9

HABÍA mucho dolor de cabeza entre los oficiales cuando el medio batallón salió a desfilar una hora después de que amaneciera a la mañana siguiente. Como estaban en junio, amanecía temprano y un buen número de ellos no había dormido nada. Billy Pringle, que había bebido mucho y dormido solo un par de horas, no tenía peor aspecto que el habitual. De todos modos, rara vez mostraba un gran entusiasmo a primera hora de la mañana. Redman parecía especialmente pálido y tenía los ojos enrojecidos, y Hanley tenía un aspecto apenas algo mejor. Williams solamente había bebido dos copas de vino, lo máximo que podía aguantar porque detestaba su sabor, pero lo hizo para no parecer maleducado. No había dormido nada, inundado por la emoción de haber bailado con la señorita MacAndrews. Entonces, volvieron sus dudas y sintió vergüenza al recordar lo poco que había hablado, consciente de que ella debió de pensar que era torpe y aburrido y que había aceptado ser su pareja solo por compasión.

Fue levantando el ánimo a medida que marchaban y su fatiga desapareció mientras recobraba el habitual ritmo de la marcha. Todos estaban animados y una vez que estuvieron a una cierta distancia del pueblo empezaron a cantar alegremente, comenzando por una irónica interpretación de «The girl I left behind me».[7] Williams se unió a ellos —era lo bastante galés como para que le gustara cantar— e incluso lo hizo animadamente cuando los casacas rojas se desgañitaron con una de sus favoritas, llamada «Confound our officers»,[8] cantada con una bonita melodía escocesa. Los oficiales del 106 le tenían mucho cariño a esta canción y algunos sonrieron e incluso se unieron a quienes la cantaban. Siguieron caminando. Después de que sus caballos entraran en calor, los capitanes podían montarlos si querían, aunque al final la mayoría no lo hizo. Parecía que reinaba la sensación de que tenían que compartir las penurias de sus subalternos, al menos por esta vez.

El 106 acampó tras recorrer nueve kilómetros y medio, desplegando filas de tiendas en un campo propiedad de un conocido del teniente coronel Moss. Esa mañana había llegado una carta del coronel que les informaba de que al final de la semana tenían que reunirse con el flanco izquierdo y de que todos los componentes del batallón entrenarían después juntos durante unos días más antes de salir para Portsmouth. Cuando MacAndrews informó de esto a los oficiales todos pensaron que aquello confirmaba los rumores de que los destinaban al extranjero. La cuestión era dónde y especularon sobre este tema durante las siguientes horas mientras descansaban y almorzaban. De algún modo, se corrió la voz entre los casacas rojas —nunca quedó claro cómo, pero no por ello dejaba de ser menos cierto—. Williams escuchó a Tout mantener categóricamente que los llevaban a Sudáfrica o quizá a Egipto, lugares que él parecía creer que estaban cerca entre sí—. Elefantes y negros. Ya veréis.

Las opiniones entre los oficiales variaban. Pringle y Truscott pensaban que Suecia era el destino más probable, aunque discutieron sobre si lucharían junto a los suecos en contra de los rusos o con los rusos en contra de los suecos. Aun así, se mostraban confiados. Williams permaneció en silencio, pero por lo que había leído en los periódicos, parecía haber la misma confusión por parte del Gobierno de Su Majestad. Los ministros habían decidido que una expedición al Báltico era claramente beneficiosa y estaban seguros de que, llegado el momento, podrían pensar en lo que podría hacer la expedición.

—Han enviado a Moore con un ejército. Está claro que somos sus refuerzos —aseguró Truscott.

—Es un buen hombre. Uno de los mejores —convino Pringle. Sir John Moore era uno de los generales jóvenes más respetados del ejército.

—Mi primo Bunbury habla maravillas de él —dijo Derryck—. Está en el 95 y estuvo de entrenamiento en Shorncliffe. —El nuevo estilo de entrenamiento introducido por Moore cuando estuvo de comandante en el campamento de Shorncliffe fue motivo de muchas especulaciones. Todos estaban de acuerdo en que la brigada que había entrenado se encontraba entre las mejores del Ejército británico. Estaba compuesta por dos batallones de infantería ligera y el nuevo Regimiento del Rifle.

—Los deshollinadores, ¿qué sabrán ellos? —exclamó Redman utilizando el apodo que se les daba a los del 95 del Rifle, por sus uniformes de color verde oscuro, casi negro.

—No, debe de ser España. —Esto lo dijo Mosley, que intentaba con escaso éxito encenderse un puro—. Iremos a ayudar a los caballeritos españoles a expulsar a los franceses.

Hanley aguzó el oído al escuchar aquello. Las pesadillas habían regresado durante el breve sueño. Sin duda, el baile le había hecho pensar de nuevo en Mapi, pero esta vez la muchacha muerta que le atormentaba en sus sueños era pelirroja.

—Eso me gustaría. Lo que los franceses les han hecho a los españoles merece un castigo. —Puede que ir a luchar a España hiciera desaparecer los recuerdos y aquella persistente sensación de culpabilidad.

—El simple hecho de ser francés ya merece un castigo —intervino Anstey divertido—. Es nuestro solemne deber hacerles pedazos. Pero estáis todos equivocados, lo que más conviene económicamente es América del Sur.

Aquello sorprendió a la mayoría de ellos. El año anterior, una expedición británica había tratado de hacerse con algunos de los territorios españoles en aquel continente. Todo empezó bien, pero terminó con una completa humillación cuando el ejército se rindió en Buenos Aires.

—Allí es adonde vamos. A vengar a Whitelocke —sostuvo Anstey.

—Debían haber fusilado a ese cobarde —dijo Redman.

—Puedes usar mi mosquete, si quieres —le ofreció Williams. Incluso Redman se unió a las risas. El general Whitelocke era un cobarde y un incompetente que había sido condenado por un consejo de guerra, pero simplemente lo habían destituido. No hacía mucho tiempo que la Marina había fusilado al pobre almirante Byng por delitos mucho menores.

Hanley apenas escuchaba. Desde que salió de Madrid, su odio por el emperador francés se había vuelto menos ardiente, pero seguía siendo fuerte. Quería luchar contra Francia y no se le ocurría un lugar mejor para hacerlo que España. Resultaba del todo increíble que sus compañeros hablaran con tanta ligereza de ayudar a los españoles y al momento siguiente de invadir las colonias españolas. Ninguna de las dos cosas parecía importarles. Al parecer, estaban deseando masacrar a cualquier extranjero que su Gobierno decidiera, sin importarles lo más mínimo la razón.

Tras el descanso, el regimiento estuvo entrenando duro durante el resto de la tarde. La compañía hizo instrucción de orden cerrado y mucho ejercicio físico. A Hanley todo aquello le pareció fastidiosamente aburrido. Mientras repetían una vez más los mismos ejercicios, la perspectiva de ir a la guerra se alejaba. La vida de soldado parecía consistir solamente en seguir una rutina aburrida y sin sentido. No entendía cómo aquella obsesión por la limpieza y el pulido de los metales y el cuero hasta sacarles brillo serviría para luchar contra los franceses o contra cualquier otro enemigo. Aquella uniformidad y aquellas instrucciones mecánicas constituían un ataque contra todo lo que convertía a los hombres en individuos.

Más tarde, Pringle se llevó a la Compañía de Granaderos a practicar escaramuzas. Esa había sido una de las entusiastas novedades de MacAndrews. Técnicamente, los integrantes de la Compañía Ligera eran los tiradores escondidos, los hombres que luchaban en orden abierto por delante de la línea principal. Pero en América, a los de ligera se les separaba a menudo de sus regimientos. Lo mismo pasaba con los granaderos, y se había convocado a todas las tropas, incluyendo las compañías centrales, para la escaramuza. MacAndrews estaba decidido a que sus hombres estuvieran entrenados para aquello, porque los que no tenían preparación no sabían luchar en orden abierto.

Pringle mantuvo en la reserva a media compañía formada en dos filas. El resto se desplegó por parejas distanciadas entre sí unos cuantos metros. Williams se arrodilló con su mosquete cargado —hizo la pantomima de los movimientos— mientras Dobson corría hacia un lado y adelante, manteniéndose fuera de su línea de fuego. Después, Dobson se arrodilló, cargó y, tras llevarse el mosquete al hombro, gritó: «¡Ahora!», y Williams apretó el gatillo. Fue suave, sin resistencia, porque no tenía intención de gastar el resorte disparando sin motivo, por lo que no lo había amartillado. Gritó: «¡Pum!», y se puso de pie de un salto. Esta vez corrió hasta un muro de piedra bajo. Ese era su objetivo y Williams se quedó detrás de él mientras volvía a hacer la mímica del proceso de carga. Apoyó el arma entre dos piedras verticales del muro cuando terminó y le gritó a Dobson que fuera hasta él.

El ataque procedía de la izquierda con disparos de la pistola del teniente Truscott y un coro de gritos de sus hombres. Eran los mejores tiradores, seis hombres seleccionados entre cada una de las compañías por ser los mejores disparando. Los soldados sonrieron burlonamente cuando aparecieron por detrás del muro lateral sorprendiendo a los granaderos.

MacAndrews no había advertido a Pringle de que había preparado aquella pequeña sorpresa. Aparecieron él y Brotherton para ver el resultado y el ayudante de campo atravesó corriendo la valla abierta y empezó a dar palmadas en los hombros de los granaderos para marcarlos como bajas.

—Ya está. Has mordido el polvo, muchacho —le dijo con tono alegre a Hanley.

—¿Qué? —contestó el perplejo alférez mientras Brotherton seguía corriendo.

—¡Túmbate, se supone que estás muerto! —le gritó el ayudante de campo mirando hacia atrás.

En total, cinco hombres más de la compañía fueron declarados como bajas. Dobson y Williams se encontraban al final de la línea, pero la emboscada había venido desde atrás y ellos se habían librado, aunque habían quedado expuestos.

—Vamos. ¡Volvemos para atrás, Doguillo! —Dobson salió corriendo a una velocidad sorprendente para tratarse de un hombre de su edad. Williams vaciló un momento antes de seguirle hacia la nueva línea que Pringle estaba formando enfrente de los tiradores. Brotherton se acercó a él levantando su mano de la muerte. Williams se giró, tropezó, pero consiguió recuperar el equilibrio y viró de repente a la izquierda mientras seguía corriendo. Brotherton se rio mientras lo seguía, lo alcanzaba y en el último minuto cambiaba de objetivo y le quitaba a Williams el chacó.

—¡Bills, pícaro, has burlado a la muerte! ¡Terminarás muriendo de sífilis! —gritó mientras Williams seguía corriendo. Truscott volvió a disparar y la mitad de sus hombres hicieron la mímica de lanzar un disparo. Brotherton decidió vengarse y declaró víctima a Redman.

—Justo entre ceja y ceja. ¡No te preocupes, no te ha dolido!

Redman se quejó mientras se sentaba en la hierba, dando lugar a otro grito.

—Túmbese, señor. ¡Típico de un granadero no saber cuándo está muerto! —el ayudante de campo interino se deleitaba con su papel.

Pringle mandó a la mitad de sus refuerzos que se unieran a la línea de la escaramuza.

—¡Señor Williams! —gritó—, ayude al sargento Darrowfield a controlar a los tiradores de la escaramuza. Ocúpese de la izquierda.

Williams se sorprendió, pero respondió de inmediato:

—Sí, señor. Gracias, señor.

—¡Pues póngase a ello! —le gritó Pringle—. ¡Ah, señor Williams!

—¡Sí, señor!

—¡No lleva su uniforme! —Williams levantó la vista hacia donde debía estar la visera de su chacó. Pringle sonrió.

—Sí, señor. Lo siento, señor —corrió hacia la izquierda de la línea, miró a Darrowfield y lo vio hacer un gesto de asentimiento.

—Que avance la línea. ¡Número uno! —El hombre que ocupaba la delantera de cada pareja corrió cinco pasos hacia delante, se arrodilló y simuló disparar—. ¡Número dos! —Los hombres de la línea posterior avanzaron.

No duró mucho tiempo. Los tiradores eran ampliamente superados en número y Truscott ordenó la retirada antes de que a los granaderos les diera tiempo de ocuparse de los flancos de su línea más corta. Brotherton les adjudicó una sola baja. Williams estaba de pie junto al postrado Hanley cuando se declaró el final. El alférez estaba tumbado boca arriba, mirando al cielo azul mientras se dedicaba a morder una paja.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó Williams.

—Estoy bastante a gusto. Quizá decida seguir muerto unos días más —los dos hombres intercambiaron sonrisas. Apareció Pringle y le dio un ligero puntapié a Hanley con la bota mientras le decía que los muertos no sentían nada—. ¡Vaya, la resurrección! —exclamó mientras se levantaba de un salto—. Quizá me hayas confundido con el jardinero —dijo frotándose el lateral. Williams se puso rígido, desapareciendo al instante su sonrisa, pero no hizo ningún comentario. Hanley se lamentó de su broma, pero no tenía mala intención. Casi deseó que el galés se hubiera mostrado más furioso, pero ya no hubo tiempo para pensar más, puesto que MacAndrews los llamó para que fueran hasta él. Elogió la conducta de todos, intercalando críticas pormenorizadas de los errores cometidos, y terminó dándoles ánimos. Esa fue la forma habitual del escocés de dirigirse a ellos durante los siguientes días. El entrenamiento era duro, pero también creativo, y las instrucciones sencillas se convirtieron en simulacros de batallas. Algunos días recorrían largas distancias. Durante aquellas marchas o bien hacía un calor abrasador o diluviaba. La convicción de Tout de que el sargento mayor del regimiento podía controlar el tiempo se hizo más fuerte.

La mayoría de los oficiales tomaron la costumbre de reunirse por las noches en una enorme tienda dispuesta aparte para ello. Se sabía que el teniente coronel Moss había decidido que el 106 debía juntarse en un comedor común de los que ahora eran habituales en muchos regimientos. Los oficiales y los dos voluntarios aportaban su comida y demás provisiones y cenaban juntos con regularidad. Aquello estaba bien para que socializaran, pero a Hanley le preocupaba que eso acabara con la mayor parte de su paga antes de poder hacer frente a otros gastos. Williams estaba aún más nervioso.

MacAndrews disfrutó de aquella semana y de su labor de mando. Llegó otra carta del teniente coronel Moss y una del general Lepper, y los dos manifestaron con claridad que esperaban que le confirmaran como mayor. Aquello le animó, aunque su larga experiencia y una infinidad de decepciones hacían que fuera reacio a dar nada por sentado. Su esposa no mostraba tal reticencia.

La señora MacAndrews y su hija llegaron al campamento con sus caballos la tarde del sexto día con la señora Mosley y la señora Kidwell. Williams estaba montando guardia cuando llegaron y notó que la señorita MacAndrews estaba especialmente atractiva con su ropa para montar de color rojizo. Su madre estaba magnífica vestida de rojo y ambas eclipsaban sin esfuerzo a las otras dos señoras, especialmente a la esposa del pobre intendente, que no sabía montar muy bien. Williams presentó armas y les indicó dónde estaba la tienda del capitán MacAndrews, que se encontraba en la calle principal del campamento.

—Muchas gracias, señor Williams —la mujer del capitán lo deslumbró con su cálida sonrisa—. Es un placer volver a verlo. Por favor, salude de mi parte a los demás caballeros. —Jane lo saludó con un movimiento de la cabeza antes de dar un toque con la larga fusta a su yegua para que alcanzara a su madre, que avanzaba a medio galope.

—Me estoy haciendo viejo —dijo Alastair MacAndrews.

—Tú ya naciste viejo —contestó su esposa sin apenas compasión. La última media hora no confirmaba el comentario de él, pero la señora MacAndrews nunca había sido dada a halagos innecesarios con quien lo mereciera.

Era noche cerrada y estaban tumbados en el suelo de su pequeña tienda. MacAndrews tenía un catre portátil pero era demasiado pequeño para los dos, así que dispuso lo mejor que pudo unos sacos rellenos de paja en el suelo. Desde fuera llegaba el sonido de alguien que cantaba. A Jane le habían asignado una tienda cerca y un grupo de oficiales del 106 se habían reunido para cantarle una serenata. La voz era de un buen tenor que parecía ser el joven Derryck.

La proximidad de tantos oficiales suyos les había obligado a ser inusualmente silenciosos a la hora de hacer el amor.

—Esto me recuerda a otra época —dijo Esther acariciando cariñosamente la mejilla de su esposo.

Él sabía a lo que se refería. Se habían conocido hacía mucho tiempo, cuando él era prisionero de los rebeldes americanos. A su batallón del 71 de los Highlanders lo condujo al desastre aquel maldito idiota de Banastre Tarleton en Cowpens en enero de 1781. Los americanos lo conocían como «el sangriento Ban», pero no lo llamaban así ni MacAndrews ni ningún otro de los componentes del 71.

El cautiverio fue bastante cómodo, puesto que buena parte del tiempo estuvieron alojados en una pequeña ciudad cuyos habitantes eran amables. Algunos tenían familiares escoceses, lo cual no era malo, pero sí pesado. MacAndrews era un alférez de quince años cuando llegó con el general Howe a Long Island en 1776. Hubo una batalla tras otra y cuando llegó la de Cowpens él era teniente y servía como comandante de una compañía. La imprudencia de Tarleton hizo que MacAndrews terminara herido, prisionero y pobre. La pobreza había estado siempre ahí, pero al menos cuando luchaba cabía la posibilidad de conseguir alguna distinción y ascenso. Sufrió impaciente el cautiverio durante unos dieciocho meses.

Después llegó la huida. Él y otro oficial la planearon con cuidado, pero luego su compañero lo cambió todo al llevarse a su amante americana, una muchacha de buena familia que se había fugado con él. Se movían más despacio y eran una boca más para compartir sus insuficientes raciones de comida. Al final, tuvieron que arriesgarse, yendo a asentamientos más pequeños y esperando encontrar ayuda de los torys conservadores. Los traicionaron y fueron arrestados por las milicias, y el otro oficial salió huyendo dejando a MacAndrews con la muchacha.

Esther tenía por entonces diecisiete años y acababa de saber que estaba embarazada. Aquella revelación fomentó la huida de su amante. De algún modo, MacAndrews y la joven se libraron de sus captores y llegaron por fin hasta el Ejército británico en Nueva York. Se habían enamorado y se casaron al día siguiente de su puesta a salvo. La primera vez que se acostaron fue en un espeso matorral mientras los milicianos los buscaban a no menos de veinte metros de distancia.

Fuera de la tienda, una nueva voz empezó a cantar en un idioma que ninguno de los dos conocía. Era Williams, que cantaba una canción de amor en galés —en realidad, aquellas eran las únicas palabras que él conocía en ese idioma—. Tenía una voz profunda y melancólica, pero como buena parte de la música celta, sonaba como un canto fúnebre.

—Nuestra Jane tiene muchos admiradores —dijo Esther con satisfacción de madre.

—Al menos, estarán estorbándose los unos a los otros —respondió su marido con tono brusco.

—Sí, Jane estará a salvo.

—Sí, pero ¿y ellos? —MacAndrews pasó los dedos por el brazo de su mujer como para confirmar que seguía allí—. Ha crecido mucho.

—Charleston le gustaba. Al menos durante un tiempo. Luego ella se aburrió. Yo era igual a su edad —se abstuvo de comentar que antes de alcanzar la edad actual de su hija, Esther había tenido un tórrido romance, había seguido a dos prisioneros de guerra en una huida desesperada, había tenido un segundo amante y se había casado con él antes de dar a luz al hijo del primero. MacAndrews esperaba que Jane estuviera siendo más cautelosa. No es que le hubiera molestado nunca no haber sido la primera elección de Esther. Aunque admiraba su belleza, no se enamoró de ella hasta que estuvieron viajando juntos en secreto durante las últimas etapas de su huida. Aquel amor se hizo más grande con el paso de los años. Aún le sorprendía que una mujer tan espectacular hubiera decidido estar con un hombre tan normal. Trató de decirle esto muchas veces, pero nunca le hizo caso y hacía tiempo que había dejado de decirlo. En lugar de hablar de ello, volvió al tema de Jane.

—¿Se sintió tentada de quedarse? —preguntó. Esther había vuelto a casa porque su padre había muerto y su madre le había escrito con el deseo de hacer las paces. Le ofrecieron un buen puesto para su marido y para ella si se instalaban en Carolina y hablaron de buscar un buen esposo para Jane.

—No más que yo. Es una sociedad nimia y pequeña, aunque rica. Y el clima… Había olvidado lo sofocante que puede ser el calor. Hace que los hombres se den a la bebida y las mujeres a la religión —él sonrió—. De todos modos —continuó Esther—, es hija de un soldado y algún día será la esposa de otro. Está en lo más profundo de su ser.

—Yo esperaba que pudiera tener algo mejor —dijo MacAndrews con tono nostálgico.

—Nosotros hemos sido felices —repuso ella con firmeza.

—¿A pesar de todo?

—Gracias a todo —Esther negó con la cabeza—. Aún sigo pensando que no me crees. Alastair, juntos hemos tenido una vida y nuestro compañerismo ha sido más íntimo de lo que ha experimentado la mayoría de la gente. Si hemos pasado por situaciones dolorosas y penosas, también ha habido muchas alegrías. Tú sabes que hemos tenido disgustos. Tres grandes disgustos. Llevé en mi vientre a dos niños que tuvimos que enterrar y no pasa un solo día en que no vea sus diminutas caras ni escuche sus voces. —El primero había sido un niño, el hijo de su amante fugitivo y que tenía los mismos ojos marrones y enternecedores que la habían conquistado. Tenía cinco años cuando una fiebre se lo llevó.

—Eso fue lo peor. Tres veces —MacAndrews hizo hincapié en el número.

—Lo sé. Tú cuidaste de todos ellos y esa es una de las razones por las que te quiero. Así pues, hemos conocido la pena. Hay pocos que no la hayan vivido. Pero tenemos una hija de la que estar orgullosos y yo he disfrutado del amor del hombre más bueno del mundo. La felicidad es mucho menos común de lo que crees y nosotros hemos tenido la nuestra.

De joven, MacAndrews probablemente habría exigido saber quién era ese rival del que hablaba, pero ahora se limitó a mirarla tiernamente a sus ojos azules. Habían tenido aquella conversación muchas veces, pero aún pensaba que en cierto modo la había decepcionado.

—Bueno, pero pobre. Parece un poema. ¿No podríamos buscar para Jane un hombre que fuera bueno pero rico?

—Ella elegirá por sí misma. Como hice yo. Y no me salió tan mal —MacAndrews no cedió al deseo de recordarle el amante que la había abandonado. Su mujer siguió hablando—: No te preocupes, no se precipitará. Simplemente está practicando. Será rico o pobre. Yo fui rica hace tiempo y eso no me hizo feliz.

MacAndrews no había tenido nunca la oportunidad de comprobar aquello por experiencia propia. No tenía sentido discutirlo. Nunca ganaría a Esther —no deseaba hacerlo—. Ella se saldría con la suya. No era casualidad que hubiese traído a las otras dos mujeres al venir al campamento. Esther sabía que si solo hubiesen venido ella y Jane su responsable marido se habría sentido obligado a decirle que se fuera, para no disfrutar él solo de un privilegio. Era mejor alegrarse de que no hubiese arrastrado con ella también a la señora Wickham. El teniente estaba realmente encantado y había participado de manera entusiasta en las frecuentes partidas nocturnas de cartas que jugaban en el comedor. Al parecer, su esposa no sabía montar a caballo y no pudo conseguir un carruaje.

—Me temo que Jane puede ser una enojosa distracción para mis oficiales —dijo él sacudiendo la cabeza.

Esther se rio.

—Ahora hablas como un mayor del ejército.