6

MACBOBBY estaba al mando. Incluso Redman, de los granaderos, utilizaba aquel apodo cuando chismorreaba con los subalternos de otras compañías, sobre todo con su amigo Hatch. El escocés era una vieja reliquia que había luchado en América antes de que ellos hubieran nacido y lo había hecho en una guerra que Gran Bretaña había perdido. No parecía muy recomendable.

—Debería estar retirado en Bath —le decía Redman a todo aquel que le pudiera parecer gracioso—. Veinte años acumulando polvo en guarniciones en mitad de la nada. ¿Cómo puede un hombre así saber algo de las guerras de hoy en día? Al menos, el viejo Hawker no nos molestaba con tanta instrucción.

—Los granaderos siempre habéis trabajado duro —dijo Hatch, decidiendo interrumpir por fin aquel monólogo.

—¿Y ahora te enteras de todo lo que hemos pasado? —MacAndrews había dado órdenes para que estuvieran ocupados todos los días de la semana. Habría una instrucción tras otra, largas marchas y, sobre todo, entrenamiento con los mosquetes. Y lo que era aún peor, tendrían que dejar sus alojamientos en un par de días y dormir bajo lonas mientras estaban lejos del pueblo.

—Ya lo sé —respondió Hatch—. ¿Por qué no le pagas el viaje hasta Bath y tomas tú el mando? Todas las compañías podrían emborracharse y salir en busca de muñequitas siguiendo unos turnos estrictos. —Hubo risas procedentes de un pequeño grupo de subalternos descontentos y, como le sucedía a menudo, Redman se preguntó si su amigo se reía con él o de él.

A MacAndrews no le habrían sorprendido tales conversaciones, o no le habrían importado lo más mínimo. Su deber principal no era gustar a los demás. Además, había mucho que hacer como para preocuparse por cosas así y por ese motivo, más tarde ese mismo día mandó a los cuatro caballeros de la Compañía de Granaderos que fueran a recibir a su familia. Redman no se atrevió a expresar su desprecio por el comandante en funciones mientras esperaba con Pringle, Hanley y Williams en la puerta del León Rojo.

—Haciendo uso de las ventajas de mi formación universitaria, puedo informaros de que el carruaje llega tarde —anunció Pringle.

—Como suele ocurrir —comentó Williams. Después, dejó escapar un suspiro al ver que Hanley se había apoyado contra el muro del patio y venía con la espalda cubierta de polvo de la cal seca. Cuando le hubieron cepillado, el fajín se le había desenrollado y de alguna forma se le había quedado enganchado en las hebillas del cinto del sable. Pringle empezaba a preguntarse por cuánto tiempo más la torpeza de aquel nuevo oficial sería más divertida que irritante.

—En el futuro, intenta quedarte quieto. Probablemente sea más seguro —le sugirió a Hanley.

—Quizá termines convertido en una columna de sal, como la mujer de Noé —dijo Redman con una amplia sonrisa hasta que Williams le corrigió.

—Creo que te refieres a la mujer de Lot. —Al alférez le ponía furioso el hecho de que le corrigiera un don nadie presumido que carecía de parientes y de dinero para convertirse en oficial. En realidad, la familia de Redman a duras penas había conseguido arreglar su nombramiento como oficial del ejército, ya que su padre había mantenido a raya a sus deudores y aun así había mantenido su casa de tal forma que fuera apropiada para un caballero. No había recibido educación y se quedó en silencio cuando Hanley mencionó a Medusa y eso hizo que todos se pusieran a hablar de cuestiones helénicas. Hanley se quedó gratamente sorprendido ante los conocimientos de Williams, y aún más por el entusiasmo que él y Pringle mostraron por un tema tan serio. Casi sintió decepción cuando por fin entró el carruaje en el patio de la posada.

El conductor llamó a los sirvientes del León Rojo para que bajaran dos enormes baúles y tres maletas. Después, descendió del vehículo, bajó la escalerilla y abrió la puerta. Los cuatro caballeros de la Compañía de Granaderos adoptaron una posición rígida y respetuosa casi rayando en la de firmes. Los tres oficiales se quitaron los tricornios y Williams sujetó el chacó con la mano izquierda. Hanley tenía un aspecto casi pulcro.

Una mujer excepcionalmente alta apareció en la puerta. Vestía un traje de viaje de color verde oscuro con una chaqueta a juego. En la cabeza llevaba un sombrero de paja de ala ancha atado por debajo del mentón con un lazo de seda verde. Unos cuantos rizos de color negro azabache asomaban ordenados por debajo. Sus ojos eran de un intenso color azul, la piel ligeramente tocada por el sol y unas cuantas arrugas indicaban que era, como poco, de mediana edad. Aun así, los jóvenes oficiales se quedaron de piedra ante su belleza y aún más ante su actitud de superioridad.

Ella los miró con una sonrisa irónica.

—No me lo digan. Mi marido me envía sus disculpas pero el deber le impide atender a su esposa y a su única hija.

Por una vez, incluso Pringle se quedó por un momento sin palabras ante semejante franqueza. Se rio nervioso. La señora MacAndrews no hizo caso de la mano del conductor y bajó las escalerillas del carruaje subiéndose la falda ligeramente con una mano. Llevaba unas botas algo viejas y gastadas con tacones un poco más altos de lo que se llevaban entonces. En el suelo solo era unos cuantos centímetros más baja que Pringle y Hanley.

—Imagino que las órdenes del capitán les permiten poder hablarme —su acento era poco corriente. Pringle se había criado en Liverpool y lo identificó como del sur de Estados Unidos.

Volvió a toser.

—Mis más sinceras disculpas, señora MacAndrews. —Los otros tres se sumaron a él con parecidas excusas—. Es que no esperaba a alguien tan joven. —De nuevo, hubo un coro de repeticiones.

Esther MacAndrews pareció ofenderse ante tal descaro. Inmediatamente, los jóvenes caballeros se quedaron en silencio. Williams y Redman se habían ruborizado e incluso Pringle y Hanley estaban preocupados. A lo largo de los años, ella ya había conocido a muchos subalternos y sabía cómo tratarlos. Durante unos segundos, dejó que se sintieran avergonzados y, a continuación, esbozó una sonrisa dejando ver sus dientes aún muy blancos.

—Los halagos, aunque no sean sinceros, siempre son de agradecer. Me alegra saber que mi esposo tiene a sus órdenes a unos mentirosos tan desenvueltos y generosos. —Aquello provocó la esperada confusión y las medias sonrisas mientras trataban de saber si lo que les habían dicho era un cumplido o un insulto. Redman se quedó con la boca abierta hasta que Pringle se dio cuenta y le dio una patada con la bota.

Finalmente, el teniente recuperó al menos cierta coherencia, si bien no su habitual actitud desahogada cuando estaba en compañía de mujeres.

—Permítame que le presente a los alféreces Hanley y Redman y al señor Williams. Yo soy el teniente Pringle, señora, y todos nosotros estamos a su servicio. —Hizo una reverencia y aquel gesto fue de inmediato seguido por la inclinación de las cabezas de todos.

—Encantador. Le aseguro que no sé cómo he conseguido arreglármelas sin ustedes —respondió Esther MacAndrews arrastrando las palabras. Se hizo a un lado y miró hacia atrás—. Ahora permitan que sea yo quien les presente a mi hija.

En los últimos minutos a los granaderos les había costado fijarse en otra cosa que no fuera la señora de su capitán. Williams se quedó boquiabierto cuando todos levantaron la mirada hacia la puerta del carruaje. Allí había una mujer joven. Era deslumbrante.

La señorita Jane MacAndrews no se parecía en nada a su madre. Era bajita, poco más de metro y medio de altura y de complexión ligeramente robusta. Su vestido era azul oscuro, con una chaqueta más clara con lazos de encaje y galones negros que le quedaba muy ceñida. El sombrero era también azul, con un lazo igualmente negro, pero por debajo del filo trataban de escapar unos rebeldes mechones pelirrojos. Carente, al parecer, de la enorme seguridad de su madre, miraba con sus ojos de color azul grisáceo hacia abajo, aunque aquello le ayudaba también a bajar los escalones del carruaje. Con una mano agarrándose con fuerza a la puerta del coche y la otra sujetándose el vestido, se levantó el dobladillo para no tropezar con él. En sus delicados pies llevaba unos zapatos negros abrochados con pequeñas hebillas. Sus tobillos —aunque solo quedaron visibles unos centímetros por encima— estaban enfundados en medias de seda blancas.

Los jóvenes caballeros se quedaron boquiabiertos ante aquella repentina visión. Solo cuando el cochero le ofreció a la señorita MacAndrews una mano para ayudarla a bajar, empezaron los demás a recuperarse. Los cuatro dieron un paso adelante. Pringle y Redman se detuvieron de inmediato para evitar tropezar con la señora MacAndrews y, antes de que los otros dos pudieran llegar, Jane ya había cogido la mano del cochero y dio un pequeño salto desde el último escalón hasta el suelo. Se alisó el vestido, levantó los ojos, dio las gracias con un gesto de asentimiento al cochero y dedicó a Hanley y a Williams una breve sonrisa antes de bajar de nuevo la vista con timidez.

Hubo una segunda ronda de presentaciones. Jane contestó con el ligero roce de tres dedos a las manos que se extendían ante ella. Cada vez que uno de los caballeros se le presentaba, ella hacía una reverencia y ellos agachaban la cabeza. Los ojos de la muchacha pasaban rápidamente por sus rostros antes de levantar la vista por encima de ellos. Tras las presentaciones, ella volvió a su atenta inspección del suelo que había alrededor de sus pies. No podía tener más de dieciocho o diecinueve años y su piel era suave e impecablemente blanca.

No había duda de que la señorita MacAndrews era hermosa. Williams ya se había enamorado de ella. Su mirada empezó de inmediato a imitar a la de la joven señorita, concentrándose bien arriba o abajo y evitando mirarla directamente. Hanley se sintió intrigado y atraído, aunque nunca antes le había fascinado especialmente la inocencia. Pringle se preguntó cómo sería su aspecto desnuda, pero se dio cuenta de que quizá la estaba examinando con demasiada atención y, en su lugar, dirigió la mirada a la madre con una ligera sonrisa. Redman simplemente se quedó mirando fijamente, aunque una parte de él desdeñaba que la esposa y la hija del capitán no fueran acompañadas ni tan siquiera por una simple doncella. Su madre había dicho siempre que una verdadera señora nunca tenía menos de un sirviente, una obligación que su padre procuró asegurarles a ella y a las dos hermanas de Redman.

—Bueno, esto es de lo más agradable —dijo la señora MacAndrews. Estaba disfrutando con la confusión de los demás y sentía una complaciente satisfacción de madre ante la clara fuerza de los encantos de su hija.

—Lo siento mucho —tartamudeó Pringle—. Permita que las llevemos a ustedes y a sus cosas al alojamiento del capitán MacAndrews.

—Eso estaría bien.

Los baúles eran pesados —demasiado pesados—. Pringle y Williams cogieron uno, agarrando cada uno de ellos una de las asas metálicas, y Hanley y Redman se las arreglaron con el otro. Después, se pusieron las maletas sobre los hombros. Había también algunas cajas de sombreros que amontonaron sobre los baúles lo mejor que pudieron. Aquello pareció ir bien durante los primeros metros, antes de que los músculos de los brazos empezaran a quejarse. La voz de Pringle al hablar era forzada.

—No está lejos, señora MacAndrews. El capitán ha ocupado una de las casas más bonitas del pueblo.

Esther sonrió.

—¿Va usted bien, señor Pringle? Me temo que nuestras pequeñas pertenencias se han convertido en una enorme carga.

—En absoluto. No es nada. Un honor estar a su servicio. —Por detrás de él, a Redman se le escapó el asa del baúl, que cayó con fuerza contra las espinillas de Hanley. Este maldijo en silencio.

—Quizá deberíamos pedir más ayuda —sugirió la señora MacAndrews.

—Sí, mamá. Es demasiado para estos pobres caballeros —dijo Jane, hablando por primera vez desde las presentaciones. Es posible que apenas fuera algo mayor que Redman, pero con la confianza adquirió un aire de superioridad. Aun así, era la primera vez que los miraba directamente a los ojos.

—Señoras, les aseguro a las dos que podemos arreglárnoslas. De todos modos, sospecho que los galantes oficiales de nuestro regimiento se apresurarán a ayudarnos en cuanto vean la belleza de la familia del capitán. —Los otros tres consiguieron expresar su conformidad al unísono, interrumpida solamente cuando a Redman volvió a soltársele el asa.

El acento de la señora MacAndrews se volvió más marcado.

—Vaya, señor Pringle, tengo que decir que son ustedes muy generosos con estas dos viajeras cansadas y mugrientas.

—Nada de eso, señora —contestó Williams. Por un momento, esperaron que dijera algo más, pero pareció quedarse mudo ante su propio descaro. También le preocupaba que su voz hubiera sonado áspera y hasta vulgar.

—Bueno, si usted lo dice… Son todos ustedes unos hombres elegantes y fuertes. ¿Verdad, Jane?

—Sí, mamá —contestó Jane, que de nuevo volvió a mirar hacia abajo.

Resultó que el primer oficial del 106 al que se encontraron fue al teniente Wickham paseando con su esposa. Levantó una mano elegantemente enguantada hacia su tricornio y, a continuación, se lo quitó de la cabeza para saludar a las señoras con educación. Se hicieron las presentaciones y los granaderos aprovecharon la oportunidad para dejar los baúles en el suelo.

Wickham era considerado por todos como el hombre más apuesto del batallón. Era alto —de hecho, lo suficiente como para ser granadero—, con un porte elegante y un atractivo natural. Ambas virtudes quedaban siempre resaltadas por un uniforme hecho a la medida. Su sonrisa era amplia y cálida.

Su mujer era de mediana altura y bastante bonita, con un rostro redondeado y unos rizos castaños y tupidos que asomaban por debajo de su sombrero de lazos rosas. Su expresión era absolutamente tranquila y aún más cálida.

Estaba encantada de verlas; había oído hablar mucho de ellas, porque llevaban esperándolas más de una semana; estaba deseando conocer a la señora y a la señorita MacAndrews. ¿Verdad que su marido y padre, respectivamente, era un hombre excelente?; lo mismo que su querido padre, que siempre era bueno y generoso con una hija tan boba como ella; ¿estaban cansadas por el viaje? Seguro que sí; a ella le gustaba mucho viajar; había visitado muchos lugares del país, pero le encantaría ver más; sin embargo, viajar era siempre tan agotador… así que desde luego debían estar cansadas; y venir desde los Estados Unidos, nada menos. En fin, eran bienvenidas al regimiento y ahora formaban parte de una feliz familia. Los del 106 eran los caballeros más galantes del mundo —pero ya habían conocido a los heroicos granaderos, los hombres más refinados y apuestos; no tanto como su estupendo Wickham, desde luego; y el encantador señor Truscott; ah, y Anstey y Mosley…

Aquel torrente parecía no acabar y, a intervalos regulares, era interrumpido por una risa sorprendente tanto por su volumen como por su estridencia. No parecía que le importara lo que dijeran los demás. Wickham cogió la mano de la señora MacAndrews y la miró a los ojos mientras le expresaba el honor que era para él conocer a tan magnífica dama. Hizo lo mismo con Jane, que sorprendentemente lo miró a los ojos. Mientras esto ocurría, la señora Wickham colmó de alegres cumplidos a los granaderos, coqueteando con cada uno de ellos. Cuando su marido dio un paso atrás, ella volvió a centrarse en las señoras —estaba segura de que se convertirían en grandes amigas, sobre todo, con la señorita MacAndrews—; ¿sabían que se iba a celebrar un baile…?

Wickham se hizo a un lado con Pringle.

—¿Disfrutando de estar al mando de la compañía, Billy?

—Todavía no he tenido mucho que hacer —contestó Pringle—. Aunque sospecho que eso va a cambiar. Solo debo hacer unas cuantas cosas esta noche y Hanley me está ayudando a preparar los objetivos para mañana.

—Estoy seguro de que harás un estupendo trabajo.

—Simplemente le estoy guardando el sitio a MacAndrews. Es una buena compañía.

—¿Estás seguro de que va a regresar? Hace un año hubo rumores de que quizá le nombraran mayor del ejército, hasta que Toye compró la vacante. —El mayor Toye, procedente de los Fusileros Reales, comandaba el flanco izquierdo del 106.

—Siempre hay rumores —contestó Pringle. Le gustaba bastante Wickham, aunque no eran muy amigos. Por un lado, este último estaba casado y cuando pasaba tiempo con el resto de los subalternos, mostraba por el juego más entusiasmo de lo que convenía tanto a los gustos de Pringle como a su bolsillo.

—Eso es cierto, pero sí que hubo algunos que insistían en que el general Lepper quiere ascenderle si le es posible. Así que puede quedar una vacante.

—¿No está antes Brotherton? —Era extraño pensar que el minúsculo Brotherton podía tomar el mando de los altos granaderos.

—No tienen por qué basarse en la antigüedad —sugirió Wickham en voz baja.

—Ah, ya entiendo. ¿Tienes el dinero? —Todos sabían que Wickham estaba asociado con un hombre rico y poderoso. Aquella relación venía de lejos y se había reforzado recientemente cuando ese mismo hombre se casó con la hermana mayor de su esposa. Aun así, en determinados círculos, el teniente lanzaba afligidos ataques contra la conducta egoísta y malvada de ese mismo hombre y su mujer, de cómo habían pasado por alto el espíritu de su herencia y no le habían dado más que un mísero apoyo. Pero ahora parecía que le estaban ayudando con el dinero necesario para comprar la capitanía de la Compañía de Granaderos.

Wickham sonrió.