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PODRÍA ser España —dijo Sir Richard Langley, y no se sorprendió cuando su acompañante se limitó a resoplar. Sir Richard era un hombre que se fijaba en los detalles y esa era una de las cosas que le hacían importante. No tenía un cargo formal, pero parecía conocer a todo el Gobierno de Lord Portland, a la vez que mantenía relaciones amistosas con los líderes liberales de la oposición. Entonces notó los suaves movimientos, el discreto apretón de las rodillas, seguido de una ligera presión sobre las riendas, cuando el teniente coronel Moss aminoró el paso de su caballo prestado—. Pues sí, empiezo a pensar que es muy probable. Londres parece haberse enamorado de los españoles. —Sir Richard estaba contento de poder ofrecer las dos partes de una conversación—. Desde luego, rara vez han sido amigos nuestros.

—Una amistad abusiva —se quejó Moss, rompiendo por fin su silencio de los últimos diez minutos.

—Efectivamente —contestó Sir Richard y, como tantas otras veces, se preguntó si su joven amigo estaba actuando conscientemente, puesto que le había visto comportarse de distintas maneras dependiendo de la compañía. A veces se mostraba locuaz, a menudo encantador, mientras que hoy era un militar arisco, incluso grosero—. Pero así y todo, la vida sin amigos es difícil, tanto para un país como para una persona. Inglaterra tiene pocos amigos, con los austriacos y los prusianos terminó en sumisión. Dicen que el zar de Rusia parece sentir un verdadero afecto por Bonaparte —Moss sabía que la información de Sir Richard era tan fiable como cualquier otra del país.

—El afecto no tiene por qué ser duradero a la hora de gobernar —comentó Moss, ahora con voz más suave y actitud más resuelta.

—Los intereses pueden cambiar, sí, pero actualmente hay pocos motivos para que ninguna de las grandes potencias se alíe con Gran Bretaña. Los españoles tienen menos opciones, a menos que quieran enfrentarse a Boney ellos solos. Por nuestra parte, un aliado débil es mejor que ninguno. Recuerda el fervor que causó en Londres la noticia del levantamiento en Madrid.

—Y que los franceses aplastaron.

—Sí, pero eso no ha evitado una ola de entusiasmo por todo lo español. He oído que uno de mis empleados ha disfrutado de los favores de varias señoras mientras fingía ser español. Lleva un ancho fajín rojo y les habla con una mezcla de latín y un idioma de su invención. Yo apenas habría creído en el éxito de semejante iniciativa pero, para tratarse de un chaval bajito y poco favorecido, lo está haciendo bastante bien.

»Y lo que es más importante: ya viste a la muchedumbre dándole la bienvenida a la delegación de la Junta española. Inglaterra, o al menos esa es la creencia popular, quiere que los ayudemos en su noble lucha —Sir Richard hablaba con templanza, pero sin regocijo. Aunque no formaba parte de la multitud, no la despreciaba, puesto que se trataba de un aspecto, si bien solo uno y rara vez el más importante, de lo que hacía funcionar a la política, y ese era el mundo en el que se movía Sir Richard. Moss era hijo de un viejo amigo y socio, un banquero que ayudaba a Langley a hacerse más rico cada año que pasaba. La finanzas estaban unidas a la política, algo fundamental para tener una vida cómoda—. Hay buenas razones tanto para la acción como para el entusiasmo.

Sir Richard se detuvo para saludar a una pareja de ancianos que paseaba cogida del brazo. Hyde Park estaba concurrido y apenas habían podido trotar más de unos minutos. Podía notar la frustración de Moss cuando detuvo a la excitada yegua que montaba, controlando sus deseos de correr. Era típico en aquel hombre elegir el caballo más alto y corpulento que le ofrecieran. Sir Richard percibió su decepción por no poder darle a la yegua rienda suelta y prolongó deliberadamente la conversación, e incluso cuando se despidieron de la pareja mantuvo a su caballo castrado al más suave de los pasos.

El joven teniente coronel del 106 de Infantería tenía tendencia a la obsesión. El viejo general Lepper era el coronel del regimiento, lo dirigía desde la distancia y autorizaba las decisiones importantes y los ascensos, pero Moss estaba al mando del batallón a diario y lo llevaría a la batalla si la Guardia Montada tuviera el sentido común de enviarlos de campaña. Al joven teniente coronel no le importaba adónde, siempre que hubiera enemigos del rey a los que enfrentarse.

George Moss, un hombre bajito, se movía a gran velocidad siempre que le era posible. Incluso cuando inspeccionaba un desfile pasaba tan rápido por delante de las filas que a los oficiales que no estaban acostumbrados a ello les costaba seguirle el paso. Así y todo, estaba atento a los detalles y parecía ser capaz de percibir de un vistazo el más diminuto de los defectos entre los asistentes. Hablaba rápido, aunque en sociedad también era propenso a largos periodos de silencio. En sus infrecuentes momentos de descanso parecía triste, casi acongojado. Al hablar podía volverse enseguida muy entusiasta, arrastrando a la gente antes de que tuvieran tiempo de pensar.

Moss había conseguido el mando del 106 a finales del año anterior, pero todavía había pasado poco tiempo con el batallón. Sus agentes habían dispuesto la compra del cargo mientras ocupaba un puesto en Dublín, pero pasó algún tiempo hasta que le encontraron un sucesor y tuvo libertad para marcharse. Durante los meses siguientes había realizado visitas relámpago. Las órdenes llegaban por oleadas con cambios de rutina y pormenores para la instrucción. La paciencia no era una de las virtudes de Moss y esperaba que los cambios fueran inmediatos. Pero de pronto tenía que salir de viaje, normalmente a Londres, donde se zambullía de cabeza en la política del Ejército y del mismo país cuando ambas coincidían. Con veintinueve años, era joven para dirigir un batallón, aunque no tanto como otros, sobre todo durante los años anteriores a que el duque de York se hiciera con el control del ejército e impusiera un reglamento más estricto para las carreras profesionales. A Moss no le afectó aquello negativamente, pero cualquier tipo de retraso le ponía furioso, era una pérdida de tiempo cuando podía estar consiguiendo gloria.

Ocho años antes había sido el primero en tomar tierra en Egipto, un joven capitán encabezando a su compañía, que estaba a su vez al frente de todo el ejército. Se labró una reputación, pero por poco tiempo. Veinte minutos después, un disparo de mosquete le atravesó la mejilla. La herida tenía un aspecto terrible, aunque apenas detuvo a aquel hombre pequeño mientras conducía a sus hombres por las dunas. Más tarde le dijeron que nadie podía entender lo que decía, puesto que la mejilla le aleteaba cada vez que hablaba, pero sus casacas rojas le siguieron de todos modos. Se tambaleó y cayó cuando otra bala se enterró en su costado. Después, se levantó de nuevo, aún rugiendo y moviendo su sable en el aire hasta que un tercer disparo le rompió la pierna izquierda y lo derribó definitivamente.

Para Moss, Egipto había sido una guerra corta y su fama pronto quedó sumergida bajo la mayor victoria de Abercromby en Alejandría unas semanas después. Para entonces, el capitán seguía aún con los cirujanos, maldiciéndoles y amenazando con pegar un tiro a cualquiera que tratara de cortarle la pierna. Los médicos se mostraron reacios pero, al final, se rindieron ante el irascible capitán y dejaron que se saliera con la suya. Para entonces, tenían demasiado trabajo procedente de la batalla de Alejandría como para preocuparse demasiado por un loco. La fiebre había estado yendo y viniendo y si alguien hubiera tenido tiempo de pensar, se habría quedado sorprendido ante la recuperación de Moss. Conservó la pierna y estaba caminando sobre ella mucho antes de lo que todos esperaban. Unos años después no quedaba ni el más mínimo rastro de cojera. La herida del costado también se había curado. Lo mismo que la de la cara, pero esta le dejó una cicatriz permanente. La mayoría de la gente, sobre todo las damas, pensaban que esta había supuesto una notable mejora: antes su aspecto era demasiado aniñado. El corte de color rojo oscuro en la mejilla le daba un aire de pirata y su sonrisa había pasado de ser inocente a tener un pícaro encanto.

La de Alejandría había sido la última gran victoria del Ejército británico. En 1806 una pequeña fuerza había destrozado a un ejército francés igual de pequeño en Maida, Italia, pero aquello había sido poco más que una escaramuza. Desde entonces, había habido poca gloria y más de una humillación. La de Sudamérica fue la peor, pero incluso en Egipto las cosas se habían puesto feas. Moss despreciaba los fracasos. Sabía que era un buen soldado, un hombre audaz que no pararía hasta conseguir la victoria. Pero no había tenido oportunidad de oler la pólvora desde Egipto. La Marina británica dominaba los mares y se cubría con los laureles del triunfo una y otra vez. El ejército no había tenido esa oportunidad y a Moss le irritaban tantos años de pasividad. Le parecía absurdo cuando el mundo estaba en medio de la mayor guerra de la historia.

Cuando Moss se hizo con su propio batallón estaba decidido a llevarlo a la guerra. Ya habían desperdiciado bastante tiempo y había una gran cantidad de tierras perdidas que recuperar. Su sobrino era miembro del Parlamento y tenía relación con altos cargos de la Guardia Montada, el cuartel general del Ejército, pero Sir Richard era amigo de la familia y, con mucho, el mejor guía en lo que se refería a los mecanismos de poder e influencia en Londres. Siguiendo su consejo, Moss se lanzaba de cabeza ante cualquier oportunidad que se presentaba de influir en aquellos que decidían los destinos que se daban a los regimientos. El 106 no era un cuerpo conocido y contaba con pocos benefactores. En ese momento era el regimiento de infantería más joven de todo el Ejército británico. Antes había habido regimientos con números más altos, incluso el 135 de Infantería, pero la mayoría habían existido solamente sobre el papel y estas unidades fantasma habían sido abolidas por el duque de York junto con todas las posibilidades de corrupción que habían acarreado. El 106 había sobrevivido, pero corría el peligro de conseguir solo los peores destinos. Moss no tenía intención alguna de llevar de nuevo a sus hombres al Caribe ni a ningún otro lugar de mala muerte y malsano.

Ejerció presión con ahínco, dedicando su propio dinero a divertir a generales, ministros y demás altos cargos. Cortejó tanto a esos mismos hombres como a cualquiera que pudiera convencerlos. Con el paso de los meses, sedujo a la mujer de un general anciano mientras que al mismo tiempo no escatimaba en regalos y favores para la amante de otro. Jugó con hombres del Gobierno, dejándoles ganar lo suficiente como para que disfrutaran de su compañía, pero no llegando nunca a ser demasiado obvio. Por fin, había funcionado. El brote de viruela en un batallón destacado en Irlanda y asignado a una fuerza con destino a Sudamérica le había ofrecido la oportunidad. Se necesitaba un reemplazo y Moss pudo jactarse de que su regimiento era el más valiente y mejor entrenado del ejército y asegurar que sería vergonzoso dejarlo protegiendo Dorset de enemigos imaginarios cuando había verdaderas batallas que librar. Añadir al 106 a la expedición sería la solución más sencilla. Sir Richard se mostró a favor y le ofreció asesoramiento.

Moss casi lo había conseguido. Sir Richard le aseguró que su regimiento se uniría pronto a las fuerzas para embarcar en Cork y aquella convicción era tan cierta como cualquier otra cosa en política, aun cuando la Guardia Montada no hubiese dado aún la orden por escrito. Lo que no sabía es adónde enviarían la expedición y eso se debía a que, por lo visto, en realidad nadie lo había decidido aún. No hubo más menciones a Sudamérica, lo cual le hizo sospechar que aquel plan se había abandonado, al menos por el momento.

A Sir Richard le gustaba aquel Moss impaciente e impulsivo, además de estar en deuda con su padre. Igual de importante era su creencia de que el joven oficial llegaría lejos en el ejército, al menos si salía vivo. Además, Moss no tenía hermanos, por lo que era el único heredero de una enorme fortuna. Langley llevaba mucho tiempo considerando las ventajas de una unión con su propia hija.

Avanzaron despacio durante diez minutos y el silencio solo se rompió para saludar a conocidos que pasaban por su lado. Transcurrido ese tiempo, Moss miró a su acompañante. A pesar de que llevaba un caballo más pequeño, sus caras estaban a la misma altura.

—Así que España —dijo asintiendo con una mirada de determinación—. Bien. —Parecía que no iba a decir nada más durante un rato, pero Sir Richard esperó, consciente de que Moss no le escucharía y de que, de todas formas, no era una persona a la que le gustaran las conversaciones superfluas—. ¿Alguna idea de quién estará al mando?

Sir Richard Langley sonrió y la piel tersa de su alargado rostro se fracturó en una maraña de arrugas.

—Ah, eso sí lo sé.

Por delante de ellos se abría un descampado y espoleó al caballo, que directamente se puso a medio galope. De forma instintiva, Moss le siguió y se sorprendió riéndose mientras la fuerte yegua aporreaba la hierba.

—¡Malditos sean, señores! ¡Váyanse todos al infierno! ¿Esto era lo que había prometido Inglaterra? —El inglés de aquel hombrecillo había sido excelente hasta que su rabia se volvió incandescente y solo pudo expresarla en español a demasiada velocidad y con un acento demasiado marcado como para que Sir Arthur Wellesley y sus acompañantes pudieran entenderle. El general Francisco Miranda había llegado a Londres desde Venezuela para convencer a los británicos de que le ayudaran a levantarse en rebelión en los dominios de España en América. Le habían prometido esa ayuda y se había designado a Wellesley para dirigir una fuerte expedición británica. Se habían reunido en varias ocasiones para planear la cruzada. Ahora, en el último minuto, el Gobierno británico había cambiado de opinión.

—¡Nos han traicionado! —Miranda volvió al inglés, con voz más baja pero más precisa mientras controlaba su furia—. ¡Han traicionado a la misma libertad! Dios los juzgará por esta traición. ¡Se perderán! —gritó aquellas últimas palabras mientras, una vez más, la rabia le inundaba y se alejaba ofendido calle abajo.

Los británicos habían acordado deliberadamente reunirse con el general y sus seguidores en la calle, esperando que aquello evitara una escena demasiado desagradable. No había salido del todo como habían planeado, y varios transeúntes se detuvieron a contemplar la explosión de furia de aquel hombre ostentosamente uniformado. Wellesley no culpaba al potencial revolucionario.

—Está suficientemente rabioso como para liderar él solo una revuelta —dijo uno de sus acompañantes, dos civiles enviados por el Gobierno.

—Si es así, muy bien —contestó Wellesley. Los hombres del Gobierno lo miraron, pero ya lo conocían lo suficiente como para saber que no iba a ampliar su comentario. En realidad, se había sentido incómodo con aquel plan desde el principio. Llevar a un pueblo a la revolución le parecía una responsabilidad demasiado grande porque había muchas cosas que podían salir mal y no sabían dónde cesarían tales impulsos. Pero una orden era una orden y cualquier oportunidad de prestar un servicio activo era mejor que la penosa administración de Irlanda. Aparte de eso, era un nimmukwallah —incluso en su mente le gustaba utilizar aquel término indio—. Era un hombre del Gobierno, se debía a él y su obligación era ir adonde le enviaran.

La noche siguiente a aquel desagradable episodio, estaba cómodamente sentado en silencio en su casa de Harley Street. Sentía un enorme alivio porque la aventura sudamericana se hubiese cancelado y mucha mayor satisfacción porque él y su ejército iban a ser mejor utilizados en la misma Europa. Si era en España o en Portugal, aún estaba por decidir, pero lo primero parecía más probable y, sin duda, pondría aún más furioso al general Miranda saber que probablemente las tropas que una vez se le habían prometido iban ahora a luchar del lado de los españoles.

Su puesto al mando de las fuerzas que aguardaban en Cork se había confirmado, cualquiera que fuera su destino, y muchos de sus amigos de Londres se habían reunido para cenar la noche anterior y celebrarlo. Su anfitrión, Sir Jonah Barrington, de rostro regordete y enrojecido y que ya arrastraba las palabras al hablar antes de que la velada estuviese mediada, lo había organizado todo muy bien y disfrutó enormemente. Hubo un breve momento incómodo cuando se refirió al ataque del año anterior sobre Copenhague como «robo y asesinato». Wellesley había dirigido una brigada en aquella expedición, algo que Sir Jonah acababa de recordar. Sus mejillas se volvieron aún más rubicundas y presentó sus disculpas. Wellesley sonrió a su viejo amigo y le preguntó en voz alta si también era sospechoso de haber hurtado alguna de sus cucharas. El anfitrión se unió abochornado a las carcajadas y la incomodidad desapareció de inmediato.

Era difícil sentirse orgulloso de todo aquel asunto danés. Gran Bretaña había exigido a los daneses que le entregaran su poderosa flota de sólidos buques de guerra para evitar que cayeran en manos de Napoleón. La neutral Dinamarca se negó, no sin motivos, por lo que Gran Bretaña hizo uso de la fuerza, bombardeando Copenhague hasta que los daneses se rindieron y los barcos fueron destruidos o tomados. «Robo y asesinato» lo resumía bastante bien, pero Wellesley consideraba que, de ser un crimen, era necesario. Sin duda, Bonaparte se habría lanzado con el tiempo y sin miramientos contra la neutralidad danesa y la toma de control sobre la flota danesa le habría permitido desafiar el dominio de la Marina Real. El Gobierno había hecho bien en actuar. Aun así, él era un nimmukwallah. Al menos, aquella campaña corta y unilateral había estado bien dirigida y supuso un descanso en la pesada administración de Dublín.

La cena de esta noche había sido más tranquila, con un solo invitado junto a Sir Arthur y Lady Wellesley. John Wilson Croker era un amigo y aliado de Irlanda y, después de que Kitty se hubo retirado, los dos hombres se zambulleron en una conversación de trabajo, que pasó minuciosamente por las mejoras en el suministro de agua de Dublín. Una vez terminada, Sir Arthur se quedó en silencio, mirando fijamente a la chimenea, que constituía un placer en una noche de primavera inusualmente fría. Las sombras aumentaron lo anguloso de su rostro y, sobre todo, de su enorme nariz picuda. Croker tenía unos ojos grises igual de claros y una nariz casi igual de aguileña, pero ahí terminaban los parecidos, puesto que sus labios y su mentón eran suaves. Pocas personas confiaban en él hasta que lo conocían bien —y algunas de ellas, ni siquiera entonces—. Wellesley imponía una confianza y un respeto diferentes e incluso mientras descansaba su amigo veía en él una decidida concentración que nunca había encontrado en nadie más. Durante más de veinte minutos, Croker no dijo nada, recreándose en el sabor de un brandy excelente y dejando que su acompañante se sumergiera en sus propios pensamientos. Solo entonces rompió el silencio.

—Sir Arthur, como abogado siempre procuro saber que voy a ganar un caso antes de que llegue al juzgado. Imagino que la lucha de un soldado es igual. Debe de estar pensando mucho en su enfrentamiento con los hombres de Bonaparte.

Wellesley levantó la mirada de repente, fijando los ojos en los de su amigo y, a continuación, le brindó una débil sonrisa. De hecho, en los últimos años le había dado vueltas en su mente a la decepción de haber pasado de victorias en la India a años grises de trabajo monótono. Era fácil encontrar personas con gran reputación conseguida en la India, casi era una desventaja en el ejército, sobre todo porque los logros de la mayoría de los hombres que tomaban las decisiones no estaban a la altura. Su matrimonio había resultado ser una decepción. Aunque Kitty hubiera o no cambiado durante los años que él estuvo fuera, lo cierto es que él sí que había cambiado mucho. El honor le exigió que se casara, pero ahora eran del todo incompatibles. Nimmukwallah, de nuevo, aunque esta vez su obligación era hacia una esposa a la que ya no amaba y ni tan siquiera respetaba. Los últimos meses le llenaron por fin de la esperanza de un trabajo serio y de grandes oportunidades. Lo habían ascendido a teniente general, con sus treinta y nueve años el más joven del Ejército británico. Luego llegó la orden y la oportunidad de liderar un ejército hacia la guerra. Así que lo cierto era que la idea de cómo vencer a los franceses no le había preocupado especialmente hasta los últimos días, si no hasta ese mismo momento de la noche.

—Llevo catorce años sin luchar contra los franceses. Ya eran buenos entonces y, por lo que he oído, han mejorado. —Sir Arthur negó con la cabeza cuando Croker le hizo un gesto con la licorera. El joven abogado se sirvió otra copa y, a continuación, volvió a acomodarse en su asiento.

—Por lo que tengo entendido, cometimos muchos errores en Flandes —afirmó con su mejor tono de abogado.

—En gran parte eso es cierto. Habría sido difícil hacerlo peor. Supongo que lo que mejor aprendí de aquella campaña fue cómo no llevar a cabo una guerra.

—En fin, supongo que ya es algo.

—Una forma bastante cara de aprender una lección. —Como siempre, el derroche le horrorizaba y había cierto resentimiento en su voz—. Desde entonces, Bonaparte ha ideado un nuevo sistema de estrategias que ha superado y abrumado a todos los ejércitos de Europa —Sir Arthur volvió a sonreír débilmente—. Solo eso ya le da a uno qué pensar. De todos modos, no hay que preocuparse.

—Supongo que tal consideración le ha proporcionado una respuesta, un remedio ante esta nueva estrategia.

Volvió a sonreír.

—Bueno, esperemos que así sea. En cualquier caso, la suerte está echada. Puede que los franceses me abrumen, pero no creo que me superen. En primer lugar, porque no les tengo miedo, como todos los demás parecen tenérselo; y en segundo, porque si lo que he oído de su sistema de tácticas es cierto, creo que es fallido frente a unas tropas firmes. Supongo que todos los ejércitos del continente estaban casi derrotados desde antes de que comenzara la batalla. —De repente, estalló en algo que parecía estar a medio camino entre un estornudo y un relincho de caballo. Croker conocía a su amigo lo suficiente como para reconocer su singular risa, aunque al igual que le sucedía a la mayoría de la gente, su volumen y brusquedad seguían cogiéndole por sorpresa. Desapareció igual de inesperadamente, pero la sonrisa de Sir Arthur seguía siendo clara cuando continuó hablando—: Al menos yo no voy a asustarme antes de tiempo. —Aquella sonrisa se desvaneció y su rostro recuperó de nuevo una máscara de determinación y seguridad—. Creo que voy a vencerles. —Abrió las manos con un ademán—. Pero no puedo evitar pensar en ellos.

Había menos comodidades en el camarote de un pequeño buque mercante, luchando todo lo que podía contra un viento de dirección suroeste en la bahía de Vizcaya. Llevaban días sin ver el sol y, aunque estuvieran a finales de la primavera, el ambiente bajo la cubierta era frío y húmedo. El capitán del barco los había dejado y los tres hombres estaban sentados alrededor de una mesa. Uno estaba desplomado sobre ella con los brazos apoyados en la superficie de madera y su cabeza se mecía mientras roncaba con fuerza. El más joven de los otros dos hombres miraba apenas sin interés cómo un charco de vino derramado fluía contra la manga del que estaba dormido cada vez que el suelo por debajo de ellos se balanceaba y luego se escurría de nuevo hacia el borde en relieve de la mesa de madera cuando caía hacia el otro lado. Casi se sorprendió de que el durmiente no se despertara, lamiera el líquido derramado y retomara de nuevo el sueño, porque aquel hombre había pasado casi todo el viaje o bien bebiendo o bien durmiendo. ¿Sería más activo cuando llegaran y tomara el mando de uno de los buques de guerra de Su Majestad Imperial el zar Alejandro? ¿Se habría emborrachado hasta morir antes de que hubiesen llegado?

Una tos atroz interrumpió sus pensamientos, pero el mayor, el conde Denilov, apenas se dio cuenta, puesto que aquel sonido había sido muy frecuente durante las últimas semanas. Hacía tiempo que ya no había sorpresas e incluso el asco había perdido intensidad. Al tercer hombre del camarote le colgaba la piel alrededor del cuello, síntoma de una fuerte pérdida de peso. Antes de subir a bordo ya tenía la tez tan gris como la muerte y los ojos enrojecidos. Volvió a toser y todo el cuerpo se movió con espasmos, y cuando se apartó el mugriento pañuelo de la boca había sangre en la tela.

El general sabía que se estaba muriendo y que por eso era tan importante para él hablar con su compañero más joven. La misión que tenían entre manos importaba más que la agonía de tener que sentarse erguido, más que la miseria de la travesía en aquel viejo y gastado carguero de vino que filtraba agua por cada junta y aun así parecía cubierto de mugre. Solo Denilov tenía un aspecto limpio, con su uniforme verde oscuro en cierto modo pulcro y planchado y su brillante cinturón de cuero negro. El conde siempre tenía un aspecto inmaculado, del mismo modo que siempre parecía aburrido, observando a los demás como si fueran insectos. El general vio cómo Denilov derramaba un poco de su vino sobre la mancha que recorría la mesa de un lado a otro.

—Los ingleses… —otro fuerte golpe de tos interrumpió al general. Se presionó otra vez el pañuelo contra los labios. Ya ni siquiera se molestaba en mirar su contenido. No había médico a bordo y, de todos modos, ni siquiera el mejor de los médicos podría hacer nada por él. Hubiera sido mejor enviar a otra persona, pero no había nadie en quien todos los veteranos generales y el mismo zar confiaran tanto. «El precio del talento», pensó para sí, y después su sonrisa se deshizo con otra tos que le causó dolor por todo el cuerpo. Se recuperó, maldijo con aire cansado y continuó—: Al final, todo termina dependiendo de los ingleses. Tenemos que saber qué van a hacer. Bonaparte tiene planeado ahogarles su comercio. Va a cerrar todos los puertos de Europa a los barcos ingleses y a privarles del comercio.

—Parece una reacción muy práctica —reconoció Denilov, pero su voz no sugería más que un despreocupado interés—. No puede esperar derrotar a la Marina inglesa en el mar. No cuenta ni con los barcos ni con los hombres suficientes y tardaría años en conseguirlo. Si no tiene el control del mar, no podrá enviar a sus legiones para que entren en Londres. Así que, ¿por qué no vaciarles los bolsillos? —Los dos oficiales rusos conversaban cómodamente en un francés impecable, puesto que eran hombres con buena educación y este seguía siendo el idioma de la cultura. Sin embargo, al general el uso de tal argot le parecía un poco chirriante. Se preguntó si su subordinado lo había pretendido así.

El general asintió y empezó a toser de nuevo, pero entonces, por una vez, el espasmo desapareció rápidamente. Por un breve momento, sintió un alivio del dolor.

—Es lógico. Y ahora ha invadido Portugal y España, por lo que es capaz de extender su prohibición sobre el comercio inglés. Ahora toda Europa está cerrada a ellos. Una vez más, la cuestión es qué van a hacer al respecto.

—Nosotros somos aliados de Francia.

El general volvió a asentir. Había estado con el zar el año anterior, cuando se reunió con el emperador francés en una barcaza dispuesta a tal efecto en medio del río Niemen. Las únicas dos puertas del amplio camarote daban cada una a las orillas opuestas y la idea era que los dos entraran al mismo tiempo. Por supuesto, Napoleón fue más rápido y ya estaba allí esperando al zar. Napoleón siempre llegaba el primero.

El general había estado muy cerca de su gobernante y recordaba que sus primeras palabras habían sido: «Odio a los ingleses tanto como usted» y la alegría con que Bonaparte recibió aquellas palabras. Puede que fuera verdad. Rusia, animada por el dinero y el entusiasmo inglés, se había enfrentado a Napoleón en Europa y había pagado el precio durante tres años de derrotas y decenas de miles de muertos.

—El zar y Bonaparte son amigos —apuntó Denilov, aunque, como siempre, su voz era imparcial. No había juicio en su tono, ningún indicativo de si pensaba que aquello era bueno o malo o, al menos, si le afectaba en absoluto. Sin embargo, el general casi había olvidado que el conde había estado presente en la serie de banquetes posteriores a las negociaciones. Sin duda, recordaba la cordialidad que hubo entre el joven y apuesto zar y el emperador bajito y achaparrado. El rey de Prusia había sido humillado públicamente, pero Napoleón cultivaba con cuidado su relación con la monarquía rusa.

Más toses, y esta vez el ataque fue peor y el general trató de controlarlo, retorciendo todo el cuerpo de dolor. Por fin, se recuperó lo suficiente para poder hablar.

—El zar debe actuar como un buen gobernante y lidiar con la derrota. —El general no añadió que su monarca aún era joven y no siempre prudente—. Ahora mismo no podemos luchar contra los franceses. Nuestros ejércitos necesitan tiempo para recuperarse. Nuestros generales deben aprender a ganar. Si Dios quiere, algún día aparecerá otro Suvarov.

—Más vale seguir conservando la amistad si el plan de Napoleón funciona. —Por lo que el general pudo ver, Denilov sentía poca lástima por la derrota de Rusia y no mostraba ningún pesar por todos los hombres que habían muerto. El conde había conseguido fama en las campañas, mostrando coraje en momentos en los que había testigos influyentes. Si no llega a ser por su imprudente afición al juego, sus desvergonzadas aventuras con mujeres casadas y la frecuente y despiadada efectividad con la que se batía en duelo, su carrera hubiera llegado más lejos. A Denilov no parecía importarle.

—¿Si funciona? —continuó el general—. Los franceses se están enfrentando a sublevaciones en Portugal y en toda España. Los soldados de Napoleón son buenos, pero apenas se han desplegado desde Polonia al Atlántico. Si los ingleses envían un ejército para ayudar a los rebeldes… —se interrumpió por otro golpe de tos.

—Los ingleses invierten dinero, no su propia sangre —contestó Denilov con tono despectivo.

El general respiró hondo y movió un brazo en el aire. Por algún motivo, aquello le ayudaba.

—Incluso una generosa utilización del dinero les sería de gran ayuda a los rebeldes. Pero esta vez también tendrán que luchar. Ya lo han hecho anteriormente y puede que ahora hayan llegado a un punto en el que no les queda nada que perder. Si el plan de Bonaparte funciona, antes o después Inglaterra estará perdida. ¿Deseamos un mundo gobernado por Bonaparte?

Denilov se encogió de hombros.

—París sigue estando muy lejos de San Petersburgo.

—Por ahora. Pero ¿y en el futuro, cuando Bonaparte nos dé órdenes y Rusia tenga que obedecer como un perro callejero al que sacudan con una fusta?

Volvió a encogerse de hombros, pero en los ojos del conde se vio un indicio de mayor interés. La idea de que Gran Bretaña hiciera una última apuesta le parecía atractiva porque era un reflejo de su propia vida. Por experiencia, sabía también que las cartas no siempre estaban a favor del desesperado ni del valiente. Aquello era una verdad que hacía que la apuesta fuera más embriagadora. Para él aún quedaban más manos que jugar. Los británicos habían terminado. Lucharan o no, al final perderían y el imperio de Napoleón dominaría el mundo. Esa era la verdad, y un hombre sensato tenía que aceptarla y conformarse todo lo posible con el nuevo orden.

Al general le encantó ver aquella chispa de verdadero interés y la aceptó como una muestra de que por muchos defectos que tuviera Denilov, seguía siendo un verdadero ruso y amaba a su país. Aquello le tranquilizó. Se aclaró un poco la garganta, levantó automáticamente el pañuelo para limpiarse los labios y moviendo ligeramente la mano en el aire, estuvo listo para continuar hablando.

—Ese es nuestro cometido. Ir a Lisboa y calcular qué es lo que va a pasar después. Siniavin nos ayudará, pero no es un hombre muy imaginativo y seguro que no sabe que su opinión nos importa poco. Los marineros respetan demasiado a la flota inglesa como para ser conscientes de la debilidad de su ejército.

Cuando Rusia firmó la paz con Francia el año anterior, el zar y sus ministros hicieron muchas concesiones a los franceses. Una de ellas fue la de abandonar todas sus bases en el Mediterráneo. Aquello hizo que el escuadrón de buques de guerra allí apostado tuviera una larga travesía de vuelta a casa, sin saber si la Armada británica lo trataría como enemigo. El almirante Siniavin era su comandante, un hombre cauto que se había introducido en la enorme desembocadura del Tajo y había echado el ancla en Lisboa con la excusa de reparar los daños causados por una tormenta. Allí entabló una relación amistosa con los franceses, pero mantuvo las distancias pese a ser un aliado. También se aseguró de que su tripulación estuviera lista para cualquier cosa. Dinamarca había demostrado lo poco que los británicos tenían en cuenta la neutralidad cuando había buques de guerra en juego. Los tres hombres se unirían a esta flota —su compañero durmiente tenía que sustituir al capitán de uno de los barcos, que había muerto en un accidente.

—A Siniavin se le ha ordenado que nos presente a los jefes franceses y a cuantos portugueses le sea posible. En cuanto a los ingleses, simplemente tenemos que vigilarlos.

El general volvió a toser y, cuando se hubo recuperado un poco, rezó en silencio pidiendo poder vivir lo suficiente como para ver aquello y escribir su informe. Denilov tendría que llevarlo de vuelta, puesto que sabía que no sobreviviría para hacerlo por sus propios medios. Hubiera deseado que fuera otra persona, pero el elegante conde aún tenía amigos influyentes que habían conseguido que fuera a él a quien enviaran —corría el rumor de que estaba huyendo de acreedores que le iban a arruinar— y al menos ahora había mostrado algo de amor por la Madre Rusia. El general se permitió sentir esperanza. La enorme esperanza de que estaban a punto de aparecer grietas en el presuntuoso imperio de Bonaparte y la más pequeña de que Denilov demostraría que su reputación no era cierta y prestaría un buen servicio al zar. Entonces, empezó a toser de nuevo y lo único que sintió fue un dolor terrible.

Denilov miraba al viejo general como si aquel hombre ya estuviera muerto.

George Moss permaneció en Londres hasta mediados de junio, cuando recibió la confirmación oficial de que el regimiento debía unirse a la expedición. Él y Sir Richard miraban desde la galería cuando el Parlamento decidió apoyar a España. Parecía ahora que definitivamente sería España y Moss decidió que ya era hora de unirse al regimiento y darse prisa con los preparativos. Había conseguido lo que deseaba y cuando se fue hubo una sensación generalizada de que Londres se había convertido en un lugar más apacible. Los políticos ganaban con menos frecuencia a las cartas. La mujer del general estuvo llorando un día y medio. Su amante ya se había aburrido de él, por lo que no se mostró muy preocupada y, sencillamente, volvió a mostrarse especialmente interesada en su antiguo protector.