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WILLIAMS pensó en la señorita MacAndrews, imaginando esos tiernos ojos de color azul grisáceo que habían mirado a los suyos durante un breve momento. Pensó en su piel clara, su boca grande y la sonrisa que dejó entrever sus dientes cuidados y blancos, y su largo pelo rojo —decidió que pensaría en él como cobre bruñido, aunque sabía que no hacía justicia con ello a su espléndido color—. Después, apretó el gatillo.

El sílex soltó una chispa que encendió la pólvora de la recámara, accionando después la carga principal. El mosquete retrocedió golpeándole el hombro mientras una nube de humo blanco y sucio ocultaba el objetivo. Hubo entonces el habitual olor a huevos podridos.

Disparaban sobre lienzos circulares de un metro de diámetro colocados a cien metros de distancia. A cincuenta metros, Williams había acertado sobre el objetivo en nueve ocasiones de diez, con más de la mitad de los disparos en la misma diana. A esta distancia, todos los defectos de los mosquetes de cañón liso del ejército hacían que fuera más difícil la precisión. Aun así, él estaba encantado con su registro, sobre todo porque no había disparado nunca un arma antes de alistarse en el 106. Sabía que, por lo menos, debía de estar cerca del objetivo.

De manera automática, realizó los gestos de carga de la última de las diez rondas que tenía que disparar desde esa distancia. Soltó el seguro con la mano derecha, dejando que la culata cayera al suelo. Sus dedos buscaron el siguiente cartucho en el morral abierto, se lo llevó a los labios y arrancó con los dientes el extremo del papel que contenía la bala. Sintió un sabor salado en los labios. Pringle le había dicho que aquello era el salitre que tenía dentro. Cogió una pizca de pólvora negra y la metió en la recámara del mosquete abriendo antes de golpe la tapa y cerrándola de nuevo otra vez. A continuación, enderezó el mosquete vaciando el resto del cartucho en el interior de la boca del arma. Se inclinó hacia delante y escupió sobre la bola de plomo, sacó la baqueta, le dio la vuelta para que el extremo más ancho apuntara hacia abajo y la empujó hacia dentro solo una vez. Sacó la baqueta, le dio la vuelta en la mano y la volvió a introducir en su funda debajo de la boca del mosquete. Cuando levantó su Brown Bess volvió a tirar del seguro para amartillarlo, quedando asegurado con un clic definitivo.

Durante todo el proceso estuvo pensando en la señorita MacAndrews. Williams no sentía la suficiente confianza como para pensar en ella como Jane. Se preguntó si tendría el valor de sacarla a bailar en la fiesta de aquella noche. ¿Cuáles serían las palabras adecuadas? «¿Me haría el honor…?», o quizá: «¿Me concede el privilegio de…?». Hamish no estaba seguro y tenía poca experiencia en acontecimientos sociales de ese tipo. Solo había estado en unos cuantos desde que entró en el regimiento y le habían parecido tremendamente incómodos, por lo que se había pasado la mayor parte del tiempo conversando en grupos apartados. En una o dos ocasiones, la señora Kidwell, la voluminosa y anciana esposa del intendente, se había apiadado de él y, o bien había bailado con él ella misma, o le había conducido hasta alguna de las jóvenes señoritas que estaban libres y se había encargado de todo.

Dudaba que se fuera a sentir cómodo en ese mundo. Soñaba con tener en sus brazos a la señorita MacAndrews, dar vueltas con ella por la pista de baile, ver cómo ella le miraba con cálido afecto. Al mismo tiempo, era consciente de que le daba miedo hasta hablar con ella. El día en que la familia del capitán MacAndrews había llegado, ella solo le había hablado una vez. Mientras charlaban con los Wickham, fueron llegando cada vez más oficiales del 106 y se unieron a ellos. Cuando por fin se fueron, la mayoría de los subalternos acompañaron a madre e hija, esforzándose todos por ser los más serviciales y darles la mejor bienvenida. Las cajas de sombreros que iban sobre el baúl que él transportaba con Pringle se tambaleaban y amenazaban con caerse, pero Williams se las arregló como pudo para sostener el asa y sujetar las sombrereras con la otra mano. La señorita MacAndrews lo miró solo un momento, dedicándole una breve pero espléndida sonrisa y le dio las gracias. Williams no consiguió responder más que con un gruñido incoherente y de inmediato se maldijo por tan absurda timidez.

Al final del día, la belleza y el encanto de Jane MacAndrews se habían convertido en el principal tema de conversación del 106. La mayor parte de los oficiales más jóvenes decidieron enseguida que eran sus devotos admiradores. Al día siguiente se generalizaron ciertos reproches. Su padre era un capitán de edad avanzada y prácticamente arruinado. Por el momento, era el comandante del medio batallón, pero nadie sabía si aquello se tornaría en algo permanente. Incluso así, si a MacAndrews lo nombraban oficialmente mayor, el salario de tal rango no era ninguna fortuna.

Al día siguiente, se extendió cierto optimismo renovado. La señora MacAndrews era americana y, obviamente, una gran señora. Circularon rumores de vastas plantaciones familiares y de abundantes beneficios. Más tarde, aquel entusiasmo decayó. Estaba claro que el capitán no había podido avanzar en su carrera a pesar de tener acceso a una fortuna así y la existencia de esta fue rápidamente desechada por todos excepto los más optimistas y de tendencias románticas. La señorita MacAndrews bien podía ser una compañía de lo más encantadora, pero solamente aquellos que contaban con sustanciales recursos personales podían dignarse a pedirla en matrimonio. Como era la hija de su actual comandante, cualquier plan menos formal tendría claramente que ser llevado a cabo con extremada cautela. Los jóvenes caballeros seguían yendo de visita a la casa de los MacAndrews, pero sus ambiciones eran más limitadas y algunos volvieron a su persecución de las hijas de las familias bien del pueblo, aunque eran menos afortunadas en belleza.

Williams despreció tales pensamientos. Amaba a la señorita MacAndrews y no tenía otra intención que casarse por amor. No le cabía duda de que una dama tan hermosa debía ser perfecta en todos los demás aspectos. Por un momento, se sintió decidido. Tenía que ser un soldado, y su intención era ser uno excelente y valiente. Seguro que tendría el valor de pedirle a la joven que bailara con él. Aquella seguridad duró varios minutos.

Hanley hizo sonar un silbato para indicar que los disparos habían terminado y que cada hombre debía ir a examinar sus objetivos. Los silbatos solo los utilizaba formalmente la infantería ligera como una forma de transmitir órdenes. MacAndrews le había dado uno a cada uno de sus oficiales granaderos e insistió en que tenían que aprender a usarlos bien. Aquel sonido agudo podía oírse por encima del ruido de la batalla mejor que los gritos de las órdenes.

Williams se acercó a su diana y se mostró encantado al ver seis impactos, dos de ellos en el blanco. Dobson asintió en señal de aprobación. El viejo soldado solo había conseguido tres impactos, la mitad que desde cincuenta metros.

—Estoy perdiendo vista —dijo.

La sección se colocó en formación y después desfiló para unirse al resto de la compañía. En otra parte del campo había grandes pantallas de lona de doce metros de ancho por dos de alto sujetas a bastidores de madera. Hanley y un grupo de hombres habían dedicado muchas horas a prepararlas siguiendo las instrucciones de MacAndrews. Su idea era hacer una diana del tamaño de una compañía de infantería enemiga. El resto de las compañías ya habían hecho trizas cuatro lonas, disparando descargas en grupo más que por separado. La Compañía de Granaderos dirigió sus disparos contra la última diana que quedaba. Pringle daba las órdenes y MacAndrews observaba. Empezaron desde ciento cincuenta metros —una larga distancia para un mosquete de cañón liso— y después, poco a poco, fueron recortándola. MacAndrews había tratado de hacerles entender la atención que debían prestar cuando apuntaban desde cada una de las distancias. En las más largas, las pesadas balas de plomo de los mosquetes se caían, así que los hombres debían apuntar sus armas hacia un punto más alto que la diana.

Las granaderos formaron dos filas. A continuación, una vez dada la orden, los hombres de la segunda fila, como Williams, dieron un paso a la derecha y otro al frente, acortando la distancia y dejando que sus mosquetes sobresalieran entre los huecos de la fila delantera. Las descargas rompieron el aire de aquel día de verano. Se oyó un ruido como si se rasgara una tela muy gruesa y una enorme nube cubrió la parte delantera de la compañía. Hanley registraba los impactos marcándolos como podía en un rápido esbozo. Las últimas descargas se dispararon a tan solo cincuenta metros.

Después, MacAndrews llevó a los oficiales y a Williams a que examinaran sus resultados. Hanley había sumado el total de los impactos en cada descarga. Pringle necesitó tan solo un rápido vistazo para dar el promedio de las distintas distancias. Los resultados fueron alentadores. Todos sabían que el Brown Bess estaba diseñado para ser más fuerte que preciso. Aun así, casi dos quintas partes de los disparos hechos a la máxima distancia habían alcanzado la lona. A cien metros habían sido casi tres quintas partes y a cincuenta el resultado había sido apabullante. Entre ocho y nueve de cada diez disparos habían atravesado el lienzo dejándolo tan destrozado como los que habían sido salvajemente atacados ese mismo día por el resto de las compañías.

Hanley se quedó impresionado y bastante horrorizado al pensar en aquella devastación. También estaba perplejo.

—Suponiendo que hay cien hombres en cada compañía francesa, ¿no los habríamos matado a todos antes de realizar las descargas desde menos distancia?

—Los lienzos están muy bien, William, pero los franceses de verdad no son cuadrados y hay huecos —respondió Pringle.

—¿Y los franceses no van a disparar también? —preguntó Williams.

—Sí, se les permite hacerlo —contestó el capitán provocando la sonrisa de los demás.

Para Hanley, aquello solo indicaba una aniquilación mutua. Williams trató de imaginarse el caos cuando hubiera hombres cayendo a su alrededor. Redman palideció, pero sintió que claramente se había hecho una demostración de confianza.

—Pero nosotros estamos mejor entrenados. Me han dicho que los franceses nunca practican con pólvora y balas de verdad.

—Eso dicen —confirmó MacAndrews—. Pero muchos de ellos han estado ya en enfrentamientos reales —se detuvo un momento, preguntándose si los demás entenderían lo que aquello implicaba.

—Imagino que un objetivo que te devuelve el disparo es un poco molesto —dijo Pringle.

«Bien», pensó MacAndrews. Lo iban comprendiendo.

—En Estados Unidos —empezó a explicarles—, los yanquis solían decir que siempre disparábamos alto. Era verdad. He visto copas de árboles salpicadas de cientos de balas, hojas rebanadas y ramas destrozadas. Lo extraño era que si mirabas hacia atrás de nuestra posición se veía exactamente lo mismo. A ambos lados parecía disgustarles enormemente el bosque del enemigo.

»Los hombres se comportan de una forma extraña en la batalla. No es… —buscó por un momento las palabras adecuadas— nada que se pueda uno imaginar hasta que lo ve. El ruido, el humo… —se preguntó si debía hablar de la sangre, los gritos y el hedor, pero decidió que aquello era demasiado. Unas simples palabras no podían preparar a nadie para cosas así—. Los soldados son simplemente hombres, no máquinas. Los formamos para que hagan su trabajo a pesar de lo que esté sucediendo y de que sus compañeros estén cayendo a su lado. Siguen siendo hombres. Están nerviosos y la frontera entre la valentía y el pánico es más delgada que el papel. He sabido de hombres que no se han dado cuenta de que su mosquete ha fallado y siguen cargándolo disparo tras disparo pese a que lo tienen tan obstruido que no va a funcionar.

El capitán hizo una pausa. Siempre le había gustado hacer que sus oficiales pensaran, pero en los últimos días sus charlas habían sido más frecuentes y se extendieron a las demás compañías.

—Entonces, ¿qué hacemos, señor? —preguntó Hanley con verdadera curiosidad. Como hombre inteligente que era, le gustaba pensar que todo podía comprenderse y que cualquier problema se podía resolver. Al mismo tiempo, aquella tranquilidad con la que hablaban sobre la exterminación de otros seres humanos le inquietaba. Con un escalofrío, pensó que estaba atrapado en una profesión cuya finalidad era la muerte. ¿Se volvería tan insensible como aquellos jinetes franceses que masacraron a la muchedumbre en Madrid? Sin embargo, allí, en Inglaterra, todo parecía irreal. Cada mañana se seguía sorprendiendo al despertarse y ver que era un soldado, un hombre que destruía en lugar de crear. Casi no oyó que MacAndrews continuaba hablando.

—Lo primero que hay que hacer es permanecer tranquilos. O al menos parecerlo. Los hombres deben mirarse unos a otros. Son sus compañeros los que les dan seguridad, pero antes que a ellos nos miran a nosotros. Como oficiales, deben ustedes mostrar que no tienen miedo y aparentar que no les cabe duda alguna de la victoria. Para eso es para lo que están ahí. ¿Qué más?

—Tratar de conseguir ventaja —sugirió Pringle.

—Si es que se puede. Están allí para pensar, no para luchar, aunque eso también tendrán que hacerlo. Aun así, a veces solo hay dos filas de hombres enfrentándose la una a la otra en campo abierto y nadie lleva ventaja.

—Acercarse —intervino Williams, sorprendido de lo seguro que pareció su tono—. Tanto que no podamos fallar.

—Les sorprendería saber lo fácil que es fallar… pero sí, señor Williams, tiene usted razón. Nunca disparar a más de cincuenta metros salvo que no quede otra opción. Y lo que es aún mejor, acercarse a la mitad de esa distancia. Si el enemigo les está disparando ya desde mucho antes de que lleguen allí, entonces, déjenlo. Lo más probable es que fallen. Si disparan demasiadas veces y demasiado pronto es muestra de que son malos soldados.

—¿No podemos hacer que nuestros hombres apunten con más cuidado? —preguntó Redman, sintiéndose bastante excluido y algo molesto por el hecho de que el voluntario le hubiera superado con una sugerencia y, lo que era aún peor, hubiera sido elogiado por ello.

—Es difícil cuando los demás están disparando a tu alrededor —respondió Williams, sintiendo que, por una vez, sabía más sobre el asunto que los oficiales. Le había dejado estupefacto lo fuertes que habían sido las descargas de la compañía y para la fila delantera debía de haber sido aún peor, con los mosquetes de la segunda a pocos centímetros de sus cabezas. No le sorprendía que Dobson estuviera un poco sordo.

—Cierto, pero el señor Redman tiene razón. Acérquense a sus hombres y díganles que apunten hacia abajo. Que apunten a las rodillas y probablemente impactarán sobre el pecho.

—O siempre podemos darles una buena paliza a los árboles franceses —dijo Pringle—. Destruir la horticultura francesa para defender los bosques de la vieja Inglaterra.

MacAndrews no hizo caso de aquella falta de seriedad. Tanto por su carácter como por lo reservado que se había vuelto tras años de decepciones, no le gustaban los discursos, pero quería que aquellos hombres aprendieran. Los sargentos ya habían ordenado que la compañía rompiera filas para irse a comer. Habría más instrucción por la tarde, pero había decidido dejar que todos terminaran pronto. Así los oficiales tendrían tiempo para arreglarse para el baile de la noche. Por un momento, casi se lamentó por la llegada de su familia, porque eso significaba que tendría que asistir. Quería pasar tiempo con ellas, sobre todo con Esther, pero hubiera preferido una ocasión más privada. Además, quedaba mucho trabajo por hacer. Iba tan absorto que recorrió a paso rápido el camino de vuelta al pueblo. Enseguida dejó atrás a los demás.

—Va a ser estupendo —exclamó Redman. Aquella entusiasta expectación reveló por una vez el muchacho que aún seguía siendo—. Los Hanson estarán allí, estoy seguro. —Estaba convencido de que le gustaba a la señorita Emily.

—Estoy seguro de que va a ser divertido —aquello era todo lo lejos que Pringle estaba dispuesto a llegar y ni él ni Hanley mostraron deseo alguno de seguir ahondando en la materia. Redman se alejó corriendo para acercarse a Hatch, dejando a los demás caminando en silencio. Williams andaba con paso un poco cansino porque había decidido que no se atrevería a pedir un baile a la señorita MacAndrews y estaba ocupado despreciándose a sí mismo.