HABÍAN pasado muchas cosas en el regimiento para cuando Moss llegó y el mayor cambio había ocurrido al día siguiente de que MacAndrews llevara a la Compañía de Granaderos a desfilar. A las ocho en punto de aquella luminosa mañana, se les ordenó que formaran junto con las demás compañías y presenciaran un castigo en un lugar que estaba a más de medio kilómetro del pueblo. A Hanley le dolían los músculos de las piernas por la falta de costumbre, pero al menos había dormido bien y sin pesadillas por primera vez en más de una semana. Para entonces, Williams ya estaba acostumbrado a las marchas y, como era habitual, había dormido como un tronco. MacAndrews había dispuesto que hubiera estofado caliente y ron esperándoles a su llegada y dejó que sus hombres disfrutaran de esto antes de darles la mala noticia. Aquello implicaba varias horas de limpieza de los equipos para que estuvieran listos para desfilar. Todas las botas y las polainas de los soldados estaban cubiertas de barro y la mayoría tenían también sus pantalones blancos llenos de mugre. Se había dado la orden de que desfilaran sin sus fardos, por lo que no había tanta urgencia por limpiar los gabanes. Sin embargo, los chacós sí que necesitaban atención, al igual que sus cinturones, que una vez más tenían que ser blanqueados con arcilla. Se oyeron un montón de maldiciones y quejas —por su capitán, por el ejército en general, y hasta por el regente y por el rey—. Tout parecía culpar incluso al arzobispo de Canterbury.
La mayoría de los hombres habían dormido menos de lo que hubiese sido deseable, pero los granaderos estaban tan elegantes como las otras cuatro compañías. Juntos formaron el ala derecha del 106 —en la batalla, cuando todo el batallón estaba presente, su situación estaba a la derecha de la fila—. El ala izquierda, con las otras cuatro compañías del centro y la Compañía Ligera, estaban en algún lugar cerca de Taunton y allí habían permanecido los últimos dos meses. Al mismo tiempo, el ala derecha había ido a Dorchester. Se suponía que los dos destacamentos estarían ayudando a las fuerzas civiles ante los rumores de sedición organizada entre los trabajadores de las fábricas. Había pocas por la zona y, por lo que cualquiera podía ver, no había más descontento del habitual entre sus trabajadores, por lo que el 106 se dedicó en su lugar a desfilar y entrenarse, realizando ejercicios de campo con algunas milicias destinadas en las cercanías y con la caballería local. Unas semanas después se alejaron de las ciudades y se alojaron en pueblos que ofrecían mejores posibilidades para el entrenamiento.
Ahora los granaderos y los soldados de la Primera a la Cuarta Compañía desfilaban para ver cómo azotaban a un hombre. Se dispusieron formando tres lados de un rectángulo. El cuarto lo componía un muro alto de ladrillo que cercaba el jardín de Hanscombe Hall —la casa en sí estaba a casi un kilómetro y medio de distancia y no quedaba a la vista—. Se había elegido aquel campo porque se trataba este de un asunto privado que había que tratar dentro del regimiento y no ante la mirada de intrusos. Contra el muro se había levantado un trípode hecho uniendo medias picas de sargentos. La Compañía de Granaderos formaba una fila en ángulo recto con el muro y con la Cuarta Compañía enfrente de ellos. Las otras tres compañías formaban el lado más largo del rectángulo.
El mayor Hawker habló durante media hora sobre el honor, la gloria y la condena a los enemigos del rey. MacAndrews dejó que Hawker pronunciara su discurso sin escucharlo. Aquel mayor fornido y de cara enrojecida siempre había tenido un carácter brusco y cruel. Más recientemente, su comportamiento se había vuelto muy inconstante. La mayoría de las veces se mostraba reservado, bebiendo a solas en su habitación —parecía arrastrar un poco las palabras al hablar incluso a esa hora de la mañana—. Hawker no tenía familia ni había buscado nunca la compañía de los demás oficiales. Había sido igual en las Antillas, donde su consumo de vino y licores había dejado pasmada incluso a aquella sociedad de hacendados acostumbrados a beber. Luego, el viejo coronel desempeñó un papel muy activo en la gestión de los asuntos diarios del batallón. Era un hombre al que le gustaban los pequeños pormenores de la vida de soldado. El segundo mayor del 106 no había estado con ellos, pues se había asegurado un cómodo destino en Irlanda que le mantuvo bien alejado de un puesto tan peligroso. A Hawker no se le exigía que trabajara mucho, ya que a menudo a las compañías se las separaba.
La inactividad pareció sentarle bien. Y por extraño que parezca, también el clima, a pesar de que bebiera tanto. La enfermedad causó grandes estragos entre los oficiales y entre los hombres del batallón. Casi todos los alféreces habían muerto o habían caído tan enfermos que no podrían prestar servicio durante años y quizá nunca más. Los tenientes quedaron casi igual de afectados. La mitad de los capitanes habían muerto o se les había obligado a transigir y dejar el ejército. Pero Hawker había conservado una salud fuerte.
No sería acertado decir que MacAndrews lamentaba seriamente aquello. Pero era el capitán superior del 106 y lo había sido incluso antes de que el batallón partiera a las Antillas. Cuando quedara una vacante de comandante, ya fuera por muerte, traslado o ascenso, él era el legítimo sucesor para el rango. Eso suponiendo que no hubiera nadie que lo comprara pasándole por encima. Así funcionaban las cosas en el ejército y nadie podía convertirlo en una cuestión personal. A él no le gustaba especialmente Hawker y le consideraba un mal oficial, pero lo único que de verdad importaba era que el mayor seguía allí y era poco probable que lo ascendieran o que dejara el servicio.
—… Así pues, ¡malditos sean los franceses! ¡Demos muerte a nuestros enemigos una y otra vez! —Hawker siempre hablaba con un tono alto y en el punto culminante de su discurso se volvía realmente agudo. MacAndrews sabía que el mayor no había luchado contra el enemigo ni una sola vez en sus dieciocho años de servicio. Pero, al menos, por fin había terminado su arenga. El sargento mayor del regimiento hizo que el ala derecha presentara armas y, después, les dejó descansar.
Trajeron al prisionero, el soldado raso Scammell, que llevaba sus pantalones blancos de faena e iba desnudo de cintura para arriba. El señor Hughes, el médico adjunto, certificó que estaba en condiciones de recibir el castigo de cuatro docenas de latigazos. Después, dos guardias y un sargento lo llevaron al trípode y le ataron las manos a la parte superior del mismo. Se leyeron los cargos y se acercaron dos tamborileros para aplicarle el castigo. Había varios niños tamborileros en el batallón pero la mayoría, como estos, eran adultos, puesto que los tambores del ejército eran pesados. En cualquier caso, un sargento experimentado permaneció al lado de ellos para asegurarse de que esa mañana realizaban su tarea de manera adecuada.
Aquel era el segundo castigo en una semana, el tercero desde que el medio batallón había quedado bajo el mando de Hawker, y aquello era más de lo que se había infligido en el 106 en todo el año anterior. No era un batallón en el que gustara dar azotes. Preferían castigos menores y hacer llamamientos al honor de los hombres. Pero últimamente los ánimos habían cambiado y el mayor se había vuelto mucho más cruel en sus castigos. La semana anterior había degradado a soldado raso al sargento Reade, castigándole después a recibir trescientos latigazos. Su delito había sido haberse quedado dormido cuando se suponía que debía estar montando guardia. En general, aquello se consideró un verdadero error, puesto que el teniente Wickham no había pasado la orden, pero el oficial no consiguió explicarse con claridad ante el mayor Hawker. Aún quedaba mucho resentimiento por aquello, pues Reade solo había recibido cien latigazos y ahora se encontraba en la sala que hacía las veces de hospital esperando a que se recuperara lo suficiente para recibir el resto de su castigo. Era un soldado con un historial intachable y se pensaba que el golpe de haber perdido su rango le había destrozado físicamente antes de que empezaran con los latigazos. Era fácil que los otros doscientos terminaran matándolo. Los casacas rojas pensaban que se había destrozado injusta e innecesariamente a un hombre bueno.
Scammell despertaba poca compasión. Era conocido por ladrón y, lo que es peor, un ladrón que robaba a sus propios compañeros y era un hombre hosco y poco popular. Aun así, había la sensación de que la sentencia había sido demasiado dura y el señor Wickham había recuperado parte de la reputación perdida al hablar en defensa de aquel hombre y pedir benevolencia. A otro hombre, Thompson, al que por lo general se le consideraba más granuja que a Scammell y claramente culpable, se le habían perdonado cargos idénticos. Esta nueva severidad en los castigos del mayor Hawker ponía nerviosos a los hombres del flanco derecho. El hecho de que sus decisiones parecieran tan arbitrarias e impredecibles lo empeoraba mucho más. Había una sensación de que Scammell no había sido tratado justamente, lo cual era casi como decir que sentían lástima por aquel hombre tan desagradable. Miraban en silencio, con rostro inexpresivo, mientras los dos tamborileros se alternaban en dar latigazos sobre la espalda de aquel hombre hasta que la sangre brotó y le empapó los pantalones blancos. Scammell no emitió sonido alguno y lo admiraron por ello, pues la fuerza era algo que todos respetaban.
Todos menos Hanley habían visto ya una flagelación. No mucho tiempo atrás se habría sentido inquieto por aquella visión, pero Madrid le había cambiado. Tenía la misma sensación extraña de que lo que estaba viendo no era real —la sangre y la carne lacerada sobre la pálida espalda del hombre no eran más que óleo hábilmente pintado sobre un lienzo—. De hecho, algunos cuadros le habían parecido más reales. ¿Podía ser porque no conocía a aquel hombre? ¿O era simplemente porque ahora había visto cosas peores? Empezó a preocuparle el no sentir pena —de hecho, no sentía nada en absoluto—. Williams trató de dejar la mente en blanco, igual que los viejos soldados del desfile. Simplemente estar allí de pie, sin pensar y respondiendo solo a la siguiente orden. Apenas consiguió que funcionara. Aceptaba que los latigazos fueran necesarios —la verdad es que le sorprendía lo fácilmente que lo aceptaban hombres como Dobson— pero deseaba que se encontrara otra solución. Pringle estaba en la cola de la compañía, contento de no poder ver mucho desde allí.
—¡Cuarenta y ocho y listo, señor! —bramó el sargento Forster, que había estado a cargo de la cuadrilla de castigo.
Durante lo que pareció un largo rato, el mayor Hawker no dijo nada. Tenía el rostro tenso y los ojos fijos en la distancia, sin mirar a nada. Durante el castigo había estado con el ayudante de campo interino y el sargento mayor del regimiento en el centro del rectángulo formado por el medio batallón. No había visto los latigazos y, en lugar de ello, había estado escudriñando continuamente las filas de las compañías, mirando a cada uno de los hombres. Parecía sentirse inquieto y más de una vez se había frotado el brazo izquierdo.
—Castigo terminado, señor —dijo el sargento mayor Fletcher para provocar una respuesta en su comandante. Hawker asintió, pero no dijo nada—. Retiren al prisionero —gritó Fletcher con una voz cuyo eco debió de llegar hasta en el pueblo. El señor Hughes se acercó para restañar las heridas de Scummell mientras los tamborileros le soltaban las cuerdas que lo ataban al trípode.
—Batallón, listo para descansar armas —continuó Fletcher mientras su voz parecía hacer lo imposible y aumentar de volumen—. ¡Descansen… armas! —Las compañías completaron cuidadosamente los tres movimientos. El sonido pareció devolver de nuevo a la vida al mayor Hawker.
—¡Miren cuál es el precio de la traición! —gritó, señalando con furia a Scammell, que se había negado a que le ayudaran y caminaba rígido fuera de la formación al lado de Hughes. Hawker no le miraba a él, sino a los casacas rojas en formación, con una intensa expresión de malevolencia—. ¡Los que traicionan al rey y los revolucionarios deben sufrir! —De nuevo, su voz se había vuelto aguda. El ayudante de campo estaba intentando llamar la atención de alguno de los demás oficiales. Incluso el rostro del sargento mayor del regimiento daba muestras de sorpresa—. Sufrirán las consecuencias de sus malvados delitos. ¡Este hombre conspiró contra su rey y ha sido fustigado! Solo la clemencia de Su Majestad ha evitado el supremo castigo de la muerte.
Los hombres del 106 estaban asombrados. Algunos de los que se encontraban en las zonas más alejadas de las filas giraron la cabeza para mirar al iracundo comandante. Hubo algunos murmullos. Fue tal la conmoción provocada por sus palabras que pasó un largo rato hasta que los sargentos situados detrás de las compañías gritaron la orden de mirar al frente y permanecer en silencio. El estallido del mayor Hawker parecía haber surgido de la nada, pero el ruido procedente de las filas le detuvo en su discurso. Su rostro, que ya estaba de un rojo brillante, pareció arder.
—¿Es esto un amotinamiento? —gritó con una voz tan afectadamente aguda que provocó más murmullos.
—¡Silencio en las filas! —bramó el sargento mayor Fletcher.
Hawker se giró vacilante hacia el sargento mayor del regimiento, pero su mirada parecía perdida. El tricornio se le cayó en la hierba. Volvió a girarse para mirar a la Compañía de Granaderos.
—Traidores por todos sitios —dijo con voz ronca—. ¡Usted! —Apuntó a Hanley y Dobson, que estaban en la fila delantera de la formación. Movía el brazo con furia. El viejo soldado se las arregló para permanecer firme, pero el alférez no pudo evitar hacer una vaga señal con la mano derecha mientras articulaba la palabra «¿Yo?».
—Usted no. El granuja que se oculta detrás. Salga, revolucionario sinvergüenza. Puedo verle.
—Williams se abrió paso entre Hanley y Dobson. Puso la espalda recta y, a continuación, con toda la formalidad de que fue capaz, dio cinco pasos adelante y se puso firme. (No sabía por qué lo había hecho. Más tarde supuso que simplemente debió de ser la costumbre de la obediencia. Billy Pringle sugirió que era síntoma de tener cargo de conciencia).
Hawker se balanceaba sobre sus pies. Su rostro estaba ahora más púrpura que rojo. Su voz revivió con extraña fuerza y pronunció sus palabras casi como un alarido.
—Ah, Robinson. Le conozco, canalla. ¡Pensaba que podría escapar de mí, vil granuja! Haré que le despellejen la espalda. ¡Capitán Smythe, dé a este hombre mil latigazos!
Smythe estaba enterrado en Jamaica. Nadie sabía quién era Robinson. Williams permaneció firme con tanta rigidez que terminó temblando. Sentía que la pierna derecha le iba a flaquear. Trató de mantener la mirada por encima de la cabeza del mayor pero, de repente, Hawker avanzó hacia él tambaleándose. El ayudante de campo se acercó por detrás de él. Williams no lo veía, pero MacAndrews había dejado su posición a la derecha y un paso por delante de la fila de la compañía y se dirigía ahora directamente hacia el mayor.
De la boca de Hawker salía saliva. Casi se desploma cuando el ayudante de campo Brotherton le puso la mano sobre la charretera del hombro izquierdo.
—Señor, Williams es un caballero —le susurró el ayudante de campo interino. Los caballeros voluntarios, como los oficiales en quienes esperaban convertirse, no estaban sujetos a castigos corporales.
Hawker se había dejado caer sobre una rodilla, deshaciéndose de la mano de Brotherton, pero se levantó hacia el tembloroso Williams.
—¡Maldita sea! Mataré yo mismo a este hijo de puta —gritó mientras trataba de coger su sable. Brotherton le volvió a agarrar y MacAndrews casi había llegado a ellos extendiendo también los brazos hacia Hawker.
Para Williams, el tiempo pareció avanzar a paso de tortuga. Vio que el mayor giraba los ojos hacia arriba hasta que lo único que se le veía era el blanco y, entonces, Hawker simplemente se desvaneció hacia delante, cayendo como un saco de harina, aun cuando Brotherton y MacAndrews extendieron los brazos hacia él.
La cara de Hawker cayó sobre las botas de Williams. Todo quedó en silencio. El 106 estaba estupefacto, paralizado por el impacto. Ni siquiera el soldado de más edad había presenciado nunca nada así. MacAndrews fue el primero en romper el hechizo.
—¡Señor Hughes! —le gritó al médico adjunto, que tras un momento de vacilación se acercó corriendo. El sargento mayor del regimiento le siguió a un paso firme y más solemne—. Que vengan los capitanes —añadió MacAndrews.
Brotherton estaba de rodillas, dándole la vuelta a Hawker y tratando de incorporarlo. MacAndrews también se agachó, pero ya sabía qué esperar.
—Dios mío —dijo Brotherton con voz temblorosa—. Creo que está muerto.
MacAndrews se limitó a asentir. En un momento, Hughes examinó al mayor y confirmó la noticia.
—Completamente muerto. No me lo puedo creer —dijo. Tras pensar que se esperaba algo más del único médico presente, añadió—: Puede que apoplejía. O algún tipo de acceso. —Su carrera no le había preparado para nada como aquello. Los médicos del ejército rara vez eran los más cualificados de su profesión. Aun así, los granaderos le oyeron.
—Es horrible —susurró Dobson con la suficiente fuerza como para que Hanley le oyera—. El muy cabrón chalado. —La forma de expresarlo podía ser otra, pero aquel parecía ser el sentimiento generalizado en el medio batallón.
Los otros cuatro capitanes habían llegado ya hasta donde se encontraba MacAndrews. Todos sabían que era él quien ostentaba el rango superior en el regimiento y, por tanto, lo más lógico y adecuado era que él tomara el control. El ejército funcionaba según la idea de que los hombres morían y eran sustituidos. Hawker había fallecido en extrañas circunstancias, pero había que aplicar los procesos rutinarios.
—Señor Fletcher, demos a los hombres una instrucción de una hora todos juntos. Después, divídanse en compañías durante otra hora y media. Sean duros —los capitanes asintieron. Era mejor no dejar tiempo para que nadie le diera vueltas al asunto—. Señor Hughes, reúna a un grupo y, por ahora, lleven al mayor Hawker de vuelta a sus habitaciones. Tom, ¿serías tan amable de ir a hablar con el pastor y encargarte de los preparativos necesarios? —Tom Mosley aceptó la orden. Era un hombre bueno y prudente, con el suficiente tacto como para tratar aquel asunto con el menor alboroto. MacAndrews sacó su reloj, acariciando la vieja mella de su carcasa.
—El señor Brotherton y yo volvemos al pueblo. Lo primero es escribir al teniente coronel Moss. Son ahora las nueve y media. Si los capitanes y el señor Fletcher se reúnen conmigo en la taberna a las once, las compañías podrán marchar de vuelta y retirarse a mediodía. Celebraremos una corta reunión de oficiales a las doce y media. Gracias.
MacAndrews, Brotherton y Mosley volvieron con sus caballos al pueblo. El cadáver del mayor Hawker iba más despacio, envuelto en mantas y transportado en una camilla. El soldado raso Scammell acompañaba al grupo, desfilando con sorprendente reverencia y con la espalda recta a pesar de las heridas. Por detrás de ellos, el flanco derecho del 106 hacía instrucción.