WILLIAMS trató de concentrarse en la carta a pesar del ruido. El coronel había asignado un comedor para los oficiales el día de su llegada alquilando el salón principal de la taberna exclusivamente para ese fin. El dinero salió de su propio bolsillo. Los gastos de comedor tendrían que pagarlos cada uno de los miembros, pero el ayudante de campo había hablado en privado con Forde y Williams y les había informado de que a ellos no se les exigiría que pagaran nada durante los tres primeros meses. Moss cubría esos gastos, dejando claro que se trataba de un regalo y no de un préstamo. También igualó con dinero de su propio bolsillo cada penique pagado por los demás oficiales. Aquellas disposiciones «secretas» eran conocidas por todos y no hacían más que aumentar la alta estima que Williams y los demás sentían por su comandante. Se decía que Moss pensaba comer y beber únicamente lo que hubiera disponible para sus oficiales. Como no tenía intención de vivir como un simple alférez, se aseguraría de que los demás vivieran a su mismo nivel.
El coronel esperaba también que cada oficial pasara la mayor parte de su tiempo libre en el comedor, aunque a los que estaban casados se les daba mayor libertad de acción. Williams hubiera preferido escribir su carta semanal a su familia en la privacidad de la tienda que compartía con Pringle, Redman y Hanley. Pese a ser más de las diez, era una noche clara y hubiera tenido luz incluso sin necesidad de encender una vela. El interior de la posada era oscuro y estaba lleno de humo. Williams se acarició el pelo. Aún seguía teniendo una agradable sensación por no llevar los polvos. Menos placentera era la falta de verdadera privacidad. Si sus obligaciones se lo permitían, intentaría ir a dar un largo paseo la noche siguiente, alejándose de todo durante al menos una o dos horas. El voluntario trataba de pensar en cosas que decir. En un párrafo describió su admiración por el coronel Moss. Después había detallado cuáles eran los deberes que había realizado y se mostró lo más generoso posible al describir a sus compañeros oficiales, aunque dejaba claro que «por desgracia, gran parte de ellos son dados a beber mucho y tienen tendencia al insulto». Personalmente, le desagradaba el olor del tabaco, pero sabía que a su madre le gustaba, así que no habló de ello en su crítica. Les habló del ascenso del mayor MacAndrews y mencionó lo agradable que era su familia. Eso fue todo lo que llegó a decir de la señorita MacAndrews. Era difícil pasar las páginas sin hablar de sus maravillosas virtudes. No tenía derecho a hacerlo. En lugar de ello, Williams contó cómo fue la designación de Wickham para que se pusiera al mando de la compañía y lo describió como todo un caballero y muy apuesto.
Miró al nuevo capitán, que estaba jugando a las cartas con Hanley y un par de oficiales de la Compañía Ligera. Llevaban haciéndolo desde hacía horas. Del 106, Wickham era de los que más frecuentemente jugaba y, a menudo, parecía no mostrar ningún entusiasmo por tener que regresar adonde se alojaba con su mujer. Normalmente tenía suerte y parecía ganar muchas más veces de las que perdía, pero esa noche las cartas estaban en su contra. Pringle miraba, participando en la conversación pero no en la partida. El teniente decía a menudo que el juego era uno de los pocos vicios que no le gustaban. Le había dado la vuelta a una silla y se había sentado con las piernas a cada lado del respaldo, apoyando las manos en lo alto.
Williams decidió no hablarle a su madre de los juegos de cartas. Otra cosa que omitió fueron las risas estridentes y las frecuentes bromas pesadas de los oficiales más jóvenes —la mayor parte de las veces muy borrachos—. Forde fue uno de los que empezó entonces a hacer una interpretación entusiasta, aunque de poca calidad musical, de «Spanish ladies».[9] Desde que se habían enterado de cuál era su destino, se había convertido en una de las canciones más populares del regimiento. Williams recordaba que alguno de los huéspedes de su madre la había cantado cuando él era un niño y decidió que, al menos, aquella parte de la velada podía resultarle peculiar. Pero la letra no le venía a la mente con facilidad, así que se sorprendió frotándose la barbilla. También tenía sed y hacía mucho rato que se había terminado la segunda copa de vino, que era todo lo que se podía permitir en una noche —en realidad, era todo lo que su estómago le permitía—. Puede que un poco de agua le viniera bien. Williams se puso de pie y dejó sus papeles y su pequeño lapicero sobre la mesa.
En el otro extremo, el mayor Toye y otros capitanes más sobrios estaban enfrascados en una conversación. MacAndrews no estaba con ellos, porque ya se había excusado para ir a ver a su esposa y a su hija. Howard, de la Octava Compañía leía el periódico en voz alta. Moss vio pasar a Williams y le hizo una señal para que se uniera a ellos.
—Esto le va a interesar, señor Williams. Es sobre el debate en el Parlamento para asignar nuestra expedición para ir en ayuda de los españoles. Yo estaba allí —le contó el coronel con toda la naturalidad—, pero es bueno que todos los oficiales lo conozcan. —Moss hizo una señal al mayor Toye, que levantó la voz.
—¡Silencio! —gritó—. Esto es importante —varias voces siguieron despidiéndose de las señoras de España e hizo falta más de un grito para que se callaran.
Los embajadores españoles habían ido a Londres el 8 de junio dando lugar a un debate en la Cámara de los Comunes una semana después para discutir su súplica. Por una vez, los liberales de la oposición estaban de acuerdo con el Gobierno conservador. También lo estaban los periódicos y el viejo Cobbett, que anteriormente había pertenecido a los dragones y había sido paladín radical de los derechos de los soldados. Howard leyó extractos de los discursos. El señor Sheridan, de la oposición, había sido contundente y minucioso en su apoyo a los españoles con ayuda tanto económica como militar.
Moss les contó un secreto:
—Por supuesto, eso no es lo que dijo en realidad. Todo iba tan lento esa mañana que el viejo Dick Sheridan se fue a la parte de arriba con unos amigos. Cuando regresó estaba borracho como una cuba. El pobre hombre apenas podía mantenerse de pie.
Todos se rieron tal y como Moss sabía que harían. Williams también se rio porque, aunque no le parecía bien que los líderes del país se comportaran mal, había algo realmente cómico en aquella imagen.
—¿Y qué pasó entonces? ¿Canning se le abrazó y le juró amistad eterna? —sugirió Pringle, que se había acercado a ellos.
Hubo menos risas, lo apropiado para una broma hecha por un oficial inferior, pero Moss solo vaciló un momento antes de reírse también y eso animó a los demás.
—No, Billy —la utilización de su nombre de pila fue un detalle prudente—. Canning estaba tan sobrio como un juez. Su discurso fue bastante certero.
—Entonces, ¿de verdad dijo que habría «la mayor disposición por parte del Gobierno británico para prestar todo tipo de ayuda práctica al pueblo español»? —Howard leía detenidamente lo que había publicado The Times—. Así que, ¿lo de la ayuda práctica se refiere a nosotros?
—Bueno, a todo el que esté por encima del rango de alférez —intervino el mayor Toye, provocando más risas. Eso pareció poner fin a la lectura y el grupo se dispersó. Williams oyó que Derryck le decía a otro alférez que, por su parte, estaba absolutamente dispuesto a pedir el préstamo de las cinco guineas. Sonrió y se dio cuenta de que aún estaba al lado del coronel. Moss notó su confusión pero seguía estando de buen humor.
—Señor Williams, ¿quiere tomar una copa con nosotros?
Claramente era imposible negarse, pero Williams se sintió incómodo mientras se sentaba. Moss le hizo varias preguntas y charló con él de manera afable, aunque en su habitual modo veloz. Trajeron el oporto y Williams se bebió la copa obedientemente, intentando no hacer muecas cada vez que daba un sorbo. Sabía que era una bebida cara, de la bodega privada del coronel, y que debía sentirse un privilegiado. Eso no evitó que el sabor le pareciera nauseabundo ni redujo la sensación de que le quemaba la garganta.
Quizá le soltara un poco la lengua, porque en un momento dado se sorprendió hablando con enorme entusiasmo sobre Julio César, Aníbal y Mario. El mayor Toye simplemente le había preguntado si había estudiado algo de historia militar. La voz de Williams se había elevado notablemente, animado mientras hablaba de su tema favorito.
—Confieso que sé muy poco sobre los clásicos, especialmente sobre Mario —comentó Moss con voz enérgica.
—Dijo algo digno de destacar. Una vez, un general enemigo quiso enfrentarse en batalla, pero Mario no bajó a sus romanos de la alta colina donde estaban. «¡Si eres un general tan magnífico, Mario, baja y pelea!», le dijo su enemigo. Mario simplemente le respondió: «Si tú eres tan buen general, oblígame a hacerlo» —Williams parecía absolutamente encantado con aquella historia.
—Tendremos en cuenta ese consejo —dijo Howard—. Y ahora, señor Williams, ¿le importa devolver al señor Anstey su periódico? Gracias —le pidió tendiéndole el ejemplar del The Times.
—Sí, desde luego —Williams se puso de pie y se fue, aún encantado de que le hubiesen incluido en la conversación.
—Un joven muy entusiasta, aunque bastante soberbio —dijo Toye después de que el voluntario se fuera.
Moss asintió, pero parecía un poco dubitativo.
—Una moraleja muy prudente la de su historia. Pero debe seguir aprendiendo. Otra copa, ¿caballeros?
La admiración de Williams por el coronel había aumentado aún más. Se sintió orgulloso de estar en el 106, seguro de que, con todo un caballero como él al mando, conseguirían la gloria. Con suerte lo nombrarían oficial más pronto que tarde. Se imaginó como un coronel sabio y noble, siendo condescendiente con sus subalternos con la misma facilidad que Moss. Claramente, él sería el modelo a quien procuraría parecerse.
Tras devolver el periódico, Williams regresó a la mesa donde había dejado su carta sin terminar. Trató de pensar en un modo sencillo de describir su conversación con el coronel. Cuando llegó, sus papeles no estaban. Oyó una voz detrás de él.
—Mi querida madre: Espero que te hayas curado de la sífilis —Williams se giró y se encontró con un vendaval de risas. Redman tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca completamente abierta, dejando ver el mal estado de sus dientes mientras soltaba sus carcajadas. El alférez Hatch sostenía la carta y fingía leer en voz alta.
—¿Cómo están mi dulce hermana Emily y su último bastardo? ¿Recuerda si esta vez el padre es el párroco o el deshollinador? Dile que la próxima vez deben pagarle antes y no confiar en la buena fe de los demás.
Williams se puso furioso. Dio unas zancadas en dirección a ellos y le quitó la carta a Hatch. Al tirar, se rompió un poco, pero el escocés estaba demasiado borracho como para resistirse o seguir con la broma. Por un momento, se quedó mirando hacia el lugar que habían ocupado los papeles sin darse cuenta de que ya no los tenía.
—No juzgues a mi familia según los parámetros de la tuya —le dijo Williams con toda la frialdad y la calma de que fue capaz. Sentía la rabia en su interior, flexionó los dedos de la mano que tenía libre con ganas de hacerlos un puño y golpear a aquel hombre en la cara. Con gran esfuerzo, se dio media vuelta y se alejó, sabiendo que lo mejor era actuar con la mayor rapidez.
—Te lo dije —le espetó Redman a Hatch.
—He omitido un poco. Cuando hablaba de tener que compartir la tienda con un feo desgraciado llamado Redman —le contestó a su amigo—. Y que no para de hacerle molestas insinuaciones al pobre Williams. —Algunos de los caballeros que estaban al lado se rieron a carcajadas. Redman adoptó una expresión de confusión y, después, miró a su amigo. Hatch se quedó inmóvil un momento—. ¿Sabes? Creo que estoy un poco mareado —se levantó tambaleándose y se fue.
En un rincón, Williams seguía furioso. Se estremeció, dándose la vuelta airadamente cuando Pringle le tocó en el hombro.
—Bien hecho, Bills.
—Debería haberles tirado al suelo de un puñetazo.
—Están borrachos y van a terminar cayéndose ellos solos. Eso no serviría de nada.
—Pero yo lo habría disfrutado.
—¿Disfrutarías también si te echaran del regimiento? Si los oficiales se pelean debe ser por una cuestión de honor y resolverse como es debido. Puedes contar conmigo como padrino si me necesitas.
Williams empezó a comprender.
—Es muy amable por tu parte.
—No tiene importancia. El poco honor que a William Pringle le quede estará siempre a tu disposición —dijo sonriendo—. Pero no en una tontería como esta. Será mejor que les demuestres que sabes aceptar una broma. De todos modos, Redman es un perfecto estúpido, pero es nuestro perfecto estúpido y tenemos que soportarle. ¿Qué es lo que has dicho antes? Solo luchar cuando el enemigo te obligue a ello. Si eso le servía a Mario, estoy seguro de que también te sirve a ti.
—¿Lo has oído?
—Media sala lo ha escuchado —contestó Hanley apareciendo de la nada.
—Hablabas en un tono un poco alto y enérgico —confirmó Pringle—. ¡Ojalá yo tuviera una voz tan fuerte!
—Vaya, ¿creéis que debo disculparme?
—Por supuesto que no. Has sido absolutamente educado, aunque un poco ensordecedor —dijo Hanley.
—¿Has abandonado la partida? —le preguntó Pringle.
—Demasiado para mí. He perdido quince chelines y ya es suficiente. De todos modos, creí que encontraría algún acompañante inteligente, para variar, pero…
Pringle terminó la frase.
—No lo has encontrado, así que has decidido conformarte con nosotros. Bills, nos infravalora demasiado. Dile algo de César y demuéstrale lo equivocado que está.
—Bueno, para empezar, está muerto —respondió Williams, agradecido de la compañía.
—Oh, lo siento mucho. De haberlo sabido le habría enviado unas flores.
—Se supone que mató a un millón de galos —dijo Hanley.
—Obviamente no fue suficiente, porque sigue habiendo muchos franceses por ahí —contestó Pringle—. Al parecer, no hay que confiar en que un italiano realice bien su tarea.
—Luchó unas cuantas veces en España. De hecho, luchó en casi todas partes —añadió Williams.
—También tuvo aventuras con mujeres de todas partes —dijo Hanley.
Pringle sonrió aún más.
—Aunque te parezca raro, ahora sí que estoy interesado. ¡Casi había olvidado por qué me gustaba tanto la historia! Cuéntanos más cosas.