ERA una cálida y soleada tarde de finales de mayo, un tiempo ideal para pasear por los campos verdes y las onduladas colinas de Dorset. Media hora después de que salieran, aparecieron unas nubes que enseguida ocultaron el sol. En el aire había un dulce, quizá demasiado, olor a flores, avisando de la lluvia que comenzó a caer una hora más tarde. Se volvió cada vez más fuerte. Williams oyó al soldado Tout preguntarse en voz alta si el capitán esperaba que el tiempo cambiase.
—¿Creéis que lo sabía? —preguntó Tout. La compañía se había detenido, sacaron los gabanes de la parte superior de sus fardos y se los pusieron. Caminaban ahora por una cuesta larga y poco pronunciada, sudorosos bajo el peso de los gruesos abrigos de lana que llevaban sobre las chaquetas de sus uniformes.
Nadie contestó. Tenían la cabeza agachada, al menos, todo lo que se lo permitían sus fulares de piel. Eso hacía que pudieran protegerse algo con la visera de los chacós.
—Os preguntaba si creéis que el capitán sabía que iba a llover. —Marchaban a un ritmo tranquilo, con un paso más natural que consciente, y se les permitía hablar. Aun así, Tout había esperado a que MacAndrews regresara a la cola de la columna antes de insistir en su pregunta a los otros hombres que iban en la delantera.
—Claro que sí —contestó Dobson—. Fue específicamente al sargento mayor para pedírselo. —Desfilaba a la izquierda, y Williams estaba entre él y Tout. El soldado Hanks completaba la primera fila a la derecha de Tout.
—Le creo muy capaz de ello al viejo cabrón.
—Podría ser peor. Podría ser mucho peor —dijo Dobson. Con cuarenta años, más o menos, Dobson era el más mayor del grupo de veteranos de la Compañía de Granaderos y, de hecho, de todo el 106. A pesar de ello, caminaba a grandes zancadas y casi parecía ir cómodo.
—Sí, podría haber pedido nieve —intervino Williams. Dobson resopló y Tout se rio. Hanks permaneció impasible, pero así es como se comportaba habitualmente.
Un momento después Williams se preguntó si aquella simple broma a costa de su comandante era poco apropiada. Un caballero voluntario prestaba servicio en las filas, vestía el uniforme normal de los soldados rasos y tenía sus mismas obligaciones, pero vivía con los oficiales. Este tipo de hombres esperaban que se les nombrara oficiales, pero no era nada seguro y podrían tardar años en conseguirlo. Durante todo ese tiempo, no eran ni una cosa ni la otra. Los soldados recelaban de los voluntarios, sospechando que no tiraban de su peso y que, por tanto, ellos tenían que esforzarse. Inevitablemente, había también cierto nerviosismo en torno a esos hombres que algún día podrían hacer que los azotaran y que ya se sentían muy unidos a los oficiales. Algunos los consideraban poco más que espías. Era algo más fácil con los oficiales, puesto que los buenos se daban cuenta de que no podían mostrar favoritismos. Los malos y los que solo se preocupaban de su propia posición, tendían a mostrar desdén.
Williams había entrado en el regimiento a principios de ese año. Tenía veinticuatro, así que era mayor para que lo nombraran alférez, sobre todo si se comparaba con niños como Derryck. Pero hasta donde alcanzaban sus recuerdos, siempre había querido ser soldado. De niño se había leído todas las historias de aventuras que había encontrado y todos los libros de historia de la guerra. En su fardo, cuidadosamente envuelto en hule junto con su Biblia, llevaba una maltrecha traducción de La Guerra de las Galias, de Julio César, con el lomo partido y más de una página suelta. Había algo en las grandes campañas de la Antigüedad que seguía fascinándole y leía todo lo que podía sobre esos temas. De niño, había conseguido convencer a menudo a sus hermanas menores para que jugaran a ser Alejandro y Darío, o Escipión y Aníbal. A ellas les gustaba especialmente hacer de elefantes.
Su madre no se mostró muy entusiasta. Casada a los dieciséis años, quedó viuda y con cuatro hijos antes de cumplir la edad que Hamish tenía ahora. Su padre era ingeniero, uno de los buenos en una época en la que las máquinas estaban cambiando el mundo y el modo en que se hacía todo. Entonces, un día hubo un accidente en la fábrica y aquel joven y prometedor ingeniero murió. Hamish aún podía recordar los rostros de los hombres que habían ido a decírselo a su madre y cómo ella no mostró ninguna emoción. Jamás en su vida la había visto llorar.
El dueño de la fábrica le dio a la viuda una pensión. Era extremadamente modesta, ya que supuso, aunque no le importaba demasiado, que aquella joven se volvería a casar y buscaría a un hombre que la mantuviera a ella y a su prole. Y no era ninguna locura, puesto que aquella Frances de pelo dorado era indudablemente guapa, aunque un poco severa. Tuvo pretendientes, siempre dentro de la decencia, y varios de ellos eran atractivos y modestamente solventes. La señora Williams siempre se mostró cortés, pero inflexible. Unos cuantos insistieron durante un tiempo hasta que por fin se rindieron. El interés decayó y finalmente también las habladurías de quienes se mostraban celosas de la atención que recibía. Poco a poco y a regañadientes, se fue aceptando que aquella joven viuda no deseaba cambiar de estado civil —y mucho menos establecer ninguna relación menos formal—. Cualquier sugerencia al respecto provocaba una mirada feroz y glacial y, de hecho, la mayoría de la gente llegó a considerarla una mujer tremendamente fría.
Habían vivido en Cardiff durante un tiempo, donde su madre arrendó una pequeña casa y alquilaba dos habitaciones a huéspedes respetables. El mobiliario no era muy nuevo, pero la comida era abundante, aunque sencilla, y toda la casa estaba impecable. Hacía la colada, cosía la ropa y realizaba otras pequeñas tareas con firme eficacia. Unos años después, la familia se mudó a Bristol, donde empezó a dirigir un establecimiento del mismo tipo pero más grande. En ambos sitios, muchos de los huéspedes eran oficiales de cubierta y, a veces, incluso capitanes de barcos mercantes. La señora Williams no fomentaba la confianza, pero sí le gustaba escuchar a aquellos hombres hablar de costas lejanas y mares sacudidos por las tempestades. Durante un tiempo aquella casa llegó a ser su único hogar de verdad —algo austero, pero un hogar al fin y al cabo—. No había duda de que existía un profundo afecto entre la casera y sus empleados y huéspedes, pero todos sabían hasta dónde podían llegar con la señora Williams.
Hamish tuvo que admitir que sus propios sentimientos eran parecidos. Su madre nunca daba su aprobación a la ligera y valoraba las raras ocasiones en las que se la había concedido. A veces, se había sentido orgulloso de ella, sobre todo cuando su madre se ponía su sombrero, su mejor vestido y los guantes y llevaba a sus hijos a la iglesia, donde cantaba los himnos del señor Wesley[6] con su hermosa voz. Aquellas fueron las únicas ocasiones en las que sintió que ella mostraba verdadera pasión. Para él, su madre era hermosa pero distante —una reina a la que temer y obedecer, pero a la que solo se podía amar de la forma en que se ama a un país—.
Ella esperaba educarlo para que se convirtiera en médico. Su abuelo había sido médico, muy bueno, por lo que decía su madre. El doctor Campbell también había sido pobre porque, según contaba ella, trataba a todo el mundo, pagaran o no. Sin embargo, los estudios para conseguirlo eran caros, demasiado como para que una viuda se lo pudiera permitir, así que la señora Williams tuvo que rebajar sus ambiciones. Tanto su hijo como sus hijas habían aprendido a leer y escribir. Las niñas habían aprendido también corte y confección y, junto a su madre, llevaban dinero a casa haciendo trabajos para otras personas aparte de sus huéspedes. Hamish continuó en el colegio hasta que cumplió los dieciséis años y después, desdeñando trabajos de simple aprendiz, la persistencia de su madre le aseguró un puesto como administrativo subalterno en una empresa de transportes.
Se trataba de un trabajo aburrido, con listas de cargamentos y fechas de entrega, de barcos y de su aprovisionamiento, de tasas portuarias y honorarios de prácticos de los puertos, de marineros y de los salarios y pensiones pagadas a sus familias durante los viajes, y siempre cuadernas, amarres, lonetas y la gran cantidad de provisiones necesarias para mantener a los barcos en el mar. Hamish había sentido que su juventud se iba ahogando lentamente bajo el peso de aquellas listas. Todos los días eran iguales, con las mismas rivalidades mezquinas y las bromas entre la media docena de viejos curtidos que trabajaban en la oficina. Pero se le daba bien aquel trabajo y lo que era un empleo temporal se convirtió en permanente, y con lentitud, con una exasperante lentitud, su salario fue aumentando. El dinero ayudaba a su familia, ya que, a medida que sus hermanas crecían, su madre estaba empeñada en que tenían que vestir bien y asistir a recepciones decentes con la esperanza de que encontraran buenos y respetables maridos.
Hasta que cumplió los veintiún años, Hamish permaneció en aquella oficina soñando con aventuras y fama. Entonces, un día le dijo a su madre que había decidido hacerse soldado y que se alistaría en cuanto pudiera. No estaba seguro de qué podía esperar. Desde luego, ira no, puesto que su madre no mostró nunca tanta emoción. Encontró decepción, pero no sorpresa, y aceptó de buena gana la condición de que debía esperar a que encontraran un puesto adecuado para él.
Frances Williams se enfrascó en la tarea de conseguir un puesto de oficial para su hijo con su habitual determinación y perseverancia. Durante su juventud, el doctor Campbell había sido médico auxiliar en un regimiento, así que escribió algunas cartas a su actual coronel y a un par de oficiales que habían prestado servicio en aquel entonces y que ahora eran generales viejos y poco conocidos. No hubo respuesta. En cualquier caso, había decidido que fuera a algún regimiento de las Highlands, así que escribió a sus coroneles. Puede que el padre de Hamish hubiera sido un locuaz galés pero, por parte de madre, él era escocés y, lo que era aún mejor, un Campbell. El comandante del 91 de Infantería contestó con una carta cortés en la que contaba que no había vacantes de alférez en ese momento y que era poco probable que las hubiera durante algún tiempo. El del 93 no respondió.
Sin dejarse intimidar envió más cartas a un general tras otro, todo aquel cuya dirección logró encontrar, solicitando humildemente —y eso era algo que no surgía de forma natural en la señora Williams— un puesto para su hijo, un joven caballero de buena educación y formal. Pasaron años hasta que por fin llegó una carta del general de división Sir Augustus Lepper, coronel del 106 de Infantería, el Regimiento de Glamorganshire, en la que informaba a la señora Williams de que aunque no podía ofrecer a su hijo un puesto de oficial en ese momento, estaría encantado de aceptarlo en el regimiento en calidad de voluntario. Suponía menos de lo que ella esperaba, pero eso era algo bastante habitual en su vida. La señora Williams no mostró emoción alguna cuando su hijo partió como soldado. Había accedido y punto. Él prometió escribir y enviarles todo el dinero que pudiera y ella se limitó a asentir y dejó que su hijo la besara en la mejilla. Sus hermanas aportaron suficientes lágrimas y abrazos para añadir dramatismo a la escena, pero cuando recordaba aquello, era solo su madre, firme y con expresión severa, quien acudía a su mente.
Williams se alistó en el 106 a principios de 1808. Unas cuantas semanas después, llegó otro caballero voluntario y lo destinaron a una compañía distinta y Hamish no llegó a conocer bien al señor Forde, pero este último pareció adaptarse más fácilmente a su nueva vida. El ejército no era lo que Williams había imaginado en sus sueños. La rutina era aburrida, con instrucción un día tras otro. A diferencia de los oficiales, que contaban con sirvientes, se esperaba que él cuidara de su propio uniforme, su equipo y su mosquete. Aprendió a dar lustre a sus botas, las dos idénticas, sin una para el pie izquierdo y otra para el derecho. Veteranos como Dobson se las cambiaban de pie al final de cada semana para darlas de sí. Aprendió los secretos de la arcilla blanca para aclarar sus bandas transversales y a sacarle brillo a los botones metálicos de su guerrera y sus polainas sin manchar el tejido que los rodeaba.
Ahora, cinco meses después, se sentía cómodo en su uniforme —o, al menos, todo lo cómodo que se lo permitían la lana basta y el cuello de piel rígido—. Su primer desfile, cuando nada parecía quedarle bien y tenía un aspecto tan desgarbado, hizo que se preguntara cómo aquellos sargentos podían estar tan increíblemente elegantes. Incluso ahora aquellos hombres parecían tener alguna magia de la que él carecía, pero Williams se sentía un maestro en el mayor misterio de la vida del soldado. Sabía distinguir su mosquete entre todas las armas del modelo India por la diminuta muesca de la culata y la mancha en la madera justo detrás del gatillo, que no se iba por mucho que se engrasara y restregara. Era su mosquete, único entre los cientos de miles que poseía el ejército. Williams se sentía todo un soldado, pero seguía siendo un intruso dondequiera que fuese.
MacAndrews le concedió a la compañía un descanso de cinco minutos tras haber estado marchando durante una hora y luego otro descanso más largo tras la segunda hora. Para entonces ya habían recorrido más de nueve kilómetros y medio y el tiempo había mejorado, así que dio la orden de que se quitaran los gabanes y volvieran a amarrarlos en lo alto de sus macutos de armazón de madera. Una vez hecho esto, Williams no estaba muy seguro de qué hacer cuando los granaderos se pusieron a descansar. ¿Debía ir a juntarse con los oficiales que se apoyaban en un muro cercano o quedarse a conversar afablemente con los granaderos y mostrarles que no era tan orgulloso como para no saludarles? ¿Lo acogerían bien o lo considerarían servil con los oficiales y condescendiente con los soldados? Pringle se mostraba siempre amable y, cuando el teniente estaba presente, el desdeñoso Redman era, al menos, formal y cortés. Cuando Williams miró al oficial, vio que Hanley le devolvía la mirada. Un momento después, el nuevo alférez lo saludó con la cabeza y sonrió, pero era difícil saber si aquello implicaba una invitación y Pringle le estaba dando la espalda, así que no le servía de indicativo. Williams respondió asintiendo con la cabeza, pero no se movió.
—Señor Williams, ¿ha traído su caja de yesca? —le preguntó Dobson por detrás. Lo de «señor» era una muestra de cortesía. Tout y otro soldado raso llamado Murphy se acercaron también con sus pipas de barro en la mano. Después de aquello, Dobson impidió que el resto de los soldados le pidieran lo mismo. Murphy era uno de la docena de irlandeses que había entre los granaderos y había una cantidad parecida en el resto de las compañías. A pesar de su nombre, el 106 contaba con pocos soldados galeses y aún menos del condado de Glamorganshire. Al igual que otros regimientos, reclutaba soldados de dondequiera que pudieran encontrarlos—. No queremos dejar a Williams sin yesca —añadió el veterano.
—No, que aún no se ha casado —bromeó Murphy. Williams se permitió sonreír a pesar de la vulgaridad.
—Por eso es por lo que sigue siendo feliz —intervino Dobson a continuación, aunque había enterrado a una esposa y llevaba con su Sally dieciséis años ya. A veces reñían, sobre todo cuando él se emborrachaba, pero ni siquiera en esas ocasiones le había puesto una mano encima y se enorgullecía de ello. Su hija mayor tenía casi dieciséis años —hubo cierto apremio en la boda— y constituía una continua fuente de preocupaciones para él. «Me daría a la bebida si no llevara haciéndolo hace tiempo», solía decir. Jenny Dobson era muy presumida y él temía que estuviera flirteando con los oficiales. Eso sería su perdición, porque aquellos «caballeros» utilizaban a muchachas como ella y se deshacían de ellas con demasiada facilidad. Tenía un hermano de catorce años que ahora formaba parte del regimiento tocando el tambor, y una hermana de solo diez.
Dobson había sido ascendido a sargento varias veces con el paso de los años, pero luego siempre se le relegaba por embriaguez. Como tantos otros soldados, Dobson perdía la compostura ahogándose en alcohol, lo cual solía provocar que aquel hombre grande se volviera violento. Williams no tenía mucha mejor opinión de los oficiales. Le asombraba lo mucho que podían beber en una sola tarde. Personalmente, él bebía poco, sobre todo porque el sabor le repugnaba, y nunca en su vida se había emborrachado, aunque aquello era cuestión de principios.
—¿Qué tal va esa llave? —le preguntó Dobson. Hacía unas semanas le había enseñado a Williams a envolver con un trapo la llave de chispa de su mosquete cuando había humedad para impedir que le entrara el agua en la cazoleta y empapara la pólvora haciendo que el arma no pudiera dispararse. Ese día no desfilaban con los mosquetes cargados, pero el viejo soldado estaba empeñado en que el voluntario aprendiera a hacer bien las cosas. En la formación de la compañía, Dobson estaba justo delante de Williams y los hombres de la fila delantera y de la trasera dependían completamente el uno del otro en la batalla. El veterano quería que el suyo estuviera por encima de la media.
—No está mal —contestó cuando Williams le enseñó el trapo bien ajustado—. Eso impedirá que le entre nada. —Dobson sonrió y le dio al voluntario una palmada en el hombro—. Bien hecho, Doguillo.
Solo Dobson llamaba a Williams a la cara por su mote, que en general ya había sustituido al anterior de Cuáquero —el término inevitable utilizado para cualquier hombre que ni decía palabrotas ni bebía—. El Doguillo de Hastings era un boxeador profesional; no el mejor, pero había ganado varios combates en el condado el año anterior. Durante mucho tiempo, los soldados no sabían qué pensar de su voluntario porque hablaba muy poco. Después, en marzo lo enviaron con un grupo de quince hombres para que ayudara con un carro de suministros que se había quedado atascado de camino adonde se encontraba el batallón. Había sido una tarea difícil con un tiempo horrible, tuvieron que cavar alrededor de las ruedas para liberarlas. Dobson se quedó pasmado al ver la energía y casi el frenesí con el que Williams manejaba su pala.
—Dios mío, señor, ni siquiera sabe cavar. Mire, obsérveme y hágalo igual que yo.
Terminaron la tarea en dos horas de trabajo agotador y dejaron que siguiera su camino hacia el batallón, pero el sargento Probert —uno de los pocos galeses de verdad que había en el regimiento— los llevó a una taberna para que se resguardaran y se repusieran antes de regresar. Aquel día, incluso Williams disfrutó de un ponche caliente. Reacios a arriesgarse a salir con el mal tiempo se quedaron bebiendo un rato. Después, Hope, un hombre no especialmente grande, pero ancho de espaldas, agarró de repente a una de las camareras que pasó por su lado. La muchacha se resistió y chilló cuando aquel hombre le gritó que quería un beso por cada jarra que se bebiera. Algunos soldados se rieron porque estaba claro que estaba borracho y, de hecho, era conocido por la facilidad con que el alcohol le hacía efecto. Otros le dijeron que la dejara en paz, pero Hope no les hizo caso a ninguno de ellos y le dio a la camarera un beso largo y baboso. Una de sus manos le agarró la falda y se la levantó.
La muchacha gritó entonces con fuerza y, alargando el brazo hacia la mesa que había al lado de ellos, le lanzó un cuenco de estofado. Estaba todavía lo suficientemente caliente como para hacer que Hope la soltara y ella terminó en el suelo, se le cayó el gorro de la cabeza y sacudía las piernas en el aire en medio de una agitación de faldones y enaguas. El granadero se puso de pie frotándose los ojos con los dedos y dando aullidos de rabia. Probert debía haber actuado, pero estaba más divertido que preocupado y no hizo caso de las miradas de advertencia de Dobson.
Entonces, Williams se puso de pie, dio unas cuantas zancadas en dirección a Hope y le arreó un puñetazo en plena mandíbula. Aquello pilló a todos por sorpresa, incluyendo al voluntario, pero había bebido más de lo habitual y las aventuras que con tanta avidez leía trataban sobre hombres fuertes que protegían a los débiles —la mayoría de ellos se comportaban con caballerosidad—. Williams se sorprendió a sí mismo enfrentándose allí al soldado borracho. En gran parte fue cuestión de suerte porque, aunque asestó el golpe con el peso de su cuerpo y era un hombre corpulento, fue una casualidad que le diera justo en el lugar precioso. Hope cayó hacia atrás, saltó por encima de la mesa desparramando jarras y platos en todas direcciones y aterrizó inconsciente al otro lado.
Durante un momento, pareció que dos de sus amigos iban a continuar la pelea. Pero Williams era grande y aún parecía tener ganas de luchar, aunque en realidad estaba más sorprendido de sí mismo que otra cosa. Entonces, la enorme figura de Dobson apareció junto a él y Probert actuó por fin.
—Bueno, muchachos, ya está. Ha sido una pelea justa y se lo tenía merecido —dijo mirando por toda la sala para asegurarse de que todos quedaban conformes—. King y Rafferty, despertadle. —Sus amigos obedecieron de inmediato usando una jarra de agua. Hope volvió en sí farfullando, pero con actitud sorprendentemente pasiva. No solía ser un bebedor tan agresivo. Se puso de pie frotándose la mandíbula.
—Vamos, vosotros dos, daos las manos como hombres y acabad con esto —continuó Probert. No lo hicieron con simpatía. Más entusiasmo hubo cuando la camarera se puso de puntillas y dio un rápido beso en la mejilla a Williams. Los granaderos aplaudieron, incluso Hope, que no parecía recordar qué era lo que había provocado todo aquello. Hamish se ruborizó, lo cual hizo que los demás se rieran y aplaudieran aún más.
—Escuchad todos —esta vez fue Dobson quien habló—. Aquí no ha pasado nada, ¿eh? Simplemente hemos estado todos bebiendo tranquilamente. ¿De acuerdo? —Los demás asintieron—. El viejo Hope ha bebido mucho y se ha caído de culo, como siempre.
Williams tardó un poco en comprender aquello. Aunque prestaba servicio como soldado raso, se suponía que era un caballero. Para un caballero, dar un puñetazo a un soldado —y de hecho, dárselo a cualquiera que no fuera enemigo del rey— era algo impensable. Si se hubiera sabido oficialmente, no habría tenido más remedio que dimitir o sería despedido. Era escalofriante pensar que un momento de rabia podría haber terminado con su carrera antes incluso de que hubiera empezado.
Lo que le sorprendió fue la reacción de la compañía, puesto que aquel breve enfrentamiento hizo que los granaderos lo aceptaran como no lo habían hecho antes. Eran soldados y lo único que respetaban por encima de todo lo demás era el coraje. Él había demostrado eso y más, y ahora le manifestaban respeto e incluso confianza. Se sentían algo más relajados al hablarle. En particular, Dobson empezó a mostrar un interés casi paternal por él. Se había convertido en «el bueno del señor Williams»o, simplemente, en el Doguillo. Ni siquiera Hope parecía tenerle rencor, aunque siempre había sido un hombre de buen trato cuando estaba sobrio.
El descanso terminó pronto y el sargento Darrowfield dio la orden de formar filas. Pringle y el alférez Redman se entretuvieron un poco tratando de poner algo de orden en el uniforme de Hanley. No pudieron hacer nada por las manchas de barro que había en sus pantalones —en cierto modo, Hanley parecía atraerlo más que ninguno de ellos—, pero le enderezaron las correas y trataron de nuevo de ponerle bien la faja de seda de color rojo oscuro.
—Ya está, como nuevo —mintió Pringle—. Mojado, claro, pero unas gotas de agua no hacen daño. Y eso lo sé yo muy bien, que procedo de un largo linaje de marineros.
—¿Y sin embargo estás en el ejército?
Pringle sonrió.
—Parece que no he heredado la habilidad de mis antepasados para mantenerse de pie en el mar. Se supone que un oficial de la marina no debe pasar todas las travesías tendido de lado ni acostado en su catre quejándose.
—¿No era Nelson propenso a los mareos en el mar? —preguntó Redman, que era un muchacho de dieciocho años alto pero tremendamente delgado. Quedó decepcionado al saber que Hanley era su superior en el regimiento, pero aun así se esforzaba por mostrarse simpático.
—Sí, estoy seguro de que lo he leído en algún sitio —contestó Hanley.
—Ah, pero la diferencia está en que a él se le pasaba rápido. Parece que no ocurre igual conmigo. Dudo que el héroe de Inglaterra fuera tan celebrado si hubiera estado en el Nilo o en Trafalgar vomitando por la escotilla.
—Además, esto también era un problema —Pringle se quitó las gafas de montura metálica y se puso a limpiar los cristales con su fajín—. A la Armada de Su Majestad no le gustan los oficiales con mala vista. Al menos, Nelson tenía una buena visión.
—¿Es más fácil ver a los soldados franceses que a sus buques de guerra? —preguntó un Hanley sonriente.
—Eso parece. Quizá la Guardia Montada haya dispuesto que nos enfrentemos solamente con franceses especialmente altos y gordos.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por el sargento Darrowfield.
—Teniente Pringle, señor, esperamos que usted y el resto de caballeros se unan a nosotros.
Los tres oficiales se pusieron en marcha para ocupar sus puestos en la formación.
—Es sorprendente cómo pueden hacer que al usar la palabra «señor» lo que es una orden suene como una sugerencia —dijo Pringle en voz baja.
La compañía continuó marchando hasta que el sol empezó a ponerse y las nubes adquirieron intensos tonos rosas y rojos. Hanley se sentía ahora lo suficientemente contento y cansado como para deleitarse con aquella escena. En las últimas semanas, incluso los paisajes más esplendorosos le habían dejado indiferente. Por un momento deseó detenerse para hacer un dibujo o, mejor aún, utilizar la caja de acuarelas que llevaba en su baúl. Entonces pensó en Mapi. A menudo había soñado con aquella muchacha muerta de Madrid y a veces era el rostro de su amante lo que veía cuando le daba la vuelta al cadáver. La desesperación volvió a inundarle y cualquier deseo de creatividad desapareció. Su mente volvió adonde estaba y se rio tristemente al pensar que había entrado en el ejército en busca de paz.
Pringle lo miró inquisitivo, pero Hanley no se dio cuenta. El teniente ya tenía suficientes preocupaciones. Sus recuerdos de la noche anterior seguían siendo confusos, pero después de muchas horas bebiendo en la taberna, recordaba una enérgica cópula contra el muro del patio de la caballeriza. Esperaba que hubiera sido con Molly Hackett pero, cuando se la encontró aquella mañana, ella no le había devuelto la sonrisa y lo cierto es que no dio ninguna muestra de complicidad. De todos modos, era rubia y él estaba ahora seguro de que la muchacha en cuestión tenía el pelo moreno. Cuando la compañía salía del pueblo, había visto a Jenny Dobson mirándoles. Le había guiñado un ojo a Hanley —lo cual era sorprendente— y después le dedicó una amplia sonrisa. ¿Había sido aquello algo más que su habitual flirteo?
«Cualquiera menos ella», pensó Pringle. «Por favor, Dios mío, cualquiera menos ella». Jenny era hermosa, pero un buen oficial no debe darse un revolcón con la hija de uno de sus soldados. Dobson era un buen hombre, una persona cuyo respeto quería ganarse Pringle. Aparte de eso, el veterano podía ser aterrador y, desde luego, no era un hombre al que hubiera que enfadar. Billy Pringle hizo la habitual promesa de que controlaría su afición por el alcohol, esta vez con más fervor de lo normal.
La Compañía de Granaderos siguió caminando a un ritmo tranquilo.