerca y, de repente, oyó ruido de cascos de caballos. Había un afloramiento de piedra coronado por un olmo de largas raíces donde el camino se alejaba de la orilla del río. Williams tenía tiempo suficiente para refugiarse en él. Sintió la excitación de poder golpearlos si los pillaba desprevenidos. Esperó, preparado para saltar, y cuando el sonido del trote de un caballo se oyó tan cerca como para que proviniera de la curva donde él estaba, Williams salió de su escondite. Empezó a gritar, moviendo los brazos con el chacó en la mano mientras se ponía en mitad del camino.

Jane MacAndrews gritó. Su caballo se encabritó y ella trató de no perder el equilibrio mientras detenía al animal. Williams miró boquiabierto, estupefacto, y después, simplemente se las arregló para dar un salto hacia atrás evitando los cascos delanteros del animal que se movían con fuerza en el aire. Jane perdió el sombrero y el cabello se le soltó cayéndole alrededor de la cara. Era una buena amazona, pero solo había montado una vez en aquella yegua y sabía que era asustadiza. Sintió que se resbalaba, su peso caía hacia atrás y hacia la izquierda, y su rodilla se separaba del apoyo de la silla de amazona. La yegua estaba dando vueltas en círculos. Vagamente pudo reconocer al señor Williams, que ahora parecía correr de un lado a otro agitando los brazos, preparándose torpemente para agarrarla o ayudarla. Aquel idiota no sabía nada de caballos y lo único que estaba consiguiendo era poner más nervioso al animal.

La yegua volvió a levantar las patas delanteras y Jane perdió el equilibrio del todo y sintió que caía hacia atrás. El caballo se alejó a medio galope por el camino. En un momento, la muchacha se cayó y golpeó a Williams, llevándoselo por delante y aterrizando encima de él. Jane estaba un poco aturdida y a Hamish se le cortó la respiración, incapaz de poder hablar. Durante un rato, hubo un silencio.

—Bueno, supongo que sus intenciones eran buenas —dijo la joven. Miraba fijamente hacia el cielo azul, con la espalda apoyada contra el cuerpo del voluntario. Extendió una mano y tocó la piel desnuda, pero no sintió ningún sobresalto y lo cierto es que en su voz no pareció haber muestra alguna de ello.

Su pelo había entrado en la boca de Williams y le cubría toda la cara. Tenía un tacto maravillosamente suave y tuvo que toser antes de poder hablar, aunque lo que salió de su boca apenas tenía ninguna coherencia.

—Yo… claro, desde luego. Debo pedirle disculpas… Me he comportado de una forma abominable.

—¿Tiene por costumbre saltar sobre muchachas inocentes cuando van a caballo? Y al parecer, también medio desnudo.

—Todo ha sido un error —dijo Williams, sonando como un niño al que han pillado en plena travesura y que espera librarse del castigo—. Pensé que eran Redman y Hatch.

—Entonces debo cambiar la pregunta. ¿Tiene por costumbre ir por ahí medio desnudo y saltando sobre sus compañeros oficiales? —Williams pudo notar el tono de diversión en su voz y, de repente, se puso a reír. Jane lo siguió y, por un momento, los dos se limitaron a reír por lo ridículo de la situación. Williams se rio hasta que casi le faltaba el aire.

—Señor Williams, ya estoy a salvo y no he sufrido ningún daño —dijo por fin Jane—. ¡Puede soltarme!

Hamish se dio cuenta de que con su mano derecha había rodeado la esbelta cintura de la muchacha. La izquierda descansaba sobre la falda y, por debajo, podía notar ligeramente el muslo de ella.

—Lo siento mucho —respondió nervioso, entre otra bocanada de fino pelo rojo—. No me había dado cuenta.

La joven se dio la vuelta apartándose de él y se puso de rodillas apoyándose en las manos. Sonrió al mirar al incómodo Williams.

—Mi madre dijo que era usted un vikingo. Creo que no es un calificativo adecuado. Está claro que es un sátiro. —El voluntario farfulló más disculpas sin sentido afirmando que ella lo había malinterpretado. Jane se puso de pie, cuidando de no pisarse su traje de montar rojizo. Después levantó la vista directamente hacia el cielo.

—¿Sería poco educado preguntar por qué no lleva usted pantalones? —inquirió.

Williams se puso en cuclillas y después se levantó, tirando hacia abajo de sus faldones y profiriendo aún más disculpas. Por fin consiguió dar una explicación coherente de lo que había ocurrido.

—¿Esa tal señorita Dobson tiene el pelo moreno y lleva una falda de color azul oscuro?

Williams asintió. Pensaba que la falda de Jenny era azul, aunque no podía decir que la hubiera visto.

—Entonces, puede que su búsqueda haya sido innecesaria. La adelanté hace un rato y caminaba de vuelta al campamento. Me saludó diciendo mi nombre, así que supuse que era del regimiento. Por lo que usted me ha dicho, esa muchacha ha debido de entrar en razón. No puede haber estado con esos dos mucho rato. No ha habido ningún daño. —«Al menos no ese día», pensó Jane, pero se lo guardó para sí misma. No estaba segura de cómo se tomaría aquel cínico comentario ese Williams tan aparentemente quijotesco.

Jane MacAndrews se protegió los ojos del sol y bajó la mirada hacia el sendero. Su caballo había desaparecido hacía rato. La muchacha se acarició el cabello despeinado.

—Debo de tener un aspecto horrible —comentó casi para sí misma.

—Está absolutamente preciosa —respondió Williams, sorprendido por el aplomo de su propia voz y el descaro con el que había hablado.

—Un sátiro cortés. La verdad es que es usted un caballero poco común, señor Williams —él le acercó su sombrero, que había quedado lamentablemente pisoteado por el caballo y miró si tendría arreglo—. Dios mío —dijo ella—, le tenía mucho cariño. Bueno, le estaría muy agradecida si me ayudara a recuperar mi yegua. Me la habían prestado.

Caminaron juntos por el sendero mientras la señorita MacAndrews permanecía con la mirada atenta, buscando a su caballo entre el paisaje y, ocasionalmente, levantando la mirada hacia aquel hombre alto que caminaba a su lado. Williams no recordaba haber sido nunca más feliz. Para su sorpresa, su timidez se había evaporado y hablaron alegremente. Jane habló primero de caballos pero, como enseguida quedó claro que el conocimiento de él sobre el tema era extremadamente limitado, pasó a preguntarle por su vida anterior. Él le habló de puertos bulliciosos, de marineros y de sus historias de largas travesías, de sus hermanas y de su madre. La señorita MacAndrews parecía estar embelesada y cuando él trató de cambiar de conversación para preguntarle por la vida de ella y su estancia en América, ella le hizo rápidamente otra pregunta sobre sí mismo.

Para gran pesar de Williams, encontraron a la yegua poco después. Estaba a la sombra de un árbol, paciendo alegremente entre las altas hierbas. Cuando él iba a deslizarse despacio hacia el animal para sujetarle las riendas, la muchacha lo detuvo. Se acercó con cuidado y le habló suavemente, asegurándose de que el caballo estaba calmado. La yegua movió las orejas hacia atrás, pero permaneció quieta y dejó que la muchacha le acariciara el cuello. Solo entonces la cogió Jane de las riendas y le dio la vuelta para llevarla de nuevo al sendero.

—¿Me puede ayudar? —le pidió ella, extendiendo los brazos para agarrarse al asidero de la silla de montar. Williams se inclinó y juntó las manos para que la joven pudiera colocar el pie entre ellas.

—Gracias por un paseo tan extraordinario, señor Williams —le dijo con una cálida sonrisa mientras lo miraba—. Le veré esta noche.

—¿Cómo dice, señorita MacAndrews?

—Creo que a las ocho usted y otros cuantos de los caballeros más jóvenes están invitados a cenar con nosotros en casa. Asegúrese de llegar pronto. Mi padre odia la impuntualidad.

—El mayor MacAndrews no ha dicho nada.

—Ah, dudo que papá lo sepa, pero mi madre lo ha organizado todo y no hay nada más que decir.

Era difícil discutir nada ante tal muestra de seguridad.

—En ese caso, ya estoy deseando que llegue el momento.

—Por cierto, en casa somos bastante informales. Sin embargo, debo advertirle de que tenemos algunas normas. Por ejemplo, la de llevar pantalones.

Williams bajó la mirada con aire estúpido. Casi se había olvidado del estado tan poco ortodoxo de su atuendo. Cuando volvió a levantar los ojos la muchacha ya cabalgaba rápidamente por el camino, levantando pausadamente un brazo para despedirse.