EL teniente coronel Moss llegó al día siguiente de que los dos flancos del 106 se reunieran. Ordenó un desfile inmediato e inspeccionó a los hombres. Después los llevó de instrucción de batallón durante dos horas, tratándolos con dureza, exigiendo que cada cambio de formación se realizara a toda velocidad. Después, reunió a los oficiales en la sala principal de la posada donde había establecido su cuartel general. Los dos voluntarios del regimiento estaban incluidos —Forde hizo un cordial saludo con la cabeza a Williams— y los treinta y siete hombres se sentaron en las sillas de madera y respaldo alto y en los bancos que rodeaban las oscuras mesas de madera de roble. Moss los miró desde el corredor abierto de la primera planta que recorría por arriba uno de los laterales de la taberna. Tenía una sólida barandilla de madera, pero George Moss no se apoyaba en ella. Ocasionalmente se agarraba con fuerza a la barandilla con ambas manos para dejar de caminar de un lado a otro. Los rostros lo miraban expectantes. Hizo un esfuerzo por esperar un poco más, hasta estar seguro de que tenía la atención de todos.
—Caballeros —anunció—, tengo la intención de hacer del 106 el mejor regimiento del Ejército británico. —Aquello les gustó y empezaron a golpear las mesas con la mano derecha. Moss esperó a que el estruendo se apagara.
»Vamos a ser los mejores porque espero de ustedes que sean los mejores. El 106 es el regimiento más joven de la línea de batalla. Hasta ahora no ha entrado en acción. Sé que algunos de ustedes sí han estado con otros cuerpos del ejército. Sé que el señor Anstey estuvo con nosotros en Egipto. —Eso era cierto, pero Anstey se sorprendió de que el coronel tuviera conocimiento de ello—. El capitán Mosley es un veterano de la India. Si el enemigo viene hacia nosotros con elefantes, él es el que sabrá qué es lo que hay que hacer —Moss dejó que se rieran, encantado al ver que Mosley también lo hacía—. El señor Kidwell lleva de servicio más tiempo del que yo he disfrutado de cenas calientes. —Hizo bien en incluir en sus elogios al antiguo soldado y ahora oficial de intendencia.
»Por último, tenemos a nuestros dos comandantes, que ya luchaban antes de que los demás hubiéramos nacido. Sin embargo, por si nuestros caballeros más jóvenes no lo saben, puedo acallar los rumores de que el mayor MacAndrews estuvo en Agincourt. —Aquello les gustó, aunque uno o dos de ellos necesitaron que alguien les susurrara una explicación antes de que comprendieran la broma. Moss había confirmado que iban a nombrar mayor a MacAndrews. El teniente Wickham también había comprado su capitanía y ahora iba a estar al mando de la Compañía de Granaderos.
»Y ahora les voy a dar la respuesta a la pregunta que todos se han estado haciendo. Dentro de una semana saldremos para Portsmouth y allí nos juntaremos con el 20 de los dragones ligeros y con algunos soldados de artillería, y embarcaremos en buques de transporte. —Hubo un silencio, los rostros impacientes tensos a la espera de saber cuál de los rumores era el verdadero—. Desde Portsmouth navegaremos hasta el mar de Irlanda y allí nos uniremos a una fuerza mucho mayor, de unos once mil hombres, que sale de Cork. Estará comandada por el teniente general Arthur Wellesley.
Hubo un estallido de conversaciones y Moss dejó que hablaran. Las victorias de Wellesley en la India eran bien conocidas y él era un hombre joven y agresivo. Moss lo había conocido un poco en Irlanda y le gustó lo que vio, un hombre que seguía sus corazonadas. En pocos años sería el propio general Moss quien dirigiera a uno de los ejércitos ingleses en una gran expedición.
Moss levantó la voz:
—Desde Irlanda navegaremos hacia Europa para enfrentarnos con las legiones de Bonaparte. —El alboroto aumentó de volumen. Levantó la mano y se hizo el silencio—. Nuestro destino… ¡España! Vamos a ayudar a los españoles a expulsar a los invasores franceses. ¡Caballeros, vamos a ir a la guerra! —Hubo una ovación junto con los golpes en las mesas. Moss levantó la mano—. Por fin tendremos la oportunidad de demostrar lo que puede hacer el 106. Sé que ninguno de ustedes me va a decepcionar. Tanto dentro como fuera del campo de batalla se comportarán como caballeros ingleses. ¡Háganlo y ahuyentaremos a los enemigos del rey como perros que son! —Aquello hizo que volviera a estallar una ovación. Esta vez, Moss dejó que se prolongara más rato. Llegó un sirviente con una bandeja. El coronel sostuvo la mano en alto hasta que hubo silencio.
»Como oficiales, dirigirán a sus hombres. Ustedes deberán ir siempre los primeros —hizo una pausa durante un momento—. Y yo siempre iré por delante de ustedes —Moss levantó una copa—. Caballeros, por el rey.
Se pusieron de pie para el brindis. Todos firmes, levantaron sus copas.
—Por el rey —dijeron las treinta y siete voces.
Poco después, Moss hizo otro brindis.
—¡Por el 106 y por la victoria! —Esta vez a las copas vacías les siguieron tres vivas por el coronel.
Moss concedió al regimiento un día tranquilo para lo que era su costumbre. Hubo instrucciones de compañía durante una hora y después una inspección minuciosa de las tiendas del regimiento. Había actividad y excitación por todas partes. La noticia de que iban a salir de campaña se extendió rápidamente y le dio a todo un nuevo carácter de apremio.
Se recibió con enorme entusiasmo una de las nuevas normas del coronel. La había anunciado al final del desfile de aquella mañana. El Ejército había decidido abolir las coletas y la práctica de aplicarse polvos en el pelo. Aún no se había anunciado oficialmente el nuevo código, pero Moss había decidido que el 106 fuera el primero en aplicarlo. Encontraron suficientes esquiladoras para todos —de algún modo, el sargento mayor del regimiento se las había apañado para conseguir ese tipo de cosas en poco tiempo— y a medida que avanzaba la tarde, cada compañía tuvo el placer de ir quitándose las odiadas coletas. En barriles de agua, los hombres se lavaron el igualmente detestado polvo blanco que los ratones solían mordisquear mientras los soldados dormían. Se designaron peluqueros para cada compañía y una por una fueron cortando las largas coletas. El pelo tenía que llegar ahora justo por encima del cuello del uniforme. Cada compañía había encendido una hoguera y quemó el pelo siguiendo un extraño ritual. Cada hoguera dejó tras de sí un charco de plomo, pues habían lastrado cada coleta con una bala.
—Bueno, eso impedirá que haya brujería —dijo Hanley mientras veía a los granaderos completando la acción. Había algo muy pagano en aquella escena, pero Hanley era el único hombre de la compañía que ya tenía el pelo corto, así que no necesitó que se lo cortaran.
Williams lo miró un poco desconcertado, mientras que Pringle sintió curiosidad.
—¿A qué te refieres?
—Las partes del cuerpo tienen energía. Se supone que se puede controlar a una persona si tienes algo de su cuerpo.
—Bueno, tú has viajado y sabes de estas cosas. De todos modos, no creo que los franceses utilicen magos, así que no hay de qué preocuparse —dijo Pringle.
—De todas formas, son tonterías paganas —aseguró Williams. Estaba esperando al peluquero y el cabello suelto le caía por debajo de los hombros.
Hanley y Pringle intercambiaron miradas.
—¿Sabes una cosa, Bills? —dijo el teniente—. A veces pienso que habrías sido más feliz prestando servicio en la caballería de los ironsides de Cromwell.
—No sé. Llevo mucho tiempo sin participar en la quema de brujas.
Pringle se rio, pero decidió cambiar de tema. Siempre era mejor evitar las discusiones sobre religión con el serio de Williams.
—Y bien, Hanley, ¿te alegras ante la perspectiva de volver a España? —preguntó. Hanley les había hablado un poco de sus viajes de los últimos años. Se lo pensó un momento antes de responder.
—Sí, creo que sí. Cuando salí de Madrid estaba lleno de odio por los franceses. Las cosas que les vi hacer allí…
Parecía que no iba a decir nada más.
—Pues debes contarnos todo lo que sea importante sobre el país. Ya sabes, ¿cómo son las mujeres?
—Muy guapas. Ojos marrones y figuras esbeltas. E impredecibles. En un momento te están maldiciendo y al siguiente te están besando.
—No parece muy diferente a lo que hay aquí.
—Bueno, es más acalorado. Los insultos son más fuertes. Y las uñas más afiladas.
—Me tienes que enseñar expresiones útiles. «¿Estará mucho tiempo fuera tu marido?». Ese tipo de cosas.
—¿No te resulta suficiente tener que enfrentarte a los franceses sin maridos coléricos? —le preguntó Williams, mostrándose todo lo frívolo que pudo en un asunto que él consideraba serio. Por lo que a él respectaba, estaba completamente seguro de que ninguna mujer española se podría comparar con la exquisita señorita MacAndrews.
—Seré discreto.
—Nunca lo has sido, Billy —dijo Wickham mientras pasaba dando grandes zancadas por detrás de ellos tratando de seguir el paso del teniente coronel Moss. El nuevo capitán de granaderos tenía un aspecto inmaculado. Llevaba tiempo dejándose crecer unas espesas patillas que siempre habían quedado un poco raras cuando llevaba el pelo empolvado. Ahora hacían resaltar su tupido pelo castaño y rizado, que parecía algo más limpio que el de los demás. Se había cortado el pelo en privado, al igual que el coronel y algún otro oficial. La mayoría se habían unido alegremente a sus hombres para hacerlo. Había cierto aire de fiesta ese día en el campamento del 106. Las esposas de los oficiales se habían ausentado discretamente, pero muchas de las mujeres de los soldados observaban y vitoreaban los cortes de pelo. Hanley vio a la guapa hija de Dobson y se sorprendió cuando la muchacha volvió a guiñarle el ojo. No le extrañaba que su padre estuviera preocupado.
Moss hizo una señal a los hombres para que descansaran cuando los que estaban más cerca de él se pusieron firmes. Aquella no era una visita oficial.
—Espero discreción por parte de todos mis oficiales —declaró—. Se debe tratar a todas las señoras con el mayor respeto. Así que quítense las botas. —Rieron de buena gana, incluso Williams. Moss despertaba muchas simpatías.
—El señor Hanley nos estaba hablando de España, señor —se ofreció a explicarle Pringle.
—Sí, le he oído. Debo asegurarme de ser cauteloso para que no me arañen muy fuerte —más risas—. ¿Cuánto tiempo pasó en España, señor Hanley?
—Casi dos años, señor.
—¿Y domina el idioma, aparte de preguntar por el paradero de los maridos?
Hanley sonrió divertido.
—Sí, señor.
—Estupendo. Eso puede resultar muy útil. Sé que puedo confiar en todos mis granaderos —Moss había levantado la voz para que llegara lo más lejos posible. Su paso rápido le había llevado más allá de donde Dobson estaba sentado mientras le cortaban el pelo.
—Supongo que esto debe resultar extraño para un veterano como usted —dijo el coronel con tono alegre.
—Me alegra poder ver la parte de atrás, señor.
Moss sonrió afectuosamente.
—Pues hay una cosa que sé seguro. ¡Y es que los franceses nunca verán nuestra parte de atrás! —Todos celebraron aquel comentario. Moss ya estaba a medio camino en dirección a las líneas de la Tercera Compañía y simplemente hizo un vago gesto con la mano en señal de reconocimiento. Estaba encantado y decidió volver a probar con la misma broma. George Moss regresaba a la guerra por fin.
Lisboa resplandecía con su color blanco bajo la brillante luz del sol mientras el barco del práctico se colocaba al lado del mercante ruso. Su capitán le gritó al grupo de soldados que se apartaran porque sus hombres se disponían a entrar con el barco en el Tajo, y trató de no hacer caso de la deliberada vacilación antes de que el malhumorado y tuerto sargento que estaba al cargo les hiciera una señal a los hombres para que bajaran.
Nadie molestó al conde Denilov, que estaba apoyado en la baranda y miraba hacia la ciudad con avidez. Tres días antes habían dejado que el cuerpo consumido del general se deslizara por la borda para caer al mar mientras los soldados efectuaban una salva de disparos con sus mosquetes. Sus instrucciones —vagamente pronunciadas pero que ordenaban la total colaboración con el portador y su ayudante en la misión— estaban ahora en manos de Denilov. También llevaba la bolsa llena de monedas de oro destinadas a financiar su misión.
Era más dinero del que había tenido durante mucho tiempo, pero no habría supuesto más que una gota en el océano de sus deudas. Se había ido de Rusia porque lo único que le quedaba allí era el suicidio o la cárcel por las deudas. El exilio voluntario había sido una salida, pero poco recomendable. Aquella misión constituía una oportunidad, otro juego de azar, y por ahora iba ganando. Denilov tenía las instrucciones del general y ahora también su autoridad. El almirante Siniavin no tendría más remedio que ayudarle a pesar de su modesto rango, puesto que era un representante del zar. Eso le daría acceso a los altos mandos franceses y al resto de la aristocracia portuguesa, incluidos aquellos que no sentían simpatía por el invasor.
Había una guerra en marcha y él sabía que las guerras implicaban caos y también oportunidades para un hombre audaz. Era cuestión de husmear por ahí hasta percibir el olor de lo lucrativo. Los franceses estaban saqueándolo todo y no era probable que nadie averiguara el origen de nada de lo que pudiera echar mano. Si la suerte le sonreía podría regresar a casa rico de nuevo y con el reciente prestigio de haber prestado un servicio al zar Alejandro. Si no, un buen hombre con un sable no tendría problemas para encontrar trabajo entre las tropas de Napoleón, sobre todo porque llevaría consigo los nombres de nobles portugueses desleales e información sobre asuntos de la corte rusa.
Para Denilov, Lisboa parecía estar lista para ser desplumada.