8

PRINGLE, Hanley y Williams se mantuvieron juntos tras llegar a la casa del señor Fotheringham. La mayoría de los alrededor de setenta invitados ya estaban allí, pero no habían llegado tan tarde como para ser motivo de ofensa ni de excesiva atención. Se introdujeron entre la multitud y enseguida se les unió Truscott. Juntos observaron cómo sus compañeros más jóvenes flirteaban, hacían demasiado ruido y, por lo general, quedaban en ridículo. En algún momento, su entusiasmo casi ahogaba el sonido de la orquesta que, por lo que decían, su anfitrión había hecho venir desde Londres.

El señor Fotheringham se había retirado al campo tras forjarse una carrera en el Gobierno, y había comprado la mansión de Old Hall que había a las afueras del pueblo. Tenía una única hija, una mujer extraordinariamente seria que parecía mucho mayor de sus veintitrés años. No cabía duda de que con el tiempo terminaría encontrando un marido, atraído, si no por otra cosa, por la fortuna familiar. Aquella noche estaba muy solicitada, algo que a Pringle y a los demás les pareció un alivio, puesto que se sintieron absueltos de tener que pedir por cortesía un baile a la hija de su anfitrión.

Los cuatro se acercaron a una mesa y empezaron a coger algo de comida y allí se les unió un oficial de caballería llamado Thompson, que parecía bastante sensato para la media tan baja que solía haber entre los voluntarios de la caballería británica. Su chaqueta azul llena de magníficos galones le quedaba bien ajustada y casi eclipsaba las guerreras rojas de ellos. Truscott lo conocía de antes y rápidamente hizo las presentaciones. Los sirvientes se les acercaron de inmediato y les rellenaron las copas, aunque la verdad es que Williams apenas había probado su vino. Por pura cortesía, le daba un sorbo a la copa a cada rato, tratando de beber lo menos posible.

—¿Siglo XIV? —Hanley casi tuvo que gritar para hacerse oír por encima de la música y el barullo. El salón principal era de unas dimensiones realmente grandes y de techos altos, con los músicos situados a bastante altura en una galería de trovadores.

Pringle saludó con un gesto de la cabeza a una voluminosa dama a quien seguían sus dos hijas.

—No, del XVI —dijo a Hanley con un guiño—. Me parece que es Tudor. —Los oyera la madre o no, pasó junto al grupo en busca de posibles compañeros de baile para su prole. Aun así, su presencia se había hecho notar y, sin duda, regresaría en caso de que quedara espacio libre entre los compromisos de sus hijas.

Billy Pringle esperaba no bailar ni beber demasiado esa noche. Le gustaban muchísimo las dos cosas y aún más le gustaban las mujeres y les dedicaba sus pensamientos durante gran parte del tiempo que estaba despierto. El miedo de haber podido hacer el amor con Jenny Dobson ya se había desvanecido. Ella no le había prestado ninguna atención cuando ese mismo día se habían cruzado y la conducta de su padre con él no había cambiado en nada. Estaba casi seguro de que su acompañante había sido otra persona. A pesar de ello, aquel miedo le había vuelto cauteloso. Era demasiado joven y lo cierto es que no contaba con la suficiente riqueza ni buena posición como para considerar un noviazgo serio y tampoco se sentía especialmente fascinado por ninguna de las bellezas locales, así que pensó que no había entre ellas ninguna con la que se sintiera obligado a bailar. Era un placer dedicarse simplemente a mirar a aquellas jóvenes damas, la mayoría de las cuales lucía sus mejores galas para la ocasión. El baile permitía una intimidad y un contacto que podría elevar demasiado su pasión. Si bebía mucho, podría terminar con un humor tal que hiciera posible otro encuentro con una mujer que se mostrara más disponible. Pringle quería mantener el suficiente control como para asegurarse de que esta vez no sería con ninguna chica que no fuera apropiada. La moderación tanto en el alcohol como en la pasión era ahora su objetivo. Entonces vio a una muchacha alta y de cabello oscuro con un elegante porte y una figura excelente, y sintió que su control se debilitaba. Le hizo una señal a un sirviente para que le llenara la copa.

A Truscott le gustaba observar, aún más de lo que disfrutaba bailando. Había intentado comentar algunas cosas con Williams, pero este estaba demasiado nervioso como para poder conversar abiertamente y, al cabo de un rato, el teniente dirigió su atención a Hanley. El artista que había en el interior de este último apreciaba ya el valor de la escena y de las parpadeantes sombras que lanzaban las lámparas de araña. Truscott dirigió su atención a la forma de comportarse de la gente; la danza más importante había empezado antes de que las parejas empezaran a bailar.

—Estamos justo en el medio —dijo, señalando a los oficiales más mayores que se habían retirado a los rincones más oscuros esperando pasar desapercibidos.

Hanley sonrió y una parte de él se imaginó la escena como una viñeta cómica. Nunca había probado a hacer nada igual, concentrando como estaba en la búsqueda del arte más elevado, pero uno de sus amigos de Madrid había sido admirador de Hogarth y siempre le estaba pidiendo que le explicara alguna de las referencias y objetos más ingleses que había en su colección de grabados. Quizá la vida militar le ofreciera temas provechosos. Eso hizo que su mente regresara de nuevo a sus instrucciones con el mosquete y, desde ahí, no había más que un pequeño salto hasta los disparos y la muerte que solían aparecer en su recuerdo. Cambió de tema.

—Parece que nuestro amigo es el mejor de los públicos —señaló hacia Williams, que hacía malabarismos con una copa casi llena y un plato demasiado cargado y mostraba una expresión de solemne interés mientras Thompson le hablaba de caballos. Claramente aquel tema era su gran pasión y no necesitaba que lo animaran para prolongar esta conversación. Truscott sospechaba que Williams no podía oír mucho y que entendería aún menos, puesto que era obvio que su pasado no le había permitido tener caballos. Thompson tomó sus gestos de asentimiento como que estaba conforme y cada vez estaba más convencido de que aquel voluntario era un excelente conocedor en materia de caballos.

Ya casi había llegado la hora de que comenzara el baile y, puesto que claramente había más señoras que hombres entre los reunidos, los esfuerzos por pasar desapercibido estaban condenados al fracaso. Uno a uno, los grupos más recalcitrantes quedaron atrapados, normalmente por una madre decidida a buscar compañeros apropiados para sus hijas. La llegada de los MacAndrews les salvó por un momento, puesto que se apresuraron a saludar a su comandante y a su familia.

La señorita MacAndrews estaba espléndida. Llevaba un vestido blanco y su cintura alta a la moda de la época estaba envuelta en una faja turquesa. Un lazo de seda del mismo color le recogía el pelo. Alrededor del cuello le colgaba una cadena de plata que terminaba en un colgante que se apoyaba sobre la piel desnuda justo por encima del ribete de flecos de su vestido, que se elevaba hacia unas mangas cortas y abullonadas que dejaban al aire sus brazos hasta donde empezaban unos largos guantes blancos. Caminaba cogida del brazo izquierdo de su padre y su madre iba en el derecho. La señora MacAndrews iba de nuevo de color verde, aunque esta vez de un tono mucho más claro, a excepción del turbante muy oscuro que llevaba alrededor de su cabello moreno. El capitán pareció en cierto modo avergonzado cuando un murmullo atravesó la sala, aunque estaba claro que a su mujer le gustaba que se notara que había hecho su entrada en escena.

El señor Fotheringham, su rubicunda esposa y su gélida hija les brindaron una bienvenida formal y carente de cordialidad. Pringle y los demás fueron los siguientes en saludar a la familia. Hubo intercambio de inclinaciones de cabeza y los jóvenes caballeros colmaron de cumplidos a las damas. Después de aquello hubo una incómoda pausa con la que acabó una resuelta señora MacAndrews.

—Señor MacAndrews, me gustaría bailar. ¿Es necesario que le pida a uno de estos jóvenes caballeros que saque a bailar a Jane?

—Desde luego que no, señora —contestó Hanley, pensando que podría haber peores formas de pasar el rato—. Señorita MacAndrews, ¿me concede el honor?

—Respete a sus mayores, muchacho —interrumpió Pringle.

—Eso mismo —añadió Truscott, colocándole una mano en el hombro—. A los mayores del regimiento —inclinó la cabeza ante Jane.

—Pues no se hable más. Muy bien, Jane, ya tenemos tus primeros cuatro bailes. Debo decir que todos parecen de lo más atractivos sin esa horrorosa pintura blanca en sus cabezas. —Los oficiales del 106 habían seguido la habitual costumbre de lavarse el pelo y atárselo simplemente por detrás con un lazo negro—. Mira el señor Williams con su pelo rubio. Es usted todo un vikingo, señor. Ten cuidado, Jane, o terminará llevándote a su barco.

La señora MacAndrews hizo caso omiso del sonrojo de Williams y de la confusa negación de toda intención maliciosa.

—Ven, esposo. Vamos a bailar. ¡Y mira dónde pones tus torpes pies! —La pareja desapareció feliz, seguida de cerca por Truscott y Jane, y fueron a ocupar sus puestos entre la fila de parejas en la pista de baile.

—Es una mujer aterradora, en el mejor de los sentidos —dijo Billy Pringle. Antes de poder huir hacia los laterales quedaron atrapados entre la gente. La señora Wickham se abalanzó sobre ellos con la mirada fija de una resuelta casamentera. La acompañaban dos de las señoritas Stockton, la señorita Crabbe y una tal señorita Dawlish. Hubo el habitual intercambio de palabras.

Se habían estado escondiendo a posta —estaba segura de ello— porque ninguno le había pedido el baile que ellos sabían que les estaba reservando. Aquello era de lo más descortés —y subrayó esta última observación dando un ligero golpe con su abanico a cada uno de los tres hombres—. ¿Y por qué desperdiciaban acompañantes tan bellas como estas damas? ¿No las conocían? Entonces tenía que presentárselas.

Williams trataba de vigilar a Truscott y a Jane e hizo lo posible por ignorar aquel parloteo. Atisbaba a la pareja de vez en cuando advirtiendo la gracia con la que la señorita MacAndrews se movía y sintió la excitación de que su madre le hubiera reservado un baile para él.

En la pista, el teniente Truscott halagaba la forma de bailar de su pareja.

—Es usted muy amable, señor —contestó Jane. Por un momento, cruzó la mirada con la de él y después miró rápidamente hacia otro lado, concentrándose en la charretera dorada de su hombro derecho. Truscott la vio parpadear.

—¿Está usted inquieta, señorita MacAndrews? —le preguntó con verdadera preocupación mientras volvían a pasar el uno junto al otro con la mano derecha de ella sostenida en alto por la mano izquierda de él mientras giraba.

—No es más que un mal recuerdo. Mi primer baile fue hace dos años y medio, cuando el regimiento estaba en Port Royal. Todos estos uniformes hacen que lo recuerde de una forma muy intensa —él notó que tenía los ojos vidriosos cuando levantó la vista para volver a mirarle, completaron el movimiento y siguieron de nuevo por el salón al resto de los que bailaban.

—Pero estoy seguro de que se trataría de un acontecimiento alegre.

—Lo fue, pero casi todos los hombres con los que bailé aquella noche habían muerto al terminar el año. Las fiebres, ya sabe.

Truscott, al igual que Pringle y la mayor parte del resto de los oficiales, se habían alistado en el ejército después de su regreso o habían estado en el buque nodriza mientras prestaban servicio en el Caribe. Aun así, todos tenían conocidos entre aquellas bajas.

—Es el destino de un soldado, señora. Triste, pero todos debemos correr el riesgo. Al menos… —durante un momento, buscó las palabras exactas—. Al menos esos hombres disfrutaron antes de un baile con una dama tan hermosa y simpática —sabía que aquel era un cumplido extraño, pero su carácter siempre generoso sintió simpatía por la muestra de compasión de la muchacha y quiso animarla.

—Es usted muy amable —Jane le dedicó una frágil sonrisa. No hablaron más, pero Truscott no recordaba haber disfrutado nunca tanto de un baile como de este. Al terminar, le dio las gracias con verdadera cordialidad y volvió a inclinar la cabeza, llevándola después con los demás.

Williams, más que los otros dos, recibió con alivio su llegada. Lo sacó bruscamente de su ensimismamiento la señorita Elvira Stockton, que con voz aguda le preguntaba por su rango. Era muy joven y, sin embargo, el esplendor de su chaqueta debía significar que era de una categoría superior a la de los demás. Hamish le había tomado prestados a Pringle los pantalones blancos, las medias y los zapatos, pero llevaba su chaqueta del regimiento. Como las del resto de los soldados corrientes, tenía dos anchas tiras blancas por la delantera, al contrario que las chaquetas de oficial, que eran lisas. Llevaba también las hombreras más altas y tenían un ribete de lana blanco. A la luz de las velas no se veía bien que era de un rojo más apagado y de un tejido más basto que el de los otros.

La señora Wickham se rio con sus inimitables carcajadas y le hizo saber en voz muy alta que no debería avergonzar al pobre señor Williams. Él se vio obligado a explicarle el estatus de un voluntario. Siempre le resultaba incómodo revelar que era un caballero, convencido de que eso debía ser obvio. Le siguió la reacción habitual, cuando las damas se dieron cuenta de que no sería un esposo nada apropiado. Las hermanas Stockton recordaron que le habían prometido a su madre preguntar a la señora Fotheringham por su salud y se alejaron de inmediato. La señorita Crabbe había sentido una evidente y poderosa simpatía por Pringle y sus gafas y, ante la insistencia de la señora Wickham, él no parecía tener más opción que pedirle humildemente el siguiente baile. La señorita Dawlish empezó a mirar expectante a Hanley. Era una muchacha regordeta y de cabello castaño que aún no había cumplido los dieciocho años. Su rostro habría sido casi hermoso de no ser por su infantil petulancia.

Lo salvó la señorita MacAndrews. Llegó y los interrumpió con descaro, recordándole al señor Hanley que ya se había comprometido a bailar con ella ahora que el señor Pringle había desaparecido de una forma tan egoísta. Estaba segura de que el señor Williams estaría encantado de acompañar a la señorita Dawlish.

Poco después, Hanley estaba sosteniendo entre sus brazos a la señorita MacAndrews, que lo miraba fijamente a los ojos.

—Todo esto es un poco tedioso, ¿no cree? —le preguntó Jane en voz baja.

—Habría estado de acuerdo con usted, hasta ahora —respondió sonriendo. A pesar de los giros del baile en conjunto, aquel era el momento más íntimo que había tenido con una mujer desde que estuvo en Madrid.

—Muy amable —dijo ella devolviéndole la sonrisa y, al parecer, acercándose un poco más—. Pero recuerdo los bailes de Charleston del año pasado, los colores y la luz… No es como en Londres ni París…

—Ni Madrid o Roma —añadió él.

—¿Ha estado en esos lugares? —había emoción en su voz—. Me encantaría viajar más.

Williams pasó al lado de ellos, agarrando a la señorita Dawlish entre sus brazos. La mirada de concentración en su rostro era casi feroz de tan intensa y la mayor parte del tiempo miraba hacia abajo, comprobando que sus pies le obedecían con precisión.

Hanley no pudo evitar sonreír. Jane también sonrió.

—Pobre Williams —dijo—. Acabo de ser muy poco amable con él. Bueno, le compensaré y bailaré con él más tarde.

—¿Está segura de querer arriesgarse? —Williams se había equivocado y se estaba destrozando los pies tratando de recuperar el paso—. No es el mejor de los bailarines.

—Lo será cuando baile conmigo —contestó la muchacha con una sorprendente seguridad que le recordó mucho a Mapi. Los recuerdos volvían de nuevo a abrirse paso en su mente, así que miró a la señorita MacAndrews directamente a los ojos e intentó no pensar y limitarse a disfrutar de su belleza y de los movimientos del baile.

Lo cierto era que Hanley y la señorita MacAndrews bailaban bien. El oficial alto y moreno parecía llevar sin esfuerzo a aquella diminuta muchacha mientras el vestido blanco de ella se levantaba con el movimiento. Todo el mundo podía ver que hacían muy buena pareja. El alférez Redman se dio cuenta de que aquello no fomentaba que las señoritas Stockton sintieran un gran afecto por ellos.

—¿Quién es aquel oficial? —preguntó la hermana mayor—. ¿Es nuevo?

—Es nuestro amigo, el señor Hanley. Al igual que yo, pertenece a los granaderos, pero acaba de entrar en el regimiento tras una prolongada excedencia.

—Ah, entonces ¿es un hombre de buena posición? —preguntó con enorme interés. Estaba muy bien que fuera atractivo, pero de poco servía si no iba acompañado de unos ingresos decentes—. Debo decir que es muy apuesto, aunque esa MacAndrews se muestra demasiado desinhibida como para ser decente.

—Es un poco misterioso, pero me temo que no está muy bien relacionado —contestó Redman decidiendo a continuación que nadie podría culparle de repetir, aunque sin confirmarlo, el rumor que circulaba por ahí—. Es un hombre estupendo, aunque muy siniestro. Dicen que su madre es hindú…

Para entonces, Williams y la señorita Dawlish iban varios pasos por detrás de los demás. Chocaron con una pareja, así que él levantó a su compañera a varios centímetros del suelo mientras daba largas zancadas para alcanzar a los demás. La señorita Dawlish sofocó un grito sorprendida y luego dio un traspié cuando Williams la dejó en un hueco libre en el suelo. En ese momento, él se dio cuenta de lo que había hecho y le devolvió la mirada boquiabierto. La agarró para que no se cayera y casi pierde el equilibrio, pero consiguió mantenerla en pie. La muchacha se separó de él y, en ese momento, se escuchó el sonido de una tela desgarrándose que pudo oírse incluso por encima de la música y el parloteo de la ahora fascinada multitud. El vestido rosa claro de la señorita Dawlish se había rasgado casi quince centímetros desde el dobladillo, dejando a la vista las blancas enaguas que llevaba debajo.

Los dos se quedaron inmóviles ante aquel horror. Hubo gritos entre el público que rápidamente quedaron ahogados por un vendaval de risas. Williams dio un salto hacia atrás, como si separándose pudiera arreglar de algún modo aquel desperfecto. La señorita Dawlish lo miró y después bajó los ojos hacia su vestido rasgado. Entonces gritó. Era el grito más fuerte que Williams había oído en toda su vida. La muchacha salió corriendo, sin parar de gritar, y enseguida se la llevaron de allí la señorita Crabbe y la señorita Fotheringham. Las disculpas de Williams se perdieron entre el ruido y lo único que deseaba era salir de allí. También él salió a toda prisa de la sala de baile.

—Pobre Williams —le susurró la señorita MacAndrews a Hanley, como si estuviera hablando de un niño pequeño.

Aquel incidente fue uno de los más comentados de toda la velada. Para los hombres —sobre todo para los oficiales del 106— se convirtió en una magnífica broma. Eran cosas que pasaban y nadie había salido perjudicado. Las señoras mostraron una enorme compasión por la desafortunada señorita Dawlish. Algunas de ellas lo sentían de verdad, pese a que no se tratara de una muchacha muy popular. La repetida descripción del incidente hacía aún más delicioso el bochorno de ella.

El baile continuó. La señorita MacAndrews compartió más bailes con otros oficiales del 106 y uno con Thompson, voluntario de caballería, aunque sabía que su padre se mostraría menos entusiasta ante aquello, dada la aversión que sentía por los soldados de caballería. Rechazó las invitaciones de los asistentes de paisano, excepto la de un clérigo anciano y bastante estirado llamado Hawkins, de una parroquia cercana a esta. Vio a Pringle e insistió en que cumpliera la promesa que le había hecho, lo cual hizo de buena gana. Para tratarse de un hombre tan corpulento y algo regordete, bailaba de una forma increíblemente delicada. A la primera ocasión que tuvo, halagó la elegancia y el garbo de la muchacha.

Jane frunció el ceño.

—Semejante alabanza es bastante poco ante la falta de competencia —se separaron, retrocedieron y no pudieron volver a hablar hasta que el baile volvió a juntarlos de nuevo.

—Entonces, permita que le diga que su belleza destacaría por encima de cualquier otra —se atrevió a decir Pringle, aún esforzándose por responder a la franqueza de ella.

—Mejor, aunque un bonito cumplido nunca debe ir solo.

—¿Puedo hablar entonces de la perfección de su figura? —susurró Pringle cuando se acercaron más durante un breve momento, dándose cuenta de inmediato de que con aquello había traspasado los límites del decoro.

—Sí, ya me había dado cuenta de su admiración —siguió mirándola mientras Jane bajó los ojos por un instante hacia la parte delantera de su vestido. El ritmo del baile se volvió más rápido causando un enorme tumulto. Volvieron a separarse antes de que Pringle pudiera pensar en una respuesta. Cada uno se giró y Pringle se colocó tras la fila de hombres mientras que la trayectoria de Jane la condujo detrás de las mujeres. Al final, se dieron la vuelta y, de nuevo, quedaron uno enfrente del otro. Pringle sintió un enorme alivio al ver que la muchacha sonreía. Ella miró a la señorita Crabbe que estaba a su lado.

Cuando las parejas se acercaron, notó el regocijo que había en su voz.

—Una vez más, puede ser cuestión de comparar. —La señorita Crabbe era larguirucha y de pecho plano.

Pringle esperó a que hubiera más distancia entre las parejas y entonces habló con una voz que no pretendía llegar más allá de su pareja.

—Si escucha con atención, podrá oír cómo le chocan las rodillas.

—Estamos siendo terriblemente crueles —dijo Jane, pero había malicia en sus palabras—. Estuve hablando antes con la señorita Crabbe y su alta estima de la gente parece depender completamente del tamaño de su fortuna.

—Creo que cuando un caballero rico muestra interés, no le importa que tenga las rodillas juntas —Pringle se sorprendió de haber hecho un comentario así, bastante normal en las conversaciones entre subalternos, pero poco apropiado ahora.

Jane volvió a fruncir el ceño.

—Le aseguro que no sé a qué se refiere, señor. —Pringle esperaba que aquello fuera verdad y que su grosería quedara en el olvido, pero no estaba seguro. Le brillaban los ojos y el resplandor de la luz reflejada les daba un destello de complicidad—. Por si se ha llevado una impresión equivocada, le adelanto que con esto no le estaba invitando a que se explicara —añadió Jane. Pringle no pudo evitar soltar una carcajada, haciendo que las parejas que se encontraban más cerca se sobresaltaran. La señorita MacAndrews negó con la cabeza fingiendo desaprobación.

Hanley también bailó durante mucho rato y varias de las damas, especialmente la más joven de las señoritas Stockton, mostraron un particular interés por él. Estaba encantada con la idea de bailar con un hombre tan misterioso que podría tener sangre india.

Pringle bebió mucho a pesar de la determinación que había tomado antes y, a medida que avanzaba la velada se fue alejando de la sala principal. El baile con la señorita MacAndrews había sido una delicia, pero apenas consiguió calmarle. Un intento demasiado entusiasta de ganarse a una guapa sirvienta terminó con una patada en la espinilla por parte de ella y, en ese momento, decidió que lo mejor era ser discreto. Algo perdido, estuvo dando traspiés de un sitio a otro hasta que encontró la biblioteca y a Williams allí sentado leyendo un libro.

—¿Qué es eso, Bills? —preguntó divertido—. Espero que no sea un manual de baile.

Por un momento, Williams pareció furioso, pero después se rindió.

—Supongo que te han mandado a buscarme.

—No, simplemente me he perdido. —Extendió un brazo y cogió el libro para ver que se trataba del primer volumen de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Gibbon—. Vas a tardar un buen rato en leerte todo eso. —El sonido lejano de la música entraba a través de la puerta abierta. Era casi medianoche—. Deberíamos volver. El deber y esas cosas, ya sabes —añadió Pringle poco después.

—He hecho el ridículo.

—Lo hemos hecho todos —Pringle se frotó la espinilla—. Oye, no ha sido nada. Esas cosas pasan y podría haber sido mucho peor. Mi hermana mayor perdió una vez la mitad de su vestido de baile con un marino. En fin, todos son más torpes que una mula cuando están en tierra. Y se casó con él, así que no debió de ser tan horrible —hizo una pausa—. Aunque no vas a tener que casarte con la señorita Dawlish, claro. Dudo que ella te aceptara.

—¿Debería disculparme?

—Solo si vas a verla. Mejor no darle importancia. Me atrevería a decir que ella querrá olvidarse de esto. Vamos, más vale que salgamos.

Daba la sensación de que la fiesta se estaba terminando cuando regresaron. Aun así, la señorita MacAndrews apareció e insistió en bailar con Williams.

—Venga, señor. No va a escapar tan fácilmente de mis garras.

—Creía… es decir, temía que… —tartamudeó—, que usted… —no sabía cómo terminar—. No se me da muy bien bailar —dijo como si esperara que la muchacha cambiara de opinión en el último momento.

—Entonces ya va siendo hora de que aprenda —respondió Jane con firmeza—. Vamos. Sí sabrá que se supone que es usted quien tiene que llevarme —le dedicó una cálida sonrisa con una ligera burla. Williams permaneció erguido mientras la cogía del brazo y la sacaba a bailar.

Hablaron poco mientras bailaban, aunque Jane hizo lo posible por entablar conversación.

—¿No cree que ha sido una velada encantadora?

—Sí —convino Williams fervientemente, pero no dijo nada más y se concentró en seguir el paso al tiempo que sentía la embriaguez de estar tan cerca del objeto de su adoración.

—La orquesta ha tocado muy bien.

—Sí.

—Creo que mi madre casi ha agotado a mi padre. —Esta vez no hubo respuesta, puesto que Williams no estaba seguro de si debía comentar o no la condición de su comandante.

—¿No le parece bonito el color amarillo de la banda de la señorita Fotheringham?

—Sí.

—Aunque puede que el rojo le hubiera ido mejor a su tez.

—Sí.

—O marrón.

—Sí.

—¿Sabe usted que es la emperatriz de China?

—Sí —Williams la miró perplejo—. Le pido disculpas. Me temo que el deseo de evitar que le avergüence mi forma de bailar me ha distraído.

Al menos aquello había sido cortés y Jane decidió que sería difícil conseguir nada más por el momento.

—Estoy segura de que eso no ocurrirá —dijo, y decidió abandonar cualquier otro intento de seguir conversando. Le sonrió y los ánimos de Williams se elevaron.

La señorita MacAndrews apenas consiguió hacer que el señor Williams pareciera muy hábil, pero logró terminar sin que sus pies ni su vestido fueran pisoteados y probablemente eso era lo más que podía esperar.

Como era casi la una aquel fue el último baile de la noche. Los carruajes llevaban un rato esperando. Si los oficiales del regimiento llegan a ser los anfitriones, sin duda hubieran secuestrado a sus invitadas más bellas y habrían insistido en compartir varios bailes más a cambio de su liberación. Tal comportamiento hubiera sido inapropiado cuando eran los invitados del muy respetado señor Fotheringham. También se fueron, muchos de ellos dando traspiés. Williams, Hanley, Truscott y Pringle caminaron juntos hasta su barracón. Hacía una noche hermosa y Pringle levantó los ojos hacia las estrellas hasta que la cabeza le dio vueltas y empezó a sentirse mareado. Truscott tuvo que sostenerlo durante el resto del camino. Los otros dos les siguieron a la zaga.

—¿Te lo has pasado bien esta noche, Bills? —le preguntó Hanley, utilizando aquel apodo por primera vez.

—Pues sí. La verdad es que sí —respondió con tono serio, sintiendo que el mundo era un lugar verdaderamente maravilloso.