EL teniente coronel Moss estaba impaciente y no era un hombre de los que sufren en silencio.
—Maldita sea, Toye. ¿Dónde demonios están? Thomas se fue hace casi una hora.
El señor Thomas, el ayudante de campo, había salido a caballo hacía menos de veinte minutos en busca de dos compañías que faltaban, pero Toye no creyó prudente hacer aquella puntualización.
—Seguro que regresan pronto, señor —dijo el mayor con cautela. No se encontraban muy lejos de los demás y no le gustaba que pareciera que criticaba a cualquier otro oficial delante de ellos. De todos modos, Thomas era de fiar y, sin duda, estaría de vuelta tan pronto como pudiera. El ayudante de campo se había alistado como soldado raso y había sido ascendido por méritos propios. Aunque no era el más elegante de los jinetes entre los demás oficiales, sí que era muy competente y su caballo de color castaño muy vigoroso. Thomas estaría de vuelta en cuanto le fuera posible. No era como si se estuvieran enfrentando a un enemigo de verdad.
Ese día Moss había dividido al batallón. A MacAndrews le habían asignado los granaderos y las Compañías Primera y Octava, que habían salido antes del amanecer. Tenían que construir un pequeño reducto en una colina a casi cinco kilómetros de distancia. A las diez, el resto del 106 avanzaría para ocupar su posición, abriéndose paso a través de un río que había en el camino. Moss en persona condujo al grueso de cinco compañías hasta el puente. A la Compañía Ligera junto con la Quinta Compañía las habían enviado río abajo para que cruzaran por el vado del ganado y después se desplazaran para burlar a quienes había designado MacAndrews para que defendieran el puente.
Sin embargo, cuando Moss y sus hombres llegaron al puente, no había nadie. El «enemigo» no los aguardaba, ni tampoco el capitán Headley de la Compañía Ligera con sus hombres. Moss esperó cinco minutos y, después, el grueso de la fuerza avanzó por el puente encorvado hacia una pequeña elevación que había al otro lado. Esperaron y, al cabo de un rato, dejó que sus hombres se sentaran a descansar. Era un día caluroso, y pronto algunos de ellos estaban tumbados sobre la hierba. Unos cuantos de los más mayores se quedaron dormidos, aprovechaban cualquier oportunidad que tenían para descansar. Otros fumaban sus pipas. La mayoría de los oficiales se apiñaron en el centro de la línea que formaban las cinco compañías. Permanecieron de pie y alguno encendió un puro.
Hanley era el alférez más antiguo del batallón, por lo que ese día no iba al lado de la Compañía de Granaderos y transportaba la bandera del rey del 106. En ese momento, la enorme bandera de seda del Reino Unido —medía más de un metro ochenta de alto y de ancho era un poco más larga— seguía guardada en su funda protectora de piel. Le habían dado una correa blanca para pasársela por el hombro con un soporte metálico donde apoyar el mástil al levantarlo, pero por el momento dejó el pesado estandarte apoyado en el suelo.
—Supongo que deberíamos considerarte como un espía, Hanley —dijo con tono animado el joven Derryck. Solo tenía una semana más de antigüedad que el alférez Trent, así que le asignaron al último la tarea de llevar la bandera del regimiento, que llevaba una pequeña bandera del Reino Unido en la esquina superior izquierda. Normalmente, la parte principal era del color de los cuellos y los puños de un regimiento, lo que se llaman las vueltas. Sin embargo, el 106 tenía las vueltas de color rojo en un tono idéntico al resto de la chaqueta. Como decía Pringle, aquello indicaba más bien que su primer coronel no era un hombre de gran imaginación. Como era habitual en esos casos, el estandarte del 106 tenía una cruz roja. En el centro, al igual que la bandera del rey, tenía una guirnalda verde con el número CVI en su interior en letras doradas. Pero esta bandera también estaba guardada en su funda. Estaba claro que su peso ya tenía cansado al pequeño Trent, pero se negó obstinadamente a dejar que Derryck ni ningún otro la llevara un rato para aliviarle la carga.
Moss y Toye estaban a unos quince metros por delante del grupo de oficiales. Al menos Toye lo estaba. Moss caminaba de un lado a otro sin descanso. De vez en cuando, sus furiosas diatribas por el retraso llegaban hasta donde los demás esperaban. Sus caballos los sostenían dos soldados que sabían muy bien que debían mantenerse completamente inexpresivos.
—¿Dónde está ese maldito hombre? —preguntó Moss por décima vez—. El puñetero vado está a menos de un kilómetro. Por todos los santos, ¿qué diablos le está reteniendo?
—Estoy seguro de que el señor Thomas regresará pronto. Con las compañías o, al menos, con noticias de ellas. Quizá se han perdido —sugirió Toye, más por decir algo que por convicción. Al instante, se dio cuenta de que había cometido un error.
—¡Por el amor de Dios, no pueden haberse perdido! Incluso Thomas sabe leer los mapas. Y también ese idiota de Headley. Por todos los diablos, no es más que un sendero y luego pueden seguir el río hasta donde estamos nosotros —Moss tenía el rostro enrojecido por la rabia. Alguien pagaría por aquello. Aun así, era un soldado y en la guerra las cosas se podían torcer. No había más remedio que seguir.
—Ya está. No voy a esperar más. Que nos alcancen cuando puedan —Moss ya se estaba acercando de nuevo hacia las compañías—. Señor Fletcher, por favor, que formen filas. —La voz del sargento mayor del regimiento resonó por el ancho campo.
—¿Está seguro, señor? —preguntó Toye.
Moss se las arregló para no responder con una observación cortante.
—Siempre debemos estar seguros, mayor Toye —se esforzó por hacer una larga pausa—. Si esperamos más es probable que no lleguen y durante todo el tiempo que esperamos, los muchachos de MacAndrews pueden estar reforzando su posición. Así que, vamos —Moss sonrió abiertamente—. ¡Ante la duda, lo mejor es ir directamente contra el cuello del enemigo! —dijo con tono alegre. Toye no estaba muy convencido, pero le devolvió la sonrisa manteniendo el hábito de la obediencia. Los hombres de MacAndrews contaban con pocas herramientas y era poco probable que hubieran construido nada demasiado imponente. Cuando Moss le hizo una señal con la mano al soldado que sostenía su caballo para que se fuera, el mayor se vio obligado a hacer lo mismo. Los dos recorrerían el último kilómetro y medio a pie con sus soldados.
Moss colocó a las cinco compañías en columna abierta. No eran uno de los flancos del batallón. Deliberadamente o de manera fortuita el coronel había roto las subdivisiones habituales del 106 y había desperdigado a las compañías. Aquel cambio de línea a columna fue más lento y menos limpio de lo usual. Moss se molestó y una vez que estuvieron en marcha le hizo al sargento mayor del regimiento una señal para que se acercara y habló con él. Lo esencial era la velocidad y no le importaba demasiado si aquello iba en contra de la afición del sargento mayor por la precisión en la instrucción.
—La clave está en ser rápidos, señor Fletcher. De ese modo se puede responder a cualquier cosa que el enemigo te lance antes de que le dé tiempo a pensar. —Aquello le gustó y se anotó mentalmente decirles a sus oficiales lo mismo en algún momento.
Por fin, mucho después del mediodía, el grueso de la fuerza llegó al pie de una cresta poco empinada. Sobre un espolón poco prominente destacaba un muro de tierra de color rojo oscuro. Se extendía a lo largo de algo más de treinta metros y apenas tenía un metro de alto. Hubo un frenesí de actividad cuando aparecieron los hombres de Moss y enseguida la muralla estuvo bordeada por dos filas de casacas rojas, y los hombres que estaban delante se pusieron de rodillas.
—No veo indicios de paredes laterales —dijo Toye mientras él y Moss estudiaban la posición a través de sus telescopios. El coronel soltó un gruñido de conformidad, pero le preocupaba más el despliegue de sus hombres. Se giró y vio que el sargento mayor les gritaba a las compañías. Para cambiar a la formación en línea más rápido, Moss le había ordenado que utilizara la Primera Compañía de la columna como centro de la nueva línea. La Tercera Compañía de Arnold estaba en la delantera de la columna. La Séptima de Davenport detrás, luego la Cuarta de Mosley, la Sexta de Hamilton y, por último, la Segunda Compañía de Kitchener en la retaguardia.
Estando los hombres poco habituados a ocupar tales posiciones en aquella formación, todo empezó a ir mal de inmediato. Los hombres de Davenport habían girado a la izquierda en lugar de a la derecha y eso provocó que tanto ellos como la compañía de Hamilton empezaran a tratar de ocupar la misma posición a la izquierda de Arnold. Las dos compañías tuvieron que detenerse. El sargento mayor se acercó con total rigidez gritando órdenes al mismo tiempo. Los hombres de Davenport ya estaban colocados, así que fue más fácil hacer que la compañía de Hamilton girara, diera una vuelta de noventa grados y después marchara para formar en el extremo izquierdo de la línea junto a la Segunda Compañía de Kitchener. Eso dejó a la de Mosley en el extremo derecho, con un hueco sin ocupar del tamaño de una compañía entre ellos y la Tercera de Arnold. Fletcher les ordenó que giraran a la izquierda y después marcharan hasta que se encontraran con el resto de la línea. Hizo falta un poco más de reestructuración antes de que la línea formada por las cinco compañías estuviera lista, un poco más a la izquierda de donde en principio debería estar.
—¡Un maldito desastre, señor Fletcher! —gritó Moss, incapaz de seguir ocultando su disgusto con sus subordinados. El sargento mayor del regimiento se puso algo tenso pero, por lo demás, permaneció inmóvil. Por dentro estaba maldiciendo a su comandante, que le criticaba por sus caóticas instrucciones.
—¡Señor, señor! —gritó una voz y Moss oyó que alguien corría hasta donde se encontraba él. Se dio la vuelta y vio que Thomas se acercaba a pie.
—¿Dónde demonios ha estado? —le bufó Moss a su ayudante de campo.
Thomas respiraba con esfuerzo mientras se ponía en posición de firme delante del coronel.
—Lamento informarle de que la fuerza del flanco ha sido capturada, señor.
—¿Qué? ¿Qué disparate está diciendo? ¿Y dónde está su pobre caballo? —le preguntó Moss.
—Una emboscada, señor. Las dos compañías iban desfilando por un sendero que estaba a un nivel más bajo y vieron que los hombres de MacAndrews les estaban esperando. Tiraron carros por detrás y por delante para bloquear el camino y luego aparecieron dos de sus compañías por detrás de los setos. Pillaron a Headley y a sus hombres de improviso —por una vez, Moss no sabía qué decir—. Un trabajo limpio. Acababan de tenderles la trampa cuando llegué yo. Me pareció que lo más justo era declarar a la fuerza de los flancos muerta o capturada.
—¿Que usted hizo qué? —Moss empezaba a poner en orden sus ideas.
—Les dije que amontonaran las armas y se sentaran. Dijeron que yo era un prisionero y yo les dije que no. Así que MacAndrews cogió mi caballo y dijo que si era así, tendría que regresar andando. —Su experiencia en el ejército le había enseñado a Thomas a aguantar sin inmutarse la furia de un oficial superior. También cuidaba de no mostrar indicio alguno de estar divirtiéndose.
Moss recobró el ánimo al darse cuenta de que aquello era una oportunidad. Miró a Troye, que aún estudiaba con su telescopio la muralla improvisada.
—¿A quién puede ver allí arriba, John? —le preguntó utilizando deliberadamente el nombre de pila del mayor.
—Al capitán Wickham. Está de pie sobre la muralla. No puede ser otro.
—¿No hay más oficiales? —le inquirió Moss con voz ansiosa.
—No, señor. Ninguno que yo vea.
—¡Estupendo! —exclamó Moss—. Los tenemos, caballeros. MacAndrews debe de seguir fuera con las dos compañías y ha dejado solamente a los granaderos vigilando el reducto. —Aquel término le venía grande a lo que Toye podía ver, pero esa era la forma de hablar del coronel. Aun así, tenía sus dudas.
—Puede que simplemente no los estemos viendo —sugirió cauteloso.
—Tonterías. Utilice la cabeza, hombre. Thomas estaba solo y acaba de regresar. Los soldados al marchar se mueven más despacio que una persona sola. El listo de MacAndrews sigue estando lejos y nosotros superamos en número a los granaderos por cinco a uno. —Thomas consideró que no era necesario mencionar que MacAndrews le había hecho prometer que esperaría media hora antes de emprender el viaje de regreso.
—Señor Fletcher —gritó Moss—, que el 106 se disponga a avanzar. Desenfunde las banderas. —Le habría gustado dar la orden de preparar las bayonetas, pero lo más fácil era que eso provocara accidentes y era más prudente mantener las afiladas puntas en sus vainas. Aun así, el hecho de sacar las dos banderas proporcionó al momento cierto dramatismo. Moss sintió cómo la excitación aumentaba con el entusiasmo de dirigir su propio batallón, aunque ese día solo fuera una parte de él y no contra un enemigo real. Estaba deseando que llegara ese momento.
Moss le hizo una señal con la mano al soldado que sujetaba su caballo y, por supuesto, el mayor Toye hizo lo mismo de inmediato. El joven coronel desenfundó su espada, una hoja curvada con una empuñadura de estilo oriental. Se giró para mirar hacia la línea de las cinco compañías.
—¡Muchachos, vamos a tomar esa colina! Sin disparos. Simplemente iremos a por ellos —hizo una indicación con la cabeza al sargento mayor del regimiento—. Señor Fletcher, cuando quiera. Que el batallón se ponga en marcha.
—Adelante, batallón. ¡En marcha! —Moss ya había avanzado antes de que Fletcher hubiera terminado de dar la orden. Toye se quedó atrás y tuvo que correr para alcanzarlo. Pero cuando las cinco compañías avanzaron, el coronel redujo el ritmo al paso regular del manual de instrucción. Esta no era la excitante carga de la playa de Egipto, sino un ataque formal contra un emplazamiento fortificado y Moss quería hacerlo bien.
El 106 marchaba en silencio. Incluso para Hanley, en el centro de la línea, aquel silencio resultaba sobrecogedor. Solo se oía el traqueteo de los morrales y los equipos, el ruido de los pies caminando entre la hierba, el continuo redoble de los tambores y, de vez en cuando, el fuerte grito de un sargento reprendiendo a cualquier soldado que se apartara aunque solo fuera un poco de su posición en la formación. Los sargentos llevaban una pica de un metro ochenta de largo, conocida como espontón, en lugar de los mosquetes de los soldados comunes. En cada compañía estaban apostados detrás de la segunda fila, listos para poner firmes a sus hombres y, en casos extremos, utilizar el mango de la pica para que se pusieran bien el atuendo o incluso obligar a los soldados a que regresaran a su posición. Un sargento se colocó entre Hanley y Trent. Otro estaba a la izquierda del alférez y otros cuatro más estaban en la segunda fila por detrás de ellos. Estos hombres tenían como único deber la protección de las banderas. Tal y como Hanley lo entendió, la protección de los alféreces que las llevaban era algo secundario.
La línea subió la poco empinada ladera. Los hombres aún llevaban los mosquetes al hombro. Eso les hacía más fácil transportarlos pero, por otra parte, su despreocupación indicaba una seguridad que podría desconcertar a un enemigo real. No soplaba viento y las banderas de seda colgaban flojas de sus mástiles. Hanley se alegró de llevar la correa que le ayudaba a soportar el peso. Trataba de parecer tan rígido como los hombres que le rodeaban, pero seguía sintiendo algo irreal en su vida de soldado y no paraba de preguntarse cuándo se despertaría de aquel sueño. La simulación de ese día —«luchar» contra sus compañeros soldados y sus propios amigos— hacía que todo aquello pareciera muy absurdo. Aquella idea le provocó la risa y le costó reprimirla, pero le fue imposible no sonreír a pesar de la severa mirada del sargento que iba a su lado.
A ciento cincuenta metros, Moss vio las casacas rojas tras la pequeña muralla apuntando con sus mosquetes. Wickham se había agachado y podía verse el alto airón blanco de su tricornio por detrás de los chacós de sus hombres. Entonces, toda la línea desapareció tras una explosión de humo negro. El sonido de la descarga llegó poco después.
Moss dudó por un momento si lanzar la carga en ese momento, pero sabía que era demasiado pronto. Se giró y dio unos cuantos pasos de espaldas, sonriendo alegremente a sus hombres. La segunda descarga vino treinta segundos después. El ruido fue ahora más fuerte, aunque no tanto como cuando se usa una carga completa y una bala. Moss se dio la vuelta. Levantó la espada. Había llegado el momento. Atacar al enemigo tan rápido que incluso si alguno había vuelto a recargar para cuando hubiesen llegado, se pondría nervioso y no dispararía de forma ordenada. La audacia siempre salía rentable.
—Vamos, muchachos —gritó con voz aguda por la excitación—. ¡A la carga! —El coronel salió corriendo moviendo la espada en círculos por encima de su cabeza. Los casacas rojas lanzaron vítores y avanzaron en tropel, cada uno dejando caer el mosquete de su hombro y agarrándolo con las dos manos. No se había dado la orden de quitar el seguro para la carga.
El coronel fue el primero en llegar a la pequeña fortificación y los soldados que estaban más cerca iban cinco metros por detrás de él. La línea estaba ahora desordenada, dividida en pequeños grupos y casacas rojas que corrían por separado. Hanley se quedó atrás por el peso de la bandera y el pequeño Trent iba detrás de él, a pesar del enorme esfuerzo de sus sargentos por mantenerlos juntos. Los soldados del grupo de ataque seguían lanzando vítores cuando Moss saltó a la zanja que había delante de la muralla. Los mosquetes dispararon por encima de él, pero había conseguido impedir a los defensores que cargaran de manera organizada. La profundidad de la zanja era igual a la altura del muro, de modo que Moss no podía llegar hasta lo alto. Trató de subir, pero la tierra estaba tan blanda que cedió bajo sus pies, haciendo que volviera a caerse. Al volver a ponerse de pie, maldiciendo, los primeros hombres aterrizaron a su lado. Desde el muro apareció una mano extendida mientras lo volvía a intentar. Levantó los ojos y vio la sonrisa desdentada de uno de los soldados más viejos. Aquel hombre le hizo una seña y Moss aceptó la ayuda que le brindaba, dejando que tirara de él hacia arriba. Al subir derribó el tepe que había en la parte superior de la muralla mientras se agarraba al hombro del hombre, tirando con fuerza del fleco de su charretera. Había algo extraño en aquello, pero en ese momento no lo supo ver.
Moss se abrió paso a empujones entre los hombres buscando al capitán Wickham. Tenía pensado elogiar a los defensores en su declaración de éxito del ataque. Entonces, hubo un estrépito provocado por el estruendo de una enorme descarga. Procedía de más allá del reducto, pero sus hombres estaban en medio y Moss no podía ver lo que estaba ocurriendo. No vio cómo el mayor MacAndrews conducía a sus dos compañías contra el flanco izquierdo de los atacantes.
MacAndrews había estado esperando con los granaderos y la Primera Compañía en la parte posterior por debajo de la cumbre. Habían dejado a Wickham en el reducto para que llamara la atención, pero no era él quien estaba al mando. Su papel era dar la señal en cuanto el primer hombre estuviera a diez metros de la zanja. Un movimiento en el aire de su tricornio y MacAndrews empezaría a avanzar con sus hombres hacia arriba y por el flanco de los atacantes. Thomas, que se había quedado rezagado en el ataque, había visto cómo la ordenada línea de casi doscientos hombres avanzaba hacia la cima y la rodeaba, dando la vuelta hasta estar a noventa grados de la desordenada fila que ya estaba dentro de la zanja y alrededor de ella. Cuando estaban a solo veinte metros, MacAndrews dio orden de que se detuvieran y dispararan. En una situación real, habría embestido contra ellos, pero parecía necesario cierto tacto cuando se luchaba contra el comandante de uno. Dejó que sus hombres cargaran las armas y empezaran los pelotones de descarga, un cuarto de cada compañía disparando cada vez, después la sección de su derecha y así sucesivamente, de forma que los disparos iban moviéndose como una ola a lo largo del frente.
Moss proclamó victorioso el ataque, aunque costoso. Hizo desfilar al batallón después de que regresaran al campamento y les habló de lo contento que estaba, pero su discurso fue más corto de lo habitual. Les dijo que fueran audaces, que siguieran sus consejos y que nunca dieran al enemigo un momento de descanso. Su maltrecho entusiasmo mejoró al decir aquello y hubo una gran ovación cuando declaró que tras haber luchado contra otros héroes del 106, enfrentarse a simples franceses sería cosa de niños. Por dentro estaba furioso.